lunes, 23 de febrero de 2015

LA SOLEDAD O EL DESAFÍO DEL ALMA VENEZOLANA



27 de diciembre 2014. Comíamos las hallacas en casa de mi comadre, gran guitarrista. Entonces como de sobremesa, ella se refería a su sabiduría de acertar con el ejecutante del instrumento musical en una grabación. Cuando en una ocasión no acertaba con el ejecutante, fue a investigarlo, y, oh sorpresa, era Teresa Carreño, la gran pianista venezolana que muere en la segunda década del siglo XX.

La potencia de ejecución de la Carreño, tenía impresionada a mi comadre.

Acudí, casi automáticamente, para explicarme, a los marcos culturales, los de la cultura bravía venezolana (la matrisocial), y pasé rápidamente a la técnica basada en el tresillo musical. Para los no nacidos en Venezuela, la figura del tresillo les resulta dificultosa para dar la gracia y fuerza al ritmo melódico a lo venezolano. Aprendí esta consideración de mi maestra de piano en Caracas, una señora de origen de Barcelona (España). Después apliqué esa enseñanza-artificio a mi ejecución de la guitarra para cantar los aguinaldos (villancicos) venezolanos.

El tresillo (conjunto de tres notas musicales) impulsa al ritmo con mayor fuerza porque demanda desarrollar una mayor rapidez melódica al deshacer el lento paso de dos notas a las que debe corresponder el tiempo de las tres.

En mi inquisición sobre Venezuela, desde un principio (26 de septiembre 1968), me quedé con esa referencia musical, que inscrita en la cultura, me funciona como un mito o detector de sentido, en los hilvanes del pensamiento estético sobre el gusto venezolano. Así hilvané la investigación sobre la telenovela como tortura del parentesco (1995) y sobre la belleza femenina como obsesión venezolana (2014)[1].

Juan Liscano, humanista investigador venezolano, demostró la potencia de la ejecución social y estética cuando convocó al país a la “Fiesta de la Tradición” el 17 de febrero de 1948.


Toda una Venezuela secular se irguió esa noche, viviente, cantadora, danzante, ante el asombro de los millares de espectadores que por primera vez tomaban conciencia de la fuerza de la tradición patria, de la plenitud de su cultura. Sobre la civilizada urbe mecánica, cerebral, despojada de luz y de gracia naturales, se cernió la memoria florida de la tierra. Y como nunca se afirmó la siempre viva belleza de toda obra humana que nace de un estrecho abrazo con la Naturaleza[2].


Aquel triunfo de la Provincia venezolana sobre su capital (Caracas) resultaba un logro incondicional de vida que mostraba una intelectual riqueza abrumadora, más allá de lo que el venezolano estima de verdad sobre sí mismo.

Pero pronto se extravió dicha iniciativa creadora bajo la propaganda de la sociedad de masas que se iniciaba después de 1950, a la que se asoció más tarde el consentimiento populista de la socialdemocracia, y actualmente se encuentra cabalgando en la dependencia casi total del estado socialista  que dispersa la fuerza de la sociedad (la gente) en las largas colas delante de las tiendas y supermercados para paliar la escasez de alimentos, medicinas y artículos de higiene.

En total, un extravío culturalmente populista que desvía al colectivo venezolano de su maduración como pueblo. Maduración que tiene que ver con el camino de viaje a la sociedad que debe llegar a ser; esto es, la de un pueblo que se da sus leyes para cumplirlas y así lograr las garantías de la autenticidad de ser lo que somos y desarrollarlo a su vez en todas sus potencialidades. Para ello hay que dar alcance al mito de nuestro sentir estético en la vida, y ponerlo al servicio de un destino con mejoras. Porque el pueblo venezolano luce como abandonado en su historia; aún más, se siente a sí mismo como huérfano, y hasta solo.

¿Qué haremos con Venezuela, porque, como se dice, Venezuela es un caso y un problema?


Aquiles Nazoa, un juglar venezolano, apelaba a los “poderes del pueblo”.

Mario Briceño Iragorri, un historiador y ensayista venezolano, invocaba la fuerza de la historia para acudir en su “mensaje sin destino” a rondar en torno a las reservas de la cultura e inspirar el cambio de suertes de la vida venezolana, que se tornaba muy problemática en torno a 1950.

¿Cómo volver a encontrarse consigo mismo en una fiesta de la solidaridad (=reunión de soledades), donde se sienta el pueblo en su soledad más originaria, aquella soledad en la que se destilan sus purezas de pueblo, potentes en su autoctonía y vitalidad, todo lo opuesto a que el pueblo venezolano sea una abstracción consumista, populista y antisocietaria?


El interior profundo dejó de ser una abstracción de la carta geográfica, un concepto sociológico, un argumento y un personaje del criollismo vernáculo, una ficha electoral o un suministrador del lomo de la res y la fanega de maíz, el frijol y la hortaliza en los mercados populares caraqueños. Esa noche –y las que fueron menester prolongar – Venezuela exhibió su imagen antigua, su historia mágico-religiosa, su entendimiento con los dioses del equinoccio, actores de los mitos y los ritos fundacionales de las culturas sobre las que se asientan las civilizaciones[3].


No hay mayor desgracia para un pueblo que caer en el abismo de su división interior, y vivir ésta como una contraposición de hostilidades. Porque nos conduce de una guerra civil latente a una consecuencia peor: la violencia generalizada. Liscano me hizo observar en entrevista en 1996 para mi investigación sobre la Élite Venezolana, que ya su tío materno Ponte (descendiente a su vez de Ponte el jefe de las milicias de blancos en 1810 que obligó al gobernador Emparan a retroceder) defendió en 1912 que la guerra de independencia ya fue una guerra civil. Tal insurgencia (la de imponer la acción personal) ha marcado, según Rómulo Gallegos (el gran novelista venezolano) la tumultuaria marcha de nuestro devenir histórico.

No me dejó usted concluir. Pienso que la guerra no es solución eficaz, porque guerras ha habido siempre; pero que yo sepa, de ninguna de ellas ha salido el estado de orden y progreso que sea. Y no ha podido salir, porque la revuelta armada ha sido entre nosotros una forma violenta de evolución democrática[4].

Sólo la vivencia mítica de la cultura puede superar estas contradicciones y conflictos de pueblo. Porque es la cultura la que puede moldear los sentidos de la economía y de la política, y hasta de la cultura misma si ésta se expresa en sus propios desórdenes, como dicen los antropólogos tal como Ralph Linton. Ello es posible en la medida que haga sentir al pueblo venezolano su soledad interior mediante un conocimiento por comunión en sus propias bases fundacionales, y éstas orientadas hacia su destino societario razonable. Porque sobre esos mitos y ritos fundacionales de la cultura es que se asentará el verdadero proyecto de sociedad, civilización por la que debe esmerarse la fogosidad cultural del pueblo venezolano.

¿Cuánto de mito e historia tenemos que acumular (=experimentar auténticamente) para que los venezolanos nos pongamos a tono con este aprendizaje a que nos convocan uno y otra?

La fuerza de nuestra alma clama, siempre dispuesta, por la mejor ejecución de nuestro proyecto de sociedad, nuestra civilidad. Todo pasa por ese enfrentamiento con nuestra propia fuerza y sentirla que nos arropa como nuestra soledad más genuina, para a su vez escucharnos a nosotros mismos, como proyecto, con el levántate y anda.


[1] Samuel Hurtado. La tele- radio- foto- Novela o La Tortura del Parentesco. Análisis del discurso social en el cifrado del cuento maravilloso, ed. Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, UCV: Caracas, 1995.

Samuel Hurtado. “La obsesión por la belleza femenina en Venezuela”. Artículo de apoyo a la tesis de maestría de Andreína Montes, Universidad de Berna , Suiza, 4 de mayo 2014; aprobado su resumen en enero de 2015 por el 1° Congreso de la Asociación Iberoamericana de Antropología en Red, Madrid, 7 al 10 de julio de 2015.

[2] Juan Liscano. Folklore y cultura. Editorial Ávila Gráfica: Caracas, 1950, 171.

[3] L. A. Crespo, “Historia de una fiesta interrumpida”(1998), en El País Ausente, Fondo Editorial del Caribe: Caracas, 2004, 554.

[4] Rómulo Gallegos. Reinaldo Solá.

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