CANCIÓN DEL QUE SE ESTÁ QUIETO
Aquí se está quieto, pero
el mundo sigue girando.
Aquí se mueven los pájaros,
pero están quietos,
y el mundo sigue girando.
¿Qué saben esos caballos,
estas dulces campanillas,
estos perros y este largo
sollozo de la paloma?
¿Qué el hombre que va en el aire
galopando?
Se mueven, pero están quietos.
…Y el mundo sigue girando.
Rafael ALBERTI
En AGUAVIVA: La casa de San Jamás
Madrid (disco: happening musical)
__________________________
Contenido
General:
A.
LA MARCHE DE
LAS COSAS Y EL INTERCAMBIO INELUCTABLE.
B.
LA PATRIA EN
DIÁSPORA Y SU GARANTÍA SOCIETARIA.
C.
LA HÉGIORA VENEZOLANA
Y DESTELLO SOCIETARIO.
Contenido
Parcial:
B. LA PATRIA EN
DIÁSPORA Y SU GARANTÍA SOCIETARIA.
El estado de sociedad es un proyecto, una idea, no un utopismo
ilusorio; es una anticipación del futuro
de la humanidad que necesita ser trabajado proactivamente. Aunque es una
orientación, una virtualidad, no deja de existir como “realidad” que hace posibles los horizontes de la acción
real. Si el ser humano no inventa la posibilidad de lo real, lo real nunca se
concretizará. El estado de sociedad faculta al sujeto individual, a cada
etnicidad, para conseguir cosas que como particularidades no podrían alcanzar.
“Facultar es “conceder una facultad”, un poder de hacer (facere). No es
un permiso, ni una autorización, sino un poder eficaz” (Marina, 2004a, 253).
Como proyecto, el estado de sociedad no es algo dado por la naturaleza, es
decir, por la etnocultura, ni una gracia concedida por los dioses, no se
encuentra en los genes de los miembros de ninguna tribu, sea la tribu
occidental o alguna de sus subtribus, la sajona o la grecorromana. El estado de
sociedad, como producto de la ética, es una invención o creación de la
inteligencia humana que ha venido haciendo camino como una aspiración de la
dignidad humana. Entender la sociedad como un estado no es lo mismo que
entenderla como una estructura, sistema u organismo. Como estado implica que la
sociedad proyectada va teniendo resultados instituidos o reglas de juego que
garantizan a los sujetos societarios la autocrítica de pensamiento y acción.
Por tanto, van “teniendo lugar” las condiciones que permiten generarse los
derechos en consonancia con la voluntad de los que los quieran. Nadie posee por
naturaleza ningún derecho. La posesión de los derechos, que son poderes
simbólicos, se mantiene merced a un proyecto mancomunado. El estado (de
sociedad) es esta condición de proyecto, pues su eficacia depende de que esa
dinámica mancomunada no se mantiene sola, ni pertenece a un individuo
particular ni cultural, sea dios, héroe o caudillo, sino a la generosidad de un
colectivo que quiere vivir con dignidad. Si un criminal está protegido por el
mismo derecho que ha conculcado, no es porque nadie se lo deba, sino por la
generosidad de los que permanecen en la esfera de la ética, es decir, que están
dispuestos a afirmar y a defender la dignidad de todo miembro del homo
sapiens, aunque salgan perjudicados por ello.
Los derechos sobre los que yo deseo
y quiero descansar con dignidad son un anhelo privado y particular; pueden
alcanzar lo étnico, pero como necesito el reconocimiento activo de la
colectividad (mundial) no me es permitido aislarme en mis particularidades. Los
derechos me impulsan a vivir fuera de mí. Tengo que contar con los demás para
poder gozar de mis derechos. El estado de sociedad no es una adquisición
otorgada, sino proyectada con ayuda de los demás. Porque todo derecho es un
proyecto común, como el lenguaje y las costumbres, se precisa ir convirtiendo
las propiedades reales en posibilidades proyectadas, es decir, hacer de lo
natural adquirido un asunto de libertad moral como proyecto. En nuestro caso,
vivir la etnicidad como una proyección del estado de sociedad o lo que somos
cambiarlo a como deseamos y debemos ser. El estado de sociedad se encuentra en
cada ocasión que elijo un nivel de aspiración, porque entonces marco la órbita
de referencia como un proyecto de realidad. Si aspiro a que la vida humana sea
un valor intrínseco, mi órbita de referencia es: estoy dispuesto a defenderlo.
No todas las tradiciones morales (étnicas) definen la dignidad, como la
posesión de derechos; ello las priva de universalidad, y sobre todo de urgencia
práctica. Significa que la referencia al otro como extranjero, es insuficiente
como lugar de la imparcialidad.
Donde hay un impulso de convergencia
entre etnicidad y estado de sociedad es
en la tribu occidental, que inventó la etnología moderna (Levi-Strauss, 72) o
la capacidad de extrañarse ante las otras culturas. Lo que no quiere decir que
lo ha logrado del todo, que no ha tenido y tiene dificultades para ver y
aceptar al otro, y que ya haya llegado al mejor de los mundos. Creemos que
apenas está husmeando el proyecto de sociedad; lo cual implica que apenas comienza
a tener la pretensión de querer pensar la sociedad como estado de lo humano,
esto es, como recurso punta que garantice la vida del hombre sobre la tierra.
Las diásporas interior y frontera son prácticas de reconocimiento del otro,
necesitadas del marco de un proyecto mancomunado, tal como comienza a
proponerse en 1948 con la fundación de la Organización de las
Naciones Unidas (ONU).
Que no se trata de un espejismo, ni
de una alienación mística, sino de un desafío que tiene por delante la especie
humana, podemos observarlo en la vislumbre que en el siglo XII propone el monje
Hugo de San Víctor. Formuló la siguiente valoración de la etnicidad en diáspora
universal, lo que constituye una condición del proyecto social:
“El hombre que encuentra dulce su patria es
todavía un tierno principiante, aquél para quién cualquier tierra se le hace
nativa como la suya es ya fuerte, pero es perfecto aquél para quién todo el
mundo es como una tierra extranjera”(citado en Zulaika, 194)
1. Nada más placentero (por no decir narcisista) que
emocionarse con la patria de uno. Un exceso de placer puede no permitir crecer
y aún producir una regresión en el individuo. Lo peor es que esta actitud de
arraigo contiene en sí un fundamentalismo, “un miedo de que otra evidencia pueda
resquebrajar la seguridad blindada que [el individuo] precisa para sobrevivir”
(Marina, 2004b, 119). El fundamentalista emigrado origina una diáspora con
escasa significación societaria.
2.
Si bien la salida a tierra extraña y considerarla como propia, es un gran paso
adelante, sin embargo todavía queda mucho por recorrer. En su largo recorrido
puede caer en el ilusionismo. Esta postura que pretenden adoptar algunos
antropólogos en su trabajo es criticada como una ilusión etnológica (Bueno,
1987). Para el monje Hugo de San Víctor esta postura pudo obedecer a un
ejercicio ascético asociado más a la postura teológica de la comunión con el
prójimo (la proximidad) que a la postura etnológica de la comunión con el otro
como extraño (la distancia) (Hurtado, 2005b). En el fenómeno de la emigración,
el tiempo, se dice, acorta las distancias sociales y el emigrante termina por
sentir lo extraño como propio. Es el tiempo del surrealismo modernista y el
post-modernismo en las antropologías de Clifford (2001) y Zulaika (1996). En el
intercambio como proceso fuerte (atreverse a emigrar a país extraño) se puede
recalar en la tentación estética del surrealismo mediante un proceso de
aculturación (Zulaika, 225). El hombre cosmopolita se encuentra en esta
situación, suele hacer banal la diáspora de fronteras porque adopta comulgar
con una ciudadanía universal sin particularidades, lo que es paralelo a la
tesis de la homogénea aldea global de McLuhan.
3. El horizonte es más
allá, en la tierra prometida del hombre plenamente social. La promesa tiene una
presencia simbólica, está por verse en su distancia. Es extranjera por
definición como el tiempo futuro, como todo proyecto, presagio o vaticinio. Si
se quiere ir más allá de la patria chica y remontar fronteras de sistemas sociales
nacionales, de políticas de estado, de los tropiezos del mercado, de contratos
o negociaciones, es necesario convertirse en posibilidad, en sujeto de
proyecto, de estado de sociedad. Para alcanzar este estado de subjetividad no
hay más remedio que ir por delante del sí mismo, dibujando un proceso de
superación personal que demanda la colaboración de los demás. A radice,
como propone San Víctor, los demás, el otro es (un) extranjero. El mundo no es
tierra con dueño, ni tierra de nadie para decir de todos (de lo mío a lo de
nadie -como tierra comunal-, dirá Devillard, 1993), sino que esencialmente es
una tierra sin cuajo, sin entraña, pertenece a la im-propiedad. En la ideología
narcisista, contraria al orden social, el extranjero es concebido como el alienado,
el forastero inauténtico u hostil, tal como ocurre en las etnologías
premodernas. En cambio, la etnología moderna, la del proyecto de sociedad, me
dice que el otro, el extranjero, diferente a mí es el que me autentica, en la
medida en que me hace salir fuera de mí; no es un mero juego de centrífuga
retórica o estética, sino que al salirme de mi centro adquiero la capacidad de
proyectar que me la otorga el otro como campo de mis posibilidades.
Ya no se trata sólo de asumir lo extraño como propio, como
acontece al hombre cosmopolita, sino de que todo el mundo, incluyendo lo propio
sea permanentemente extraño, extranjero: desde salir fuera de sí hasta que lo
nativo en la propia patria se viva como diáspora. Una etnicidad diaspórica
representa un símbolo radical de la práctica de extranjería, y por lo tanto una
clave infraestructural del proyecto de sociedad. Manteniendo en vuelo dicha
clave, los sujetos a la diáspora son testigos garantes, muchas
veces mudos, de que la universalidad del proyecto se prosiga hasta alcanzarse
en sus extra-límites donde se ubican ellos por su situación étnica ¿Se abre la
vía de la experiencia diaspórica como aprendizaje societario en el mundo de
hoy? Vamos a observarlo en la emigración actual de los venezolanos.
(La bibliografía
se recoge en las tercera parte o apartado C.)
CAFÉ CON LECHE: Simposio sobre Cultura, Migración e
Identidad. Goethe INSTITUT,
Caracas, 2005, 114-116.
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