Cuando yo tenía diez y pico de
años
y regresaba al pueblo por San
Juan, éste
me hacía una hoguera grande,
era la familia una víspera de
besos.
Cuando ya no volví, la hoguera
se ancló en mi memoria más
grande
aún, la casa familiar se colmó
de una ausencia término.
Perdí: pero
me dejó tenaz autonomía, un
sabor
a viaje denso.
A la ciudad le bautizaron el
río. Su nombre
Manzanares. Sus compañeros:
Orinoco y Neverí.
De la propia tierra una canción se
le fraguó
con sonidos de celesta maternal.
Los padrinos
la pensaron desgajada del
embrujo nominero
e ilusos para sus hazañas de
lejanas tierras,
se la quisieron llevar.
Asombro:
con su espectro armónico la
ciudad se enderezó:
“Llévense el río (con su nombre
y todo)
-si quieren-
pero déjenme la canción”.
Yo tenía una ciudad en las
tierras altas.
Dibujábase el alma su propia
luz, volaba
el cuerpo sus ansiedades, en los
muros
sonreían espacios de creación:
saber lento
diseñaba el frontispicio de la
ciudad.
¡Acaso Babel podría…!
…Laguna abajo un día partió, con
aguas
de no regreso viandante de la mar…
Pero me dejó
sedicente de rescate
la poesía.
Tiempo cuando todo se detiene. La
vida
y yo a pies juntillas damos
saltos adelante:
viaje canción poesía,
en relevos
los afanes se aupan luminosos
uno a otro.
Caracas, 12 de agosto 2013.
Publicado en Imágenes de Villorido
12 de octubre de 2013
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