LO QUE HE VISTO
Yo no sé muchas
cosas, es verdad.
Digo tan solo lo que
he visto.
Y he visto
Que la cuna del
hombre
la mecen con cuentos.
Que los gritos de
angustia del hombre
los ahogan con
cuentos.
Que el llanto del
hombre
lo ahogan con cuentos.
Que los huesos del
hombre
los entierran con
cuentos.
Y que el miedo del
hombre
ha inventado todos
los cuentos.
Yo no sé muchas
cosas, es verdad.
Pero me han dormido
con todos los cuentos.
Y sé todos los
cuentos.
León Felipe
En AGUAVIVA: Las Piedras Rodantes. CADA VEZ MÁS CERCA
Acción Referencia:
AC-1-L. P.
Madrid, 1972 (disco: happenig musical)
POBRES PERO FELICES
Contenido
A. Matrisocialidad, Desdén y Estructura Social Recolectora.
B. Desidia de la Realidad y Pobreza Feliz Autocumplida.
Hay sociedades que viven de la realidad, otras del placer.
Las primeras decantan los cuentos de su historia, y aceptan sólo los cuentos que
se les relata con verdad. Así viven con cuidado su historia. Las segundas
hinchan su fantasía con relatos de falsas megalomanías que a su vez les producen
depresiones colectivas y complejos de inferioridad. Pero les gusta saborear sus
cuentos a costa de su verdad, y así llenan su historia con héroes y sus grandes
obras, con caudillos y grandes batallas, para compensarse con un complejo de
superioridad diseñado en el aire, como su yo ideal.
Los pueblos no dejan de contarse sus historias ¿Cómo se
cuentan a sí mismos sus propios cuentos? O los controlan para lanzarse con
verdad a su realidad histórica o se dejan sumergir por ellos en su soñar
despierto dejándose arrastrar por la desidia o el abandono de su madurez
histórica. A estas sociedades del placer les encanta que les cuenten su
historia como cuentos de entrega, y así acuden a sus historiadores. Éstos
intelectuales acuden presurosos a hacerlo con el afán de que la historia es la
única fuente de explicación a las crisis del pueblo (Briceño Iragorri, 1972,
-1950- ). Sin embargo más allá de la historia, está la realidad del mito, el antropológico,
la auténtica realidad profunda, donde se producen los sentidos de la verdadera
situación del pueblo, mito que estudia la ciencia de la antropología.
En esta conferencia, el mito general del “pobre feliz” se va
a explicar por el mito de la “matrisocialidad”. Éste asienta, en lo profundo
vital, cómo el venezolano se encuentra con la realidad de un modo impreciso. Ello
le lleva a vivirla con desidia y, compensatoriamente, llena de placer feliz. Esto
supone que nuestro análisis conceptual no se limita a un régimen político, ni a
un sector de clase. El análisis es referido aquí a toda la realidad social y
antropológica de Venezuela, aún en la realidad histórica que venimos haciendo.
Entre la “abundancia primitiva” de la “economía de la edad de
piedra”(Sahlins, 1972) y la abundancia capitalista de la sociedad del consumo
de masas (Touraine, 1992), existen las situaciones del “pobre indigente” y del
“rico miserable”, aquéllos que no saben del control o dominio ya de la
“escasez”, ya de la “abundancia” de bienes, pues, por carencia, vergüenza o
tacañería, de diversas formas los deterioran, los emplean mal, los apartan del
intercambio, los pierden o los echan a perder, los “malgastan”. Esto es, la
praxis económica se encuentra transcendida por la actuación de un principio
moral de tipo cultural que puede afectar no sólo un tipo o sector social, sino
también toda una colectividad dividida entre “el derroche y la indigencia” (Rivero,
1994). La indolencia frente a la “abundancia” demarca otra “topía”, donde la
“felicidad” se dará en una situación de pobreza. Hay un problema del saber
hacer economía, por no conocer de escasez o, de su antónima, de no conocer la abundancia.
La alternativa
de aplicar la clave cultural a un fenómeno que se encuentra localizado
normalmente en la estructura social asociado a una praxis económica, induce un
conocimiento nuevo no esperado en una audiencia economicista. A dicha praxis
económica le subyace la idea de un interés utilitario, es decir, la de un
beneficio material ventajoso, que se supone conduce la acción productiva. Aquí
vamos a construir la razón cultural del dato económico de la pobreza en
Venezuela, esto es, una cuestión universal particularizada. Porque la “pobreza”
nunca es solamente un dato económico, también es, con toda su autonomía, un
dato cultural: puede atribuírsele una clave simbólica que le dé sentido pleno a
su acción económica (Cf. Sahlins, 1997). Este carácter simbólico muestra que la
“pobreza” es portada, creada y manipulada por sujetos cuya interioridad es
configurada por “una” cultura tal que sus resortes simbólicos productivos los
conduzcan y los mantengan en situación de pobreza económica. La “idea de
pobreza” (consciente o inconsciente) se incorpora a la “realidad de pobreza” y
define a ésta como tal.
A. Matrisocialidad, Desdén y Estructura Social Recolectora
Frente a la realidad, el hombre genera un miedo
inercial (Zambrano, 1988; Devereux, 1989a). Como reacción, las culturas
orientales rechazan la realidad material y se recluyen en la mística procurando
un conocimiento interior, divinal. La cultura occidental acepta la realidad y
trata de transformarla mediante la razón instrumental, técnica. Finalmente,
otras culturas narcisistas, como la venezolana, asumen un desdén frente a la
realidad, el cual las priva de trabajarla para obtener ventajas de sus
beneficios. Si no se valoran, las cosas se deterioran: es el consumo sin
producción. Este desdén cultural tiende a coexistir con estructuras sociales
con carácter distribucionista recolector, y con el predominio de las
significaciones emocionales. Esta especie cultural, existente en Venezuela,
nosotros venimos calificándola como matrisocial (Hurtado, 1995b; 1998).
La matrisocialidad conceptúa un modelo cultural
general, organizado a partir de la estructura psicodinámica de la familia en la
que la figura materna contiene la clave significativa, de tal manera que ésta
orienta también los asuntos sociales. El eje estructural está diseñado por las
relaciones interaccionales de la madre y el niño, donde éste se piensa siempre
pequeño y consentido, a partir de la compulsión fundamental de que la madre no
puede perder a su hijo. La sociedad no es una familia; pero en Venezuela la sociedad
surge con los valores de una familia constituida no sobre la alianza
matrimonial, sino sobre la congregación de todos sus hijos (varones) en torno a todas las madres
(mujeres) del grupo consanguíneo (parentesco) (Cf. Hurtado, 1998; 1999a). Este
modo de elaborar las relaciones familiares y sociales afectará de un modo
específico la relación económica.
La matrisocialidad apunta a un problema cultural, y no
a una problemática social, como la pobreza. Tampoco es una cuestión que tenga
que ver con la “cultura de los pobres” como un grupo social aparte. La
matrisocialidad no pertenece exclusivamente a los “pobres”, pues no se
encuentra respondiendo al problema del subempleo, sino a la especificación de
la estructura social como un todo. El problema comienza en el mito de la
sobreprotección materna, que no es otro que el mimo por exceso de madre
(Palacios, 2000). La sobreprotección impide al niño confrontarse a la realidad;
lo cual origina una relación confusa con la realidad, cuyo resultado es considerarla como una cosa que no tiene,
ni es digna de valor. La cultura de la pobreza en Venezuela pasa por este
desdén y abandono matrisocial de la realidad, cuyo principio explicativo se
organiza en el concepto del complejo matrisocial. Este complejo no deja ver bien la realidad,
por lo que decirla o nombrarla no quiere indicar que se va a hacerla o
transformarla. Si el mito de la sobreprotección materna apunta a que se
transforme, no transciende los límites de una operación mágica. La pobreza en
Venezuela tiene que ver con este
complejo matrisocial que no nos deja ver bien las relaciones entre el decir y
el hacer, entre la idea y la realidad, de suerte que no permite organizar la
realidad de forma tal que, mediante el trabajo, el colectivo alcance una
capacidad económica consistente.
En el centro del problema de la cultura matrisocial se
encuentra el desdén como un dispositivo de trabajo negativo de la realidad
(negativismo social). Comporta un sentido de lo real que puede imaginarse como
un abismo de la cultura, de forma que al portador de la cultura matrisocial y
su complejo se le dificulta tematizar y seguir hasta el final el problema que
le plantea su propia cultura, lo cual hace pensarlo como un “abismo agrafable”,
para interpretar esta imagen que nos ofrece Briceño Guerrero (1994, 309)
terminando su reflexión filosófica sobre los tres discursos que, como
minotauros míticos, se encuentran en pugna en cada venezolano.
Solo después de un esfuerzo totémico/emblemático “en
la lucidez del combate cuerpo a cuerpo” para entrar en “comunión integral” como
amigos o enemigos (Briceño Guerrero, 309), es que se puede acceder a observar,
para el conocimiento, uno de los rasgos del “abismo agrafable” de Venezuela, el
de “sociedad pobre”. Este concepto (antropológico) sintetiza la idea de la
perífrasis “la sociedad cuya cultura es cultura de la pobreza”. Aunque el
desempleo es alto (oscila entre 15,3% y 21%), según diversas fuentes, indicando
el empobrecimiento, el subempleo o
economía informal, que compite y supera al empleo llegando al 52,6% (PROVEA,
2000), sin embargo, es la “cultura del abandono”, a partir del desdén
matrisocial, lo que revela a Venezuela como una “sociedad pobre”.
La “sociedad pobre” es un concepto operatorio para
explicar la relación de cultura y desarrollo social, con motivo del problema de
la pobreza en Venezuela. Dicho concepto representa un quicial sobre el que
deben descansar los análisis científicos y las intervenciones de las políticas.
Por falta de tal concepto operatorio, economistas y sociólogos caen
permanentemente en aserciones de medio alcance que conducen a medias verdades y
a soluciones incompletas por lo que se refiere a la pobreza en sociedades como
la de Venezuela y otras más de América Latina.
Queramos o no, sobre cómo los pueblos ‘idean’ su
realidad económica reposa su principio de hacerla en realidad. De ahí la
relación estrecha entre cultura y economía.El carácter eminentemente práctico
de las relaciones económicas supone, no sólo el diferimiento, sino la renuncia
parcial al disfrute de la realidad: la energía del esfuerzo, las semillas, los gastos de
inversión, la reificación de los productos. Hay que ‘perder’ en el corto plazo,
para desarrollarse o ‘ganar’ en el largo plazo. La cultura proporciona la
necesaria reacción frente a las pérdidas, con cuya superación se construye la
estructura social. En efecto, la cultura elabora mitos, que son la forma
mediante la cual las sociedades otorgan el “sentido” necesario a sus quehaceres
prácticos. Cada sociedad reacciona diversamente, fabrica sus propios mitos.
Ahora bien, el que cada sociedad elabore sus mitos, y por medio de ellos su
relación a la realidad, no dice si los mitos son cónsonos con prácticas
industriales y comerciales. Una cultura del desdén, narcisista donde no hay
dispositivo para contar con las ‘pérdidas’, está expuesta, más que otras, a ser
infectada por fuertes impurezas ideológicas, que pueden hacer que los mitos
funcionen en falso en contexto de economía capitalista, por ejemplo. Al no
admitir las ‘pérdidas’ a corto plazo, la cultura elimina las condiciones para
‘ganar’ a largo plazo.
Cuando se piensa en Venezuela como país rico se
produce una reacción de sentido que desmiente de antemano cualquier
consideración sobre la conveniencia de “crear riqueza”, sino que prepara consideraciones
sobre cómo disfrutar de ella. La reacción conduce a decir que somos un país
rico, lo cual expresa “la mayor mentira de Venezuela” (Ugalde, 1993, 305), pues
producimos de un modo permanente
pobreza, porque partimos de un falso mito originado para tapar nuestro
desdén por la realidad (económica).
¿Cómo se construye este falso mito, y dónde se
encuentra otro, verdadero?
La reacción en
falso comienza en la “idea” del decir. ¿Quién dirá que Venezuela no
es un país rico lo mismo que Argentina? Si ésta tiene granos,
Venezuela tiene petróleo. En ambos sitios “la gente es rica, no tiene concepto
de escasez” (Belohlavek, 1998), aunque siempre la base social es pobre, más en
Venezuela. A Belohlavek le interesa ver hacia dónde apunta el “concepto de
mundo” (cultura), para ver dónde encajan los conceptos de trabajo y de negocio.
Este experto del FMI y el BM, expresa una voz como del inconsciente colectivo,
coincidencia del afuera superficial (Cuando decimos Venezuela es un país con
abundantes materias primas) y del adentro del país, en su yo ideal (Nos dicen
que somos un país rico y eso nos hace sentir grandes). Esta voz aunque admite
la situación y la conducta de pobreza, las pone de lado en espera de que el
orden de la abundancia (según el experto) o el orden mesiánico (según la
matrisocialidad) cambien las desdichas presentes para una felicidad que se
ofrezca por sí sola.
La reacción mítica en falso continua construyéndose,
con la “idea” de que el enclave petrolero derrame el líquido que siembre los
campos venezolanos, y éstos produzcan permanentemente los frutos abundantes. Se
obvia la idea del trabajo, como en el “síndrome de los mangos bajitos” (Guerrero,
2000), es decir, la práctica de cosechar sin trabajar, como también el del ‘está barato dame dos’ que
Guerrero lo aplica a la venta de la empresa de la Electricidad de
Caracas; como resultado se obtiene un país sin trabajo y un país barato. Es
maravilloso escuchar en comportamientos de calle, en medio de la gran crisis
por la que transita el país ya por más de tres décadas, que todavía se puede
comer en el país (afuera no se podría), pese al bajo poder económico de la
población: somos pobres pero aún podemos sentirnos como ricos. La idea del
trabajo tampoco aparece en el discurso del Presidente de la República, como en aquel
en que, para motivar a la gente para que regrese al interior del país, pinta la
felicidad de vivir en una casita junto a un río encantador y pasar el tiempo
bajo una mata de naranjas rojas.
Para observar e interpretar la reacción cultural a la
no aceptación de las pérdidas de lo real, vamos a mostrar las vicisitudes del
actor social en el proceso productivo (recolector) y en la distribución
(recíproca).
Como hemos comprobado (Hurtado 1999c; 2000), la
dinámica recolectora se encuentra incorporada a la acumulación capitalista en
una sociedad dependiente (Touraine, 1978) como es la venezolana; no tanto es el
rentismo adherido a la explotación petrolera, sino la mente recolectora, que se
manifiesta en la “cultura del peaje”, uno de cuyos modelos es el ‘fifty-fifty’.
El peaje implica un “aprovecharse’ del productor. En entrevista con C. Croes
(Televen, 3/12/2000), la diputada de oposición Liliana Hernández que aconseja
al gobierno que deje invertir al capital extranjero “y no ir a ver cuanto les
quitamos”, indica el fenómeno recolector perdurable en el país, esta vez
apuntando al actor oficial. Según Luis Ugueto el pais se divide entre ricos y
pobres, es decir entre los que lograron aprovecharse del país y los que no lo
lograron (Ugueto, 1994).
La recolección
persiste cuando se trata de mantener la preferencia de la producción para las
necesidades, frente a la producción para la ganancia (Rivera, 2000). Los
críticos como Aquiles Esté, piensan que la idea de que “es más importante
distribuir la riqueza que producirla” funciona como un virus que diezma el país
(Muñoz, 1999). Debajo de las formas capitalistas, corre un sentido subterráneo
que constituye un molde duro en el que se cualifica la producción de bienes
materiales en el país. Lo de “subterráneo” es una metáfora para indicar que se
trata de un molde en el que fluye la vida diaria, tan sólo evidente cuando se
da la ocasión, o el esfuerzo, de una observación a distancia. En este sentido,
relatamos a continuación unas observaciones sobre cómo ven los empresarios
colombianos y norteamericanos a sus colegas empresarios venezolanos, a finales
de los años 90.
En la negociación
el venezolano pretende recolectar el todo o nada, pues según los colombianos,
“los venezolanos piensan que negociar es resolver un conflicto” donde una de
las partes se sacrificará dentro de la lucha o regateo. Al no pensar la
negociación como intercambio de intereses para obtener unos beneficios comunes,
los venezolanos se han acostumbrado a un alto margen de utilidades, es decir,
tratan de sacar el máximo. Se trata de suavizar tal “agresividad” generando
condiciones de conducta informal, de entrar en relaciones de comensalidad, de
ofrecimiento de promesas, que tratan de personalizar y exagerar el negocio, al
mismo tiempo que desviarlo para no enfrentarse directamente con el ‘conflicto’.
Así no logra centrarse en el negocio que se hace en medio de un “éxtasis
festivo” de la invitación a comer y echarse los tragos, y por lo mismo frecuentemente incumple las promesas verbales
al no coincidir con los hechos (Ogliastri, 1997).
Más allá, los empresarios de Estados Unidos afinan el
carácter festivo del empresario recolector. Resumidamente, para éste el tiempo
no cuenta a la hora de tomar decisiones, muestra poca voluntad cuando se trata
de seguir canales normativos, y vaca mucho no sólo en las muchas temporadas de
vacaciones existentes en el país cuyo tiempo a su vez amplía, sino también en
los fines de semana que alarga del mismo modo (Cámara Venezolana-Americana,
s/f.). Casi fuera del tiempo y de las normas o disciplinas de trabajo, cuando
‘se mueve’ pretende obtener rápidamente las ganancias máximas. El talante
recolector y su atmósfera festiva y vacacional mantienen la conexión con los
objetivos de un “país feliz” que disfruta merced a que las responsabilidades
por el país las “abandona” en manos del estado, como una de sus cualidades
populistas.
Los retratos contienen una evocación, donde se intuyen
los mecanismos que vinculan y transforman los diferentes impulsos, sentimientos,
tactos y acciones, por lo que podemos observar a la mente recolectora
manifestarse en los siguientes rasgos:
-
La negociación opera como un
“juego de suma nula”. El conflicto se plantea en que las ganancias de unos son
pérdidas para otros.
-
La atmósfera festiva elimina
la mediación del tiempo en la negociación.
-
La agresividad del que recoge
sin haber sembrado, sea pillaje, invasión, estafa.
-
El incumplimiento de promesas
indica la falta de atención plena al negocio.
-
La indisciplina laboral expresa la
espera de abundante cosecha sin mucho trabajo.
-
El exceso vacacional implica
al trabajo como motivo contingencial.
En cómo procede un rasgo de otro, se muestra que toda
esa práctica económica obedece a una “cultura de recolectores”.
El facilismo de la especulación mercantil, como del
ventajismo de roscas y carteles, y el afán por beneficios desmedidos, son
facetas de subdesarrollo (Baum, 1991). Por eso el "somos un país
marginal”, que dice Saade en “Perspectivas Económicas 2001” (El Universal,
26/01/2001) no está en el 52% de clase marginal, ni en que dice que comporta al
país, esta supuesta clase o grupo; toda
la sociedad entra en la marginalidad, por cuanto esta resulta de la
desarticulación de la estructura social. Si bien los empresarios no son pobres, sin embargo su mente recolectora, les
hace a ellos también exponentes de la cultura marginal, demostrativa de una
especie de la “cultura de la pobreza” dentro del capitalismo.
Hemos seleccionado estas caracterizaciones de conducta
empresarial como clave para interpretar
la “cultura de pobreza” de toda la sociedad. A partir de aquí se puede observar
de un modo similar comportamientos en otros sectores sociales, en torno a una
“cultura del peaje” y a sus similares
“cultura del rebusque” y “matar tigres”. Piénsese en las maniobras de policías
y fiscales de tránsito; otras operan sin chantaje, como en el “trabajo
informal” que se desarrolla en los lugares de trabajo formal, o a costa del
trabajo formal, como venta de ropa, de fantasía, etc. No es una cultura del pluriempleo
(europea), sino de hacer o de ocuparse
en múltiples actividades más o menos simultáneas donde se mezclan el trabajo
formal y el informal, configurando un modo de recolección económica.
Se completa el círculo de la actividad recolectora con
el “síndrome del todero” (Misle, 1994), que se proyecta también en la política,
y hasta en la academia. El “todero” hace todo y de todo lo que se le ofrezca
sin tener experticia técnica en nada. Puede ser útil para enfrentar urgencias,
pero normalmente esta forma de trabajo implica que las cosas se hacen de un
modo tosco, a veces a medias, otras veces sin revisar, y hasta se las piensa
hasta la mitad, como dice Urbaneja Acheltpol (Cf. Hurtado, 2000). Si ya M.
Colomina (2001) tilda de “todero” al
actual equipo de gobierno (Cf. Urbaneja, 2001), la misma universidad no pasa
tampoco de realizar un trabajo de tipo recolector: se limita a satisfacer las
necesidades básicas del conocimiento, la docencia; la docencia es lo que
importa, graduar profesionales; la investigación, la actividad del conocimiento
para producir conocimiento, resulta un
añadido superfluo; si no se hace, ya haya recursos o sean insuficientes, no
pasa nada, la universidad como un corcho sigue a flote. En breve, el “todero”
demuestra una conducta totalmente ambigua: es ingenuamente atrevido y al mismo
tiempo retraído, dependiente; tiene que terminar rápido, o lo que es lo mismo,
se tarda hasta donde sea, pues el tiempo puntual en que vive no cuenta; siempre
le ronda el problema como un conflicto del que pretende escapar sin capacidad
cultural para salir de él.
B. Desidia de la Realidad y Pobreza Feliz Autocumplida.
La sociedad es pobre porque no tiene la idea de
trabajar sobre el trabajo, que es lo que da origen a la prosperidad de las
naciones, como se sabe desde A. Smith. Decir esto en ciertos grupos en
Venezuela es como nombrarles la familia (Cf. Briceño Guerrero, 1994). Lo
que gusta es que se hable de la
redistribución o reparto de ‘lo que haya’. Si nos apoyamos en la producción
(‘lo que no hay’), el país se hunde, pero de nuevo sale a flote como un corcho
a la hora de hablar de distribución de lo que se haya ‘recolectado’ (materias
primas). La metáfora es de Muller en El Universal, 10/06/2000: “Un país hecho
de corcho”. La política social debiera atenderse desde la producción, pero se
hace “una política social al revés que destruye lo poco que tan trabajosamente
van logrando las personas en situación de pobreza” (Sabino, 503).
¿Qué es lo que ocurre? Pues que las ideas sobre la
realidad reproducen el mito y también las connotaciones del trabajo recolector
especificado desde el modelo de la cultura matrisocial. Dicho modelo está
cifrado en el principio de reciprocidad, de suerte que ni la distribución del
Estado se piensa dentro de una sociedad con Estado (y sus impuestos), sino como
reparto de las dádivas del cacique o “príncipe” poderoso, base del mito
populista (Cf. Hurtado, 1999b). Este mito se ‘impone’ a las políticas como lo
hace la prescripción cultural, y después puede manejarse como ideología. El que
teniendo, no reparte, es un “pichirre” (tacaño); éste es uno de los personajes
peor vistos en Venezuela.
Polanyi (1957) pone en cuenta los diferentes tipos de
intercambio para el análisis: la reciprocidad, la redistribución y el mercado.
El intercambio de reciprocidad no tiene la lógica de un centro de poder (el
estado tributario), ni la lógica de la compraventa mercantil (libertad
económica), sino la lógica de obligaciones económicas entre los iguales cuyo
paradigma son las relaciones originadas en el parentesco; son relaciones que
configuran una estructura altamente prescriptiva (frente a electivas o libres).
Mauss (1971) es el primero que construye conceptualmente dicha estructura, y Levi-Strauss (1969) lo reconfirma
ampliándolo metodológicamente, lo que dará lugar a la escuela francesa del
estructuralismo: las obligaciones de dar, recibir y devolver, constituyen el
sistema de prestaciones y contraprestaciones de la convivencia social, en un
régimen donde se prodigan los dones o dádivas como relaciones de prestigio y
lealtad. La familia y demás grupos naturales permanecen como ámbitos normales
de la reciprocidad, mientras que en el sistema capitalista, el tipo de
populismo venezolano se proyecta como un ámbito ideológico de la cultura matrisocial,
como hemos estudiado (Hurtado, 1999b y 2000). Se aplica la razón o principio de
reciprocidad a los sistemas de la redistribución y del mercado, distorsionando
las relaciones sociales entre estado y pueblo, entre patrón y cliente. Los
significados de las relaciones sociales en Venezuela son proclives a generarse
y medirse en términos de reciprocidad: “Todo
debe ser gratis o barato”. Es el “derecho a la gratuidad”. Pero esta
“felicidad” termina produciendo los moldes de la “cultura de la pobreza”.
La figura de la
madre y la “economía materna” basada en las colaboraciones o dádivas de los
hijos, son clave para entender el funcionamiento de la ideología/cultura del
reparto. Más que el débil e inflado estado venezolano, la familia soporta el
orden social desprotegido. Si el grupo fuerte de la organización social es la
familia, entonces no debe extrañarnos que el “familismo” funcione
coherentemente, pues el mito produce y detecta el sentido de que todo se
“familia” como clave discriminatoria de lo social: “Con mi familia, con razón o
sin ella”, dice el dicho criollo. El que no tiene familia está “fregao” (no
tiene ningún soporte social). A este nivel de mito se observa que el reparto da
existencia, refuerza y consolida en el ritual la reciprocidad al grupo familiar,
matriz inicial de las solidaridades.
El problema surge cuando este tipo de familismo se
proyecta dentro de los asuntos propiamente sociales, que se entromete tan
sustancialmente en ellos que éstos dejan de funcionar con la lógica de la
sociedad, para hacerlo con la de la familia. Ello se debe a que la personalidad
etnotípica matrisocial no tiene ninguna fisura, ni presenta distintos niveles
lógicos de existencia y funcionamiento; no se ha “desencantado”, es una
personalidad social premoderna. No tiene los dispositivos de autonomía,
criticidad y responsabilidad ética para hacerse cargo de su propia realidad.
Por eso, la culpa de todo lo que le ocurre, malo o bueno, se encuentra en la
suerte o en el “otro” extraño, como en una operación mágica. Anteponer el
interés individual al del colectivo con el objetivo de no renunciar o ‘perder’
nada en el largo juego social, provoca ‘pérdidas’ para todos. Este proceso se
inserta en el negativismo social, originado en un edipo infantilizado y
narcisista como es el matrisocial venezolano (Hurtado, 1995b; 1998). Este
dispositivo antisocietario se encuentra produciendo desde el fondo mítico las
bases de la “sociedad pobre” venezolana.
El orden social posible y a sus intercambios, los
actores de cultura matrisocial lo piensan como un campo de competencias y
limitaciones; lo rehuyen, esto es, lo desconocen y lo niegan. Es más fácil o
placentero pensar el sistema social como el lugar donde se encuentran los
recursos a saquear; y pensar en el otro, imaginarlo, en vez de cooperador para
superarme, como en otro “vivo” que limita mis apropiaciones excesivas.
Esta mentalidad del recolector en tierra
de nadie, en contexto capitalista, caracteriza al otro como al pícaro, de
acuerdo a como es él. Dicha caracterización se idea específicamente dentro del
trabajo de la cultura. El edipo matrisocial muestra que esa acción de saqueo de
bienes que pertenecen al colectivo, no se disimula, sino que se hace con
descaro para demostrar la viveza; porque si más bien se hace con disimulo, se proyecta
que se es cobarde. Es un edipo que se parece más bien a algo pre-edípico, o que
participa de un proceso pre-edípico, por lo que no ha crecido, está
infantilizado (Hurtado, 1995b; 1998).
La estructura del descaro picaresco contiene la
impunidad y la irresponsabilidad para con la realidad. El colectivo venezolano
demanda la sanción al “otro”, pero no tiene la capacidad de aguantarla porque,
al sancionarlo, en seguida lo hace víctima; por tanto no hay propiamente
sanción. El colectivo prefiere consentir al otro, al potencial enemigo: le da
otro “chance”, otra oportunidad; a la larga, en vez de pedir cuentas y exigir
disciplina, los chances otorgados o consentimientos se tornan infinitos. El
pánico a la realidad, por haber sido sobreprotegido de ella (es el mito matrisocial), lleva a negarla; el
desdén no es un autocondicionamiento previo para enfrentar la realidad, sino
que es el resultado de verla a pesar de haberla negado; la realidad está
abandonada.
La economía, que parte de un principio de escaseces,
produce un conflicto interior en un actor caracterizado como recolector, en
cuya lógica funciona el sentido de la abundancia (un índice de la felicidad), y
que etnopsicoanalíticamente se enmarca en la abundancia del pecho bueno como
expresión paradigmática del principio de la reciprocidad. Ideológicamente se
acepta en las políticas, muy cónsonas con el mito matrisocial, que el
recolector (primitivo) y el niño de pecho son los modelos de la felicidad.
Desde el primitivo feliz en su selva como hombre natural, hasta el niño feliz
en su acto de succión mamaria, se han ideado utopismos de la felicidad. En esta
mítica utópica, es que se diseña la relación de felicidad y pobreza por
prédicas y discursos de todo tipo: políticos, económicos y hasta intelectuales
de la sociedad venezolana; pero también, se entrevee su crítica, principalmente
diseñada en las novelas y en las conversaciones de los novelistas como
intelectuales. Por ejemplo, en la
entrevista de Garmendia (2000). Esta visión del creador de ficciones permite al
antropólogo jerarquizar las claves interpretativas de la relación de pobreza y
felicidad; es la felicidad deseada como huida del principio de la realidad la
que interpreta el fenómeno de la “cultura de pobreza”, en Venezuela. Para
llegar a explicar este proceso de varias referencias, se tiene que desmontar el
mito de la cultura matrisocial venezolana, donde se observa el principio del
placer como originante de la felicidad en que ya vive desde su nacimiento el
portador de la cultura matrisocial; es un paraíso de felicidad, donde no cuenta
la medida del tiempo; éste no tiene valor, únicamente es válido su disfrute en
una vivencia intemporal del presente
inmediato; donde no cuentan los compromisos, ni las responsabilidades con la
realidad, ni menos las críticas a la misma con objeto de transformarla, ni el
trabajo ni la inversión para llegar a culminar proyectos de sociedad con éxito;
donde no cuentan los esfuerzos para disciplinarse subjetivamente y lograr mayor
capacidad de competencia, etc. La felicidad vivida como en un limbo de
realidad, permite explicar porqué el venezolano soporta la pobreza; ello está
lejos de ser, aunque hay investigadores que la definen como una realidad
surrealista, ni mucho menos, todo lo contrario, como estoica. Se parece más a
un autoengaño de la realidad que es lo que produce su pobreza, aunque lo que se
quiere es ser feliz, vivir a gusto. Al conflicto se le abandona de diferentes
formas; la más cómoda y muy acorde con el mito matrisocial, es crear confusión
en la realidad, el autoengaño por ejemplo. No se sabe bien la
cuantificación de los pobres en
Venezuela; alguien podría decir que los pobres son el 104% (Cf. España, 2000),
y decir que los pobres son ricos y lo que hace falta es liberar las riquezas de
los pobres (Lloyd, 2000; Fonseca, 2000), sin tener en cuenta la diferencia
entre racionalidad de la organización y racionalidad del hogar. La cultura de
la pobreza no es sólo un trayecto, sobre
todo es una estructura que incorpora los polos “del derroche a la indigencia”
del trayecto, por eso se puede pensar como el fondo de la “fábula venezolana”
(Rivero, 1994). Inspirándonos en el Lazarillo de Niewohner (1992) para el que
es preciso autoengañarse para vivir
feliz, se concluye que es necesario insertarse en la “cultura de la pobreza”
para poder ser feliz, a lo venezolano (Vera, 2001). Cualquier prédica que
apunte a la felicidad, sin el esfuerzo de conquistarla, cae muy bien en
Venezuela.
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