UN VIEJO: Al fin de la batalla
y muerto el combatiente vino a él un hombre
y le dijo:
UN HOMBRE: ¡No mueras; te amo tanto!
UN VIEJO: Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
2 HOMBRES: ¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!
UN VIEJO: Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil clamando:
MUCHOS: ¡Tanto amor y no poder contra la muerte!
UN VIEJO: Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.
Le rodearon millonees de individuos
con un ruego común:
MILLONES: ¡Quédate hermano!
UN VIEJO: Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.
Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vió el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente
abrazó al primer hombre: echóse a andar.
César VALLEJO, "Masa", en José Antonio Muñoz, AGUAVIVA APOCALPSIS,
Happening, Música de Manolo Díaz, AC-A-LP.
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EL ANGEL DEL DESTINO
La música puede tener sus compases
de contratiempos (y sus síncopas); lo que hace a ese tipo de música llevar un
ritmo con mucho garbo. En las competencias, se utilizan estrategias que operan
los contratiempos como un inconveniente para hacer creer al contendiente que se
cede; así el contendiente se confía, pierde fuerza, y al final es superado. En
la vida social, se producen también contratiempos (con o sin querer), que
dificultan la convivencia interactiva, pero a veces se interponen felizmente
con relación a accidentes azarosos.
La matrisocialidad es un tipo de
cultura que actúa con contratiempos en su misma estructura (improvisaciones,
excesos, ilusionismos), que hacen que la vida venezolana tenga mucha
“sabrosura” (Vera, 2001); pero si no hay habituación a dichos contratiempos
debido a las exigencias sociales, los contratiempos culturales que configuran
un discurso muy lejano y extraño a lo social, pueden volver medio locos a los
individuos que viven en esa hiperrealidad cultural (Martín, 1994, 206;
Garmendia, 2000; Vera, 2001).
Frente a esta hiperrealidad
esquizoide, hay una lucha sorda y tenaz que tiende a resolverse en dos
alternativas. La cultura tiende a una solución autoctonista, regresiva,
fundamentalista. En cambio, la sociedad no encuentra una solución fácil, ni
simple. El programa de Simón Rodríguez, el prócer venezolano de la educación en
el siglo XIX: inventamos o erramos, que traducimos: inventamos o
estamos condenados a repetir, proporciona un modelo de pensamiento para
orientar nuestra investigación. La cultura, como el orden fuerte de la
costumbre, pretende jugar siempre las mismas reglas, las de la tribu, que de
cara a la sociedad se torna un juego regresivo en búsqueda de su autenticidad
étnica o de vuelta a su paraíso medio perdido (Garmendia, 2000). La sociedad,
en cuanto proyecto moderno, demanda que se jueguen de nuevo las reglas de todas
las tribus. Con este segundo modelo, el filósofo Savater contesta al
antropólogo Levi-Strauss, para confrontar el problema del feminismo (Alborch,
177), que es todo un problema societal específicamente. ¿Se pueden cambiar las
reglas del juego de la cultura matrisocial en la perspectiva civil-izatoria (sic)?
Si nos referimos a los colectivos
occidentales latinoamericanos, las reglas del juego pudieran desplegarse de
acuerdo a los criterios de tres lógicas: 1) la lógica cultural, en la que las
reglas del juego (propias) no cambian; 2) la lógica de la “sociedad natural”,
que, para encarar los problemas sociales, está impelida a repetir las reglas
del juego foráneas; 3) la lógica de la “sociedad arte-facto”, que si tiene que
repetir aceptando las reglas de juego en la difusión cultural, debe
hacerlo con competencia, con objeto de “apropiarse” la perspectiva civil-izatoria. Los contratiempos entre
cultura y sociedad tienen que buscarse con base a estas tres lógicas, al mismo
tiempo que la dosificación contradictoria de las lógicas en el juego de las
reglas, precisará la especie de contratiempo o de todo el proceso de
contratiempos, que es ahora el que nos interesa.
En todo colectivo existen
contratiempos entre la cultura específica y la estructura social. Lo que
demuestra que la sociedad y la cultura no coinciden, no sólo como conceptos,
sino también como realidades que como actores pretendemos subjetivamente
configurar. Toda cultura quisiera volverse sobre sí misma por efectos de su
narcisismo primario (etnocentrismo), y negar el trabajo de lo social. En este
tránsito del deseo, hay colectivos que ceden culturalmente a su tentación
narcisista, manteniéndose en el negativismo social; mientras que otros
colectivos con inmensos esfuerzos y sufrimientos trascienden su narcisismo
cultural, colocándose a favor de la convivencia social. Los primeros procuran
no tener pérdidas culturales dentro de los intercambios sociales: las reglas
del juego siempre son las mismas. Los segundos aceptan ciertas pérdidas
culturales, sobre todo las pérdidas negativistas, pero lo hacen con el fin de
obtener ganancias en las relaciones sociales.
Planteado así el asunto, no se
puede, sin embargo, identificar de un modo simple la cultura con las pérdidas y
la sociedad con las ganancias. La subjetividad particular de un pueblo y su
riqueza de significación natural (los valores) le provienen de su personalidad
cultural o étnica. El secuestro de las subjetividades colectivas por parte de
una programación societaria a ultranza, es conducir a los pueblos, como
depositarios de la cultura en general o barbarie, a un inmenso cementerio de
ruinas. Pero la convivencia social de un pueblo se produce con las opciones que
le permiten su “subjetividad social” o arte-fáctica. En la confrontación
permanente de las reglas del juego, la personalidad étnica de los pueblos puede
contar como uno de los elementos más atinentes en la configuración de las
subjetividades, que por definición, como las culturas, son y tienen que ser
diversas o múltiples. Pero un exceso de personalidad étnica (nativismo,
nacionalismo, xenofobia, fundamentalismo) que impide a toda costa (robo) la
convivencia social o establecimiento de la vida societaria, lleva a clausurar
la cultura específica de la libertad y democracia. Los pueblos se estancan en
su pasado, sembrando de ruinas lo que creen construir como sociedad.
La situación venezolana no es la del
“ángel de la historia” de la filosofía de la historia de Benjamín que marcha de
espaldas a la historia y lo que testifica, como nostalgia de la barbarie, son
las ruinas de las culturas. Tampoco es la de un “ángel de la tradición” de los
culturalistas, que de un modo homólogo iría de espaldas a la tradición y lo que
observaría como una ilusión etnológica sería el punto cero de lo social
arte-fáctico. Trascendiendo las nostalgias y las ilusiones del primitivismo
podría verse la vivencia anclada de la barbarie en la figura de un “ángel del
destino” ubicado fuera de la historia y la tradición, en un tiempo presentista
(no hay corredores al pasado, ni puentes al futuro). En dicho tiempo, el deseo
es pensado como realidad, y la catástrofe o la demora psíquico-cultural, como
descanso feliz en un viaje nunca realizado. El “ángel del destino” participa
del “ápax”, el de una vez por todas, como una relación de tiempo estrictamente
singular. En este tiempo, se realiza la fusión primera y última entre lo
cultural y lo social, donde el orden fuerte de la prescripción cultural impone
su dominio sobre el orden débil de la elección social. Lo social se reduce
a la dinámica natural que le asigna,
como una compulsión, la cultura. Dicha fusión tiene la marca de elaboración,
que no es la de la tradición sino la del destino, la de la falta de opciones en
el tiempo (presentista); tampoco puede ser la de la historia, porque no hay
lugar a los cambios en un “ápax” escatológico. El “ángel del destino” no marcha
de espaldas ni de cara a ningún tiempo, porque asiste a la muerte o cementerio
de los incesantes proyectos sociales frustrados, tal como Paz (1979, 337) se
refiere a su país de México. El destino no se puede cambiar, al mismo tiempo
que proporciona los espejismos del cambio. “El destino se describe ligado a lo
biológico por una parte y por la otra a los grandes acontecimientos sociales.
Como si la significación del ser humano ligado a su propia historia se moviera
entre esos dos más allá: la biología y la cultura”(Berenstein,
214-215).
¿Cómo una cultura y sus mitos (la
matrisocialidad venezolana) fabrica, organiza, piensa, sus vivencias en orden a
diseñar sus tiempos, sus objetos en el tiempo, y en este marco, cómo es el
taller de fabricación y el estilo de sus productos? Estamos situando el
problema en las fronteras de la cultura y la sociedad, al mismo tiempo que el
servicio de la ciencia social se mide tanto por el diseño de las
representaciones del mito (matrisocial), como por la carga conceptual
(etnopsicoanalítica) con que está elaborada la matrisocialidad (Cf. Hurtado,
1998). En los ámbitos de las fronteras étnicas o culturales pueden observarse,
desde el lado de lo social, las inconexiones, tropiezos, cambios de sentido
imprevisto, improvisaciones, indisciplinas, etc., elementos fenomenológicos que
tratamos de cubrir con la noción metafórica de “contratiempos”, y que a nivel
conceptual se refieren a la categorías de los desórdenes etnotípicos, es decir,
a los producidos tanto por la cultura como por la estructura social (Devereux,
1973; Hurtado, 1998; 1999a). Desde la cultura, es la estructura simbólica del
edipo matrisocial de consentimiento/abandono (Hurtado, 1995), la que resume,
como configuración del mito matrisocial, el sentido que orienta nuestra
proposición.
En la significación repetitiva del
“ápax”, donde las reglas de la suerte se juegan una sola vez en la vida, no hay
trascendencia o significación histórica. Toda la historia bíblica consiste en
demostrar cómo el pueblo judío lucha por cambiar su destino o suerte, y para
ello genera, como capital social, el profetismo, que lo impulsa a la
trascendencia histórica en busca de un Mesías con carácter profético y de
realización histórico-civilizatoria. La historia le abre así al pueblo judío al
tiempo de las significaciones y a las opciones, si trabajan su destino mesiánico (etnicidad de los elegidos) con
orientación al quehacer de la historia (Cf. Gelin y otros, 1969; Schmauss,
1964).
Con respecto a la dinámica histórica, en el encuadre de la
relación de cultura y sociedad, surge el problema de cómo entender la
proposición: ¿Se repiten los hechos históricos? Si suponemos que en la historia
se repiten los hechos aunque no como en el ritual, según Dodds (citado por
Devereux, 1989a, 13), pero que según Berenstein (1981) no se repiten como
criterio que diferencia a la historia del destino, tenemos que optar por una
proposición intermedia que sirva a nuestra hipótesis. Si en la historia se
repiten los hechos, la historia lo hace con competencia de significación: los
hechos repetidos no son los mismos, pues se crean de nuevo como originales, tal
como ocurre en la socialización. A diferencia del ritual, donde los hechos se
repiten exactamente los mismos. En esa “exactitud” de la repetición es que se
encuentra la eficacia simbólica del ritual con su significación natural o
cultural.
¿Dónde se encuentra la competencia
de la historia, anterior al preconsciente? Para ubicarnos en el foco del
problema y desarrollarlo, acudimos a la ciencia antropológica, cuya práctica
crítica asume el objeto conceptual del mito para dilucidar o calibrar el tipo
de elaboración de la significación de un colectivo sobre el tiempo. Devereux
nos orienta cuando dice: “El problema verdadero no es tanto la ‘realidad’
histórica del matriarcado que los mitos parecen presuponer, como el origen de
ese elemento latente del mito. En realidad, este problema se
sitúa en el centro del ritual y la historia”(Devereux, 1989a,13). En esta
proposición, el mito puede conectarse con el rito para reconstruirlo de manera
inductiva, es decir, articular tradiciones, costumbres, antigüedades; y también
con la historia y operarla como la relación de las transformaciones en cuanto
recurso para explicar los orígenes de la acción social. El mito debe cumplir el
papel de la invariante, “susceptible de experimentar mutaciones dentro del
sistema de relaciones”(Berenstein, 215). El servicio de la Antropología con
respecto a las ciencias sociales, a la historia y a la filosofía, debe ser la
de dar alcance al mito, develarlo, ponerlo en operación para que
interprete los orígenes, las
transformaciones y las orientaciones actuales de la acción social; es decir,
que ayude a la analítica, a la
hermenéutica y a la mayéutica sociales. La antropología “sirve” para ir al
fondo de la acción social, y encontrar (dar alcance a) su sentido
(a)propio(ado). De esta forma, el mito cumple también con el papel de la
variable intermedia, es decir, con la que realiza su trabajo la antropología, y
es la que “garantiza el trabajo (antropológico)” (Cf. Devereux, 1989b).
Tratando de evitar sus ruinas, quieran o no, todos los colectivos
mundiales se preparan para responder a la alternativa de sociedad (Dumont,
1988; Briceño G., 1994). Unos lo hacen con mejores o menores posibilidades de
acuerdo a las circunstancias más o menos cónsonas con el proyecto de sociedad.
Pero todos tienen que dar un rodeo para llegar a entrar en el contexto de la
modernidad, y aún hacer el esfuerzo de mantenerse en ese rodeo, que es su
particularidad cultural. América Latina, y específicamente Venezuela, se ubican
en las mejores posibilidades de acuerdo a su circunstancia occidental (Briceño,
G. 1994). Sin embargo, tienen fuertes dificultades debido a la reacción
socialmente negativista de su cultura particular (Hurtado, 2000). Para analizar
este asunto recordamos la diferencia entre los casos francés y alemán, como
ejemplos paradigmáticos, que explica Dumont (1988). Como la forma de la
revolución industrial inglesa en su pureza originaria no fue el modelo más
adecuado para ser repetido, sino la forma francesa como imitación impura de
aquél, tal como lo expone Touraine (1978), así ahora no será el caso clásico de
la Ilustración francesa que representa la universalidad uniforme, sino el de su
imitación impropia, el caso del “espíritu de los pueblos” alemán con que Herder
“nos abrió los ojos sobre las culturas”(Dumont, 166), el que llegará a
orientarnos sobre las particularidades con que cada pueblo acude al concierto
de una universalidad, que esencialmente debe
ser ya multiforme.
¿Las particularidades culturales dotan, a los pueblos que las portan, de la misma o
igual competencia para acudir a los intercambios propiciados por la
universalidad? En cuanto proyecto de sociedad, la modernidad no sólo está
obligada a respetar los rodeos particulares de cada pueblo, sino también y
sobre todo a alentar y ayudar a desarrollar plenamente cada particularidad.
Porque en ello se cifra la riqueza multiforme del proyecto de sociedad humano
(homo sapiens). Los desvíos y las críticas a estos desvíos de la modernidad,
pero no por eso críticas siempre sólidas, han mostrado en los últimos siglos la dificultad de ese deber
de la modernidad para solucionar los problemas que fueron el
colonialismo, la esclavitud, la superexplotación del trabajo, la pobreza, las
inmensas desigualdades sociales. Nuestro interés ahora no se relaciona con esta
cuestión, que suele ser la atendida por los estados y las agencias
internacionales, sino la que se encuentra en la cultura con que cada pueblo
lleva a cabo su rodeo particular, de avance o de retroceso, hacia la
universalidad humana, que es la otra cara del problema, y además desatendida.
La cuestión se refiere al tipo de rodeo que realiza el colectivo
venezolano. Un intelectual agudo, porque el arma del humor lo conduce a una
inquisición etnográfica bien afinada, como es Pedro León Zapata, dice en una de
sus conversaciones de radio: Hay países como Grecia que viven de las ruinas, en
cambio nosotros en Venezuela vivimos arruinando al país. La ruina venezolana, y
sobre todo “vivir de la ruina” es una formidable metáfora comparable al aplauso
por el robo de los bienes culturales, al aliento por las plagas sociales, al
ánimo por las epidemias étnicas, como lo formula Sayegh (2002), comparable a
algo así como vivir de las huellas de una muerte anunciada. Todo ello para
decir que los desórdenes sociales inscritos en la realidad del mito nos tienen
al borde del destino.
La idea del destino tiene varios sentidos. Zapata trata de mostrar
dos con el objetivo de estrellar uno contra otro a ver si se tiene la
posibilidad de que uno, el ético social, logra develar el valor cultural del otro
como pre-ético y aún anti-ético. En ámbitos colectivos como el venezolano,
llenos de todo tipo de ruinas y hasta ya por rutina acostumbrados a “vivir con
las ruinas”(Valle, 2000), se elaboran más ideas que expresan múltiples nociones
que dan cuenta de los recovecos morales de las ruinas. Se encuentra lo ruinoso,
la ruindad, lo ruin...Así decimos de una situación en decadencia: esto es una
ruina, de un negocio que está en la ruina como si viviéramos en un edificio
ruinoso, de un individuo no confiable decimos que es un hombre ruin, y
sospechamos que la general ruindad nos tiene a todos muy mal. La ruina se opone
a ideas de generosidad, de confianza, de riqueza, de armonías o convivencia.
Las ruinas físicas siempre despiertan significados metafóricos que muestran las
deficiencias, las carencias, los inconvenientes, los contratiempos, con que nos
envuelve la realidad o las formas degradadas y llenas de tropiezos con que
creamos nuestro mundo.
No todos los países y culturas caracterizan con tal inmoralidad metafórica
a las ruinas. Los países con fuerte densidad histórica, en América, por ejemplo
Perú y México, tienen en alta estima las ruinas. Aparte de identificar su
pasado afirmativo, las ruinas siguen vivas para impulsar los negocios
turísticos, sirven para, al rememorar mitos originarios, bañar de
antigüedad a los deseosos de aventuras
en el tiempo, baño en mitos antiguos que comienza a ser parte, con papel de
contraparte imaginaria, de un mundo modernizante, que o se ha tornado
técnicamente muy frío o neutro, o es un mundo que para seguir existiendo en
medio del sofoco de los objetos, necesita resubjetivizarse mediante la traída a
la memoria de un pasado cartabonadamente mitificado. Pareciera que los mitos
del presente en una sociedad compleja, debido a su vivencia esquizoide, siguen
velando su principio como función latente de su resquebrajar/restaurar la salud
mental del colectivo.
Lo más gracioso es que muchos artistas, poetas, filósofos,
necesitan de las ruinas para inspirar su sensibilidad o para imaginarse un
mundo resucitándose o para estimular su pensamiento sobre el tiempo, la
historia y la vida en el recuerdo. Tratan de imitar al mito y su poder de
significación mundana y divina. En este nivel creacional, no tanto crítico, el
asunto se radicaliza: las ruinas están vivas para poder seguir destruyéndolas,
o con la esperanza de recrearlas con otro sentido, hasta los muertos se
encuentran con vida aún, porque dependerá del sentido del tiempo con que pueden
ser revividos o muertos definitivamente (por reconfirmación) o pueden vivir en
la memoria de tiempos nuevos. Estos procesos siempre han existido y existen en
las cosmogonías, merced al apoyo mítico que sigue en la vida social humana, y
ello como los grandes instrumentos del hacer y deshacer realidades. Las figuras
de los “Antepasados”, de los Héroes, de los Mesías, de los Dioses, se
encuentran en la dinámica diferencial del tiempo, en la medida en que nos
pertenecen y somos parte de ellos al mismo tiempo. Por eso es que
(re-)activamos su vida y viven, y, por su parte, ellos son resortes
interpretativos de nuestro existir, por lo cual nosotros vivimos al darles
sentido. ¿Podremos vencer las ruinas? ¿Merece la pena vencerlas? Lo oscuro es
lo que perfila la luz en la técnica del claroscuro, pero esta posibilidad no
tiene aún sentido ético, sino que pertenece al ethos de la cultura de cada
pueblo.
Hay culturas que están
siempre viviendo de la esperanza, de adorar o glorificar las ruinas, su pasado
y sus muertos. El núcleo de su ethos cultural es la rememoración con objeto de
mantener viva la “creación de un mundo nuevo” con las ruinas vencidas del
pasado, y crearlo más allá o por encima de la historia. Y hay culturas que
viven siempre de la inercia, de derribar hasta el final sus últimas ruinas para
que éstas no perturben su reposo. Como en la “destrucción de Jerusalén” hasta
que no quede piedra sobre piedra, es decir, ni una huella para reconstruir el
recuerdo, ni se pueda entrar al tiempo de la historia. No hace falta que
lleguen los romanos para destruir lo propio, ni los romanos ni nadie. Los
portadores de dicha cultura viven su mundo destruyéndolo. Sísifo, por lo menos,
mientras subía la piedra hasta la cumbre de la montaña, hacía un esfuerzo de
elevación; en las culturas demasiado desordenadas, ni siquiera ese esfuerzo
existe; lo que queda es la piedra rodando montaña abajo.
En el “ángel de la historia” hay una fascinación por las ruinas
que se van depositando en la memoria. Las ruinas como memoriales condensan el
mito de la nueva vida de los muertos; es la construcción de un mito
escatológico, la renovación del “ápax” judío sin profetismo. Pero la
construcción se lleva a cabo con la idea del mito (filosofía) y no de la
realidad del mito (etnología).Esta filosofía de la historia diluye la historia
misma como realidad y como concepto de experiencia social. La historia es un
hiato interpuesto como obstáculo entre la vida y la memoria. Benjamín abogaría
como contrapeso por lo que llamaríamos el “ángel de la tradición”, pero no lo
hace, porque ello le impulsaría a reconducir la realidad de la historia y
salvar “al enemigo que no ha cesado de ser victorioso”(Benjamín, s/f.). El
ángel va de espaldas a la historia, vaciándola de realidad, pese a su victoria,
al mismo tiempo que va signando de memoria la tradición o entrega vencida de
cada ruina. La postura etnológica subyacente a esta fantasía de la filosofía de
la historia, se sitúa en el etnologismo crítico: la crítica a la civilización
como nostalgia de la barbarie (Bueno, 1987).
Si se reconsidera el tema como motivo de análisis positivo y para
la interpretación de una cultura particular, como la matrisocialidad
venezolana, se tiene que acudir al análisis etnológico como el más original,
pensando que “algunos aspectos del pensamiento marxista y el nacimiento de la
etnología moderna”, “como visiones proféticas”, son los únicos elementos
aportados por occidente al concurso civilizatorio (Levi-Strauss, 1979, 320-322).
Colocándonos en las fronteras de la cultura y la sociedad, de la
barbarie y la civil-ización, del destino y de la historia, observamos que no
por mirar hacia atrás, ni por correr al galope hacia delante, se encuentran
entrampadas ni movidas (fluctuantes) las “fronteras” cultural y social en
Venezuela. Más bien, como no cuenta el pasado, ni se otea el futuro, el asunto
es que no hay una capacidad de cambio de sentido tampoco en el presente. No
cuentan aquellos tiempos, como polos de la orientación, porque no nos
reconocemos en nuestra historia, ni en nuestras obras. Hay apenas un punto que
nos subsume: la Venezuela heroica, una cierta epopeya, que así como pretendemos
que nos dio el ser, no nos deja crecer o madurar en una supuesta historia
posterior, elaborada por nosotros más allá de nuestros héroes. De este modo, no
se vislumbra un principio o una condición cultural para que la historia se
repita pero con competencia; la “historia”, la nuestra, se asemeja más al
ritual de una sociedad natural que a una historia profética, con significado en
el tiempo. Al revés que el “ángel de la historia” y no acertando a ser el “ángel de la
tradición”, vemos al “ángel del destino” en Venezuela que no se mueve, tal como
una “revolución en reposo”(Sayegh, 2002). Pareciera que se mantiene de espaldas
a la tradición, pero si mira al futuro no es para instalarse en la historia.
Historia y tradición son vividas regresivamente como una ilusión de paraíso a
medio perder y ganar.
El “ángel del destino” si camina es de regreso, sin sentido del
cambio hacia atrás y hacia delante, pues lo hace en el mismo círculo. La
tradición no le sirve para hacer historia, ni la historia para afianzar la
tradición. Si mira hacia delante, hacia la historia sin tradición, destroza las
frágiles relaciones sociales que a veces con propósitos, declarados firmes,
pareciera pretender construir, pero cuyos gérmenes apenas brotados los reduce a
ruinas. Como la historia es el tiempo del proyecto social, sólo el barrunto de
éste le produce un pánico tal que lo deniega como un fantasma que vence con
sólo darle la espalda. Si mira hacia atrás, a la tradición sin historia, lucha
con un ser salvaje que no reconoce sino como quimera porque no siente que
desciende de él, es decir, que sea su problema. Como la tradición es el tiempo
de los rituales festivos, en cuanto pasado que permite acumular experiencias para
la convivencia social, no logra vincularse plenamente con lo afirmativo social,
no se identifica del todo con ello y lo abandona a su deterioro y ruina. Frente
a la historia y la tradición, en la cultura matrisocial es el destino el que
sale siempre victorioso. El “ángel del destino” promueve las condiciones de
vida para que los hombres, sean sociales sean salvajes, terminen siendo
vencidos por los dioses.
Sin futuro social y sin pasado salvaje, el hombre venezolano se
encuentra con el destino del presente divinal. El “ángel del destino” sitúa al
venezolano por encima de lo humano y su trabajo histórico, y lo hace descender
de la habitación divina con dioses adentro. Esta fantasía real tiene sus
asideros en la realidad del mito del destino materno, esto es, sus raíces se
ubican en el vientre materno. Esta es la única verdad. 1) No tiene arraigo a la tierra porque no ha
desarrollado los dispositivos de posesión ni de propiedad; la apropiación
social del mundo no es lo mismo que pertenencia angelical al mundo, es decir,
la elaboración mágica del mundo convierte a éste subjetivamente en un cielo.
Los mitos del “país rico” y de la “tierra de nadie”, en una estructura social
de molde recolector (agricultura migrante), es una demostración (Hurtado,
1999c; 2001). 2) Los venezolanos fueron
asimilados a la cultura hispánica, católica, y desde aquí al ámbito occidental,
de suerte que, pese a ser un mundo aparte, tienen como herencia también el ser
un mundo “viejo en los usos de la sociedad civil”, según S. Bolívar en su
conocida Carta de Jamaica. Se encuentran, pues, descentrados. Pero no
quieren remover su situación, ni buscar un profetismo o significación que les
permita cambiar su suerte desde sí mismos, aunque ello les conduzca a
establecerse fuera de occidente y pasar al llamado tercer mundo, dificultad
dura respecto a las identidades y respecto al proyecto moderno de sociedad (Cf.
Briceño, 1994), pero tampoco invocan un “ángel nuevo” que les haga repetir con
competencia propia el proceso de la modernidad, es decir, “apropiárselo” desde
la misma cultura aunque refaccionada.
El problema ahora no es el destino general, sino el destino
específico materno. El destino elaborado bajo los signos del poder del vientre,
constituye el mito culturalmente vivido en Venezuela. El problema consiste en
que es un mito vivido como ideología, pues no se reconoce como identidad y se
rechaza como pensamiento sobre la realidad. Como vivido en acción o práctica
social es el foco desde donde late el sentido cultural y como tal especifica la
orientación del significado de las relaciones sociales ¿Cómo construir historia
y proyecto de sociedad en estas condiciones? Desde cualquier matriz cultural
puede llevarse a cabo, pero resulta difícil construirla sin “padre”. La figura
del padre representa una de las figuras simbólicas clave que porta la
orientación social, en cuanto exterior al vientre materno. El rasgo matrilineal
indica que el varón resulta un añadido en la estructura de la familia matrisocial. Se necesita
importar varones para tener hijos, después ya no tienen importancia alguna.
Sin figura significativa de padre, la posesión materna deviene
excesivamente fuerte porque se vuelve muy difícil romper el cordón umbilical.
El mito de Perseo atrapado por la Medusa
(madre, tierra, mar) reconfirma el mito de Narciso, cuando ambos se tornan
claves de interpretación dura en el sentido de la egolatría materna. El
complejo matrisocial, vivir el mito materno sin ser reconocido por el
pensamiento socioculturral, por lo tanto vivido como ideología, no ha
permitido, ni permite, que la estructura de personalidad étnica o cultural del
venezolano se quiebre en el tiempo y que quiebre el propio tiempo del destino.
Las guerras civiles y de independencia nacional, las montoneras caudillistas,
los “cesarismos democráticos”, los populismos, han representado circunstancias que han alimentado más que la
resistencia, la inercia cultural regresiva y por lo tanto de rupturas postizas.
La guerra de independencia no marcó una ruptura con el ser cultural, todo lo contrario,
la crisis significó un retorno a los dioses, desconociendo su propio salvaje
que les mostraba la enseñanza/aprendizaje social en el período colonial. Representativo de ello fue el comportamiento
de la clase dominante independentista (Viso,1983). El populismo constituye el
problema de abandono de las responsabilidades respecto de los asuntos del
estado y de la sociedad por parte del pueblo y sobre todo de las élites
(Briceño I., 49). Es más cómodo seguir en la irresponsabilidad social como resultante
del encanto mágico del mundo. Entonces se deja al estado que tenga todo el
camino libre para apoderarse de toda la dominación y aún subordinar a las
clases dominantes a sus objetivos de dominación. (Hurtado, 2000).
La nación venezolana no se constituyó como una institución total;
el estado no la dejó, ni la deja madurar como sociedad civil. Sin instituciones
sociales totales no existen instrumentos que quiebren el encanto mágico de la
personalidad cultural venezolana. Los venezolanos están instalados en su
comunidad o sociedad natural de estructura personalista, y no buscan en su
historia objetiva las posibilidades subjetivas del proyecto social, es decir,
los significados de las responsabilidades y de la ética. El “ángel del
destino”, el de la inercia maternal, no permite el cambio de suerte; sólo la
mirada a la posible fractura de personalidad (con sus pérdidas, sus
sufrimientos) genera un gran pánico y rechazo; no se ve ni se pone como
objetivo principal la otra parte, la social, la de las ventajas colectivas con
sus ganancias y beneficios colectivos. Todo lo que huela a sociedad se
convierte en relaciones sociales desmoronadas. Todo lo que apunte a
significación profética, de marcha hacia delante, rompiendo el reposo de la
“comunidad”, rápidamente se desinfla, y especialmente si se da la circunstancia
del rito de cargo, que contiene el carácter de “ápax” en su estructura:
realizar en el ya del presente el futuro prometido como abundancia de bienes.
Las cornucopias del escudo nacional reflejan este rito. Hasta los héroes de la nación, han sido
reciclados en esta significación, especialmente el más grande, S. Bolívar, que
ya tuvo que experimentarlo plenamente en sus últimos años de vida. El pesimismo
que lo embargó, su objetivo de ausentarse de Colombia, y como metáfora de todo
ello, su muerte, dan cuenta de la hondura del problema (Cf. Briceño I.
1972).
Nuestro análisis del “ángel del destino” no explicita una
filosofía de la historia, diferente a la de Benjamín, sino una ontología
etnológica. Desde el ángulo científico se pone en cuestión el idealismo
surrealista y gnóstico de Benjamín (s/f), y también una antropología de la
prehistoria que pretende renovar el primitivismo, tanto como nativismo en
Bariandarán (Cf. Zulaika, 1996) en la línea de la ilusión etnológica, como arte
primitivo en Clifford (2001) y Zulaika (1996) en la línea del etnologismo
crítico, paralelo al etnologismo crítico implícito de Benjamín en quién se
inspiran desde su relativismo cultural. Con el exceso de ilusión y con una crítica
superficial, no podríamos dar alcance al mito de la matrisocialidad.
La verdadera crítica del “ángel del destino” (matrisocial) debe
ubicarse en línea de la ontología del significado, no en la de la física de los
signos como lo hace Barandiarán, ni tampoco en la de la fenomenología de los
significantes como lo hacen Clifford y Zulaika. La ontología etnológica se
sitúa en lo civil-izatorio, en cuanto desarrollo del proyecto de sociedad, y
como tal el lugar del significado. De lo contrario, no se puede desbloquear la
interpretación del “ángel del destino”, ni tampoco se puede identificar bien la
ideología con que se vive el mito en el complejo matrisocial. Sólo después es
que se pueden perfilar los contratiempos de la cultura, que no pueden ser
vislumbrados hacia adentro de la misma cultura, sino en relación al proyecto
social. Así los conceptuamos como los desórdenes étnicos. Sin embargo, si
observamos el molde o estilo recolector de la estructura social, no se pueden
trazar las fronteras de un modo preciso; por eso podemos completar la
conceptualización de los desórdenes venezolanos como etnotípicos. La dificultad de ponerle un muro, desde la
estructura social recolectora, a las fronteras entre cultura y sociedad en
Venezuela, se vuelve notoria en el esfuerzo teórico. Pero cuando se observa
fenomenológicamente, desde el proyecto social, los intentos de levantarlo,
prontamente se tornan en ruinas. El exceso liminal de la cultura, unido al
complejo matrisocial, mantienen al comportamiento colectivo venezolano en los
inconvenientes de la razón bárbara (Veblen, 1995), que expresa el destino
cultural.
¿Cómo cambiar nuestro destino con objeto de rescatar los valores
que nos permitan “apropiarnos” con competencia el proyecto social, hacia donde
todos los pueblos del mundo se están moviendo (y no en reposo) y donde todos
logren las mejores ventajas en los intercambios mutuos?
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Fragmentos de "El ángel del destino", en Samuel Hurtado Salazar, CONTRATIEMPOS ENTRE CULTURA Y SOCIEDAD EN VENEZUELA, ediciones de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Universidad Central en Venezuela, Caracas, 2013.
Falta en la bibligrafía el texto:
ResponderEliminarZulaika, J, (1996): Del Cromañón al Carnaval, Erein, Donostia