jueves, 1 de mayo de 2014

LO ONÍRICO O LA RECUPERACIÓN DEL TIEMPO PERDIDO


Un rasgo del espectro místico, importante para interpretar la psicoterapia popular, es el relacionado con la recuperación del tiempo perdido o de la reconstitución de la memoria, en  cuanto asociada con la identidad colectiva. La experiencia mística, en sentido  lato y noble, supone no sólo un sentimiento de comunión con lo profundo de uno mismo, sino también de vinculación con el tiempo del pasado, y aún con el futuro, como dimensiones  gravitantes en la estructura del presente (Cf. Reyes, 1991). El pasado y como tal supuestamente perdido es una instancia privilegiada de lo real imaginario, que tiene que ver con el advenimiento  del futuro o las ultimidades. Si nada se pierde sino que todo se transforma, la función de la crisis mística es precisamente recobrar los gritos perdidos del pasado para hacerlos oir en el memorial actualizado, de suerte que lo imaginario desvalorizado, desquiciado, hecho ruinas, vencido por la desilusión y la pesadumbre del tiempo, tenga la eficacia de los siglos renovados  en el hoy salvífico. El ejemplo religioso más conocido es la hora de Damasco de Saulo de Tarso, y el ejemplo laico, el de Marcel Proust, con su experiencia a la hora del té tras su paseo vespertino: lo cuenta al principio de su obra A la búsqueda del tiempo perdido.

Una  de  las intencionalidades últimas de lo místico,  de  lo anormal, de la crisis mental, es la de recuperar el tiempo perdido, es decir, la de re-unir los tiempos dentro de los estratos de la personalidad. Los tiempos se suelen vivir de un modo fragmentado o desquiciado (esquizoide) en cuanto dimensiones de la vida; la recuperación del tiempo como el retorno a su re-unión se hace como medida de prevención, asociación y protección de cada una de las virtualidades temporales. Este problema se bosquejaría como un cultivo o cultura de la sincronización de los tiempos psíquicos. El ajuste de los tiempos fragmentados o vueltos  locos, el embrague de los estados psíquicos del enfermo mental, no implica volver a equilibrios psíquicos artificiales,  sino  de mantener la locura o la mística como situación  de  emergencia salvadora frente al feroz olvido al que nos empuja el destino inodoro  o la inercia incolora del tiempo sin historia. Se trata de inventar una cronocultura más allá del cronómetro.

Para efectuar esa cronocultura, hay que retrotraerse y ver que en la vivencia de lo más profundo de nosotros se recuperan esas imágenes arcaicas y primordiales que subyacen en  nuestro inconsciente, expresado en el fondo de la imaginación, donde se hallan depositados  residuos prehumanos. En este fondo nada se ierde, hasta la razón de los vencidos busca los  submarinistas que la recuperen. Estos no son otros que los místicos, sincronizados con la historia del pueblo descalificado por la historia de los vencedores (Cf. Mate, 1991).

La fiesta popular tiene este sentido de la rememoración del tiempo que ocurrió como fundamento del pueblo, y que se conserva en la repetición del mito de los orígenes. Año  tras año, los pueblos se juntan para celebrar por enésima vez la misma fiesta patronal, el mismo ritual de la Cruz de Mayo, la misma procesión de la Virgen del Valle. Siendo lo mismo, las gentes no se cansan ni se fastidian, pues en la evocación de los viejos tiempos la gente presente encuentra el sentido de sus gestos, legrías y tristezas. Sin percatarse y como al instante, se adentra a vivir intensamente la comunicación (mucho más que comunicarse  exteriormente) con un pasado supuestamente acabado. A lo largo de a celebración, mítica por excelencia, persiste la sensación de una memoria de lo oculto, pero que está vibrando, dotando a toda la acción social de una solidez original. No es sólo la presencia del  misterio,  sino de un tiempo remoto que se actualiza y nos devuelve en su proceso salvador, en su pureza auténtica, incontaminada. La devoción a las ánimas tan fuerte en nuestra cultura criolla, el toque del tambor el día de San Juan, la  atención  a los  sueños -por lo que dicen y por lo que dejan presentir-, el abandono a una ilusión intuída, nos religan a toda una  dinámica de recuperación social.

En los pueblos primitivos, como aun en nuestros ectores populares, todo aprendizaje, como todo rito de iniciación, debe vincularse al tiempo mítico, al sueño específicamente, para que la  eficacia y profundización de los mismos en el individuo sean reales. El aprendizaje onírico se conecta con el inconsciente olectivo, donde no existe una diferenciación sistemática  entre lo real y lo imaginario (que también es real). Por oposición a esto, la antropología culturalista y la sociología historicista encuentran que la diferenciación de estos aspectos del hombre en el trascurso fragmentado del tiempo histórico, define el realismo de la civilización y su evolución posterior. En el aprendizaje de prácticas, mitos y cantos, que pertenecen a la memoria cultural del colectivo, el sueño ayuda a movilizar los contenidos sociales, pero  lo  hace de un modo condensado y alusivo al mito. Soñar el mito, tanto para el individuo como para su  etnia o pueblo, significa que la práctica aprendida en la vigilia o en el canto ritual, son condensaciones o alusiones equivalentes al mito completo correspondiente. El poder curativo del canto o de la práctica ritual depende no de su formulación o reproducción mecánicas, sino de que se les reconozcan como equivalentes del mito. El mito adquiere todo su poder social (curativo) a través del sueño, esto es, a través de la recuperación  actualizada  de los residuos inmersos en el inconsciente, en un tiempo presencializado de  lo  imaginario onírico. El  soñar  despierto  tiene también esta virtualidad.

Así, la fiesta popular cumple también un papel onírico, la de hacer presente el mito al recuperar el tiempo  perdido. La fiesta  no sólo le baja los humos a la historia, sin salirse de ella, sino que amplía el objeto y el sentido histórico (Cox, 60-61). Si la festividad siempre celebra algo que tiene lugar en el tiempo histórico (afirma la historia), pide además una tregua a la historia, a un tiempo en que no trabajamos, ni recopilamos elementos para el trabajo. Festejar nos recuerda que existen en nuestra vida facetas que no pueden ser absorbidas por nuestro protagonismo histórico. La historia no es el único horizonte, ni el último de nuestra vida. La festividad, como el misterio, como el sueño, ayuda a pensar la historia como parte de un tiempo mayor, más fundamental, capaz por su virtud de  primordio de auxiliarse para salir de ese presente atemporal y ahistórico.  Es el  tiempo  del mito, del volver, de la recurrencia, de que  no existe sólo la revolución, dado el caso, sino también la  recurrencia de la revolución. La revolución no supone una tabula rasa, una nada, sino la novedad a partir de lo arcaico que empuja a ser renovado (Maldonado, 180; Mate, 1991). 

El sueño, condensación del mito, expresado en la celebración, en los ritos litúrgicos, en los cantos mágicos, vuelca sobre la historia la recuperación del tiempo perdido. La función terapéutica consiste en hacer del tiempo histórico, del tiempo de las responsabilidades, que no huya de unas estructuras que producen claustrofobia por su tendencia a monopolizar lo real. El sueño, instrumento del mito, es una acción humana en la que se mantienen en su lugar los dos mundos en que vivimos, en la medida en que no sólo se les niega una separación clara, sino que sobre todo se envuelve a ambos en una indiferenciación mágica que les rescata (salva) a ambos de su propia esquizofrenia. La recuperación  del tiempo  perdido, como experiencia onírica, mítica, mística o mistérica, es la via terapéutica que, al contrario de lo que  se cree  en una sociedad tecnocrática, en vez de permitir la fuga, evasión  o escape, nos ayuda, como proceso curativo supremo, al compromiso o responsabilidad radical con la totalidad del ser  de la historia y de la metahistoria.

Frente a Tylor, debemos decir que si los mitos no son desrrealizantes,  porque cambian los objetos en cosas sagradas,tampoco las imágenes de los sueños que transforman en ideas (logos) o en reflejos transcendentales las cosas soñadas. El sueño es productor de nuevos rasgos culturales y no solo reflejo de ciertoas  pulsiones inconscientes, según Freud, ni  sólo  un medio por el cual el individuo se readapta a su entorno social, según Adler. Además, el soñador viene a ser no el individuo, sino los  antepasados  que  pueblan el mundo mítico  de  la comunidad social. Ya no estamos en el mundo de la productividad económica, como  quería Marx, sino en el de la creación onírica continua de nuevos  incentivos, tiempos  e iniciativas de  lo  social  ante-humano,  humano y meta-humano (Bastide, 1976, 51 y 55). El  sueño es una de las dimensiones que nos ubica entre la naturaleza y la cultura. En las sociedades de pensamiento mágico, el sueño está naturalizado: los mohave interpretan su cultura en términos del sueño (Devereux,1973). El sueño permite el paso de lo subjetivo a lo  colectivo, mediante la comunnicación con lo otro y la  aceptación de los demás, junto con el orden de las imágenes normativas.

Para algunos pueblos australianos, la creación es el  tiempo del sueño. Como nadie deja de soñar, la creación nunca concluye, y puede prolongarse a través de las revelaciones oníricas de los chamanes.  Entre los mitos de creación y los sueños milenaristas hay un continuo de relatos que Levi-Strauss denomina grupo de transformación para indicar que hay más continuidad que ruptura entre naturaleza y cultura, realidad y sueño. Cuando se manipulan las imágenes de los sueños del paciente para reconstruir su mito personal, la terapia psicoanalista frente a la terapia psicopopular o chamanística, se fabrica un objeto cultural, en cambio en ésta el sueño crea cultura, porque el sueño arranca de una experiencia de la naturaleza reconstruída, y, por lo tanto, tiene función de organizar (curar) las fuerzas fisiológicas con las culturales. El sueño no es mera subjetividad (Occidente); tampoco es una mera memorización y regreso al pasado. Si memoriza, es para rescatar el pasado con objeto de construir el presente y el futuro del grupo. Los sueños mesiánicos, por ejemplo, tienen como objeto la salvación definitiva o escatológica del pueblo que los sueña a través de sus personajes públicos o prototipos culturales (profetas, héroes...).



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Publicado en el libro de Samuel Hurtado Salazar: Tierra nuestra que estás en el Cielo, capítulo de Magia y Psicoterapia Popular, Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1999.

1 comentario:

  1. El título del libro que atrapado en el sombreado.Pero su verdad es: Tierra Nuestra que estás en el Cielo.

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