miércoles, 17 de octubre de 2012

EL VALOR DE LA APLICACIÓN ETNOCULTURAL (I)

CANCIÓN DEL PESCADOR

Tengo las redes llenas
(manos vacías).
Las redes son del amo,
las manos mías.

Estaba el mar vacío,
bajo la noche;
con sudor le llenamos
los pescadores.

Está el campo sombrío
de madrugada;
con las manos hacemos
la luz del alba.

Cuando será la tierra
tuya en tus manos;
tuyas la barca y las redes
y el mar tu esclavo.

Carlos ÁLVAREZ
En Aguaviva: La Casa de San Jamás
Happening musical, Madrid, 1975
                                                  
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El Valor de la Aplicación Etnocultural.

RESUMEN
La etnicidad es un ser que siempre está ahí. En la modernidad parece que se va pero regresa como el matorral o los lobos. Como identidad instrumental no se refiere a una ontología, ni a una uniformación, sino a una relación de objetividad o producción de significados particulares, los de un colectivo social. Es una herramienta específica que puede trabajar bien o mal en cualquier sentido, pero no debe hipocatectizarse, ni trabajar como devoradora de otras identidades o como un parásito. Su verdadera función es la de señalamiento del sentido de la identidad social, con la que debe corresponderse. Como la identidad social no es definida por una introspección de conciencia, ni por una ideología de dominación, sino por el porvenir de un campo de acción histórica, la identidad cultural debe servir para la confrontación de actores sociales, no corporativos. La posibilidad de que la identidad cultural sea aplicada defectuosamente a un campo de acción, se encuentra en los déficits de la teoría de la acción humana y en la falta de capacidad cultural de los actores sociales en llevarla a cabo. Tal ocurre en la antropología venezolana y en el nacionalismo etnicista del populismo venezolano por su carácter regresivo.

Palabras claves: Identidad étnica, identidad social, campo de acción histórica, teoría de la acción humana, regresión populista. 

Contenido General

-Mito y Etnicidad
-El Valor del Deber Hacer las Cosas
-La etnicidad Étnica en sí y para sí
-La Etnicidad para sí y la Memoria del Porvenir
-Cuando la Etnicidad Étnica en sí funciona hasta la mitad.
-Bibilografía


Ahora se puede apreciar con claridad mucho mayor la oposición existente entre la antropología aplicada clásica –es decir, práctica- y la antropología aplicada como ciencia teórica de la acción humana, sus leyes y sus límites. La primera entiende que la resistencia al cambio proviene del medio en que actúa y no de la antropología, con lo cual deja de lado toda una parte de la teoría de la acción que nos parece de enorme importancia” (Bastide, 1972, 204).

Contenido Parcial:

        -Mito y Etnicidad
        -El Valor del Deber Hacer las Cosas
        -La Identidad en sí y para sí.

         Hacer antropología no es una cosa simple. Si se decide orientar la atención hacia una antropología aplicada, la cosa se torna por demás complicada. Tal decisión contiene un desafío, no de verificar hechos, sino de conceptualizar un aspecto de la acción social. Se trata de elaborar un puente que lleve de una teoría general antropológica, bajo la especie de aplicada, a su inserción en situaciones etnográficas particulares donde se producen las especies de la aplicación conceptualizada.

Mito y Etnicidad.

         La tarea general de la antropología es dar alcance a los mitos, esto es, a los detectores del sentido (antiguo y nuevo) que luego se expresan en los rituales y la historia (Devereux, 1989, 13). Tales detectores son procesos de significación que inventan los colectivos sociales para interpretar la realidad. Así enfrentan de un modo primario el pánico que les causa lo real con sus problemas. Antes de “sociologizar” los mitos y convertirlos en ritos o historias a lo que se tiende en estos momentos científico-sociales, es necesario enunciar los principios que fundan la acción ritual o histórica.
         Esta prioridad que expresa el mito, convierte a éste en el objeto de una ciencia autónoma denominada antropología, porque atañe a una relación constituyente de la existencia del homo sapiens. Para explicar este problema, tal disciplina científica construye un modelo conceptual, el constructo de cultura en sentido etnográfico (Tylor, 1873). Sin armar suficientemente este modelo, no se logra organizar con disciplina el orden conceptual para dar alcance a los sentidos en que se realiza la acción social, y, por lo tanto, no se puede cumplir con la función de orientar sabiamente al especialista en una rama de la vida social, sea política, económica, jurídica, ideológica, etc., y su articulación con la vida total de una comunidad.
         Sin solventar el problema conceptual de la etnocultura, “los antropólogos todavía se encuentran teóricamente mal equipados para ofrecer a la antropología aplicada la base sólida sobre la cual ésta pueda apoyarse sin temor alguno” (Bastide, 1972, 124). Si como dice Bastide en otro lugar: “Tal vez no podamos hablar, en la actualidad, de una crisis de las ciencias humanas, pero sí, de un período de confusión” (Bastide, 1973, 9), entonces es necesario obtener una luz o tabla de salvación para detectar una clave de orientación.
Siguiendo los pasos de Devereux (1973), de cuya obra Bastide hace el Prefacio, dicha clave conceptual en antropología, y que justifica su campo de aplicación teórica, es el concepto de “cultura” (Devereux, 1973, 25). La etnología ha definido sistemáticamente este concepto, pero muchos antropólogos particularmente parece que no lo reconstruyen con suficientes insumos significativos para su haber conceptual y con ello ejecutar de un modo sabio la tarea de la aplicación etnocultural.
La delimitación de una problemática étnica y, por lo tanto, del universo de una etnicidad, tiene que ver con los reactivos de la masa significativa, contenida en un mito o cadena de mitos particular. Tal reactivo señala un ámbito de identidad étnica, socialmente reconocida. Identidad que sólo se completará con un valor agregado intelectivamente creado, es decir, con la exigencia que demanda de ser evaluada como una problemática social. Si la inteligencia funciona comparando, como decían los antiguos filósofos, la evaluación de una etnicidad precisa de una comparación con base en criterios de valores universales.
Lo espectacular en la historia de las ciencias es que tal operación terminó por apropiársela epistemológicamente la etnología con la invención del otro, de las etnicidades alternas (Todorov, 9). La identidad en sí misma no logra pensarse sino en relación de comparación con otra identidad, que cumple el papel de una función de alteridad. La otra o “áltera” la trae a la existencia diferencial, sin la cual no adquiere la capacidad de auto-reconocerse. Es un juego de relevos, que también se juega con el juicio sobre la capacidad de la mirada de retroalimentarse a sí misma, y como ocurre en la estética para reconocimiento de los colores y los matices de cada color, en la etnografía también acontece el reconocimiento de los matices de diferentes sentidos culturales. La elevación de este hecho al pensamiento es lo que constituye la etnología moderna, según Levi-Strauss (2000) y cuyo modelo sociológico con niveles diferenciados  ya acuñó Simmel (1969) en su obra de El Extranjero.

El Valor del Deber Hacer las Cosas.

No es una cosa simple edificar este hecho con base en el pensamiento reflexivo, y derivarlo hacia la aplicación antropológica en torno a la acción humana. Como historia, comenzó con los griegos y sus “bárbaros”. Como principio es un hecho de valor que es permanentemente necesario “constituir”. El hecho de valor o darle valor al hecho (cultural) se origina en un atrevimiento conjunto del pensamiento y la acción. Entonces se torna valioso por ser difícil acometer la aplicación etnológica a los hechos culturales. Lo que implica que hay que armarse de valor con la teoría general antropológica, es decir, de un modo esforzado. Y ello como un deber, un deber ético: tengo derecho y tengo el derecho a aplicar el derecho. Doble armazón, la del valor  o atrevimiento y la de la ética o derecho, donde el valor ético garantiza el valor del atrevimiento.
La fascinación de lo dificultoso origina el reto del atrevimiento al descubrir que tal problema, que demanda una intervención teórica para la orientación de proyectos sociales (Hurtado, 2007), es difícil por ser valioso. Entonces ocurre el hecho del valor a agregar que resulta del esfuerzo por remontar no sólo la antropología como un todo, sino además de transcenderla desde ella misma. Porque una cosa es alcanzar, descifrar y enfrentar al mito y otra cosa es actuarlo valientemente, no para domarlo sino para educarlo. Esto último puede soliviantar al mito y su detector de sentido y declarar a la educación como inmoral por motivos de desarraigo adaptativo e incultural. Pero una cosa es que se imponga lo que es, lo inmutable de la creencia y la costumbre, y otra cosa es el hacer, que enfila el cambio social y su demanda de lo que debe ser. Las preguntas de la antropología aplicada nos colocan en el tránsito de uno y otro punto, de suerte que sin dejar de “hacer la memoria del pasado” se debe mirar y “hacer la memoria del futuro”. Lo cual implica colocar la creación de teoría en la dirección de la posibilidad de transformar valientemente lo que tenemos entre manos. Con lo que tenemos en depósito (naturaleza étnica), vamos a ver qué hacemos, o qué debemos ser socialmente para culminar lo que somos. Se supone que ir o aspirar a más es una obligación (ética) del “homo sapiens”, para cuya cuestión la antropología general no nos proporciona por ahora la respuesta, más bien su teoría general nos remite todavía al pasado como tiempo lógico de las ideas de la práctica presidida por la razón instrumental, por lo que una antropología aplicada tendría aún su campo de acción clausurado en la expectativa del presente y futuro como tiempos lógicos de las cosas (in actu) y de sus manejos subjetivos de la acción humana: la preocupación ahora es lograr un campo tamático para el “homo moderator rerum” (Bastide, 1972, 174 y 206).       
El tratamiento de doma del mito o etnocultura suele quedar bien en manos del chamán o brujo. El tratamiento de la educación del mito como intervención de aplicación teórica es el antropólogo quien debe orientarlo y ello no puede ser sino en clave societaria. Es decir, la aplicación etnocultural si se atiende valientemente, encuentra su valor agregado en el horizonte ético, cuya objetivación es el proyecto societal, al cual pertenece la ciencia antropológica, como toda ciencia epistémica.
En culturas sociales, el tránsito de la etnocultura al proyecto social no sufre fracturas radicales negativistas, aunque siempre se produce el desencanto, según lo propuso ya Weber. En culturas narcisistas, para seguir el modelo de Levi-Strauss (1969, 575), como la venezolana, las fracturas son tan hondas que las consecuencias conducen radicalmente al negativismo social (Devereux, 1973): no hay lugar (“locus”) para el proyecto y toda práctica social se resuelve en clave etnocultural en sí misma. No es de extrañarse que surjan al tope los desórdenes etnotípicos. En esta perspectiva una posible aplicación etnocultural termina siendo ilusionista porque los principios teóricos se disponen  de cara a una autoadoración de la etnicidad. En las sociedades complejas este etnicismo se encauza en una contradicción que se bambolea en unos momentos como orgullo étnico y en otros como vergüenza étnica. El resultado constituye un pesimismo radical, expresado en el aquí no hay solución (social) a lo que somos (étnicamente). En esta ilusión etnológica (Bueno, 1987), la aplicación de una antropología aplicada se encuentra con un obstáculo que la integra ingenuamente a su racionalización, eliminando el problema en vez de incorporarlo al sistema descriptiva de alteración de lo real. Si se impulsa dicha dificultad problemática se la fagotiza y su resultado es regresivo como ocurre en una aplicación antropológica en los marcos ideológicos de una sociedad populista y comunitarista, como ocurre en América Latina.

La Identidad Étnica en sí y para sí. 

Para resolver este problema, distinguimos la etnicidad como un valor en sí y la etnicidad como un valor para sí. En la primera, la etnicidad es un valor que se nos da como un fondo de capital, que siempre está ahí, que nos acompaña como humanos. Es la etnicidad en su pureza original. Sin tal capital de encaje o de respaldo, no sólo nos volveríamos a la selva o a la sabana, también dejaríamos de ser “homo sapiens”. La etnicidad aún se esconda en el bosque como un lobo o se pierda en la llanura como un matorral, siempre puede regresar, y de hecho regresa, y no tiene más remedio que regresar(nos). Pero esta semántica donada y pura no es una esencia eterna. Por más que la nominemos como una identidad, no es sino una relación instrumental dentro de un proyecto de vida social o comunitaria. Al reducirla a su pureza etnológica, toda explicación en torno a ella se sumerge forzosamente en una teoría etnicista. Pero como fondo de capital o capital socialmente adelantado, debemos descubrir su existencia posible, es decir como una identidad para sí.
La etnocultura pensada como una identidad para sí, opera como un reactivo o masa de energía significativa que puede modificarse desde sí misma, sin perder su consistencia originaria, y por lo tanto, movilizarse y emplearse para diversos usos, intereses o ideales. No guarda ni se sustenta en un ontologismo, pese a la caracterización del mito como un relato de relaciones perdurables, o que el ethos cultural sea resistente a cualquier influencia social. Tampoco necesita de una ideología para expresar su semántica estética, pese a que el mito pueda expresarse en relaciones de representatividad, de añejamiento o de exquisiteces, según las diferentes circunstancias del principio del arraigo (Hurtado, 2006). Como relación instrumental no constituye una uniformidad como si fuera una camisa de fuerza para todos los sujetos de la comunidad que la producen y que la portan como un referente común. Si fuera un depósito de ontologismo, una luminaria de ideologías o una camisa de uniformados, tendría su capacidad de comunicación reducida, se expresaría con una modulación tosca o plastificada, sería un recinto de información al unísono. Con un puesto de observación teórica predeterminado tan rígidamente con referencia al pensamiento, la antropología aplicada tendría pocas maniobras o alternativas de trabajo y de productos transformados para el servicio de un proyecto de vida social, inteligente o estúpido (Marina, 2006). Un concepto de la identidad étnica en sí, no permite una óptica que integre la etnicidad con la posibilidad de alcanzar a ver la parte de acción social apropiada a la amplitud de lo humano.
Una antropología aplicada que aspire a tener una producción teórica al servicio de una transformación social desde las etnicidades, demandará una redefinición de la identidad étnica. En este sentido es necesario pensarla como una herramienta específica entre otras, para trabajar las relaciones sociales; no es una compulsión psíquica, ni una fijación genética, sino una relación de producción objetiva organizada por un grupo social a través de su experiencia mundana y su socio-historia. Puede que trabaje bien o mal en cualquier sentido, pero no debe hipercatectizarse, ni operarse como devoradora de otras identidades o encapsularse como un parásito. Su verdadera función es la de un señalamiento de sentido de la identidad social, con la que debe corresponderse. Es lo que nominamos como una identidad étnica para sí; como valor sólo estará garantizado en cuanto dice referencia a una identidad social, con la que se evalúa su instrumentalidad.
Como la noción de identidad tiene connotaciones metafísicas, es necesario despejar su ontologismo pasando a la acción de su “ser” posible. No tenemos más remedio que, en su segundo momento, “sociologizar” el mito para colocarlo en el camino del proyecto social. Esto es, debemos bajarlo al campo de acción histórica donde va a adquirir las impurezas del tiempo y del espacio, donde se debaten los actores sociales con sus contradicciones, conflictos, intereses, instrumentalidades. Como dice Devereux (1975) cuando trata de operar la identidad con el modelo de la personalidad, surge la necesidad de que la identidad baje del empíreo ontologista, de que deje de mirar al cielo contemplando en él las maravillas de las etnicidades puras. Su tarea se encuentra en la tierra historizada, donde las etnicidades adquieren impurezas contingentes. Para que de verdad esté al servicio de la inteligencia humana tiene que devenir una identidad para sí, túrgida de toda la energía social necesaria para los deseos, planes y deberes del ser humano que conforman un sistema de vida humana total.
Hay pues una identidad de lo que somos y una identidad de lo que deseamos o debemos ser. Esta última es una identidad colocada en el porvenir al que accedemos mediante la acción, generalmente esforzada, muchas veces signada por fuerzas contradictorias, en pugna mutua, llevada a cabo por  actores sociales opuestos en un campo de acción histórica. En 2002, las plazas de Bolívar y de Altamira en Caracas obraban con el mismo operador del sentido para dos planes políticos enfrentados. La sobrevivencia del “homo sapiens” compele la identidad social a la acción, y esta acción que sin remedio tiene que operar para culminar la obra de lo social en el “homo sapiens”, tiene resultados afirmativos o de regresión negativista, según se opte con inteligencia o estupidez (Savater, 29; Marina, 2006).
Lo social no coincide con lo etnocultural, ni termina en ello. Si lo etnocultural le ha sido dado al homo sapiens, lo social se le propone como desafío a enfrentar en cuanto obra a elaborar o meta a alcanzar, siempre inédita, para no tanto autenticar sino garantizar los dones etnoculturales. Lo social descentra, desfonda, lo cultural; de suerte que no se permite éxtasis con lo cultural, así sea con fines catárticos. Como la identidad social no se define por una introspección de conciencia, ni por una ideología de dominación, sino por el porvenir de un campo de acción histórica, la identidad cultural debe servir para la confrontación de actores sociales, sean individuales, grupales o los movimientos sociales, que no son exactamente corporativos. La posibilidad de que la identidad cultural sea aplicada técnicamente defectuosa a un campo de acción histórica, se encuentra en los déficits de la teoría de la acción humana y en la falta de capacidad cultural de los actores sociales en llevarla a cabo.      

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