miércoles, 27 de agosto de 2014

REMORDIMIENTO POR CUALQUIER MUERTE


Libre de la memoria y de la esperanza,
ilimitado, abstracto, casi futuro,
el muerto no es un muerto: es la muerte.
Como el Dios de los místicos,
de Quien deben negarse todos los predicados,
el muerto ubicuamente ajeno
no es sino la perdición y ausencia del mundo.
Todo se lo robamos,
no le dejamos ni un color ni una sílaba:
aquí está el patio que ya no comparten sus ojos,
allí la acera donde acechó su esperanza.
Hasta lo que pensamos podría estar pensando él también;
nos hemos repartido como ladrones
el caudal de las noches y los días.

Jorge Luis BORGES: “Remordimiento por cualquier muerte”.
En Obras Completas, tomo I, p. 33.





LAS QUEJAS DE LAS VÍCTIMAS

LAS QUEJAS DE LAS VÍCTIMAS[1]

De lejos viene el temor venezolano por las cosas.  Se suele contar como desecho de la historia entre sus crisis, cuando se evocan las hazañas de caudillos o gendarmes necesarios[2] Es una narrativa que invisibiliza ese temor y trata de compensarlo con cierta megalomanía mostrando por debajo la fragilidad social en Venezuela. No es extraño que en medio de la información sobre el fragor de las crisis, se oiga la queja periodística: Y aquí no pasa nada para referirse como salida a la falta de reacción protestataria  del conjunto de la población nacional.

El recuento por la historia muestra el barrunto del problema del temor pero no lo explica, pues no llega a dar alcance al principio que produce el miedo y que alimenta la pasividad (desidia) del pueblo. Ese principio, decimos los antropólogos, es el mito, es decir, la fuente detectora del sentido ante las cosas, la realidad, y que identificamos en la cultura venezolana con la idea de la sobreprotección materna, ensamblada según un profundo complejo de dependencia materno-filial.

Paralizado ante la realidad por la sobreprotección, desconfiado del otro desde su constitución de dependencia, el actor social venezolano ofrece al observador un trasfondo de desamparo ínsito y una consecuente vulnerabilidad social. Si se añade a este trasfondo antropológico, el asalto de formas sociales de poder victimario, se obtiene un resultado anudado, por una parte, de temor o miedo originario, mítico, y, por otra parte, de un miedo histórico impulsado por las políticas del estado con base en el instrumento militar, el control económico, y la amenaza con hechos cotidianos de robos por malandrines armados y del crimen organizado con horma de narcotráfico.

Venezuela se ha convertido, desde las operaciones del mito y la historia, en un cementerio de víctimas. Con ellas uno se tropieza todos los días y en todos los sitios: calle, microbús, mercado, fiesta, trabajo. Son víctimas que se confiesan mutuamente su degradación social a la que están sometidas, y lo hacen con las quejas de la derrota culpabilizada: Esto se lo llevó quién lo trajo. Como no se identifica a ciencia cierta quién lo trajo, ni quién se lo llevó, se acude a la verdad mito-teológica para interpretarlo: Esto se lo llevó el diablo. En esta confesión de las quejas, las víctimas terminan por verse unas a otras con miradas de extranjeridad (enajenación), de que algo les están robando de su propia vida. De nuevo la queja abierta a la averiguación: ¡Cómo hemos llegado a esto! Pero es una averiguación con admiración paralizante, que apunta a que, más allá de la invisibilidad antropológica, la historia de todos los días revela el permanente enterramiento de las víctimas dentro de su culpabilización desde y por el poder político.

Choca la victimización en que se experimentan las propias víctimas a partir de su conciencia quejumbrosa, con el de un destino manifiesto, que (como otros pueblos predestinados) los victimarios sin compasión aplican a su población victimizada. Esto ocurre en toda escala de situaciones sociales. Como víctima del proceso político, la población siente que se la viene robando la vida a cuenta gotas: desde el simple robo de un celular o cartera a mano armada, hasta el robo de su tiempo en el intenso tráfico vehicular  de la ciudad, también se incluye el robo de su sociedad cuando se trasgrede la norma constitucional por parte del gobierno, y hasta se le roba el alma o conciencia colectiva cuando se humilla a la población privándola de un servicio público (luz, gas, agua, alimentos, trasporte). La pretensión es lograr una población atemorizada para el dominio social como política de estado (impotente o fallido).

Tal es la situación explosiva de las víctimas que con su queja llegan a verse representadas como conducidas a una guerra civil latente que éllas no han declarado, ni aceptado, pero guerra al fin llevada a cabo con armas militares (sic dixerunt[3]) por las buenas o por las malas, que siempre lleva al borde de un estado de victimización. Sin dejar de un lado el sentimiento de guerra, las víctimas no cesan de preguntarse por su situación permanente. Su conclusión, al fin, es quejarse de haber sido metidas en el desfiladero de una violencia generalizada. Esta confesión-queja la población la cree como una interpretación superficial, si la compara con la guerra aún latente.

¡NO! El antropólogo sabe que el desencadenamiento de una violencia generalizada ataca las bases o raíces de la existencia de una sociedad. Es decir, se encara un sacrificio, una muerte en trance, donde se juega que es necesario que uno muera por el pueblo para que éste se salve. Es la función del macho cabrío. De lo contrario, morirá el otro: el pueblo, y se salvará el líder (el victimario). En Venezuela, camino de Cuba, se lleva al sacrificio al pueblo, con lo que se salvan los líderes.

Esta segunda alternativa deniega de la ilusión de que los pueblos nunca mueren. Sabemos que éstos desaparecen por genocidio, por trasplante o por dominación social al cambiar los códigos de sus condiciones históricas esenciales. En Venezuela, aprovechando el desamparo originario, el poder político victimario sobrepuso a la dependencia psico-cultural, la dependencia social e histórica expresada en una deuda externa alta y permanente. Esta es una de las condiciones esenciales de la dependencia del país dentro de la dominación social con alcance internacional. En breve, lo que hace (y es lo que le interesa) el estado venezolano es dominar, no gobernar.

Si toda dependencia subordina, esclaviza, termina por desarrollar violencia, y si lo hace con permanencia, lo ejecuta con violencia generalizada. La crisis de pueblo en Venezuela, envuelta en sus miedos y temores, no sólo no se ha solucionada, más bien se despliega al máximo cuando el pueblo es convertido en víctima propiciatoria para salvar (solucionar) proyectos ajenos, extranjerizantes, alienados de su ser salvífico por pertenecer, además, a los otros con carácter de victimarios. Ahora es cuando el país debe reclamar sus derechos como víctima; desatendido su reclamo, debe demostrar no sólo cuán lejos los victimarios del poder político se encuentran de la democracia, sino que son deudores de ésta y de la construcción de Venezuela como un país serio en el concierto mundial de los países. Deudores significa que tienen que pagar. Para conseguirlo, es preciso que la población vaya más allá de las quejas infructuosas y aprenda a activar su contrapoder en la lucha por sus derechos de víctima confesa.


[1] A propósito del estudio del libro La Ética ante las Víctimas, de José M. Mardones y Reyes Mate (Eds.) (2003), Barcelona: Anthropos.
[2] Laureano Vallenilla Lanz (s/f) [1919], Cesarismo democrático. Estudio sobre las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela. Caracas: Revista Bohemia, N° 38.
Ramón Díaz Sánchez (1973) [1937], Transición. Política y realidad en Venezuela. Caracas: Monte Ávila.
Mario Briceño Iragorri (1972) [1951]. Mensaje sin destino. Ensayo sobre nuestra crisis de pueblo. Caracas: Monte Ávila.
Augusto Mijares (1970). Lo afirmativo venezolano. Caracas: Ministerio de Educación.
José Miguel Briceño Guerrero (1994). El laberinto de los tres minotauros. Caracas: Monte Ávila.
[3] Así dijeron. Tal amenaza declarada por el presidente Chávez toda la población la ha oído e internalizado desde el año 2004: es una revolución pacífica pero armada.

LEGITIMIDAD E INOCENCIA VICTIMARIA

 
“Los mitos tienen, en este aspecto, un doble cometido:   
explican  el  orden  existente  en  términos históricos y 
lo ‘justifican’ al asignarle una  base moral, al presentarlo 
como un sistema fundado en el derecho. Los que 
entre ellos confirman la  posición dominante  de  
 un grupo son evidentemente  los  más significativos”
(Balandier, 1969, 136).

La fuerza y la coacción políticas se basan en el consentimiento que ofrece el colectivo social. Este se halla articulado (sometido) a las presiones, ideologías y normas de lo sagrado y de lo místico. Las relaciones de dominación no tienen únicamente una expresión o dosis de violencia. Si fuera así, la consistencia social  no podría sostenerse. El consentimiento, apoyado por la crisis sacrificial a nivel mítico, se instala místicamente en  el grupo y opera políticamente.



La dominación colonialista es realmente grave; en ella se resalta la violencia como usurpación. En consecuencia, las relaciones  sociales son conducidas hacia su  deterioro, perversión. Dicha dominación se ubica en lo liminal violento, en el  oprobio del ser social, en lo provocativo de la crisis social a todo nivel. Si ello trae consigo la enfermedad como  vimos, también produce el llamado de toda la sociedad (la real y la imaginaria), que denuncia la violencia del proceso, y, por eso, in-voca, con-voca y pro-voca (llamar -hacia  adentro, -a concentrarse, -hacia adelante, respectivamente) a las fuerzas sociales para reinstaurar el antiguo orden. Se hacen presentes simbólica y místicamente los dioses, los muertos, los padres ancentrales, los chamanes, etc. Todos ingresan en el ámbito de la autoridad con igual o más presencia y afectación que los hombres vivos. El poder como revelador de la coerción, sólo puede mantener se, si produce una dosis de consentimiento igual o mayor. La dominación aparece o debe aparecer ofrecida como un servicio, en el cual los dominados participan. Surgido de una competición, el poder político necesita aguantar la competición a ultranza que implica la destrucción de lo político social. Para ello necesita una base social, que lo legitime o apoye para actuar el control sobre la sociedad; la legitimidad se constituye fundamentalmente por el consentimiento de los súb-ditos (so-metidos). La legitimación adquiere forma religiosa (veneración)  mística  (lealtad personal), simbólica (manipulación, exorcismo), mágica (fascinación mítica y ritual).



El consentimiento político no se inscribe en un intercambio simple entre dominantes y dominados. Los  dominados (clases, países, naciones) proporcionan elementos de bajo perfil económico e ideológico: materias primas, trabajo no calificado, abundancia de mano de obra, bajo consumo de alta tecnología, etc.; los dominantes los ofrecen de alto perfil; productos industrializados, trabajo calificado, abundancia de capital caro, alto consumo tecnológico, mercados altamente desarrollados. El intercambio es complejo, pues genera  ganadores y perdedores, acreedores y deudores. Complejidad que se torna casi radical, porque la deuda no se va a poder cobrar ya que los otros no pueden pagar como perdedores.



La salida es la condonación de la deuda, que tomará la forma de un servicio de la deuda donde la estructura de la reciprocidad se verá entrampada entre la emergencia de los superiores y los inferiores. El impago de la deuda produce seres inferiores; la condonación, seres superiores. El servicio representa un desvío del contra-don o contraprestación, cambiable por otros bienes de equivalencia incongruente, pero que se hace congruente en el sistema de transformaciones del sistema político. Son bienes imaginarios de carácter ideológico, reelaborados políticamente. El caso del populismo latinoamericano es un ejemplo transparente. El Estado acude a los sectores populares como base de su reacción antioligárquica. Estos reciben los dones de la urbanización -una urbanización, por otra  parte, normalmente tugurizada-, que no pueden devolver, esto es, pagar de vuelta al estado, por lo que entran en deuda con él. El servicio de la deuda se la cobra el estado mediante la permanente desmovilización política popular, pero además deben pasar a realizar un proceso positivo, el de la legitimación, y deben hacerlo ideológicamente presentable, esto es, con actitud de agradecimiento. La autoridad, el estado y sus representantes, pasan por benefactores por antonomasia, y los sectores populares como los  fieles leales so-metidos. Tal es el exvoto político del populismo.



A la violencia -tan palpitante- del poder se le acallan las voces, se le obliga a pasar desapercibida. El logro del consentimiento se traslada a la propaganda del sistema, al cacareo de las promesas cumplidas, para rematar, con plusvalía política, el proceso de consentimiento. En cualquier sistema político se necesita velar la parte de violencia, por lo que puede significar de  riesgo mortal para la sociedad. Se trata de  hacerlo in-movilizando o des-movilizando la fuerza que tiene todo colectivo social como tal. Es preciso que el monopolio sobre el sentido de vida y muerte, salud y enfermedad, cielo y tierra, felicidad y desgracia... no aparezca como sistema, como abuso (institucionalizado). El abuso no puede ser como tal nunca legitimado, consentido. La violencia engendra violencia en espiral, y no puede ser atajada sino con más violencia. La sociedad tuvo su historia en la elaboración del sistema de transformaciones que van desde la sola violencia como hipótesis hasta la elaboración de altas dosis de consentimiento en la presentación de la violencia en las sociedades modernas. La sociedad sin estado respondía  eliminando al héroe, al jefe o al chamán en un  acto sacrificial (el debe morir uno por el pueblo de Caifás) para descartar la espiral de la violencia. En sociedades con  estado, con  la  crisis sacrificial, el jefe contrae la obligación de mostrar a cada momento el carácter inocente de su función (el juicio de residencia, por ejemplo, de nuestros funcionarios coloniales, o la declaración de bienes de nuestros funcionarios republicanos).



El consentimiento político tiene diversas formas de solucionar el sistema de reciprocidad en su aspecto del contra-don o contrapartida, según el conjunto de responsabilidades y obligaciones acordes con el régimen político: paz y arbitraje, defensa de la tradición y la ley, prosperidad del país y de los habitantes, comunión con los antepasados y los dioses, etc. La legitimidad última del poder político y su justificación autonómica frente a la religión consiste en que la proporción de seguridades al colectivo se lleva a cabo mediante unos  beneficios, al menos secundarios, que se difunden al cuerpo social. El colectivo puede entregar su libertad económica (esclavismo, feudalismo) y política (monarquía absoluta), pero no puede aceptar su  inseguridad ontológica. La seguridad no puede darse sino dentro de un proceso de articulación social. La democracia occidental se apoya en  los beneficios que reporta el Estado de Bienestar; en el populismo latinoamericano en el drenaje de  beneficios secundarios que la clase dominante lleva en dirección a la clase dominada a través del sistema distributivo de unos bienes impagables. Por eso en el populismo todo, hasta la economía, se sobrepolitiza. Si no se produce este intercambio elemental entre beneficios importantes de unos y secundarios de otros, no es posible ningún umbral de legitimación política. Las crisis beneficiales (beneficios distributivos), al menos en estado latente, ponen en peligro a las democracias occidentales.



El  consentimiento y adhesión a un orden político tienen sus límites. Los dominados recurren a mecanismos informales (rumores, chismes, chistes, caricaturas), para decir de su ambigüedad al orden, pues pueden tanto adherir como impugnar dicho orden. Venerado por sus implicaciones sagradas, el orden político es impugnado porque se asienta sobre una desigualdad básica al garantizar los privilegios de los que lo detentan. 



Leach (1976) interpreta el sistema político Kachin de la Alta Birmania dentro de un modelo de equilibrio siempre en estado latente de movimiento. El régimen Shan identifica un tipo de régimen feudal, mientras el Gumlao uno de carácter igualitario, impugnador de los peligros inscritos en el exceso de poder de los parientes. La situación intermedia Gumsa significa el equilibrio entre los dos polos extremos. Los impugnadores  al  imperio  inglés solían proceder de los Gumlao.



Entre los Israelitas de los imperios griego y romano se detectan  las  categorías sociales análogas. Los  Saduceos, la élite entreguista, desculturizada, y los Fariseos, nacionalistas, de asonada popular y guerrilleros, que identificaban a  los piadosos: a los místicos o fieles a los  valores religiosos, culturales y políticos del pueblo de Israel.



En suma, existe una búsqueda del poder político a través de la  mística y de la religión. Como todos los poderes políticos están sometidos al reino de los dioses, a lo imaginario de los antepasados, al discernimiento religioso, es posible la impugnación de un poder político que sanciona un orden social desigual. Por eso el mecanismo legitimador tienen la estructura mágico-religiosa, es decir, apoya el acceso al poder centralizado, al mismo tiempo que difunde los valores igualitarios en la sociedad. Por eso en los procesos prácticos se oponen institución y rebelión, rey y profeta, sacerdote y místico. Lo político y lo contra-político indican áreas complementarias de estructuras idénticas y funciones opuestas. La contradictio oppositorum plenifica la esfera política que no puede analizarse sino desde el simbolismo mágico-religioso.



BALANDIER, G. (1969): Antropología Política, Península, Barcelona.
LEACH, E. (1976): Sistemas Políticos de la Alta Birmania, Anagrama, Barcelona.
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Publicado en Samuel Hurtado Salazar: "Los registros mágico-religiosos de lo político". En TIERRA NUESTRA QUE ESTÁS EN EL CIELO, Caracas: Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico, Universidad Central de Venezuela, 1999, 59-63.