miércoles, 18 de marzo de 2020

PALANGANA Y VIRUS REVOLUTIVO: MISERIA EDICIONES

Cedrom 13 de septiembre, 2019 ¿Están los venezolanos a punto de perder el Metro de Caracas?


Tu calle ya no es tu calle;
que es una calle cualquiera,
camino de cualquier parte.

(Manuel Machado: Soleares, fragmento)

Estamos en la boca de entrada al Metro, después de atravesar un espacio donde la gente del vecindario acostumbra a amontonar las bolsas de la basura doméstica. Espera que más tarde, a veces el más tarde son días y acaso semanas, las recoja el camión del aseo urbano. Un hombre, que aprovechaba ese tiempo de la tardanza, hurgaba en las bolsas:

-¿Qué busca usted con tanto afán? Me salió el preguntarle.
Porque rompía las bolsas, dejando los desperdicios regados en el lugar que lucía nauseabundo afectando al paisaje urbano como un conjunto social abandonado.

-¿Qué le importa a usted? ¡Tengo que comer o no!
Era un hombre joven con rostro envejecido. Retornó a hurgar las bolsas y a desperdigar los residuos, mientras se llevaba algo a la boca como probando.

-¿De qué se extraña usted? –me replicó un viandante que pasaba-. Eso es normal ahora, lo que ya antes era la marginalidad populista. Verá cuando baje [al Metro] el estado maloliente, suciedad y abandono que tiene el Metro.

Con este toque de atención, el compañero viandante me lanzó el detonante que me sacó de mi embeleso citadino. Parece que no había lavado mis ojos en la palangana de la revolución, y tuve que reconocerme donde vivía merced a los ojos de la ciudad misma.

Dejé en la superficie urbana ese estercolero de cuyas innumerables, por decir una en cada esquina de la ciudad, reproducciones se dibuja el paisaje citadino en medio del triste arbolado imitativo de selva tropical. Y bajé a coger el Metro, del que hoy, 17 de marzo, nos anuncian que lo van a clausurar junto con el ferrocarril de cercanías de los Valles del Tuy, por causa de la pandemia del coronavirus (Noticiero Digital). Llevamos dos días de cuarentena y el problema se encuentra destapado, y no sin razón ante este ambiente de estercoleros de que está ataviada la ciudad de Caracas.

Todavía necesitaba salir de mi embeleso del país cuando hoy leo en el mismo Noticiero Digital que “la curva de contagio por coronavirus en el país ha sido la más rápida del mundo dado que en 4 días ya se han reportado 33 casos según datos del Gobierno de Nicolás Maduro. ‘Para que quede más claro: Italia (cuyas estadísticas son demoledoras) tardó 24 días en pasar de 1 contagiado a 15’ detalló Naky Soto Parra en Cinco 8 Según Maduro, de los 33 casos, 18 son mujeres y 15 hombres’.  Su distribución en varios Estados muestra que ya está presente en el país: 5 en Caracas, 13 en Miranda, 5 en Vargas, 2 en Aragua, 2 en Anzoátegui, 1 en Mérida, 1 en Cojedes y 1 en Apure. Soto Parra cita a Maduro para constatar su actitud y su desempeño: “Por cada caso conocido hay 27 por conocer” “O sea, continua Soto, en este momento puede haber 896 contagiados y no lo sabemos  Maduro insiste en que “todos los casos son importados (…) 28 de Europa y 5 de Cúcuta [Colombia], como si eso importara y disculpara su pésimo desempeño”, comenta Soto Parra (Jhoan Meléndez, Noticiero Digital, martes 17 de 2020).

El virus tiene un ambiente de estercoleros urbanos propicio para su expansión. El Metro, síntesis de la suciedad urbana, en estos momentos concentra a la población sin otra alternativa de transporte. Con razón me sentía necesitado de realizar una aventura en la ciudad para reconocerme en la situación en que nos consigue esta cuarentena. Este propósito me seducía ante el edipo anal en que se encuentra estacionada la cultura matrisocial venezolana afectando la marcha de nuestro animal in urbis venezolano. 

Y este incentivo me hacía buscar el sentido que estaba cerrado a mi atención, sentido que no estaba simplemente afuera de la realidad vivida, sino dentro de ella. Este hábito de comenzar a verse a sí mismo y por sí mismo produce cierta complacencia, al referirse como gente que piensa la ciudad y su contexto ante las adversidades posibles: si estamos en la ciudad,  como sus dueños, no podrá sucedernos nada en contra, la ciudad nos protege.

Pero si cambiamos esa forma de sentirnos y emprendemos la aventura de convertirnos en trashumantes de la ciudad, y así, como deambulantes, sufrir el deterioro del paisaje urbano, descubrimos nuestra ceguera a través de los ojos demostradores de la misma ciudad.

-¿Acaso hemos sacado a la calle nuestra analidad interior, cuando nos creíamos unos pudibundos ciudadanos? 

Fue en el vagón del Metro que me sentí observado por los ojos de los demás, como representantes de la ciudad subterránea, abriéndose ésta para mí como una zona ciega, en la que había enterrado mi realidad social. Detrás de tanta ceguera lo que se escondía en aquél ambiente maloliente era una violencia atroz; al asumirla sin una detección sensible, como sujeto responsable (con posibilidad de responder), me asignaba el papel de un colonizado  con rostro enmohecido en un anal paisaje urbano.

Entonces, dejé de verme por fuera para pasar a sentirme por dentro de ese hedor al que accedía todo usuario del Metro, y con ese sentimiento me veía ahora como en un devenir, ahora de ninguna manera autocomplaciente. Desde la inauguración del Metro comenzando los años 80 y luego por años, se nos enseñó que la misma construcción y, con ella el comportamiento de la gente en el Metro, expresaban un modelo de civilidad para la Caracas incivil: la ciudad subterránea debía dar el ejemplo que transformara el comportamiento anti-ciudadano que regía en la ciudad superficial, la de las calles. Su principal motivo era que iba a cambiar la faz anal del paisaje caraqueño debido al orden y limpieza con que, como modelo, se ofrecía la urbanidad del tren metropolitano.

Pero ahora para el auto-desengaño, la modelística ofrecida se había derrumbado: el modelo del detritus de la ciudad superficial invadía inmisericordemente los espacios de la ciudad subterránea. Hasta el movimiento de los trenes había entrado en declive porque como acémilas viejas y cansadas se desplazaban con tal retraso que era imposible confiar en su desempeño como lo exigía la lógica de su existencia.

En la actualidad, el Metro ha dejado de ser el modelo de la civilidad, para convertirse en el modelo de colonización del habitante caraqueño: nos invita a aceptar (a someternos) a su violencia anal y pretende hacerlo bajo el síntoma de  una zona ciega para la conciencia. Y como zona ciega a nuestros ojos, para que no veamos más la ciudad, es decir, de cómo debe ser y funcionar una ciudad. La enseña de colonización que ofrece el Metro nos denota que hay que clausurar la ciudad para nuestro quehacer cotidiano y su desempeño aceptable.

-¿Habrá que aceptar no limpiarse las legañas en la palangana, editada bajo lápidas de la miseria revolucionaria?

Se oye con fruición a veces inconsciente, desde un lado, pero con réplicas críticas, desde el otro lado:

-En el Metro como es de todos ya no se paga, no funcionan los ticket,
-Acaso ya no somos dueños del Metro y de la ciudad como socialistas…
-Ojo, pero el que no paga, o no puede pagar, ya se afirma como inexistente, un don nadie, un colonizado en el Metro y en la ciudad…
-¿Acaso no es posible aprovechar el impago para protestar para que se cumpla con nuestra propiedad, que es como decir, con muestra libertad? Ahora es cuando necesitamos ser todos y no como cualesquiera, como don ningunos, en manos de la politiquería populista...

 Frente a la triste experiencia del Metro, la imagen del estercolero va quedando como un lugar fuera de la palabra, para ser un lugar innombrable. Un lugar sin nombre, como un anónimo, no existe, ni siquiera para recordar. Sin palabras para pensar, el estercolero, como también el Metro, se ensombrecen como zonas ciegas, que terminan su existencia porque no se puede hablar de su condición de ser, y mejor, no se debe (políticamente). 

Así el Metro, como la ciudad, va agonizando como el que va a medio existir en la vida, reducido a un lugar respecto del que nos han ido lavando el cerebro, ya ni siquiera para colocarlo como modelo de la colonización de la ciudad, ni para no tener el motivo de reflexionar sobre la realidad urbana misma. Cuando vayamos a usarlo habrá que mirar su rostro al que hay que borrar de su paisaje y de nosotros mismos como sus usuarios.

Habrá que aceptar que en Caracas devenimos en una ciudad de cualquiera, como dolientes de nada, ni de nadie, donde la inmediatez, como pauta irresponsable, conduce a cualquier ignota parte. Este comportamiento, como nos dice el fragmento de las Soleares  de Manuel Machado, nos coloca unos los límites que nos rotulan como urbanos y que, como resultado social, en Venezuela terminamos  practicando como conuqueros in urbis (en la ciudad).    

¡Cómo empujar esos límites semánticos, cómo remodelar el paisaje eliminando los detritus de sus estercoleros para hacerlo objetivo del pensamiento y borrarlos como colonización mental, y cómo recuperar los territorios del lenguaje para poder hablar de la ciudad despojándonos de la ‘vergüenza urbana’!

Porque si nos queda la única manera de vernos a nosotros mismos que es a través de los ojos de la ciudad, lo que significan los demás, podemos decir que aún tenemos algo más allá de nosotros mismos. Por eso abrigamos la esperanza, o el consuelo, de que hay algo más que yo en mí, que brota de mis huesos. Porque también hay algo más que tú en el ti mismo, que emerge contigo mismo en el juego de las relaciones sociales.  

Multiplicando el con el mismos se puede afirmar lo societal posible en nuestra cultura (matrisocial), y hacer de esa nuestra cultura el espejo, que aún sumergido por fuera y por dentro, muestre nuestra presencia como país y ciudad. 

Una presencia que connota que más allá de ti mismo está todavía el tú de los demás, donde se refleja como testimonio una más grande y real existencia, la del saber vivir juntos, sin estercoleros ni trenes desvencijados.

Si tuviera que edificar mi ciudad para mirarme a mí mismo, tendría que pensarme en unas ediciones antípodas a la miseria. Porque no podría pensarme correctamente bien en el detritus urbano de una ciudad anal. Botaría el agua estancada con palangana y todo, y especialmente con los políticos (ciudadanos) y sus  pañales de papel. Tendría que sacarme el paisaje de estiércol de la ciudad y de mí mismo. Es necesario saber que estamos como viandantes por caminos infestados, propicios para los viajes que se ha propuesto hacer y así visitarnos el coronavirus como un cualquiera. Hay que lograr alcanzar el estado de limpieza, creciendo desde la etapa anal hasta trascendernos societalmente como cultura matrisocial. 

Nos negamos a redescubrir la ciudad, como suele hacer el venezolano según lógica de operativo como el de la fiesta de la Noche Nueva (31 de diciembre). Lo que necesitamos es inventar la ciudad según lógica de la planificación urbana. Son nuestros deseos de ciudad y nuestros derechos de comenzar siempre innovando nuestra existencia, lo que nos permitirá mantener joven la vida de la ciudad anhelada. ¡Ojalá ese proyecto ocurriera en el Valle de San Francisco[1], o Valle de Caracas, bajo el encanto de la serranía que preside El Ávila!      


[1] La advocación de San Francisco proviene de Francisco Fajardo, el criollo de la isla Margarita que fue el primero que avistó como objeto de invención social dicho valle en el que después va a fundarse y asentarse la ciudad de Caracas.