CANCIÓN DEL PESCADOR
Tengo las redes llenas
(manos vacías).
Las redes son del amo,
las manos mías.
Estaba el mar vacío,
bajo la noche;
con sudor le llenamos
los pescadores.
Está el campo sombrío
de madrugada;
con las manos hacemos
la luz del alba.
Cuando será la tierra
tuya en tus manos;
tuyas la barca y las redes
y el mar tu esclavo.
Carlos ÁLVAREZ
En Aguaviva: La Casa de San Jamás
Happening musical, Madrid, 1975
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El Valor de la Aplicación
Etnocultural.
RESUMEN
La etnicidad es un ser que siempre está ahí. En la
modernidad parece que se va pero regresa como el matorral o los lobos. Como
identidad instrumental no se refiere a una ontología, ni a una uniformación,
sino a una relación de objetividad o producción de significados particulares,
los de un colectivo social. Es una herramienta específica que puede trabajar
bien o mal en cualquier sentido, pero no debe hipocatectizarse, ni trabajar
como devoradora de otras identidades o como un parásito. Su verdadera función
es la de señalamiento del sentido de la identidad social, con la que debe
corresponderse. Como la identidad social no es definida por una introspección
de conciencia, ni por una ideología de dominación, sino por el porvenir de un
campo de acción histórica, la identidad cultural debe servir para la confrontación
de actores sociales, no corporativos. La posibilidad de que la identidad
cultural sea aplicada defectuosamente a un campo de acción, se encuentra en los
déficits de la teoría de la acción humana y en la falta de capacidad cultural
de los actores sociales en llevarla a cabo. Tal ocurre en la antropología
venezolana y en el nacionalismo etnicista del populismo venezolano por su
carácter regresivo.
Palabras claves: Identidad étnica, identidad social, campo
de acción histórica, teoría de la acción humana, regresión populista.
Contenido
General
-Mito y
Etnicidad
-El Valor
del Deber Hacer las Cosas
-La
etnicidad Étnica en sí y para sí
-La Etnicidad para sí y la Memoria del Porvenir
-Cuando la Etnicidad Étnica en sí
funciona hasta la mitad.
-Bibilografía
Ahora se puede
apreciar con claridad mucho mayor la oposición existente entre la antropología
aplicada clásica –es decir, práctica- y la antropología aplicada como ciencia
teórica de la acción humana, sus leyes y sus límites. La primera entiende que
la resistencia al cambio proviene del medio en que actúa y no de la
antropología, con lo cual deja de lado toda una parte de la teoría de la acción
que nos parece de enorme importancia” (Bastide, 1972, 204).
Contenido Parcial:
-Mito y
Etnicidad
-El Valor del
Deber Hacer las Cosas
-La Identidad en sí y para
sí.
Hacer antropología no es una cosa
simple. Si se decide orientar la atención hacia una antropología aplicada, la
cosa se torna por demás complicada. Tal decisión contiene un desafío, no de verificar
hechos, sino de conceptualizar un aspecto de la acción social. Se trata de
elaborar un puente que lleve de una teoría general antropológica, bajo la
especie de aplicada, a su inserción en situaciones etnográficas particulares
donde se producen las especies de la aplicación conceptualizada.
Mito y Etnicidad.
La tarea general de la antropología es
dar alcance a los mitos, esto es, a los detectores del sentido (antiguo y
nuevo) que luego se expresan en los rituales y la historia (Devereux, 1989,
13). Tales detectores son procesos de significación que inventan los colectivos
sociales para interpretar la realidad. Así enfrentan de un modo primario el
pánico que les causa lo real con sus problemas. Antes de “sociologizar” los mitos
y convertirlos en ritos o historias a lo que se tiende en estos momentos
científico-sociales, es necesario enunciar los principios que fundan la acción
ritual o histórica.
Esta prioridad que expresa el mito,
convierte a éste en el objeto de una ciencia autónoma denominada antropología,
porque atañe a una relación constituyente de la existencia del homo sapiens.
Para explicar este problema, tal disciplina científica construye un modelo
conceptual, el constructo de cultura en sentido etnográfico (Tylor, 1873). Sin
armar suficientemente este modelo, no se logra organizar con disciplina el
orden conceptual para dar alcance a los sentidos en que se realiza la acción
social, y, por lo tanto, no se puede cumplir con la función de orientar
sabiamente al especialista en una rama de la vida social, sea política,
económica, jurídica, ideológica, etc., y su articulación con la vida total de
una comunidad.
Sin solventar el problema conceptual de
la etnocultura, “los antropólogos todavía se encuentran teóricamente mal
equipados para ofrecer a la antropología aplicada la base sólida sobre la cual
ésta pueda apoyarse sin temor alguno” (Bastide, 1972, 124). Si como dice
Bastide en otro lugar: “Tal vez no podamos hablar, en la actualidad, de una
crisis de las ciencias humanas, pero sí, de un período de confusión” (Bastide,
1973, 9), entonces es necesario obtener una luz o tabla de salvación para
detectar una clave de orientación.
Siguiendo
los pasos de Devereux (1973), de cuya obra Bastide hace el Prefacio, dicha
clave conceptual en antropología, y que justifica su campo de aplicación
teórica, es el concepto de “cultura” (Devereux, 1973, 25). La etnología ha
definido sistemáticamente este concepto, pero muchos antropólogos
particularmente parece que no lo reconstruyen con suficientes insumos significativos
para su haber conceptual y con ello ejecutar de un modo sabio la tarea de la
aplicación etnocultural.
La
delimitación de una problemática étnica y, por lo tanto, del universo de una
etnicidad, tiene que ver con los reactivos de la masa significativa, contenida
en un mito o cadena de mitos particular. Tal reactivo señala un ámbito de
identidad étnica, socialmente reconocida. Identidad que sólo se completará con
un valor agregado intelectivamente creado, es decir, con la exigencia que
demanda de ser evaluada como una problemática social. Si la inteligencia
funciona comparando, como decían los antiguos filósofos, la evaluación de una
etnicidad precisa de una comparación con base en criterios de valores
universales.
Lo
espectacular en la historia de las ciencias es que tal operación terminó por
apropiársela epistemológicamente la etnología con la invención del otro, de las
etnicidades alternas (Todorov, 9). La identidad en sí misma no logra pensarse
sino en relación de comparación con otra identidad, que cumple el papel de una
función de alteridad. La otra o “áltera” la trae a la existencia diferencial,
sin la cual no adquiere la capacidad de auto-reconocerse. Es un juego de
relevos, que también se juega con el juicio sobre la capacidad de la mirada de retroalimentarse
a sí misma, y como ocurre en la estética para reconocimiento de los colores y
los matices de cada color, en la etnografía también acontece el reconocimiento
de los matices de diferentes sentidos culturales. La elevación de este hecho al
pensamiento es lo que constituye la etnología moderna, según Levi-Strauss (2000)
y cuyo modelo sociológico con niveles diferenciados ya acuñó Simmel (1969) en su obra de El
Extranjero.
El Valor del Deber Hacer las Cosas.
No es
una cosa simple edificar este hecho con base en el pensamiento reflexivo, y
derivarlo hacia la aplicación antropológica en torno a la acción humana. Como
historia, comenzó con los griegos y sus “bárbaros”. Como principio es un hecho
de valor que es permanentemente necesario “constituir”. El hecho de valor o
darle valor al hecho (cultural) se origina en un atrevimiento conjunto del
pensamiento y la acción. Entonces se torna valioso por ser difícil acometer la
aplicación etnológica a los hechos culturales. Lo que implica que hay que armarse
de valor con la teoría general antropológica, es decir, de un modo esforzado. Y
ello como un deber, un deber ético: tengo derecho y tengo el derecho a aplicar
el derecho. Doble armazón, la del valor o atrevimiento y la de la ética o derecho,
donde el valor ético garantiza el valor del atrevimiento.
La
fascinación de lo dificultoso origina el reto del atrevimiento al descubrir que
tal problema, que demanda una intervención teórica para la orientación de
proyectos sociales (Hurtado, 2007), es difícil por ser valioso. Entonces ocurre
el hecho del valor a agregar que resulta del esfuerzo por remontar no sólo la
antropología como un todo, sino además de transcenderla desde ella misma.
Porque una cosa es alcanzar, descifrar y enfrentar al mito y otra cosa es actuarlo
valientemente, no para domarlo sino para educarlo. Esto último puede
soliviantar al mito y su detector de sentido y declarar a la educación como
inmoral por motivos de desarraigo adaptativo e incultural. Pero una cosa es que
se imponga lo que es, lo inmutable de la creencia y la costumbre, y otra cosa
es el hacer, que enfila el cambio social y su demanda de lo que debe ser. Las
preguntas de la antropología aplicada nos colocan en el tránsito de uno y otro
punto, de suerte que sin dejar de “hacer la memoria del pasado” se debe mirar y
“hacer la memoria del futuro”. Lo cual implica colocar la creación de teoría en
la dirección de la posibilidad de transformar valientemente lo que tenemos
entre manos. Con lo que tenemos en depósito (naturaleza étnica), vamos a ver
qué hacemos, o qué debemos ser socialmente para culminar lo que somos. Se
supone que ir o aspirar a más es una obligación (ética) del “homo sapiens”,
para cuya cuestión la antropología general no nos proporciona por ahora la
respuesta, más bien su teoría general nos remite todavía al pasado como tiempo
lógico de las ideas de la práctica presidida por la razón instrumental, por lo
que una antropología aplicada tendría aún su campo de acción clausurado en la
expectativa del presente y futuro como tiempos lógicos de las cosas (in actu) y
de sus manejos subjetivos de la acción humana: la preocupación ahora es lograr
un campo tamático para el “homo moderator rerum” (Bastide, 1972, 174 y 206).
El
tratamiento de doma del mito o etnocultura suele quedar bien en manos del chamán
o brujo. El tratamiento de la educación del mito como intervención de aplicación
teórica es el antropólogo quien debe orientarlo y ello no puede ser sino en
clave societaria. Es decir, la aplicación etnocultural si se atiende
valientemente, encuentra su valor agregado en el horizonte ético, cuya
objetivación es el proyecto societal, al cual pertenece la ciencia
antropológica, como toda ciencia epistémica.
En culturas
sociales, el tránsito de la etnocultura al proyecto social no sufre fracturas
radicales negativistas, aunque siempre se produce el desencanto, según lo
propuso ya Weber. En culturas narcisistas, para seguir el modelo de
Levi-Strauss (1969, 575), como la venezolana, las fracturas son tan hondas que
las consecuencias conducen radicalmente al negativismo social (Devereux, 1973):
no hay lugar (“locus”) para el proyecto y toda práctica social se resuelve en
clave etnocultural en sí misma. No es de extrañarse que surjan al tope los
desórdenes etnotípicos. En esta perspectiva una posible aplicación etnocultural
termina siendo ilusionista porque los principios teóricos se disponen de cara a una autoadoración de la etnicidad. En
las sociedades complejas este etnicismo se encauza en una contradicción que se
bambolea en unos momentos como orgullo étnico y en otros como vergüenza étnica.
El resultado constituye un pesimismo radical, expresado en el aquí no hay
solución (social) a lo que somos (étnicamente). En esta ilusión etnológica
(Bueno, 1987), la aplicación de una antropología aplicada se encuentra con un
obstáculo que la integra ingenuamente a su racionalización, eliminando el
problema en vez de incorporarlo al sistema descriptiva de alteración de lo
real. Si se impulsa dicha dificultad problemática se la fagotiza y su resultado
es regresivo como ocurre en una aplicación antropológica en los marcos
ideológicos de una sociedad populista y comunitarista, como ocurre en América
Latina.
La
Identidad Étnica en sí y
para sí.
Para
resolver este problema, distinguimos la etnicidad como un valor en sí y la
etnicidad como un valor para sí. En la primera, la etnicidad es un valor que se
nos da como un fondo de capital, que siempre está ahí, que nos acompaña como
humanos. Es la etnicidad en su pureza original. Sin tal capital de encaje o de
respaldo, no sólo nos volveríamos a la selva o a la sabana, también dejaríamos
de ser “homo sapiens”. La etnicidad aún se esconda en el bosque como un lobo o se
pierda en la llanura como un matorral, siempre puede regresar, y de hecho
regresa, y no tiene más remedio que regresar(nos). Pero esta semántica donada y
pura no es una esencia eterna. Por más que la nominemos como una identidad, no
es sino una relación instrumental dentro de un proyecto de vida social o
comunitaria. Al reducirla a su pureza etnológica, toda explicación en torno a
ella se sumerge forzosamente en una teoría etnicista. Pero como fondo de
capital o capital socialmente adelantado, debemos descubrir su existencia
posible, es decir como una identidad para sí.
La
etnocultura pensada como una identidad para sí, opera como un reactivo o masa
de energía significativa que puede modificarse desde sí misma, sin perder su
consistencia originaria, y por lo tanto, movilizarse y emplearse para diversos
usos, intereses o ideales. No guarda ni se sustenta en un ontologismo, pese a
la caracterización del mito como un relato de relaciones perdurables, o que el
ethos cultural sea resistente a cualquier influencia social. Tampoco necesita
de una ideología para expresar su semántica estética, pese a que el mito pueda
expresarse en relaciones de representatividad, de añejamiento o de exquisiteces,
según las diferentes circunstancias del principio del arraigo (Hurtado, 2006). Como
relación instrumental no constituye una uniformidad como si fuera una camisa de
fuerza para todos los sujetos de la comunidad que la producen y que la portan
como un referente común. Si fuera un depósito de ontologismo, una luminaria de
ideologías o una camisa de uniformados, tendría su capacidad de comunicación
reducida, se expresaría con una modulación tosca o plastificada, sería un
recinto de información al unísono. Con un puesto de observación teórica predeterminado
tan rígidamente con referencia al pensamiento, la antropología aplicada tendría
pocas maniobras o alternativas de trabajo y de productos transformados para el
servicio de un proyecto de vida social, inteligente o estúpido (Marina, 2006). Un
concepto de la identidad étnica en sí, no permite una óptica que integre la
etnicidad con la posibilidad de alcanzar a ver la parte de acción social
apropiada a la amplitud de lo humano.
Una
antropología aplicada que aspire a tener una producción teórica al servicio de
una transformación social desde las etnicidades, demandará una redefinición de
la identidad étnica. En este sentido es necesario pensarla como una herramienta
específica entre otras, para trabajar las relaciones sociales; no es una
compulsión psíquica, ni una fijación genética, sino una relación de producción
objetiva organizada por un grupo social a través de su experiencia mundana y su
socio-historia. Puede que trabaje bien o mal en cualquier sentido, pero no debe
hipercatectizarse, ni operarse como devoradora de otras identidades o
encapsularse como un parásito. Su verdadera función es la de un señalamiento de
sentido de la identidad social, con la que debe corresponderse. Es lo que
nominamos como una identidad étnica para sí; como valor sólo estará garantizado
en cuanto dice referencia a una identidad social, con la que se evalúa su
instrumentalidad.
Como la
noción de identidad tiene connotaciones metafísicas, es necesario despejar su
ontologismo pasando a la acción de su “ser” posible. No tenemos más remedio que,
en su segundo momento, “sociologizar” el mito para colocarlo en el camino del
proyecto social. Esto es, debemos bajarlo al campo de acción histórica donde va
a adquirir las impurezas del tiempo y del espacio, donde se debaten los actores
sociales con sus contradicciones, conflictos, intereses, instrumentalidades.
Como dice Devereux (1975) cuando trata de operar la identidad con el modelo de
la personalidad, surge la necesidad de que la identidad baje del empíreo
ontologista, de que deje de mirar al cielo contemplando en él las maravillas de
las etnicidades puras. Su tarea se encuentra en la tierra historizada, donde
las etnicidades adquieren impurezas contingentes. Para que de verdad esté al
servicio de la inteligencia humana tiene que devenir una identidad para sí,
túrgida de toda la energía social necesaria para los deseos, planes y deberes
del ser humano que conforman un sistema de vida humana total.
Hay
pues una identidad de lo que somos y una identidad de lo que deseamos o debemos
ser. Esta última es una identidad colocada en el porvenir al que accedemos
mediante la acción, generalmente esforzada, muchas veces signada por fuerzas
contradictorias, en pugna mutua, llevada a cabo por actores sociales opuestos en un campo de
acción histórica. En 2002, las plazas de Bolívar y de Altamira en Caracas
obraban con el mismo operador del sentido para dos planes políticos
enfrentados. La sobrevivencia del “homo sapiens” compele la identidad social a
la acción, y esta acción que sin remedio tiene que operar para culminar la obra
de lo social en el “homo sapiens”, tiene resultados afirmativos o de regresión negativista,
según se opte con inteligencia o estupidez (Savater, 29; Marina, 2006).
Lo
social no coincide con lo etnocultural, ni termina en ello. Si lo etnocultural
le ha sido dado al homo sapiens, lo social se le propone como desafío a
enfrentar en cuanto obra a elaborar o meta a alcanzar, siempre inédita, para no
tanto autenticar sino garantizar los dones etnoculturales. Lo social descentra,
desfonda, lo cultural; de suerte que no se permite éxtasis con lo cultural, así
sea con fines catárticos. Como la identidad social no se define por una
introspección de conciencia, ni por una ideología de dominación, sino por el
porvenir de un campo de acción histórica, la identidad cultural debe servir
para la confrontación de actores sociales, sean individuales, grupales o los
movimientos sociales, que no son exactamente corporativos. La posibilidad de
que la identidad cultural sea aplicada técnicamente defectuosa a un campo de
acción histórica, se encuentra en los déficits de la teoría de la acción humana
y en la falta de capacidad cultural de los actores sociales en llevarla a cabo.
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