miércoles, 16 de septiembre de 2015

CERRADO POR REPARACIONES


Te enseñaré el miedo en un puñado de polvo
T.S. Eliot

Como país fuiste una mentira sin riesgo

Ahora eres la oratoria desenfrenada
El vértigo

Y sin embargo
“eppur si mouve”


Mharía Vázquez Benarroch: Amarrando la paciencia a un árbol
Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 2009, 126.


APOSTILLA A LA CARTA DE JAMAICA

 
Antes, mucho antes, de que llegara Colón, existe en Venezuela el fondo Caribe y Araguaco. A ese fondo cultural hay que añadir la experiencia del Golfo Triste, la Tierra de Gracia y el agua dulce del delta del Orinoco en 1498 con que avista Colón a la futura Venezuela, a partir de lo cual se origina la fundación de las ciudades por los llamados conquistadores de Castilla y León mediante cabildos y municipalidades. Este impulso de organización de poblamiento cobra legalidad plena en el establecimiento de la Provincia de Venezuela, germen de la formación de la nacionalidad y de la una patria nueva en el territorio venezolano.

Sólo faltaba activar de raíz esa tradición cívica y legalista heredada de las comunidades de Castilla con ocasión de la ruptura del contrato social del rey Carlos IV que es obligado a ceder a Napoleón los derechos del señorío. Dicho fondo lo rescatan las comunidades de las provincias de la península y con igual motivo y justificación las provincias de América. Desarrollando este derecho cívico (=nuestro contrato social), los blancos criollos legitiman su lucha legal por la independencia política nacional. Dicho contrato social no les viene de Rousseau, ni de Washington, sino de su misma constitución política, cuyas iniciales se encuentran en las Cortes de Castilla, reunidas por primera vez en la ciudad de Burgos en 1169. Siendo también el primer parlamento acontecido en Europa[1].

He aquí el sustrato profundo de la vieja sociedad civil a la que alude Bolívar en su Carta de Jamaica apoyado en el fraile dominico mexicano Servando Teresa de Mier en su obra Historia de la revolución de Nueva España. Lo demás de la carta son detalles de estrategia de lucha internacional para atraer a Inglaterra a su causa. El contrato social que suscribe Carlos V con los conquistadores americanos, se identifica al mismo rey y emperador que ha vencido a las comunidades de Castilla y León en 1521.

Sin observar este fondo no encontramos sino cuenta cuentos de historiadores que reducen la razón de la existencia de Venezuela a dos (2) siglos de República independiente. Reducir significa simplificar las responsabilidades sociales y políticas a los vaivenes de lo peor de la herencia histórica: el caudillismo. El verdadero interés de la específica vida llamada colonial es observar cómo Venezuela evoluciona social y políticamente como república, a lo que se puede asociar como tal el juicio del Libertador:

Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte,
cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias,
aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil[2]

Mijares (s/f. 52) deduce que “ni era la América –y esto era lo más importante- un conglomerado inorgánico de europeos y salvajes, puesto que la continuidad y la coherencia de nuestra antigua sociedad civil habían persistido como un equilibrio básico”.

Eliminada la legitimidad por arriba (la monarquía) quedó la base desde abajo legitimando la república. Las responsabilidades de organizar la vida social se depositaron en las élites locales nacionales. Si las formas republicanas tienen la capacidad de instrumentos para llevar a cabo un proyecto de sociedad, queda de parte de las élites como minorías preparadas (ilustradas) para orientar al pueblo como ciudadanos con objeto de revisar (impugnar) todo proyecto unilateral de las élites.

Pareciera que esas minorías republicanas no han cumplido del todo con su papel (su deber), pues comenzando el siglo XXI, Venezuela se encuentra extraviada como República, hasta ha retrocedido civilmente, y aún ha ido perdiendo los instrumentos que moldearían las formas del proyecto nacional. Nos queda, sin embargo, aquel modo viejo en los usos de la sociedad civil que el Libertador apunta como tradición de la cultura social y política que a través de España nos enlaza con las más antiguas de la civilización occidental.

El Libertador en su Carta de Jamaica (celebrando su bicentenario) nos impulsa a que recobremos la esperanza de recuperación de nuestra normalidad republicana y crezcamos como sociedad en la forma apropiada de un gobierno democrático.



[1] Véase Augusto Mijares: La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana, Caracas: Revista Bohemia, (s/f), 34.
[2] Cartas del Libertador, recopiladas por Vicente Lecuna, Tomo primero, 189.

LA RECONCILIACIÓN POR HACER

Pueblos originarios de América (Chile)
En cuanto a mi residencia, me jacto de tener muchas moradas.
No solo habito a los “indios” y “negros”, y a los pardos de toda
graduación, sino también a los europeos segundos y primeros de
América y, muy especialmente, a los que me odias y persiguen
en los otros porque no pueden expulsarme de su propio corazón

José Manuel Briceño Guerrero: El laberinto de los tres minotauros,
Caracas: Monte Ávila, 1994, 307.

América más que un descubrimiento geográfico, es un hecho cultura nuevo. Su invención por Colón y su referencia a la utopía han enturbiado su realidad sociohistórica. Específicamente América Latina se presenta después de 500 años como un fenómeno social y cultural no resuelto por sí mismo. Esta situación se perfila ya en los primeros 60 años del siglo XVI; a las nuevas afirmaciones de mestizos y criollos, se unió la vergüenza de la nueva sociedad. Esta contradicción, producida en las márgenes de la expansión occidental, no sólo encerraba las dificultades económicas y políticas de toda situación colonial, sino sobre todo, la dificultad de cómo y desde dónde pensar el nuevo ser latinoamericano y sus obras.

Últimamente, los intelectuales latinoamericanos subrayan con optimismo que América Latina representa un proceso de intercambios y contactos culturales único en la historia mundial, y, además, que iniciado cataclísmicamente en 1492, aún no ha concluido. La experiencia social acumulada en este sentido supone una gran riqueza de elementos disponibles para la apertura y estrategia mundiales, que, mirando al futuro, no suelen detentar otros ámbitos mundiales como la Unión Europea, Estados Unidos, las naciones del Este europeo o el mundo Árabe.

Sin embargo y por oposición a esto, las sociedades latinoamericanas se definen internamente por el exclusivismo de las élites y por el complejo de ilegitimidad (sociedades sin figura de padre o bastardía interior). Las dificultades del propio reconocimiento comienzan desde aquí; de un modo particular, las dificultades a partir de saber que en América Latina está incubada una creación cultural original, correlativa con una versión nueva del ser humano; los tropiezos provienen de que este saber y experiencia cultural no coinciden con la acción de reconciliación en este ser de todos los elementos originales que lo componen: los aportes indo- afro- e hispano- americanos.

En el nuevo ser latinoamericano desaparece la unicidad de aquellas primigenias identidades; esto es, “ya no somos indios, ni negros, ni españoles…somos un pequeño género humano” (Simón Bolívar). Este pensamiento lo remata el sabio venezolano de los siglos XVIII-XIX, el maestro Simón Rodríguez: “La América Española es original, originales han de ser sus instituciones y su gobierno, y originales los medios a fundar uno y otro”. La reconciliación no será posible si las sociedades no llegan a mirarse desde su propio ser original.

La dificultad de pensar por parte de las sociedades latinoamericanas sobre lo que ellas mismas son, obedece a las prácticas exclusivistas y enajenantes que ejecutan las élites al no aceptar la novedad histórica y su correspondiente compromiso. ¿Se podría proponer que son sólo las élites las que no están a la altura de semejante hecho cultural? ¿O éste ha sido tan rápido que su conformación inicial que la sociedad necesita un lapso mayor de tiempo para desarrollarse y ponerse al frente del mismo? Este segundo problema es de consideración.

El hecho sociocultural latinoamericano es comparable a la creación misma de Occidente. El período inicial de Occidente duró un milenio, desde la expansión del Imperio Romano hasta la cristianización completa de Europa. América Latina se configuró en menos de tres siglos, y aún en su fundamento inicial se tomó menos de uno. La nueva homogeneidad cultural se debió también como en el Occidente europeo a la imposición de una ley, al sometimiento de pueblos diferentes a un común patrón civilizatorio que supone una misma conducta participativa, al dictamen de una misma lengua, religión y valores (greco-romanos hebraicos) que moldearon los comportamientos políticos y las instituciones sociales.    

Pese a ello, las élites no logran manejarse y reconocerse del todo en su propia sociedad. Si la violencia de la conquista, así como el mestizaje específicamente cultural como resultado, representaron en su polarización las peculiaridades de la integración social, también en su dinámica cataclísmica se produce se produce la referencia al origen de la identidad social misma. Asociada ésta a la vergüenza étnica, se esconde aquel origen, se le distorsiona, comenzando los desasosiegos frente a la identidad colectiva y la historia social. Se hace difícil compaginar que somos producto del indio y del conquistador, del negro y del blanco. La ideología vergonzante dificulta que el mestizo o mulato se sienta reconciliado del todo al identificarse con el indio o el negro (la madre como afecto) o mucho menos con el español (el padre como norma social). Mientras el pensamiento no haga la síntesis superando exclusivismos e ilegitimidades, la reconciliación entre los componentes del ser latinoamericano vagará en la historia y en las sociedades; con ello, el pensamiento social se mantendrá retrasado con respecto a la vivencia o ser cultural de las mayorías populares.

El reconocimiento total de los componentes sociales no es posible sin la reconciliación del pasado. El psicoanálisis y la etnología nos hablan del pasado (inconsciente y mito) como la única posibilidad de reconstruir desde las bases y así comprender el presente. En América Latina esta reconciliación no está hecha; pesan muchos avatares y perniciosas influencias foráneas, que se han interpuesto en la historia. Nos referimos al pasado fundacional de América Latina, esto es, a los siglos XVI y XVII, y a las ideologías persistentes, que pueden concretizarse en dos polares: la del indigenismo y la del modernismo, aunque también se encuentran entremedias el etnicismo afro-americanista y el integrismo hispanista.

El drama toma cuerpo, pues este pasado, negado ideológicamente, es el que proporciona los orígenes de los verdaderos contextos para el saber y actuar sociales. América Latina no es una serie de Indostanes, donde retirados los ingleses o franceses, se restituye el predominio de las culturas preexistentes. Como no volverá a Francia los galos, ni a España los celtas e íberos, tampoco lo harán en América Latina los incas, aztecas y mayas. Lo que no quiere decir que los sustratos más autóctonos en el tiempo, no dejarán de tener un enorme peso en las nuevas identidades de las respectivas sociedades actuales, quiérase o no. América no tendrá porvenir si se excluye al “indio” que somos.

La reconciliación con el pasado total por parte de todos los sectores sociales latinoamericanos, es indispensable para enfrentar las posibilidades y desafíos del futuro inmediato, para solucionar los prejuicios contradictorios, las negaciones unilaterales sobre el ser latinoamericano. Las ideologías que hemos aceptado especialmente desde la Ilustración –lo que realmente no somos es anglosajones- limitan nuestro pensamiento sobre nosotros mismos, y aún la posibilidad de pensar el ser humano universal desde “la más grande suma de humanidad con unidad cultural verdadera”, que representa América Latina. Precisamente esta posibilidad es la que los centros foráneos buscan en nuestros novelistas y poetas. Nuestra esperanza se cifra en estos gestores del pensamiento; ellos son los que, siendo auténticos, van reatando el nudo indisoluble de la identidad de los herederos de los conquistados y los conquistadores, de los esclavizados y esclavizadores, de las élites y el pueblo.

Tampoco caminará América sin el negro y sin el “indiano”, el criollo, ladino, etc., todos ya mestizos culturalmente. La ideología sobre el “indio” ha desviado el uso etimológico de lo “indígena”. Si términos como autóctono, aborigen, pueden aún referir lo indígena al nivel de los pueblos tribales, hay otros términos quasi sinónimos como vernáculo, propio, puro, castizo, que pueden referir lo indígena (=lugareño, el hombre natural de un lugar) a lo criollo, lo mestizo. Utilizar sólo lo indígena como sinónimo de indio o aplicado a lo “indio”, prosigue la práctica ideológica del sector dominante (conquistador, criollo), para despreciar lo indígena como lo más propio americano. Lo indígena se identifica ante todo con la relación a la tierra, al lugar, al pueblo de nacimiento (lo nacional), a lo común-itario y a lo recíproco o “parejero”. El rescate de lo indígena como lo más propio (idiosincrasia) o lo puro reivindica también lo mestizo y lo mulato americano como producciones auténticas u originales. En cuanto mestizo el ser latinoamericano no es un importado o una ficción, es real e indicado. Es indígena por nacimiento (nacional) cultural y etno-geográfico.

Lo indígena que asume aquí su sentido noble como modelo de análisis, se torna ideológico en la realidad del pensamiento latinoamericano: la cultura se niega tercamente a ser lo que es: mestiza, creyéndose que es quasi blanca europea. Es lo que identificamos como complejo matrisocial en Venezuela. Equívocamente niega sus rasgos culturales “indios” “negros” e “hispanos”. Como creación nueva, el mestizaje cultural  que representa el indígena  “criollo” es irreversible, como lo es la redondez de la tierra también después de 1521. Si la peculiar situación geosocial del “indio” con respecto al mestizaje cultural permite identificar aún pueblos tribales americanos, sin embargo, lo “negro” que se incorpora al mestizaje se hace también presente como un proceso indígena; por lo que en América Latina no se puede hablar de enclaves de pueblos africanos. Lo “afroamericano” sólo describe lo indígena americano en cuyo mestizaje resalta el origen africano de los rasgos. Lo mismo ocurre con lo “hispanoamericano”. La transculturización estuvo presente en América desde el mismo descubrimiento. Los mismos conquistadores muy pronto dejaron de ser europeos para identificarse con las nuevas tierras americanas y su gente preexistente.

Esta discriminación únicamente puede tener sentido cuando aíslan artificialmente algunos rasgos para una descripción superficial; pero no es útil para el análisis de la cultura auténtica latinoamericana. Ya no somos indios, ni negros, ni españoles. Que algunos grupos específicamente “indios” pervivan y pretendan identificarse con contexto pre-colombinos inexistentes un problema que la historia latinoamericana tiene que reconciliar. De igual manera, el criollo debe superar la vergüenza de reconocerse también en el conquistador, es decir, en su señorío. Mientras no se lleve a cabo una reconciliación del latinoamericano con todo lo que es y contiene, sin dejar nada fuera (aún cierta compulsión de odio a lo propio) no habrá solución genuina de cómo debe pensar y accionar su(s) identidad(es). Esta reconciliación dramáticamente está por hacerse.

-Texto permanente: Caracas, 28 de junio de 1993.
-Textos prospectivos desde Venezuela:
Arguedas, J. M.: Formación de una cultura nacional
indoamericana, México, Siglo XXI, 1975.
Balmori, D., S.F. Voss y M. Wortman: La alianzas de
familias y la formación del país en América
Latina, México: Fondo de Cultura Económica,
1990.
Briceño Guerrero, J. M.: El laberinto de los tres
minotauros, Caracas: Monte Ávila, 1994.
Carrera Damas, G.: De la dificultad de ser criollo,
Venezuela: Grijalbo, 1993.
Garmendia, S.: “El país no sabe hablar”. Entrevista
Por Rubén Witsotzki, Caracas: El Nacional,
23 de julio de 2000, C/8.
 Hurtado, S.: Cultura matrisocial y sociedad popular
en América Latina, Caracas: Trópikos, 1995.
Hurtado, S.: Élite venezolana y proyecto de modernidad,
Caracas: Ed. del Rectorado, UCV, 2000.
Mate, R y F. Niewohner: El precio de la invención de
América, Barcelona: Anthropos, 1992.
Mijares, A.: La interpretación pesimista de la sociología
latinoamericana, Caracas: Revista Bohemia (s/f).
O´Gorman, E.: La invención de América, México: Fondo
de Cultura Económica, 1993.
Palacios, M. F: “Frente al autoritarismo y la intolerancia”.
Entrevista por Iralis Fragiel, Caracas: El Universal,
Verbigracia, 20 de abril de 2002
Varios Autores: Perfiles de América Latina, Caracas:
Monte Ávila, 1992.