sábado, 31 de julio de 2021

EL CORRO, EL CORRAL Y LA CASA

 

EL CORRO EL CORRAL Y LA CASA

Admonición: En esta ocasión se trata del primer fragmaneto del capítulo I de mi auto-biografía al interior de la relación de la Fe y la Ciencia.

 

LA FUERZA DEL LUGAR

 

Por tu vera, pueblo ‘ el alma

paso de ida y de vuelta:

sueño desgranado al alba

cuando la visión se suelta.

 

Con la Caracas lejana

sin fuerza el espacio asiente:

se hace visión vectoriana

si el pensar lo sobresiente

 

Puede que logre temprano

el pensamiento ausente,

que de tenerlo a la mano

el lugar al espacio encuentre

 

Será así dilucidado

que la ciudad sea urbana

si en el espacio forzado

la fuerza local devana.

 

                                                                       Samuel Hurtado. La ciudad consolada

                                                                       Caracas: Ed. FACES, UCV, 2019.  

 

Parte 1ª

 De salto en salto remontando el tiempo de la fe.

 

Fe que no incide en nuestros actos de vida comenzando

por quitarnos los tapones culturales y emocionales

como murallas defensoras de nuestro cierre a los demás,

es Fe inactivada y en defunción.

 

Tampoco puede fundamentar la creencia que nos

otorgamos a nosotros mismos cuando pretendemos salvar

nuestra responsabilidad en las cosas del mundo y de la

sociedad: lo que llamamos la política y la economía.

 

Como la Fe no es nuestra,

sino la obra del Dios revelado en Cristo Jesús

para actuar en nosotros, no tenemos otra opción que

disponernos a ella con actitud de humildad

que es donde hunde sus raíces nuestra fortaleza.

 

Capítulo I (fragmento)

La figura del padre y la fuerza de la realización familiar

Paredes de Nava (Palencia)

 

Los ojos que grabaron el recuerdo prístino de mi etnicidad se proyectaron en el barrio de El Carmen en la villa y pueblo de Paredes de Nava, provincia de Palencia, tierra vaccea (celta) tierra de campos (otrora, los campos góticos) en la comunidad política de Castilla y León. Se rumoreaba que traían a campo traviesa los toros bravos para lidiar en las fiestas del pueblo. Era el año 1946, cuando ya recogía en mi memoria la grabación de lo histórico personal. Los traían del campo abajo, desde la nava (ese humedal confundido con laguna, que como mar de humedad y umbrosidad diera el significado de autoctonía al vocablo de Palencia –Pallantia-). 

 

La entrada iba a ser en dirección a la calle La Mota, en cuyo espacio se escenificaría el ritual del encierro: correr delante de los toros, hasta llevarlos por dicha calle al corral de las mulas. Me imagino que el mulatero se iría de fiestas también con todas sus caballerías guardadas en otro lugar. En la espera, la emoción de la bravura retemblaba en los vecinos asistentes, lo que ayudó a inscribir en mi cuerpo aquella apostilla psíquica. Signado como tal, iba a disfrutar en mi infancia de ese arte que hace fuerte al valor edificador de la valentía para la sociedad.

 

La corrida de los novillos (toros jóvenes) era el gran señuelo de las fiestas. De ahí que la corrida hace a las fiestas de los pueblos castellanos, y que éstas sean unas fiestas bravas, como nuestro mejor arte que nos queda de la barbarie (García Lorca). Sin toros, y para otras fiestas otros animales como las mulillas de San Sebastián del 20 de enero, la fiesta no tiene sentido. El totemismo es fundamental en el desarrollo de la imaginación de los pueblos de España. Como niño crecido, ese aprendizaje se desenvolvía oteando los toros por el agujero de la puerta del corral, o viendo la corrida por las rendijas que permitía la hechura del tablado de madera, y aún con la posibilidad de colearse al tablado en las horas de la corrida misma. Una vez disfruté, como muchacho coleado, el espectáculo de rejonear los toros, y a continuación asistir al juego de citar y correr en torno a las vacas bravas por parte de los mozos (jóvenes) del pueblo. Terminadas las faenas de rejonear o lidiar los seis toros novillos, se soltaban 8 vacas, una detrás de otra, en el coso para la diversión de la generación de los mozos. Las vacas no tenían el destino de la muerte asignada a los toros, y se devolvían con el cabestro al corral, y a su vez terminadas las fiesta se retornaban al hacendado de El Espinar.

 

Nunca vi a mi padre en el coso correr en torno a las vacas bravas, pero, según comentarios que oí, era uno de los mozos muy atrevidos en la faena. De carácter muy bravo, lo que equivale a decir de mucho valor, al tiempo que la valentía, lo hacía valeroso. Lo que recuerdo es la bolsa de tela granate que cosió mi madre y con la que íbamos a por el pan asignado a la familia numerosa, según la política de postguerra que duró toda la década de 1940. Pueblo que vive de la siembra del trigo, en un radio de campo de 10 kms a la redonda, no faltó nunca el cacho de pan blanco en la casa de mi padre, que ganaba el pan como un entendedor consumado en pellejos y curtidor de pieles de ganado bobino y ovino. Como en la pandemia de 1918 (la llamada gripe española) se produjo la muerte de mi abuelo, mi padre quedó huérfano a los seis años, y la herencia de parte de los Hurtado se vino a menos, hasta desaparecer. Yo siempre la viví como desaparecida.

 

Mi padre tuvo que trabajar en las tenerías el curtido de pieles cuyos dueños eran sus primos carnales, enriquecidos con el estraperlo de postguerra. Pero antes de reducir sus ideas a la aceptación de ser un jornalero y esperar a que el destino de su misma familia se consumiera en dicho estatus y con el mismo oficio, siempre tenía encendido el pensar la posibilidad de otra opción para sus hijos, aunque de momento fuera negativa: que no sirvieran a los hijos de sus primos. Esa proyección de la familia siempre la tuvo activada como una fuerza de realización, que no podía concretarse sino en sus hijos. ¡Respiraba esa proyección con un palpitante hervor!

 

¿Cómo podía ser eso en un pueblo, aunque villa, de labradores, ganaderos de ovinos, de medianas fábricas de harina y pequeñas tenerías con curtidores de pieles asalariados? La perspectiva de estudio terminaba en la escuela primaria, y a más tardar a los 12 años, con la sola posibilidad de seguir escolarizado si aún no los habías cumplido. Así fue como cursé el cuarto y último grado por segunda vez a los 10-11 años. El colegio particular, de estudios secundarios, lo llevaba una congragación de frailes, y al ser pago ingresaban sólo los hijos de las familias pudientes del pueblo.

 

El horizonte aparecía cerrado para ser cruzado como una frontera socialmente prefijada. La vida se desarrollaba, sin embargo, muy dichosa, merced además al coincidir con la edad feliz que se despliega en la segunda infancia, la de los 7 a los 12 años. Vivíamos en el corro San Juan, corro de nuestros juegos y centro de expansión del disfrute arcádico; se amplificaba la práctica de los juegos entre pretiles y pavimento de cantos, tal como estaba diseñado el atrio de la iglesia de San Juan. Desde este centro, de corro y atrio,  salíamos hacia otras calles del pueblo sobre todo en dirección al centro del pueblo que con sus anchas calles con soportales se dice la plaza; al final ésta desembocaba en el corro los toros bajo la presencia de la torre e iglesia monumental de Santa Eulalia. En otros momentos nos movíamos como grupo de muchachos hacia afuera del pueblo cuya salida era la Puerta de la Villa y nos encontramos jugando fútbol en las eras, donde en tiempo de la recolección del trigo se trillaba la mies. Ese corro de San Juan cobijado bajo la torre de cigüeñas y sonido de campanas va a ser para mi inconsciente el mapa de producción de mis fantasías, mis ansiedades, así como de mis impulsos de creatividad poética y científica.

 

Pero también desde aquél corro que hoy preside la estatua de la madre del Libertador de Argentina, José de Sanmartín y Matorras, se proyectaba nuestro trabajo infantil diseñado por mi padre para sus dos hijos mayores; el de que cada uno por su parte y en distinta dirección recorríamos las calles del pueblo pregonando en el zaguán de cada casa la compra de pieles de conejos: “¡Tiene algún pellejo!”. Los comprábamos a perra chica los pequeños y los grandes a perra gorda; si eran grandes y blancos podíamos ofrecer hasta dos perras gordas, ¡que ya era dinero! Al final de las fiestas, cuando ya se habían matado los conejos en casa de las familias del pueblo, lográbamos reunir una compra de pieles de conejo que mi padre vendía en las tenerías. Recuerdo de una vez que la suma por la venta de aquellas pieles casi llegó 200 pesetas. Un año mi madre nos compró unas sandalias de goma para pasar el verano y disfrutar con ellas nuestros  juegos en el corro durante el mes de mayo.

 

Del corro (espacio público) al corral doméstico había una urdimbre de vivencia sin ruptura de frontera. Sin embargo, el corral era el espacio íntimo, el del moledero, la cría de animales domésticos donde el juego se mezclaba con el deber de tareas. Había que ir a coger para los conejos yerbajos que crecían en los arroyos; en época de la siega y del acarreo de la mies nuestra función de muchachos de la casa nos convertíamos en respigadores (espigar de nuevo) para alimentar a las gallinas: recorríamos las carreteras de Villaldabín o íbamos hacia Nevilla donde el puente del Canal de Castilla obligaba desde el campo abajo a constituir una subida, donde los carros del acarreo de la mies dejaban caer espigas.

 

Lo mismo ocurría en la carretera de la Casa del Rey con el puente del canal. Aquí era más interesante la ida, porque sobre el canal estaba construida una dársena donde recalaban las barcazas tiradas por mulas. Todavía una vez contemplé esa escena de la barcaza tirada por tres mulas. En un pueblo sin río, y estando el canal a más de un kilómetro del pueblo, llegar a uno y otro puente era solazarnos con la vista del Canal de Castilla, cinta de agua en esos campos agostados por el sol y la resequedad de la mies. Carreteras sin asfaltar aún, arregladas con tierra y cantos rodas de los páramos. A veces respigábamos en algún rastrojo. Así volvíamos con las gavillas recogidas y clasificadas con el totemismo de los animales objetivados: como polla y gallo. Días de calor duro, de mañanas llenas de tierra, nos protegíamos tocados con sombreros de paja.

 

Había también que ir a los ponederos para revisar los huevos como resultado. Cuidar las gallinas y su reproducción era una tarea a largo plazo, como limpiar los gallineros, así como se limpiaba la pocilga de los cerdos, que al soltarlos por el corral alborotaban a gallinas y conejos. Preparar la comida de los cerdos con salvado y patatas cocidas, resultaba otra tarea a llenar en el hogar. Con la limpieza de los lugares de los animales se iba llenando el hoyo que como una fosa había sido abierto en medio del corral en cuyos extremos a distancia de tres metros crecía un manzano (reineta) y un guindal que el hielo invernal congelaba, pese a la protección de papeles con que les revestía mi padre. Había pues reserva de comida para el invierno con la matanza en noviembre de algún cerdo, y de algunos conejos, y también algún gallo, para la comida de las fiestas del pueblo en septiembre; la disposición de huevos era cotidianamente aleatoria. En dicho corral no cabían las mascotas desechables y molestas de perros y gatos.

 

Como fondo del inconsciente, la cultura de la casa caló hondo en mi decurso personal, entre el corral de la familia y el corro del pueblo. Había sitios cuya vivencia era particular como señales de los gozos y de los miedos, de la realidad a hurgar como vida y la imaginación infantil. El segundo piso tenía ese papel del señuelo imaginativo en el día y de miedo en la noche, en el ventanal que daba luz a la escalera, en la noche podía asomarse la garduña que buscaba comer a los conejos que teníamos en el pajar. A su vez el arambol de la escalera servía para deslizarnos como un tobogán, pero al caernos en la trampa de la gloria se producía un ruido espantoso.

 

Ese espacio del portal con la bajada de la escalera, fungía de encrucijada para bajar al sótano, que nosotros decíamos bodega, pero también a la trampa que cerraba el hueco hondo de donde arrancaba la gloria que, encendida con leña, corteza y paja, iba a calentar el piso del recibidor. Con un ambiente  de claridad, como el de Castilla no asociábamos la oscuridad de la bodega con el engorro de la gloria, ni con el miedo, ni con el placer de la oscuridad; eran sitios de guardar cosas para su conservación como el jamón, los grandes pucheros de las longanizas y alguna garrafa de vino obsequio de la abuela Andrea, vino de su lagar. Recuerdo al lagar, el pisar la uva, exprimir los raspojos, ver correr (drenarse) el mosto al pocillo adjunto, y probar ese mosto de la uva recién reventada por la pisada de mi primo Miguel.

 

Más funcional y cómodo para encender la lumbre y generar el calor para el recibidor-comedor en invierno y cocinar a su vez, era el túnel que se situaba en la trébede, un relleno de construcción sobre el piso que también servía para sentarse, echarse la siesta y aún ser utilizada como cama de dormir en la noche. Las grandes pieles curtidas tendidas en su superficie colaboraban en el mantenimiento del calor en invierno. Esta habitación del recibidor se dejaba de usar en el verano, trasladando la vida a la habitación del hogar con su mesa de comer, el fregadero y la chimenea donde se cocinaba. Se situaba en la parte de atrás de la casa, mientras el comedor (recibo) estaba en el frente desde cuya ventana contemplábamos las nevadas en el corro San Juan.  

 

Esta experiencia del espacio entre corro, corral y casa que obedecía a esa instalación del edipo psíquico y en trance del edipo cultural, se cruzaban experiencias que se ofrecieron como recuerdos imborrables de la vida. Se podían pensar como visitas en el tiempo en las que se proponían asuntos de desafíos a averiguar en el tiempo y después en el espacio del quehacer sociedad

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Este texto pertenece al libro de "BAJO LA ENSEÑA DE MI PADRE". Se puede adquirir en contacto con el autor, vía online. Se encuentra por lo tanto en Mi Bibliotteca de Autor en la minitienda anunciada en otros espacios. Gracias.