miércoles, 27 de agosto de 2014

LAS QUEJAS DE LAS VÍCTIMAS

LAS QUEJAS DE LAS VÍCTIMAS[1]

De lejos viene el temor venezolano por las cosas.  Se suele contar como desecho de la historia entre sus crisis, cuando se evocan las hazañas de caudillos o gendarmes necesarios[2] Es una narrativa que invisibiliza ese temor y trata de compensarlo con cierta megalomanía mostrando por debajo la fragilidad social en Venezuela. No es extraño que en medio de la información sobre el fragor de las crisis, se oiga la queja periodística: Y aquí no pasa nada para referirse como salida a la falta de reacción protestataria  del conjunto de la población nacional.

El recuento por la historia muestra el barrunto del problema del temor pero no lo explica, pues no llega a dar alcance al principio que produce el miedo y que alimenta la pasividad (desidia) del pueblo. Ese principio, decimos los antropólogos, es el mito, es decir, la fuente detectora del sentido ante las cosas, la realidad, y que identificamos en la cultura venezolana con la idea de la sobreprotección materna, ensamblada según un profundo complejo de dependencia materno-filial.

Paralizado ante la realidad por la sobreprotección, desconfiado del otro desde su constitución de dependencia, el actor social venezolano ofrece al observador un trasfondo de desamparo ínsito y una consecuente vulnerabilidad social. Si se añade a este trasfondo antropológico, el asalto de formas sociales de poder victimario, se obtiene un resultado anudado, por una parte, de temor o miedo originario, mítico, y, por otra parte, de un miedo histórico impulsado por las políticas del estado con base en el instrumento militar, el control económico, y la amenaza con hechos cotidianos de robos por malandrines armados y del crimen organizado con horma de narcotráfico.

Venezuela se ha convertido, desde las operaciones del mito y la historia, en un cementerio de víctimas. Con ellas uno se tropieza todos los días y en todos los sitios: calle, microbús, mercado, fiesta, trabajo. Son víctimas que se confiesan mutuamente su degradación social a la que están sometidas, y lo hacen con las quejas de la derrota culpabilizada: Esto se lo llevó quién lo trajo. Como no se identifica a ciencia cierta quién lo trajo, ni quién se lo llevó, se acude a la verdad mito-teológica para interpretarlo: Esto se lo llevó el diablo. En esta confesión de las quejas, las víctimas terminan por verse unas a otras con miradas de extranjeridad (enajenación), de que algo les están robando de su propia vida. De nuevo la queja abierta a la averiguación: ¡Cómo hemos llegado a esto! Pero es una averiguación con admiración paralizante, que apunta a que, más allá de la invisibilidad antropológica, la historia de todos los días revela el permanente enterramiento de las víctimas dentro de su culpabilización desde y por el poder político.

Choca la victimización en que se experimentan las propias víctimas a partir de su conciencia quejumbrosa, con el de un destino manifiesto, que (como otros pueblos predestinados) los victimarios sin compasión aplican a su población victimizada. Esto ocurre en toda escala de situaciones sociales. Como víctima del proceso político, la población siente que se la viene robando la vida a cuenta gotas: desde el simple robo de un celular o cartera a mano armada, hasta el robo de su tiempo en el intenso tráfico vehicular  de la ciudad, también se incluye el robo de su sociedad cuando se trasgrede la norma constitucional por parte del gobierno, y hasta se le roba el alma o conciencia colectiva cuando se humilla a la población privándola de un servicio público (luz, gas, agua, alimentos, trasporte). La pretensión es lograr una población atemorizada para el dominio social como política de estado (impotente o fallido).

Tal es la situación explosiva de las víctimas que con su queja llegan a verse representadas como conducidas a una guerra civil latente que éllas no han declarado, ni aceptado, pero guerra al fin llevada a cabo con armas militares (sic dixerunt[3]) por las buenas o por las malas, que siempre lleva al borde de un estado de victimización. Sin dejar de un lado el sentimiento de guerra, las víctimas no cesan de preguntarse por su situación permanente. Su conclusión, al fin, es quejarse de haber sido metidas en el desfiladero de una violencia generalizada. Esta confesión-queja la población la cree como una interpretación superficial, si la compara con la guerra aún latente.

¡NO! El antropólogo sabe que el desencadenamiento de una violencia generalizada ataca las bases o raíces de la existencia de una sociedad. Es decir, se encara un sacrificio, una muerte en trance, donde se juega que es necesario que uno muera por el pueblo para que éste se salve. Es la función del macho cabrío. De lo contrario, morirá el otro: el pueblo, y se salvará el líder (el victimario). En Venezuela, camino de Cuba, se lleva al sacrificio al pueblo, con lo que se salvan los líderes.

Esta segunda alternativa deniega de la ilusión de que los pueblos nunca mueren. Sabemos que éstos desaparecen por genocidio, por trasplante o por dominación social al cambiar los códigos de sus condiciones históricas esenciales. En Venezuela, aprovechando el desamparo originario, el poder político victimario sobrepuso a la dependencia psico-cultural, la dependencia social e histórica expresada en una deuda externa alta y permanente. Esta es una de las condiciones esenciales de la dependencia del país dentro de la dominación social con alcance internacional. En breve, lo que hace (y es lo que le interesa) el estado venezolano es dominar, no gobernar.

Si toda dependencia subordina, esclaviza, termina por desarrollar violencia, y si lo hace con permanencia, lo ejecuta con violencia generalizada. La crisis de pueblo en Venezuela, envuelta en sus miedos y temores, no sólo no se ha solucionada, más bien se despliega al máximo cuando el pueblo es convertido en víctima propiciatoria para salvar (solucionar) proyectos ajenos, extranjerizantes, alienados de su ser salvífico por pertenecer, además, a los otros con carácter de victimarios. Ahora es cuando el país debe reclamar sus derechos como víctima; desatendido su reclamo, debe demostrar no sólo cuán lejos los victimarios del poder político se encuentran de la democracia, sino que son deudores de ésta y de la construcción de Venezuela como un país serio en el concierto mundial de los países. Deudores significa que tienen que pagar. Para conseguirlo, es preciso que la población vaya más allá de las quejas infructuosas y aprenda a activar su contrapoder en la lucha por sus derechos de víctima confesa.


[1] A propósito del estudio del libro La Ética ante las Víctimas, de José M. Mardones y Reyes Mate (Eds.) (2003), Barcelona: Anthropos.
[2] Laureano Vallenilla Lanz (s/f) [1919], Cesarismo democrático. Estudio sobre las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela. Caracas: Revista Bohemia, N° 38.
Ramón Díaz Sánchez (1973) [1937], Transición. Política y realidad en Venezuela. Caracas: Monte Ávila.
Mario Briceño Iragorri (1972) [1951]. Mensaje sin destino. Ensayo sobre nuestra crisis de pueblo. Caracas: Monte Ávila.
Augusto Mijares (1970). Lo afirmativo venezolano. Caracas: Ministerio de Educación.
José Miguel Briceño Guerrero (1994). El laberinto de los tres minotauros. Caracas: Monte Ávila.
[3] Así dijeron. Tal amenaza declarada por el presidente Chávez toda la población la ha oído e internalizado desde el año 2004: es una revolución pacífica pero armada.

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