Recoged esta voz
Ésta es su obra, ésta:
Pasan, arrasan como torbellinos,
y son ante su cólera funesta
armas los horizontes y muertes los caminos. (…)
Será la tierra un denso corazón desolado,
si vosotros, naciones, hombres mundos,
con mi pueblo del todo
y vuestro pueblo encima del costado,
no quebráis los colmillos iracundos.
Miguel Hernández
Miguel Hernández
Miguel Hernández
Contenido
A. Más que un producto comunitario
B. Moral y ética en contraposición
C. La educación opresiva
D. Denegada moralmente aunque éticamente deseada.
E. Bibligrafía
Contenido parcial: C., D. y E.
C. La educación opresiva.
¿Qué pasa con la educación en Venezuela? En la clase de Fundamentos de
Etnología, donde explico a fondo el concepto de cultura en Antropología,
pregunto ¿a qué han venido a estudiar a la escuela de antropología: cultura o
educación? Los estudiantes se miran entre sí. Ya el titubeo los traiciona, pero
los coloco en él para iniciar la búsqueda. ¿Aquí somos amigos o somos alumnos? Claro,
alumnos. Pero no identifican que ello se refiere a la educación, porque la connotación
de amigos o pares como alumnos les hace visos, y suena a traición mutua no
reconocerse tales. ¿Qué hacemos aquí en el aula informarnos sobre la cultura
(fenómeno) o formarnos con la cultura (concepto)? Otras miradas mutuas que se
cruzan. Prosigo: El que quiera quedarse en la información puede dirigirse a un “cyber”,
y, a través de Internet, la tecnología puede ponerle al día sobre el fenómeno
de la cultura o las culturas, pero si quiere formarse, es decir, orientarse en
la vida, la punta de lanza es ingresar al sistema u orden de la educación. La
información, necesaria e imprescindible, no es más que un recurso para
construir la obra personal, no es más que el camino para llegar al sitio que es
lo que importa. Si no hay sitio a donde ir, o no sabes a donde ir, ¿para qué
quieres el camino? ¿Para andar el camino a lo tonto, como se dice en mi pueblo
de Castilla? Ello significa que el ideal o proyecto, indicador del sitio, es el
que produce la orientación, es decir, el que justifica que haya un camino, y si
no lo hay, lo inventamos: “se hace camino al andar”, como dice el poeta
Machado. La angustia y la depresión, las ansiedades y las inseguridades
comienzan cuando no hay referencia de orientación. Séneca, el filósofo estoico
de la Córdoba
hispanorromana ya decía “No hay viento favorable para aquél que no sabe adonde
va”.
He aquí la “inmoralidad de la educación” en nuestro país. No tiene orientación:
no sabe adonde va. Fundamentalmente no por culpa de la burocracia educativa,
tampoco por falta o por exceso de tecnologías educativas, de políticas
educativas, de recursos financieros para la educación. Podemos jugar con el
sistema u orden educativo haciendo un juicio de valor sentimental: la educación
se encuentra muy bien, menos mal, pésima. Vamos a suponer que como cualquier
otro sistema social (político, médico, democrático, judicial) se encuentra al
tope de su buen funcionamiento. Empero, siempre hay disfunciones, deterioros,
insatisfacciones, de cara al proyecto que en cada etapa, espacio, circunstancia
social demanda la lubricación del mismo. Aquí entran a jugar los sujetos, a los
que se suele olvidar a favor de acordarse siempre de lo instrumental (del
proyector, del video bean). En la
construcción de los sujetos, el criterio biológico es importante, pero
solucionadas las necesidades básicas de comida, sueño y vestido, nos quedan los
criterios psíquico y cultural. Como estamos considerando un problema colectivo,
a lo psíquico o individual lo recostamos del lado de lo etnocultural.
Si vamos a operar una cultura para ver cómo se dirige su moral hacia el
problema de la educación, sin embargo, las proposiciones de las miradas y los
juicios deben hacerse desde la ética, es decir, del lugar de producción de la
episteme o pensamiento de la sociedad. Se observan así dos tipos de culturas:
las culturas cerradas y las culturas abiertas (a lo social, que quiere decir, a
los intercambios), o lo que es lo mismo: culturas de la prisa, la violencia,
las inseguridades narcisísticas, el placer, y culturas de la pausa, la negociación,
atinentes a la norma, la seguridad y el pensamiento. Toda mi investigación de
hace 30 años sobre la etnicidad venezolana, es decir, sobre la genealogía de la
misma que dice relación a cómo se instalan los valores morales en Venezuela,
está llena de modelos conceptuales con el fin de medir significativamente la
explicación.
Comencé observando: 1) lo social afirmativo de acuerdo al segundo
principio de la etnografía: la inserción social del investigador (Cf. Hurtado,
2006); 2) persistió lo social afirmativo de acuerdo a la aplicación de la
crítica europea, una crítica originada en el pietismo francés: el buen salvaje,
crítica dirigida a su propia sociedad europea programada, pero que
retorcidamente aplicaba a la sociedad venezolana desprogramada; 3) pero al
encajar los criterios éticos en el trabajo de mis conceptos analíticos para su aplicación crítica a un colectivo
“incivil”, como A. Uslar Pietri (1992) califica a Venezuela, me fui percatando,
con herramienta etnopsiquiátrica (Devereux, 1973), del negativismo social en
Venezuela. Aunque en distinto plano, la “ciudad incivil” analítica del
intelectual Uslar puede darse la mano con la “ciudad insurgente” militante
según el supuesto populista del actual Alcalde Mayor de Caracas.
¿Iba a hacer del país mi paciente como lo hace el psicólogo Barroso (1991)?
No era mi interés porque lo que me animaba era el sentido de la acción social,
aunque uno puede caer en la tentación psicologista fácilmente. Pero sí
aprovechar la analogía psíquica para facilitarse la remontada hasta las fuentes
de cómo la construcción social en Venezuela es etnoculturalmente inmoral. Los
problemas que tiene el venezolano con la ley, con lo público, con el orden, con
el tiempo, con el trabajo, con la ciudad, lo suele tener con la educación. Si
miramos a estas problematizadas ventanas abiertas por y para los intercambios
sociales, vemos la permanente transgresión (a la ley), la tierra de nadie (en
el espacio público), el desorden mítico (en lo planificado), un tiempo paradisíaco
(en la historiografía cotidiana), cosechas donde no ha habido siembras (en la
economía capitalista), ciudades sin ciudadanos (en metrópolis modernas),
educandos sobre-etnicizados (en colegios y universidades).
La crítica del problema de la educación requiere una justificación de
corte conceptualmente refinado, debido a que los valores que deben ser
impartidos en la educación se cimbrean en la nebulosa de la etnocultura, que
permanentemente los inmoraliza. Se parece ello al problema de la relación entre
cultura e ideología, donde la realidad (cultural) se mezcla con la mentalidad
(ideológica). Los valores étnico-culturales, que glorifican el modo de ser de
la vivencia venezolana, chocan frontalmente con los valores éticos que debe
impartir la educación, de suerte que aquéllos emiten juicios de desaprobación
(inmoralidad) sobre éstos.
Esta situación llama la atención de los mejores intelectuales como
Briceño Iragorri, quién mete en este problema a la mismísima Universidad
Central. “Justamente un país como el nuestro, producto de una colonización
popular como la española, debió haber formado una minoría egregia, que, de acuerdo con el concepto de Ortega y
Gasset, contribuyese a que fuésemos una
nación suficientemente normal. La formación de esa minoría egregia no ha logrado posibilidad ni en nuestra misma
Universidad, mero centro de instrucción y de técnica, donde poco se han mirado
los verdaderos problemas de la cultura” (Briceño I., 49).
O como otro gran pensador venezolano, Briceño Guerrero, que muestra el malestar
que causa la llegada de la educación a Venezuela sentida como un castigo. La
impresionante página de “Tribulación del Europeo en América” dentro del
Discurso Salvaje raya en lo “agrafable” (Briceño G., 309): “Hay en estos
pueblos, en esta gente, una oposición soterrada al orden, a la disciplina, al
estudio, al trabajo, a la responsabilidad, a la puntualidad, a la verdad, a la
moral, a todo compromiso, una oposición ladina, infatigable, oportunista,
acechante, tramposa, como si el esfuerzo necesario para mantener la
civilización les resultara opresivo” (Briceño G., 222). Dicho esfuerzo tiene en
la educación su mejor lugar y representación, pero es sentido como opresivo,
cuando la educación es en sí misma liberadora de la selva.
Cuando hablamos del discurso salvaje no se trata de algo metafísico. Ya
el mismo Briceño Guerrero explicita su metodología al decir que los tres
minotauros hacen de metáfora para expresar el triple discurso con que se maneja
todo el colectivo venezolano. El análisis es ante todo discursivo y relacional,
buscando las imbricaciones contradictorias de los recursos discursivos y sus
tejidos semánticos en el manejo de las relaciones sociales y la etnocultura
(Toro, 2005).
El gran historiador Augusto Mijares, autor de Lo Afirmativo Venezolano,
deja caer una queja en forma de pregunta que no se atreve a seguirla en su
investigación, pero que nos trae otra revelación sobre esa autodestrucción
sentida como un deleite al interior del colectivo. En esa introducción se
pregunta antes de narrar las grandes obras de nuestros libertadores: “Pero lo
peor, repito, es que siempre aquella visión desolada fue recibida
colectivamente casi con morbosa delectación” (y se pregunta) “¿Cuál es el
profundo trauma psicológico al que deberíamos atribuir tanto pesimismo?”
(Mijares, 16).
Los antropólogos no respondemos con traumas porque no tratamos con
pacientes, sino con mitos y cuentos como lo hace previa y normalmente el
pueblo. El cuento de Tío Tigre y Tío Conejo retrata a cabalidad el mito
venezolano y responde en términos émicos, retratando a cabalidad ese discurso
inquietante que detecta la interpretación de los intelectuales. El tipo del
“vivo” (pícaro) y el mandón (cacique) muestran el contenido de los dos
personajes ficcionados de animales en el cuento. El mandón (tigre) sería un
mero parapeto sin maña alguna, si también no tuviera mucho de pícaro (conejo):
y lo utiliza como mecanismo de defensa precisamente contra las artimañas de tío
conejo. Así como tío conejo tiene también mucho de tío tigre. En el cuento se
asiste a una permanente estrategia de mutuo engaño, dando lugar a una
agresividad de lamento complacido (Cf. Briceño G., 9). Se acepta la
supeditación pero para aprovecharse de los beneficios que se pueden obtener de
ella, quedando a distancia el desarrollo de la actividad creadora, al estar corroída
por la picaresca. Etnopsiquiátricamente, nosotros hemos desgranado el análisis
de este indicador en dos de nuestras obras (Hurtado 1995, 191 ss; 2000,
175-179).
En breve, el análisis de los discursos minotáuricos de Briceño, así como
el análisis del cuento de los Tíos no pueden ser de carácter metafísico, como
suelen hacerlo los detentadores del poder político establecido hoy en el país,
al pegar los que son discursos (Minotauros) y personificaciones (Tíos) con
grupos sociales: así dicen que el discurso salvaje identifica a los indios y
negros, y el discurso mantuano a los blancos y mestizos clareados; deben ser
análisis transversalmente relacionales, pues los tres discurso y las dos
personificaciones se extienden y atraviesan a toda la estructura social, y
tienen lugar en que cada individuo los contiene en su inconsciente, y lo
muestra al entenderlos y manejarlos, de modo que nadie, en absoluto, es un “outsider”
etnocultural.
D. Denegada moralmente aunque éticamente
deseada.
La prueba extrema de la inmoralidad de la educación en Venezuela la
ofrecen los marcos de los desórdenes étnicos. Se puede entonces observar cómo los
juicios de valor que se desprenden de los valores morales, originados en los
desórdenes étnicos, califican de inmorales a los valores éticos que deben impulsarse
en la educación. La polarización de los dos universos valorativos se muestra al
describir los desórdenes étnicos que en Hurtado (1995, 209-213) los hemos
definido tomando en cuenta su expresión simbólico-moral de la siguiente forma
resumida:
1.
Reside en la etnocultura venezolana un epicriticismo
narcisista de obstinación esquizofrénica.
2.
La vivencia del tiempo no tiene pasado, ni futuro, pero
siempre se encuentra en permanentemente movimiento de zozobra en un eterno
presente.
3.
La negación a crecer en responsabilidad, que conduce a
una no aceptación del castigo por falta de capacidad para aguantarlo. Así la
impunidad no tiene fronteras o límites.
4.
La dificultad de reconocer al otro como imprescindible
para llevar a cabo mi proyecto y el de todos. Al no reconocer al otro el
individuo está orientado a atropellarlo, a abusar de él y/o aprovecharlo.
5.
La no elaboración de las confianzas, pues se pasa de
una desconfianza radical a una confianza excesiva, la del “confiao” y la del
confianzudo.
6.
Los indicadores de la complicidad y la picardía rompen
el sistema de las reciprocidades y los compromisos, lo que genera un desorden siempre
inconcluso de carácter anarcoide.
7.
Un comportamiento caprichoso o aversivo, generado en el
sobre-consentimiento maternal, niega todo tipo de responsabilidad y de crítica
individual. Si se hace crítica, aún constructiva, se asume como agresividad
personalizada.
8.
La transgresión de la norma no significa una simple
anomia. Pues la norma existe para ser quebrantada, es lo mismo que la ley es
para aplicarla a los enemigos o contrarios. El desorden étnico como conducta
incorrecta radica en una profunda fruición: se disfruta rompiendo la norma.
Ello es origen de una auto-destructividad permanente del yo y de sus obras.
9.
Hay una desorientación social vinculada con una
incomprensión del mundo exterior, que impide la construcción de éste, como
orden esencial de la convivencia social.
La aplicación a un análisis de las relaciones escolares nos proporciona
que la
maestra al ser
consentidora, se comporta como una madre y no como una figura social, y el
alumno no madura como figura social, al ser tratado como un consentido. En la
relación escolar el proyecto ético queda clausurado, por que la etnocultura no
lo decanta, ya que las figuras de la relación se muestran como
sobre-etnicizadas (Hurtado, 2000, 199-208).
Si los desórdenes étnicos señalan dificultades en llevar a cabo una
convivencia
social en
sentido complejo: respetos, compromisos, responsabilidades, cumplimiento de
normas y costumbres, génesis de reivindicaciones… dichos desórdenes pueden
verse bien en la perspectiva de ser formulados como desórdenes típicos (de la
estructura social), desde el desafío de la objetividad de la ética que
representa el proyecto de sociedad. Es en la referencia a la ética que se observa
cómo la etnocultura matrisocial, así caracterizamos a la etnocultura
venezolana, no acepta la lógica del orden de la educación, aunque la población
socialmente admita y se esfuerce en ingresar al sistema formal de la
“educación” (la obtención del título) con el fin de lograr el posible ascenso
social.
¿Cómo desactivar la inmoralidad que acecha continuamente a la educación
venezolana, es decir, cómo poner a jugar de nuevo nuestra etnocultura si no
superamos los desórdenes étnicos (de Tío Conejo y Tío Tigre) con que vamos a la
escuela y a la universidad, si los valores morales de estos desórdenes étnicos
niegan permanentemente los valores de la educación como proyecto ético? Con
ocasión de las crisis económicas y políticas, el colectivo venezolano algún día
reivindicará la búsqueda de los valores éticos inscritos en la educación y
obligará a su etnocultura (matrisocial) a jugar de nuevo sus normas y
costumbres junto con nuevos significados. Entonces llegará el tiempo en que no
verá a la ética como incompatible, ni como “atravesada” (una entrometida)
siendo un obstáculo en su realización particular como etnocultura, antes al
contrario encontrará en ella una ayuda para refinar su semántica natural con
miras a servir para lo societal.
Más allá de la obstinación de la etnocultura venezolana con respecto a la
educación, el desafío ético persiste en el horizonte para denunciar los
inconvenientes que causa la etnocultura a la educación venezolana, así como
para anunciar las ventajas que ella aportaría si sus valores universales son
tomados en cuenta. Hay que asumir la radicalidad del proyecto educativo como
ético, y no rebajarlo como un proyecto técnico, tal como nos quiere llevar la
actual política torcidamente ideologizadora, pues lo técnico no tiene las
habilidades subjetivas para proporcionar las garantías a las relaciones
culturales, ni para inventar nuevos caminos a la sociedad. La insípida
ideología de lo técnico no puede eliminar el calor de una subjetividad
universal. Si de alguna manera la arrincona o la contamina emergerán las
angustias y las ansiedades, así como las falsas críticas contra el orden de la
educación. Porque el problema no se encuentra en el horizonte de la
universalidad ética, sino en la caverna de la particularidad moralista de la
etnocultura.
Las consecuencias de una población, aunque escolarizada pero no educada, nos
conducen a que no debe extrañarnos que permanentemente dicha población se
encuentre en los límites de una alta “deserción escolar”, aunque no educativa,
porque lo que es estimado es lo escolar no lo educativo. Este fenómeno se
observa mejor sobre todo en la clase baja que cada vez menos, con el deterioro
de lo societal, no alcanza a ver en la escolarización la vía a su futuro
ascenso social. Para no entrar a analizar ahora la vulnerabilidad, por falta de
juicios éticos como defensas, a que está expuesta toda la población ante las
voces de liderazgos sociales, espurios o engañosos.
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Conferencia dictada en la Asociación para la Promoción de la Investigación Universitaria, UCV. 29 de marzo de 2007. Publicada en AGENDA ACADÉMICA, Vicerrectorado Académico de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 2006, Vol. 13, NNº 1 y 2.
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