miércoles, 27 de agosto de 2014

LEGITIMIDAD E INOCENCIA VICTIMARIA

 
“Los mitos tienen, en este aspecto, un doble cometido:   
explican  el  orden  existente  en  términos históricos y 
lo ‘justifican’ al asignarle una  base moral, al presentarlo 
como un sistema fundado en el derecho. Los que 
entre ellos confirman la  posición dominante  de  
 un grupo son evidentemente  los  más significativos”
(Balandier, 1969, 136).

La fuerza y la coacción políticas se basan en el consentimiento que ofrece el colectivo social. Este se halla articulado (sometido) a las presiones, ideologías y normas de lo sagrado y de lo místico. Las relaciones de dominación no tienen únicamente una expresión o dosis de violencia. Si fuera así, la consistencia social  no podría sostenerse. El consentimiento, apoyado por la crisis sacrificial a nivel mítico, se instala místicamente en  el grupo y opera políticamente.



La dominación colonialista es realmente grave; en ella se resalta la violencia como usurpación. En consecuencia, las relaciones  sociales son conducidas hacia su  deterioro, perversión. Dicha dominación se ubica en lo liminal violento, en el  oprobio del ser social, en lo provocativo de la crisis social a todo nivel. Si ello trae consigo la enfermedad como  vimos, también produce el llamado de toda la sociedad (la real y la imaginaria), que denuncia la violencia del proceso, y, por eso, in-voca, con-voca y pro-voca (llamar -hacia  adentro, -a concentrarse, -hacia adelante, respectivamente) a las fuerzas sociales para reinstaurar el antiguo orden. Se hacen presentes simbólica y místicamente los dioses, los muertos, los padres ancentrales, los chamanes, etc. Todos ingresan en el ámbito de la autoridad con igual o más presencia y afectación que los hombres vivos. El poder como revelador de la coerción, sólo puede mantener se, si produce una dosis de consentimiento igual o mayor. La dominación aparece o debe aparecer ofrecida como un servicio, en el cual los dominados participan. Surgido de una competición, el poder político necesita aguantar la competición a ultranza que implica la destrucción de lo político social. Para ello necesita una base social, que lo legitime o apoye para actuar el control sobre la sociedad; la legitimidad se constituye fundamentalmente por el consentimiento de los súb-ditos (so-metidos). La legitimación adquiere forma religiosa (veneración)  mística  (lealtad personal), simbólica (manipulación, exorcismo), mágica (fascinación mítica y ritual).



El consentimiento político no se inscribe en un intercambio simple entre dominantes y dominados. Los  dominados (clases, países, naciones) proporcionan elementos de bajo perfil económico e ideológico: materias primas, trabajo no calificado, abundancia de mano de obra, bajo consumo de alta tecnología, etc.; los dominantes los ofrecen de alto perfil; productos industrializados, trabajo calificado, abundancia de capital caro, alto consumo tecnológico, mercados altamente desarrollados. El intercambio es complejo, pues genera  ganadores y perdedores, acreedores y deudores. Complejidad que se torna casi radical, porque la deuda no se va a poder cobrar ya que los otros no pueden pagar como perdedores.



La salida es la condonación de la deuda, que tomará la forma de un servicio de la deuda donde la estructura de la reciprocidad se verá entrampada entre la emergencia de los superiores y los inferiores. El impago de la deuda produce seres inferiores; la condonación, seres superiores. El servicio representa un desvío del contra-don o contraprestación, cambiable por otros bienes de equivalencia incongruente, pero que se hace congruente en el sistema de transformaciones del sistema político. Son bienes imaginarios de carácter ideológico, reelaborados políticamente. El caso del populismo latinoamericano es un ejemplo transparente. El Estado acude a los sectores populares como base de su reacción antioligárquica. Estos reciben los dones de la urbanización -una urbanización, por otra  parte, normalmente tugurizada-, que no pueden devolver, esto es, pagar de vuelta al estado, por lo que entran en deuda con él. El servicio de la deuda se la cobra el estado mediante la permanente desmovilización política popular, pero además deben pasar a realizar un proceso positivo, el de la legitimación, y deben hacerlo ideológicamente presentable, esto es, con actitud de agradecimiento. La autoridad, el estado y sus representantes, pasan por benefactores por antonomasia, y los sectores populares como los  fieles leales so-metidos. Tal es el exvoto político del populismo.



A la violencia -tan palpitante- del poder se le acallan las voces, se le obliga a pasar desapercibida. El logro del consentimiento se traslada a la propaganda del sistema, al cacareo de las promesas cumplidas, para rematar, con plusvalía política, el proceso de consentimiento. En cualquier sistema político se necesita velar la parte de violencia, por lo que puede significar de  riesgo mortal para la sociedad. Se trata de  hacerlo in-movilizando o des-movilizando la fuerza que tiene todo colectivo social como tal. Es preciso que el monopolio sobre el sentido de vida y muerte, salud y enfermedad, cielo y tierra, felicidad y desgracia... no aparezca como sistema, como abuso (institucionalizado). El abuso no puede ser como tal nunca legitimado, consentido. La violencia engendra violencia en espiral, y no puede ser atajada sino con más violencia. La sociedad tuvo su historia en la elaboración del sistema de transformaciones que van desde la sola violencia como hipótesis hasta la elaboración de altas dosis de consentimiento en la presentación de la violencia en las sociedades modernas. La sociedad sin estado respondía  eliminando al héroe, al jefe o al chamán en un  acto sacrificial (el debe morir uno por el pueblo de Caifás) para descartar la espiral de la violencia. En sociedades con  estado, con  la  crisis sacrificial, el jefe contrae la obligación de mostrar a cada momento el carácter inocente de su función (el juicio de residencia, por ejemplo, de nuestros funcionarios coloniales, o la declaración de bienes de nuestros funcionarios republicanos).



El consentimiento político tiene diversas formas de solucionar el sistema de reciprocidad en su aspecto del contra-don o contrapartida, según el conjunto de responsabilidades y obligaciones acordes con el régimen político: paz y arbitraje, defensa de la tradición y la ley, prosperidad del país y de los habitantes, comunión con los antepasados y los dioses, etc. La legitimidad última del poder político y su justificación autonómica frente a la religión consiste en que la proporción de seguridades al colectivo se lleva a cabo mediante unos  beneficios, al menos secundarios, que se difunden al cuerpo social. El colectivo puede entregar su libertad económica (esclavismo, feudalismo) y política (monarquía absoluta), pero no puede aceptar su  inseguridad ontológica. La seguridad no puede darse sino dentro de un proceso de articulación social. La democracia occidental se apoya en  los beneficios que reporta el Estado de Bienestar; en el populismo latinoamericano en el drenaje de  beneficios secundarios que la clase dominante lleva en dirección a la clase dominada a través del sistema distributivo de unos bienes impagables. Por eso en el populismo todo, hasta la economía, se sobrepolitiza. Si no se produce este intercambio elemental entre beneficios importantes de unos y secundarios de otros, no es posible ningún umbral de legitimación política. Las crisis beneficiales (beneficios distributivos), al menos en estado latente, ponen en peligro a las democracias occidentales.



El  consentimiento y adhesión a un orden político tienen sus límites. Los dominados recurren a mecanismos informales (rumores, chismes, chistes, caricaturas), para decir de su ambigüedad al orden, pues pueden tanto adherir como impugnar dicho orden. Venerado por sus implicaciones sagradas, el orden político es impugnado porque se asienta sobre una desigualdad básica al garantizar los privilegios de los que lo detentan. 



Leach (1976) interpreta el sistema político Kachin de la Alta Birmania dentro de un modelo de equilibrio siempre en estado latente de movimiento. El régimen Shan identifica un tipo de régimen feudal, mientras el Gumlao uno de carácter igualitario, impugnador de los peligros inscritos en el exceso de poder de los parientes. La situación intermedia Gumsa significa el equilibrio entre los dos polos extremos. Los impugnadores  al  imperio  inglés solían proceder de los Gumlao.



Entre los Israelitas de los imperios griego y romano se detectan  las  categorías sociales análogas. Los  Saduceos, la élite entreguista, desculturizada, y los Fariseos, nacionalistas, de asonada popular y guerrilleros, que identificaban a  los piadosos: a los místicos o fieles a los  valores religiosos, culturales y políticos del pueblo de Israel.



En suma, existe una búsqueda del poder político a través de la  mística y de la religión. Como todos los poderes políticos están sometidos al reino de los dioses, a lo imaginario de los antepasados, al discernimiento religioso, es posible la impugnación de un poder político que sanciona un orden social desigual. Por eso el mecanismo legitimador tienen la estructura mágico-religiosa, es decir, apoya el acceso al poder centralizado, al mismo tiempo que difunde los valores igualitarios en la sociedad. Por eso en los procesos prácticos se oponen institución y rebelión, rey y profeta, sacerdote y místico. Lo político y lo contra-político indican áreas complementarias de estructuras idénticas y funciones opuestas. La contradictio oppositorum plenifica la esfera política que no puede analizarse sino desde el simbolismo mágico-religioso.



BALANDIER, G. (1969): Antropología Política, Península, Barcelona.
LEACH, E. (1976): Sistemas Políticos de la Alta Birmania, Anagrama, Barcelona.
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Publicado en Samuel Hurtado Salazar: "Los registros mágico-religiosos de lo político". En TIERRA NUESTRA QUE ESTÁS EN EL CIELO, Caracas: Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico, Universidad Central de Venezuela, 1999, 59-63.

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