viernes, 19 de febrero de 2016

INOCENCIA Y MUERTE ADMINISTRADA



Eran días atravesados por los símbolos. Tuve un
cordero negro. He olvidado su mirada y su nombre.

Al confluir cerca de mi casa, las sebes definían sendas
que, entrecruzándose sin conducir a ninguna parte,
cerraban minúsculos praderíos a los que yo
acudía con mi cordero. Jugaba a extraviarme
en el pequeño laberinto, pero sólo hasta que el silencio
hacía brotar el temor como una gusanera dentro de
mi vientre. Sucedía una y otra vez; yo sabía que el
miedo iba a entrar en mí, pero yo iba a las praderas.

Finalmente, el cordero fue enviado a la carnicería, y
yo aprendí que quienes me amaban también podían
decidir sobre la administración de la muerte.

Antonio GAMONEDA: De “Lápidas”. Antología poética, Alianza Editorial,
Madrid,

LA LEY O LA VIDA

como si fueran los libros sordos de la ley
 -Con mi hambre no hay acuerdos.

Con este grito del campesino castellano, Pedro Berroeta resonaba en nuestros oídos por la televisión venezolana en los años de 1970. Con gran maestría plástica aquel gran pedagogo venezolano relataba el hecho que ocurrió en el siglo XIX, cuando en España comenzaba la lucha política mediante la captación a la población de votos electorales. La escena del mitin fue en el pueblo de Adanero, provincia de Ávila, en Castilla La Vieja de entonces.

Pedro Berroeta, con el cabello blanco, cuello tortuga, sentado en una silla como un maestro, se esforzaba en colocar a la audiencia venezolana ante hechos históricos moralizantes para que se viera en el espejo de los otros, con el objetivo de que aprendiera, como ciudadanía, a organizar su vida social y política. 

Con hambre no hay pan duro, dice el refrán castellano; sin embargo con hambre no es posible armonizar (hoy se dice en Europa cohesión social) las sociedades en torno a acuerdos justos. La formulación de leyes es el producto de los acuerdos inspirados en la idea de una sociedad que congrega a todos los habitantes con objeto de obtener ventajas en el disfrute de un bien común. El hacendado de Castilla se fue a la lucha política, sin haber sincerado primero la mínima igualdad social que permitiera el intercambio con el campesino de su comarca. El hambre revelaba que no había condición para el intercambio político y sus leyes.

Aquella disparidad en que el hacendado colocaba al orden político reflejaba un comportamiento legal supremamente chocante. La ley que estaba logrando vivir la humanidad en su ascenso civilizado tenía un objetivo: el acceso y la garantía de la libertad; pero manipulada, la ley se convertía en manos de unos pocos dominantes en oprobio para muchos dominados. Hasta podía funcionar su uso como un recurso de castigo para el enemigo político. “Para mis amigos todo, para mis enemigos la ley”, decía Oscar Benavides, mariscal y presidente de Perú[1].

Hay un nivel en cuya hondura echa raíz la ley, que permite ser observada bien, cuando su manipulación la conduce a actuar como perversión. Desde esa hondura, se puede explicar en Venezuela no ya la crisis (social) de la ley, sino la confusión pre-política (cultural) con la ley y en consecuencia la posibilidad de sus manejos traídos y llevados.

Con la crisis social de la ley se supone que ha habido un desarrollo de la sociedad y el derecho, que ha quedado atrás en referencia a los problemas a solucionar y, por lo tanto, necesitan ampliarse las ideas en torno a las relaciones sociales y las categorías del derecho. En la confusión pre-política con la ley ocurre un choque de sentidos, en el que el sentido cultural de la ley deniega del sentido social y político de la misma ley. Si todavía existe la tentación en las naciones latinoamericanas, de que, en circunstancias del exceso politicista a costa del desarrollo económico, la ley se manipule contra el enemigo político como castigo a éste, en la hondura cultural (matrisocial[2]), como principio sustantivo, la ley se convierte en el enemigo por antonomasia del pueblo venezolano.

Cuando llegué a conceptualizar la cultura étnica en Venezuela como matrisocial, una cultura del consentimiento maternal y social, me encontré en debate con los abogados, los hombres (y mujeres) de las leyes. Como “mentar una cultura es como mentar a la madre”, dice José Antonio Marina en Las Culturas Fracasadas (p. 81), y si nos acercamos al “discurso salvaje” del que participan todos los venezolanos según el Laberinto de los Tres Minotauros de José Manuel Briceño la cuestión del origen (bastardía) remueve la idea del mestizaje cultural y “quién habla de mestizaje cultural recuerda esta situación, pone el dedo en la llaga, mienta la madre” (Briceño, 271), con tales supuestos los abogados no aceptaban el punto de vista sociológico del concepto matrisocial como interpretación de su país venezolano.
Mi argumento yo se lo ponía bien aderezado en su mismo plato:

-¿Qué hace el venezolano con la ley?

-¿Qué triquiñuelas (culturales) utilizan ustedes para hacer que la ley funcione en los asuntos sociales?

Y comienza El Castillo de Kafka pero al revés: se burla la ley, se la confina, se la achica y maltrata. Se origina el legalismo si se la toma en cuenta para manipularla a favor de algún interés particular cuyo objetivo es que lo político se utilice contra lo societario. Hasta llegar al nivel más bajo, más  perverso, de uso que es politizar lo judicial (la ley) o judicializar la política; es la propuesta de Victoria Camps en El Malestar de la Vida Pública (1996, 13). Así,

-¿Cómo extrañarnos en Venezuela de que la política (legitimidad) sea aniquilada por la judicialización (legalidad)?

La legitimidad sustantiva, por oposición a la formal (Camps, 44-45), se refiere a la vida en su ser de autenticidad cultural, política, económica y social. Objetivo de la vida es la aspiración del derecho y al trabajo del derecho. El derecho es el que debe desarrollarse y ampliarse en la medida en que la vida se amplía y se complejiza, y, por lo tanto, requiere permanentemente solucionar sus problemas. Las leyes en su eticidad están al servicio del “derecho a la vida”. El desvío del uso inmoral de la ley la acomodó al servicio del poder de dominación, y éste la manipuló como la supuesta justicia de la dominación. 

Cuando el proceso de dominación, además, se pervierte, y con ello se embrolla, la justicia se naturaliza (se desvirtúa socialmente). Cada sector de comunidad, cada quién individualmente, se toma la justicia para sí. Llegamos al extremo de la figura (y del hecho) del linchamiento del ladrón, del abusador, del criminal…porque faltó el desempeño correcto del “estado de derecho” que debía haber impartido legalmente justicia.

Nuestra vivencia matrisocial en Venezuela confunde esta relación del derecho y la justicia, como el orden de la sociedad en acto. Tal confusión delata la falta de normas de sociedad, en cuya condición la justicia adopta la orientación de dicha cultura. En ésta descubrimos que el edipo matrisocial muestra que nuestro ser social está arropado por la arbitrariedad de un caciquismo primario, bravo. Frente al “estado de derecho”, reducido socialmente a una forma vacía, funciona, lleno de contenido cultural de carácter antisocial, una justicia caciquil con la ley manipulada como recurso políticamente desviado.

Así terminamos en el “llegadero” donde se confronta la demanda de la ley o la vida, la legalidad o la legitimidad. Por una parte la ley como un recurso manipulado del desempeño de la justicia caciquil con base etnocultural, y por otra parte, la ley que es el gran enemigo del venezolano cuando la ley actúa con la lógica de su auténtico desempeño como realidad social, cristalización del acuerdo constitucional, es decir, el acuerdo que nos constituye como sociedad (y no antes), la ley como recurso de libertad, de justicia y vida.

Tal es el dilema, convertido en paradoja, anclado en un complejo cultural (matrisocial), con que se debate agonísticamente la vida social venezolana, defendiéndose de la ley (desviada) y anhelando la presencia de un derecho (social), ausente, porque nunca ha sido conquistado (=obtenido con esfuerzo).

El asombro del campesino de Castilla ante el recaudador de votos electorales, era lo que el viejo Pedro Berroeta nos quería inculcar en Venezuela, como estímulo para iniciar tal esfuerzo. Era el asombro del despegue de la emergencia social, que como ejemplar nos proponía nuestro padre castellano: cómo voy a comulgar (participar) contigo, a acordar contigo dándote el voto, si estoy famélico, harto de hambre, de hambre ancestral como pueblo, como dice María Zambrano (1988, 153). En estas condiciones no puedo recibir tu justicia, ajustarme a tu ley de dominación, le sugiere al hacendado. Pero el hacendado insistía en imponer su acuerdo, su ley de justicia particular, sobre la vida, vaciada por el hambre, del campesino, en que la ley se sobrepusiera como dominante a la vida de lo social legítimo.

He aquí el problema a destruir (a solucionar) como falso dilema de la ley o la vida[3], especialmente, en la Venezuela de hoy, con la carga del talante matrisocial exacerbada.

 REFERENCIAS
Briceño, José Miguel: El laberinto de los tres minotauros, Monte Ávila editores, Caracas, 1994.
Camps, Victoria: El malestar en la vida pública, Grijalbo, Barcelona, 1996.
Hurtado, Samuel: Tierra nuestra que estás en el cielo, ed. del Consejo de Desarrollo Científico y
Humanístico, UCV, Caracas, 1999.
Marina, José Antonio: La culturas fracasadas. El talento y la estupidez  de las sociedades,
Anagrama, Barcelona, 2011.
Zambrano, María: Persona y democracia. La historia sacrificial, Anthropos, Barcelona, 1988.

                


[1] Tal ha sido el comportamiento, y todavía lo es en muchos ámbitos sociopolíticos latinoamericanos, que indica la regresión etnopsíquica a señores feudales del siglo X europeo (Cf. Hurtado, S: “Castilla-León y América Latina. El desencaje del proyecto histórico-político de Venezuela”. En Tierra Nuestra que estás en el cielo, Ed. del Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1999, 217-229.

[2] La matrisocialidad constituye un modelo conceptual para explicar, como estrategia metodológica, cómo la sociedad en Venezuela se comporta como una familia (y en Venezuela la familia la hace la madre de un modo absoluto). Esta proposición refiere un gran problema porque las relaciones de familia que son cálidas y personales tienen distinta lógica que las relaciones sociales que son frías e impersonales. El compromiso y la responsabilidad no pertenecen al mismo nivel ético. Ocurre tal problema porque la psicodinámica de la etnocultura resulta muy primitiva, lo que tiene como consecuencia la no fractura de la personalidad que viene de las preocupaciones sociales en beligerancia con las compulsiones psíquicas y las prescripciones culturales. Así se configura un complejo cultural en el que no coinciden el decir con el hacer, pero sí el deseo con la realidad, y por esta esquizofrenia, la cultural matrisocial inflada de mucha carga psíquica (emocional) domina las relaciones sociales tanto que las deniegan en su propia realidad (es una cultura, pues, antisocial).
Pueden ver la fundamentación de esta tesis en publicaciones de este blog, donde se citan las investigaciones siguientes: Matrisocialidad, Exploración en la estructura psicodinámica básica de la familia venezolana, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1998 (Tesis doctoral); La Sociedad tomada por la Familia, Ed. EBUC, UCV, Caracas, 1999; Elogios y Miserias de la familia en Venezuela, ed. La Espada Rota, Caracas, 2011 (Versión de divulgación masiva).
 
[3] Esto evoca el dicho del ladrón, potencialmente asesino frente a su víctima: “la bolsa o la vida”, dicho políticamente fundamentado, dentro de la Venezuela de hoy, en el fenómeno de la “violencia generalizada”, tema que hemos expuesto ya en este blog (noviembre 2012). La atmósfera de esta violencia se origina en la disgregación de lo social en espacios, economía, política, moral, disgregación que nos lleva a comparar la situación social actual de Venezuela  con la caída del Imperio romano y la alta edad media. Lo social es muy delicado; si no se cuida en absoluto, entra en barrena, y pronto surgen las crisis humanitarias de todo tipo (de alimentos, medicinas,  robos furibundos y crímenes sin cuento, que marcan la inseguridad vital remarcada por impunidad judicial). Todo el mundo aquí está expuesto en su cotidianidad a estos tipos de crisis humanitarias porque se inscriben en la destrucción del país programada bajo inspiración comunista durante 15 años, actualmente en avance de trinchera dura. Tal programación encontró un terreno muy favorable en el negativismo social de la cultura matrisocial y en el populismo ancestral del pueblo venezolano.