martes, 30 de enero de 2018

PAÍS DE LA AUSENCIA

Paseo Los Ilustres (Caracas): Urbanismo sin gente urbana.


País de la ausencia,
       extraño país,
más ligero que ángel
        y seña sutil,
color de alga muerta,
     color de neblí,
con edad de siempre,
     sin edad feliz.
                    (Gabriela Mistral).

En las calles de Caracas acontecen encuentros fortuitos e inevitables. Ansiosa la gente busca lo que hay y lo que no hay, de alimentos, medicinas, repuestos…dinero efectivo y precios… Encuentros con resonancias políticas y sabor mágico ante el colapso del país, y que se repican entre sí:

-¡Y aquí no pasa nada!

Se dan permanentes hechos políticos y económicos en la superficie social dentro de los muros del hambre y la muerte, y en extramuros con los delitos de lesa humanidad envueltos con lógicas del malandraje, hasta de país con razón de incivilizado. Aún cuando la aglomeración social se dispersa, queda en el ambiente geosocial el resabio: 

-¡Y aquí no pasa nada!

Como una explicación tocada en suertes.  

Aquella explicación de calle, sin embargo, se torna fija y dura como contrasentido, en las redes sociales, en las intervenciones de la audiencia radial, en las conversaciones familiares:

-¡Despierta, pueblo!...¡Reacciona!...¡Mira lo que pasa, gente, te están sometiendo!...

Pero aquí no pasa nadaPaís de las ausencias, donde la sola presencia de realidad se convertiría en problema a trabajar, porque evoca lo propio, la raíz, la virtud de lo que somos y aún desearíamos ser, porque podríamos ser mejores y además deberíamos apuntar a ser lo óptimo como seres de sociedad. 

Pero cuando las presencias se asoman, se sienten como amenazas, pues surgen las conductas insensatas, las situaciones narcisistas, los sentidos mediocres, las suspicacias de las desconfianzas, el negativismo social del individualismo primario. Se cierran así las puertas a los proyectos, apenas se entreabren las ventanas del arriesgarse económicamente, se ensombrecen los dinteles del emprendimiento a la conquista de la libertad, hasta los umbrales de la añoranza que evoca la felicidad o el bienestar. La conformidad, cuyo señuelo es la queja, sólo conduce a que asistamos a los corredores de las ausencias, a lo ajeno de uno, a lo extraño de todos, al país “sin edad feliz”.   

Si la prosa es poco contundente, es la poesía con su lenguaje seductor la que focaliza mejor el problema, nos hace sensibles ante la vida, nos permite ver la luz en la oscuridad.

Un país no es una aglomeración como piensa el venezolano (Almandoz, 2008). La esencia de un país se bate con acciones de estructura social y reflexión. Son acciones donde se incuban los acuerdos, a los que se reelabora como instituidos para saber a qué atenernos con ellos como seres sociales, y cumplirlos en la disposición de sus normas, para llamar a la colaboración, y a negociar los intereses siempre particulares, sabiendo que el derecho está por encima de las leyes. Porque es el derecho, basado en la dignidad del ser humano, el que funda las relaciones sociales.

Lejos del país en construcción con contenido social, están los resortes que crean las ausencias, como las complicidades, las componendas, los artilugios desenfocados, las coberas de engaños con halagos y la mención de promesas para la no cumplir.

Cuando dijimos el mes pasado que en Venezuela no hubo ni hay país, queremos decir que hemos venido en retroceso cultural, pese a que nuestro remonte de la historia por el cual existimos como nación (políticamente independiente) fue heroicamente brillante. La república proclamada con la mejor minoría social que se produjo en la provincia con estatus de Capitanía General de Venezuela, no fraguó con una estructura macerada en los conflictos y solidaridades de sociedad, sino enmohecida por las demagogias a falta de proyectos (Simón Rodríguez: Defensa de Bolívar, 1916). 

En estos momentos del siglo XXI, 200 años después de la independencia política, todavía no se ha alcanzado la soberanía social, es decir, la esencia de un país. Cuando nos quejamos y nos rebelamos como matrisociales, cuyo techo es lo mágico, no actuamos al país real (ausente) sino al país posible, y a éste con el borde abismal de lo imposible, al país narcisista, aislado en sí mismo. Como el tornillo que se aisló en su hueco de rosca y que parece que como destino no logra hacer rosca para insertarse en el concierto universal de los países.        

No tratamos ahora del aislamiento exterior, que los noticieros nacionales e internacionales describen sobre Venezuela. La libertad es la enseña de un país constitucional, que por su parte genera la legitimidad de la soberanía nacional en el concierto de las naciones (libres). Pero esa libertad debe autenticarse hacia adentro: el aislamiento al que dirigimos ahora nuestra mirada es al aislamiento interior, al inmanente de una nación, por el que como vacío existente marca al país de la ausencia. No sólo es un vacío de país por su crisis de pueblo (Briceño Iragorri, 1972), de vacuidad de nación por su formalidad sin sustancia de norma y de cumplimiento de los acuerdos constitucionales, vacuidad hasta de etnicidad por sus faltantes de significados de realidad, porque sus significados están signados por una significación placentera alejada de la seriedad societal.

El concepto de matrisocialidad da razón explicativa de este carácter de significación placentera, que coloca al país en extrarradio de la realidad presencial. Si venimos a una sociológica radical, las condiciones de la misma dureza antisocietaria por parte de la etnicidad, la vemos también desguazada en estos momentos (anti)políticos en que está colocada la nación. Tal es el caso de la familia: ésta no está en crisis, nunca lo ha estado en su intimidad cultural, pero su realidad dura está sometida al aislamiento en cuanto se halla colocada en su resquebrajamiento por la emigración, el hambre, la enfermedad, condenada a la ausencia del sus encuentros sociales, aunque sea bajo el signo placentero de las reciprocidades, especialmente festivas. En breve, nos referimos a que ese vacío de sociedad a que nos conduce como destino nuestro placer cultural que nos hace como somos, aún ese vacío lo tenemos despojado, sitiado, porque está perdiendo hasta la posibilidad del ejercicio de su destino de sociedad natural (étnica).

En Venezuela estamos colocados ante el país imposible, tanto por su esencia cultural como por la condición social. Nos falla la constitución de la sociedad como contenido inmanente de ser país. Si, por una parte, la condición sociopolítica depende de las condiciones de reconocimiento que otorgan los otros como foráneos imparciales, por otra parte, la esencia sociocultural depende del aparato de reconocimiento que a nosotros nos damos nosotros mismos. La cultura (matrisocial) es ese aparato y su prueba de referencia, la autoestima: ¿Nos queremos a nosotros mismos para mejorarnos o nos permitimos esquivar el cumplimiento de las normas instituidas en los acuerdos? Nuestra tentación mafiosa (Gruson y Zubillaga, 2001) se conduce por la permisividad colectiva. En la orientación de este sentido, nuestra autoestima se esfuma en los vacíos del deseo de ser país, en la megalomanía del poder ser país como la otra cara de un complejo de inferioridad, y en la negación al desafío de lo que debemos ser como país.  

Hasta el deseo de país como primera proyección evaporada, aunque rinda como trabajo una moral primaria, si aún imagina la idea de trabajar a Venezuela como país, lo hará con el disimulo de la sensatez (Briceño Guerrero, 1994), del narcisismo aislante (Ramos Calles, 1984), de la conciencia solitaria de recolección de espejismos (Rómulo Gallegos: Doña Bárbara), del deber de la magia o endiosamiento como techo de su realidad (Martin, 1983; Ascencio, 2012). 

De esta forma, la falta del deseo de país nos conduce a la irrupción de la mediocridad, es decir, a aquella especie de satisfacción malsana de saber que cada cual tiene debilidades y flaquezas, que define la satisfacción del vacío social con la que armamos nuestros reality shows, que esconden las profundas desconfianzas con los nuestros otros sí mismos.

Este error como subterfugio constituye el desorden radical localizado en el estrato pre-originario de nuestra realidad etnológica, donde se encuentra la gruesa dificultad de cimentar el pensamiento del país posible. Dije país posible, que como irrealidad contiene una positividad de realidad más prometedora que la misma realidad física de país.  Porque si nos fijamos sólo en el país real, nos conseguimos con las ausencias, que nos hacen impensable el mismo país posible. Así nuestra ideología sobre el país real (inexistente) nos hace caer en la tentación frustrante del país imposible.   

¡Imposible! Más que tentación es un hecho que ocurre en Venezuela debido al choque profundo, casi como una querella, entre la cultura de ser país sin deseo alguno y la sociedad de cómo debe ser un país de muchos. En esta actual edad histórica esa confrontación es más radical porque la ausencia o la nada tiende a ser total, asociada al totalitarismo de unos pocos (utopistas) en el régimen del estado con resultados de pesadilla para muchos. Ya no es el uso (la obra como derecho) de la libertad la que guía al país posible, sino la mercancía (el producto como injusticia) a la que ha sido degradada la libertad la que hace al país imposible. He aquí cómo se desquicia una sociedad.

La disociación de las funciones socio-mentales está afectando la organización social: tienes dinero pero no hay alimentos, y cuando llegan éstos no tienes dinero porque la política del gobierno sobre los bancos te lo limita o porque disponiendo de dinero se rompe la equivalencia con los alimentos: el dinero no puede circular en el intercambio porque no alcanza su valor para atinar con la mercancía que se sobrevaluó con el precinto de sus precios. 

Se paraliza el país a marchas forzadas con la política económica comunista, y se entra así en la nada de la ausencia. Se corresponde con la experiencia del “paltó está ahí” en la silla de la oficina pública para expresar el vacío que ostenta un mueble con el funcionario ausente: debes esperar, ausentarte tú también, sin obtener el servicio público, ni poder reclamar por un servicio que pagas (luz, aseo urbano, gas, teléfono) sin recibir su beneficio. Cuando ocurre esto, y tan persistentemente, el país colapsa, porque primero ha colapsado el estado (Abrizo, 1998).

País desquiciado en su ausencia misma. Porque a la suerte del estado fallido corresponde una falta de reactivo de impugnación a la política misma del estado. La ausencia se trasmite hacia abajo de la sociedad conformando una ausencia totalizante (Guevara, 2018). A la vuelta de la esquina está el caos, la marcha de lo anárquico amenaza, donde los más imaginativos con ansiedades de explicación quieren encontrar el surrealismo como el estatuto de un país imposible. Estatuto favorable para provecho de los utopistas al frente del gobierno: compran aparatos médicos obsoletos con sobreprecio. 

Y el país se degrada hacia una edad media oscura al someter a la gente y a la organización social a un régimen de peaje en todo tiempo y lugar, con motivo y sin motivo: para todo movimiento de cualquier asunto tienes que desembolsar dinero para que funcione.

     ¡Colapso del país! Y no pasa nada.

Ya está diseñado el país críptico, subterráneo (debajo tierra), donde el enigma de la moneda va a orientar a la sociedad a partir de un apoyo de carácter natural (recursos naturales en prenda). La criptomoneda va a ser el Petro (nombre derivado del petróleo). Es la señal de que en Venezuela vamos a seguir viviendo de la naturaleza y no de la sociedad. Y ello para mantenernos en el recurso natural en que se ha especializado nuestra economía, para cumplir con el diseño del liberalismo más primitivo del siglo XVIII inglés. Así se conecta con el comunismo (comunalismo rampante) que como primitivismo nos coloca en el paleolítico inferior, como masa in-especializada de toderos  (Guevara, 2018).

Aquí en la edad de la piedra más primitiva y bajo el régimen de nuestra cultura matrisocial (antisocial), no pasa nada, todo está ausente, hasta el deseo de país. El tiempo no tiene valor como en el paraíso, pero que al ser expulsado al tiempo de la historia, el tiempo tiene todas las edades, pero carece de la edad feliz. Con un país de la ausencia (sin sociedad con y de la que vivir), estamos expuestos a todo desamparo, hambres, enfermedades y violencias generalizadas.

¿Cómo generar los deseos de un país que revierta el negativismo de la ausencia, en afirmación de aprendizaje social, como resilencia con la que nos superemos remontando el tiempo de una edad deseada como feliz?     

Entretanto y de cara al colapso del país, en las calles se oye como réplica amenazoide:

-¡Aquí va a pasar algo!...

Pero aquí [en Venezuela]…aquí…no pasa nada…    
    
País de la ausencia,
extraño país,
más ligero que ángel
y seña sutil,
color de alga muerta,
color de neblí,
con edad de siempre,
sin edad feliz. 
(Gabriela Mistral)
Referencias

Abrizo, Manuel. “El paltó está ahí”. El Universal, Caracas 
22 de marzo de 1998.
Almandoz, Arturo. “El progreso no se construye haciendo 
tabla rasa de todo”. El Nacional, Caracas 15 de junio de 
2008.
Ascencio, Michaelle. De que vuelan, vuelan. Caracas: 
Ed. Alfa, 2012.
Briceño I., Mario. Mensaje sin destino. Caracas: Monte Ávila 
Editores, 1972.
Briceño G., José Manuel. El laberinto de los tres minotauros. 
Caracas: Monte Ávila Editores, 1994.
Gallegos, Rómulo. Doña Bárbara (novela).
Gruson, Alberto y Verónica Zubillaga. Venezuela: la tentación 
mafiosa. Caracas: Centro de Investigación Social (CISOR), 2001.
Guevara, Javier. “Es muy doloroso ver esta gran regresión, 
esta barbarie”. Caracas: entrevista por Hugo Prieto, enero de 
Martín, Gustavo. Magia y religión en la Venezuela contemporánea. 
Caracas: Ed. de La Biblioteca, Universidad Central de Venezuela, 1983.
Ramos Calles, Raúl. Los personajes de Gallegos a través de psicoanálisis. 
Caracas: Monta Ávila Editores, 1984.
Rodríguez, Simón. Defensa de Bolívar. Caracas: Imprenta Bolívar, 1916.

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