martes, 12 de junio de 2012

LA INMORALIDAD DE LA EDUCACIÓN EN LA ETNOCULTURA VENEZOLANA. EL DESAFÍO DE LA ÉTICA. PARTE 2.


Recoged esta voz

Ésta es su obra, ésta:
Pasan, arrasan como torbellinos,
y son ante su cólera funesta
armas los horizontes y muertes los caminos. (…)
Será la tierra un denso corazón desolado,
si vosotros, naciones, hombres mundos,
con mi pueblo del todo
y vuestro pueblo encima del costado,
no quebráis los colmillos iracundos.

Miguel Hernández


Miguel Hernández

Contenido
A. Más que un producto comunitario
B. Moral y ética en contraposición
C. La educación opresiva
D. Denegada moralmente aunque éticamente deseada.
 E. Bibligrafía

Contenido parcial: C., D. y E.

C.    La educación opresiva.

¿Qué pasa con la educación en Venezuela? En la clase de Fundamentos de Etnología, donde explico a fondo el concepto de cultura en Antropología, pregunto ¿a qué han venido a estudiar a la escuela de antropología: cultura o educación? Los estudiantes se miran entre sí. Ya el titubeo los traiciona, pero los coloco en él para iniciar la búsqueda. ¿Aquí somos amigos o somos alumnos? Claro, alumnos. Pero no identifican que ello se refiere a la educación, porque la connotación de amigos o pares como alumnos les hace visos, y suena a traición mutua no reconocerse tales. ¿Qué hacemos aquí en el aula informarnos sobre la cultura (fenómeno) o formarnos con la cultura (concepto)? Otras miradas mutuas que se cruzan. Prosigo: El que quiera quedarse en la información puede dirigirse a un “cyber”, y, a través de Internet, la tecnología puede ponerle al día sobre el fenómeno de la cultura o las culturas, pero si quiere formarse, es decir, orientarse en la vida, la punta de lanza es ingresar al sistema u orden de la educación. La información, necesaria e imprescindible, no es más que un recurso para construir la obra personal, no es más que el camino para llegar al sitio que es lo que importa. Si no hay sitio a donde ir, o no sabes a donde ir, ¿para qué quieres el camino? ¿Para andar el camino a lo tonto, como se dice en mi pueblo de Castilla? Ello significa que el ideal o proyecto, indicador del sitio, es el que produce la orientación, es decir, el que justifica que haya un camino, y si no lo hay, lo inventamos: “se hace camino al andar”, como dice el poeta Machado. La angustia y la depresión, las ansiedades y las inseguridades comienzan cuando no hay referencia de orientación. Séneca, el filósofo estoico de la Córdoba hispanorromana ya decía “No hay viento favorable para aquél que no sabe adonde va”.
He aquí la “inmoralidad de la educación” en nuestro país. No tiene orientación: no sabe adonde va. Fundamentalmente no por culpa de la burocracia educativa, tampoco por falta o por exceso de tecnologías educativas, de políticas educativas, de recursos financieros para la educación. Podemos jugar con el sistema u orden educativo haciendo un juicio de valor sentimental: la educación se encuentra muy bien, menos mal, pésima. Vamos a suponer que como cualquier otro sistema social (político, médico, democrático, judicial) se encuentra al tope de su buen funcionamiento. Empero, siempre hay disfunciones, deterioros, insatisfacciones, de cara al proyecto que en cada etapa, espacio, circunstancia social demanda la lubricación del mismo. Aquí entran a jugar los sujetos, a los que se suele olvidar a favor de acordarse siempre de lo instrumental (del proyector, del video bean). En la construcción de los sujetos, el criterio biológico es importante, pero solucionadas las necesidades básicas de comida, sueño y vestido, nos quedan los criterios psíquico y cultural. Como estamos considerando un problema colectivo, a lo psíquico o individual lo recostamos del lado de lo etnocultural.
Si vamos a operar una cultura para ver cómo se dirige su moral hacia el problema de la educación, sin embargo, las proposiciones de las miradas y los juicios deben hacerse desde la ética, es decir, del lugar de producción de la episteme o pensamiento de la sociedad. Se observan así dos tipos de culturas: las culturas cerradas y las culturas abiertas (a lo social, que quiere decir, a los intercambios), o lo que es lo mismo: culturas de la prisa, la violencia, las inseguridades narcisísticas, el placer, y culturas de la pausa, la negociación, atinentes a la norma, la seguridad y el pensamiento. Toda mi investigación de hace 30 años sobre la etnicidad venezolana, es decir, sobre la genealogía de la misma que dice relación a cómo se instalan los valores morales en Venezuela, está llena de modelos conceptuales con el fin de medir significativamente la explicación.
Comencé observando: 1) lo social afirmativo de acuerdo al segundo principio de la etnografía: la inserción social del investigador (Cf. Hurtado, 2006); 2) persistió lo social afirmativo de acuerdo a la aplicación de la crítica europea, una crítica originada en el pietismo francés: el buen salvaje, crítica dirigida a su propia sociedad europea programada, pero que retorcidamente aplicaba a la sociedad venezolana desprogramada; 3) pero al encajar los criterios éticos en el trabajo de mis conceptos analíticos  para su aplicación crítica a un colectivo “incivil”, como A. Uslar Pietri (1992) califica a Venezuela, me fui percatando, con herramienta etnopsiquiátrica (Devereux, 1973), del negativismo social en Venezuela. Aunque en distinto plano, la “ciudad incivil” analítica del intelectual Uslar puede darse la mano con la “ciudad insurgente” militante según el supuesto populista del actual Alcalde Mayor de Caracas.
¿Iba a hacer del país mi paciente como lo hace el psicólogo Barroso (1991)? No era mi interés porque lo que me animaba era el sentido de la acción social, aunque uno puede caer en la tentación psicologista fácilmente. Pero sí aprovechar la analogía psíquica para facilitarse la remontada hasta las fuentes de cómo la construcción social en Venezuela es etnoculturalmente inmoral. Los problemas que tiene el venezolano con la ley, con lo público, con el orden, con el tiempo, con el trabajo, con la ciudad, lo suele tener con la educación. Si miramos a estas problematizadas ventanas abiertas por y para los intercambios sociales, vemos la permanente transgresión (a la ley), la tierra de nadie (en el espacio público), el desorden mítico (en lo planificado), un tiempo paradisíaco (en la historiografía cotidiana), cosechas donde no ha habido siembras (en la economía capitalista), ciudades sin ciudadanos (en metrópolis modernas), educandos sobre-etnicizados (en colegios y universidades).
La crítica del problema de la educación requiere una justificación de corte conceptualmente refinado, debido a que los valores que deben ser impartidos en la educación se cimbrean en la nebulosa de la etnocultura, que permanentemente los inmoraliza. Se parece ello al problema de la relación entre cultura e ideología, donde la realidad (cultural) se mezcla con la mentalidad (ideológica). Los valores étnico-culturales, que glorifican el modo de ser de la vivencia venezolana, chocan frontalmente con los valores éticos que debe impartir la educación, de suerte que aquéllos emiten juicios de desaprobación (inmoralidad) sobre éstos.          
Esta situación llama la atención de los mejores intelectuales como Briceño Iragorri, quién mete en este problema a la mismísima Universidad Central. “Justamente un país como el nuestro, producto de una colonización popular como la española, debió haber formado una minoría egregia, que, de acuerdo con el concepto de Ortega y Gasset, contribuyese a que fuésemos una nación suficientemente normal. La formación de esa minoría egregia no ha logrado posibilidad ni en nuestra misma Universidad, mero centro de instrucción y de técnica, donde poco se han mirado los verdaderos problemas de la cultura” (Briceño I., 49).
O como otro gran pensador venezolano, Briceño Guerrero, que muestra el malestar que causa la llegada de la educación a Venezuela sentida como un castigo. La impresionante página de “Tribulación del Europeo en América” dentro del Discurso Salvaje raya en lo “agrafable” (Briceño G., 309): “Hay en estos pueblos, en esta gente, una oposición soterrada al orden, a la disciplina, al estudio, al trabajo, a la responsabilidad, a la puntualidad, a la verdad, a la moral, a todo compromiso, una oposición ladina, infatigable, oportunista, acechante, tramposa, como si el esfuerzo necesario para mantener la civilización les resultara opresivo” (Briceño G., 222). Dicho esfuerzo tiene en la educación su mejor lugar y representación, pero es sentido como opresivo, cuando la educación es en sí misma liberadora de la selva.
Cuando hablamos del discurso salvaje no se trata de algo metafísico. Ya el mismo Briceño Guerrero explicita su metodología al decir que los tres minotauros hacen de metáfora para expresar el triple discurso con que se maneja todo el colectivo venezolano. El análisis es ante todo discursivo y relacional, buscando las imbricaciones contradictorias de los recursos discursivos y sus tejidos semánticos en el manejo de las relaciones sociales y la etnocultura (Toro, 2005).  
El gran historiador Augusto Mijares, autor de Lo Afirmativo Venezolano, deja caer una queja en forma de pregunta que no se atreve a seguirla en su investigación, pero que nos trae otra revelación sobre esa autodestrucción sentida como un deleite al interior del colectivo. En esa introducción se pregunta antes de narrar las grandes obras de nuestros libertadores: “Pero lo peor, repito, es que siempre aquella visión desolada fue recibida colectivamente casi con morbosa delectación” (y se pregunta) “¿Cuál es el profundo trauma psicológico al que deberíamos atribuir tanto pesimismo?” (Mijares, 16).
Los antropólogos no respondemos con traumas porque no tratamos con pacientes, sino con mitos y cuentos como lo hace previa y normalmente el pueblo. El cuento de Tío Tigre y Tío Conejo retrata a cabalidad el mito venezolano y responde en términos émicos, retratando a cabalidad ese discurso inquietante que detecta la interpretación de los intelectuales. El tipo del “vivo” (pícaro) y el mandón (cacique) muestran el contenido de los dos personajes ficcionados de animales en el cuento. El mandón (tigre) sería un mero parapeto sin maña alguna, si también no tuviera mucho de pícaro (conejo): y lo utiliza como mecanismo de defensa precisamente contra las artimañas de tío conejo. Así como tío conejo tiene también mucho de tío tigre. En el cuento se asiste a una permanente estrategia de mutuo engaño, dando lugar a una agresividad de lamento complacido (Cf. Briceño G., 9). Se acepta la supeditación pero para aprovecharse de los beneficios que se pueden obtener de ella, quedando a distancia el desarrollo de la actividad creadora, al estar corroída por la picaresca. Etnopsiquiátricamente, nosotros hemos desgranado el análisis de este indicador en dos de nuestras obras (Hurtado 1995, 191 ss; 2000, 175-179).
En breve, el análisis de los discursos minotáuricos de Briceño, así como el análisis del cuento de los Tíos no pueden ser de carácter metafísico, como suelen hacerlo los detentadores del poder político establecido hoy en el país, al pegar los que son discursos (Minotauros) y personificaciones (Tíos) con grupos sociales: así dicen que el discurso salvaje identifica a los indios y negros, y el discurso mantuano a los blancos y mestizos clareados; deben ser análisis transversalmente relacionales, pues los tres discurso y las dos personificaciones se extienden y atraviesan a toda la estructura social, y tienen lugar en que cada individuo los contiene en su inconsciente, y lo muestra al entenderlos y manejarlos, de modo que nadie, en absoluto, es un “outsider” etnocultural.

D.    Denegada moralmente aunque éticamente deseada.

La prueba extrema de la inmoralidad de la educación en Venezuela la ofrecen los marcos de los desórdenes étnicos. Se puede entonces observar cómo los juicios de valor que se desprenden de los valores morales, originados en los desórdenes étnicos, califican de inmorales a los valores éticos que deben impulsarse en la educación. La polarización de los dos universos valorativos se muestra al describir los desórdenes étnicos que en Hurtado (1995, 209-213) los hemos definido tomando en cuenta su expresión simbólico-moral de la siguiente forma resumida:
1.                          Reside en la etnocultura venezolana un epicriticismo narcisista de obstinación esquizofrénica.
2.                          La vivencia del tiempo no tiene pasado, ni futuro, pero siempre se encuentra en permanentemente movimiento de zozobra en un eterno presente.
3.                          La negación a crecer en responsabilidad, que conduce a una no aceptación del castigo por falta de capacidad para aguantarlo. Así la impunidad no tiene fronteras o límites.
4.                          La dificultad de reconocer al otro como imprescindible para llevar a cabo mi proyecto y el de todos. Al no reconocer al otro el individuo está orientado a atropellarlo, a abusar de él y/o aprovecharlo.
5.                          La no elaboración de las confianzas, pues se pasa de una desconfianza radical a una confianza excesiva, la del “confiao” y la del confianzudo.
6.                          Los indicadores de la complicidad y la picardía rompen el sistema de las reciprocidades y los compromisos, lo que genera un desorden siempre inconcluso de carácter anarcoide.
7.                          Un comportamiento caprichoso o aversivo, generado en el sobre-consentimiento maternal, niega todo tipo de responsabilidad y de crítica individual. Si se hace crítica, aún constructiva, se asume como agresividad personalizada.
8.                          La transgresión de la norma no significa una simple anomia. Pues la norma existe para ser quebrantada, es lo mismo que la ley es para aplicarla a los enemigos o contrarios. El desorden étnico como conducta incorrecta radica en una profunda fruición: se disfruta rompiendo la norma. Ello es origen de una auto-destructividad permanente del yo y de sus obras.
9.                          Hay una desorientación social vinculada con una incomprensión del mundo exterior, que impide la construcción de éste, como orden esencial de la convivencia social.   

La aplicación a un análisis de las relaciones escolares nos proporciona que la
maestra al ser consentidora, se comporta como una madre y no como una figura social, y el alumno no madura como figura social, al ser tratado como un consentido. En la relación escolar el proyecto ético queda clausurado, por que la etnocultura no lo decanta, ya que las figuras de la relación se muestran como sobre-etnicizadas (Hurtado, 2000, 199-208).
Si los desórdenes étnicos señalan dificultades en llevar a cabo una convivencia
social en sentido complejo: respetos, compromisos, responsabilidades, cumplimiento de normas y costumbres, génesis de reivindicaciones… dichos desórdenes pueden verse bien en la perspectiva de ser formulados como desórdenes típicos (de la estructura social), desde el desafío de la objetividad de la ética que representa el proyecto de sociedad. Es en la referencia a la ética que se observa cómo la etnocultura matrisocial, así caracterizamos a la etnocultura venezolana, no acepta la lógica del orden de la educación, aunque la población socialmente admita y se esfuerce en ingresar al sistema formal de la “educación” (la obtención del título) con el fin de lograr el posible ascenso social.
¿Cómo desactivar la inmoralidad que acecha continuamente a la educación venezolana, es decir, cómo poner a jugar de nuevo nuestra etnocultura si no superamos los desórdenes étnicos (de Tío Conejo y Tío Tigre) con que vamos a la escuela y a la universidad, si los valores morales de estos desórdenes étnicos niegan permanentemente los valores de la educación como proyecto ético? Con ocasión de las crisis económicas y políticas, el colectivo venezolano algún día reivindicará la búsqueda de los valores éticos inscritos en la educación y obligará a su etnocultura (matrisocial) a jugar de nuevo sus normas y costumbres junto con nuevos significados. Entonces llegará el tiempo en que no verá a la ética como incompatible, ni como “atravesada” (una entrometida) siendo un obstáculo en su realización particular como etnocultura, antes al contrario encontrará en ella una ayuda para refinar su semántica natural con miras a servir para lo societal.
Más allá de la obstinación de la etnocultura venezolana con respecto a la educación, el desafío ético persiste en el horizonte para denunciar los inconvenientes que causa la etnocultura a la educación venezolana, así como para anunciar las ventajas que ella aportaría si sus valores universales son tomados en cuenta. Hay que asumir la radicalidad del proyecto educativo como ético, y no rebajarlo como un proyecto técnico, tal como nos quiere llevar la actual política torcidamente ideologizadora, pues lo técnico no tiene las habilidades subjetivas para proporcionar las garantías a las relaciones culturales, ni para inventar nuevos caminos a la sociedad. La insípida ideología de lo técnico no puede eliminar el calor de una subjetividad universal. Si de alguna manera la arrincona o la contamina emergerán las angustias y las ansiedades, así como las falsas críticas contra el orden de la educación. Porque el problema no se encuentra en el horizonte de la universalidad ética, sino en la caverna de la particularidad moralista de la etnocultura.
Las consecuencias de una población, aunque escolarizada pero no educada, nos conducen a que no debe extrañarnos que permanentemente dicha población se encuentre en los límites de una alta “deserción escolar”, aunque no educativa, porque lo que es estimado es lo escolar no lo educativo. Este fenómeno se observa mejor sobre todo en la clase baja que cada vez menos, con el deterioro de lo societal, no alcanza a ver en la escolarización la vía a su futuro ascenso social. Para no entrar a analizar ahora la vulnerabilidad, por falta de juicios éticos como defensas, a que está expuesta toda la población ante las voces de liderazgos sociales, espurios o engañosos.

BIBLIOGRAFÍA

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Conferencia dictada en la Asociación para la Promoción de la Investigación Universitaria, UCV. 29 de marzo de 2007. Publicada en AGENDA ACADÉMICA, Vicerrectorado Académico de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 2006, Vol. 13, NNº 1 y 2.








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