Dr. Samuel Hurtado
Universidad Central de Venezuela
En Venezuela, más allá de la hacienda y del hato cimarrón, se encuentra el conuco de autoconsumo pre-campesino, que signa con pauta recolectora a toda la estructura social. Sin alfoz campesino la ciudad está afectada por un complejo sociocultural por el que lo personal vecinal (aldeano) se impone sobre lo impersonal ciudadano. El epicentro de ello es el espacio comunal de los barrios no regulados, devenidos base política del estado populista, ahonda el complejo sociocultural en la relación con el espacio público. Al sobrepolitizarse la ciudad, la lógica comunalística se pervierte e invade a la ciudad regulada con buhoneros, invasores de inmuebles, basureros, huecos, malandros y sus pandillas, además dicho estado trata de eliminar el real y posible tejido de ciudadanía. El pensamiento de la ciudad queda acorralado ante la expectativa de extinción de lo urbano de la ciudad. La ciudad no es viviendas; es monumentos y ciudadanía habitándolos (San Isidoro). Debe conservar la memoria, y crear memoria. La ciudad es comunidad y proyecto. Sin comunidad no hay aire para respirar la ciudad; sin proyecto social no emerge lo urbano y las comunidades se disuelven anómicamente, como una maldición babélica. En la “moderna” ciudad de Caracas, los complejos citadinos se ahondan con la tendencia a clausurar el pensamiento urbano.
Palabras claves: conuco, ciudad, espacio público, espacio comunal, sobrepolitización, comunalismo, regresión, pensamiento urbano.
La Ciudad de Caracas o La Clausura del Pensamiento Urbano.
“Caracas es Caracas
y lo demás monte y culebra”
(Dicho popular)
“No sé si existen en América otros pueblos como el venezolano, donde haya sido tan precaria la relación con la ciudad, es decir, donde la ciudad sea un ámbito psíquico tan desalmado; y el alma, la que teje y espera, la que conversa y recuerda, se quede resguardada, con la tenacidad y la ferocidad con que se defiende lo virginal” (M. Fernanda Palacios, Ifigenia. Mitología de la doncella criolla, Angria Ediciones, 2001, 35)
Una ciudad existe en el mundo que es ensueño de sus pobladores y gloria de sus viajeros. Sus emigrantes se la llevan en sus cuadros de arte y litografías, y con ellos enhebran sus recuerdos nostálgicos y hacen sus conversaciones. Es Caracas, la ciudad del valle y del siempre verde cerro de El Ávila, la montaña ayer fortín frente a los piratas, hoy objeto de la naturaleza y la estética, del paseo y parque citadino. Caracas se entrega en físico como una ciudad del valle y del cerro, calurosa y fresca, tiznada técnicamente en el día, y limpia cada amanecer por sus abras de Catia y Petare.
Pero su configuración cultural tiene los marcos elaborados por varios complejos que no la dejan madurar socialmente. Cada uno de ellos se origina y puede signar de algún modo cierto momento de su historia. Lo fundamental es que todos se hallan incorporados a la constitución sociocultural de su existencia citadina. Los carga a veces con honor, otras veces con vergüenza. Este doble código la suele sentir una ciudad acomplejada donde está presente lo social invivible por lo sufrida en sus flaneos de inseguridad. Ello es razonable porque un complejo suele definirse por una solución imposible o de difícil solución. Son los complejos de campo-ciudad, espacio público-espacio comunal, populismo urbano-ruralidad de la ciudad, proyecto-utopía. Aquí la ciudad se entrega en virtual, aunque escamoteada en el pensamiento de sus relaciones sociales.
A. Del Conuco a la Plaza Mayor.
La Venezuela histórica se organizó desde la “ciudad madre”, la Inmaculada Concepción de El Tocuyo. Dicha organización fue propulsada por dos objetivos: la búsqueda de una salida al mar desde aquel refugio al pie de los Andes, y la penetración del territorio mediante expediciones. Ambas actividades dieron como resultado la configuración de un tejido de ciudades, entre ellas Caracas, que cumplían un papel casi de posta, más que centros políticos y rituales, como ocurría en México y Perú. En Venezuela no tuvieron que suplantar imperios construidos y reanudarlos de otra manera. Eran sitios de postas o ventas, como San Cristóbal, para tener las referencias del territorio penetrado y para iniciar un mínimo de intercambio mercantil. La red se mantenía viva entre las ciudades, pero el alfoz estaba ausente de dicha dinámica. Alfoz supuestamente dominado en lo social, aunque no culturalmente. La red de ciudades se implantaba sin que el campo demandara su fundación y existencia, y la ciudad parecía que no necesitara del campo. Aunque se diseñaban las nuevas haciendas y hatos cimarroneros, para el colectivo nacional la estructura agraria fundamental se apoyaba en los conucos, una agricultura de subsistencia e itinerante.
El conuco expresó el desarrollo final de una economía de recolección, que existe aún en poblaciones de los caseríos y en los márgenes de la hacienda, de la parcela de reforma agraria o en la pequeña finca. Aunque hoy no pertenece a la unidades punta de la estructura agraria, y que a veces ni cuenta en la memoria agraria, sin embargo, todavía domina la lógica cultural del colectivo venezolano según el dicho de “cosechar donde no se ha sembrado”. En el conuco no se cultivan hortalizas, productos suaves para la dieta urbana, sino productos de alta caloría como los tubérculos y raíces para la dieta campesina. El huerto pertenece al alfoz de la ciudad, el conuco no. Sus técnicas de cultivo son muy distintas. Mientras la horticultura tiene una lógica de especialización en cultivos, tecnología intensiva y como meta el mercado, el conuco aplica la lógica de la selva, donde los cultivos se mezclan en el terreno y así se protegen mutuamente del inclemente sol, del golpe de lluvia y de plagas. Su meta es el consumo doméstico e ignora el mercado. Lo agrario permanece en un nivel pre-campesino (Hurtado, 1993).
Pero sin campesinos y sus fincas hortícolas, la ciudad no tendrá su alfoz apropiado que le permita su intercambio estructuralmente coherente con el campo. El llamado “campesino” en Venezuela (signado por una cultura conuquera) incursiona en la ciudad con miras a contemplarla como una fiesta, o a utilizarla para conseguir recursos y para ello tiene alguna sucursal familiar en la ciudad, resultado del proceso migratorio del campo. Si al final logran trasladarse a vivir en la ciudad, ocupan sus márgenes (barios marginales) y terminan por no entrar en la ciudad, y la ciudad no contar con ellos. Diríamos que no pertenecen a la ciudad. Sin embargo, puede que la sueñen de lejos como una posible meta que les otorgue la suerte de alcanzar, como una especie de cosecha sin haberla sembrado. Ello se corresponde con su vivencia vecinal de una comunidad simple, es decir, la relación con el otro que debe caracterizarse por su compromiso asociativo y ciudadano, más bien permanece en una relación psicosocial sin complicarse con las problemáticas del barrio, reducido a relaciones ocasionales con sus vecinos (Wolf, 1970).
Si el campo no tiene sentido de articulación con la ciudad, tampoco la ciudad elabora el suyo propio con relación al campo. Sólo éste le sirve de región interiorana con objeto de conseguir recursos para la vida citadina: agua, maderas, frutos, insumos agrícolas, espacio para sus desechos y lugar de trabajo (Lefebvre, 1975ª). Los planes de instalación de los ferrocarriles en el siglo XIX y XX, muestran cómo el pensamiento ferroviario estaba de espaldas al campo; las líneas lo atravesaban sin consecuencias agrarias, eran cortas y tenían como meta conectar las ciudades próximas y cercanas. Las zonas agrícolas y mineras, que demandaban instalaciones ferroviarias de largo alcance y que atravesaran la geografía del país, que es la lógica del ferrocarril para su rentabilidad, estaban fuera de sus objetivos. La red de ciudades no trabajaba las conexiones con el campo (Hurtado, 1991).
¿Esto quiere decir que la ósmosis cultural no funcionaba en ese contrasentido social de campo y ciudad? Por supuesto que sí funcionaba por los subterráneos de lo social. Si la ciudad se empeñaba en decir que representa la civilidad, y el campo la barbarie (Rómulo Gallegos trabaja esto en sus novelas), la difusión cultural puede que le juegue a la ciudad una travesura en su inconsciente colectivo. Si los presupuestos analíticos se plantearan con tal modelo deben permitir el tráfico de rasgos culturales cuando la ciudad penetra también el campo. Dos elementos son claves: la escuela y la carretera, Pero cuando el campo penetra la ciudad, aún la capital de la república índice de la modernidad, como es Caracas, lo hace con la institución total de una cultura recolectora. Por su parte, la ciudad muestra dicha incorporación cultural en todo su esplendor tecnológico y social: se usan máquinas que no se han producido, se importa comida que el campo podría abastecer, y se incumplen las normas de la civilidad sabiendo que son las apropiadas de la vida ciudadana.
Del centro del campo (rancho y conuco) al centro de la ciudad (plaza mayor), se desfonda la realidad de la ciudad de Caracas. Como punta del proceso socio-histórico, el fenómeno apenas deja al campo con unos recursos sociales básicos para sobrevivir en el mundo actual, la vía de comunicación (la carretera) y la información social básica (La escuela), y a la ciudad como un lugar improductivo (no competitivo), anómico de planes urbanos, desarreglado en sus espacios, pobladores ilegales con referencias al incumplimiento de las normas y orden de la ciudad, etc. El conuco como cultivo de relaciones sociales ocasionales, tiene también inconscientemente su asiento en la plaza mayor. El campo es un “outsider”, pero como tal “acultura” la ciudad y la naturaliza. La ciudad se empeña en desconocer socialmente al campo; como desquite el campo se apodera culturalmente de la ciudad. En suma, Caracas, ciudad irreverente con su alfoz campesino, termina siendo una ciudad incivil, como ya dijo Arturo Uslar Pietri (1992). El complejo campo-ciudad Caracas no lo tiene solucionado.
B. Del Espacio Público a la Tierra de Nadie.
Cuando entra a jugar el estado en la política de la ciudad de Caracas se genera
otro complejo con relación a los tipos de espacio. Interesan los espacios colectivos de lo público y lo comunal. Con el estado y la legalidad que impone, así como a la dominación que ejerce, ocurre otra división profunda en la ciudad de Caracas. Los espacios públicos se definen por su legalidad, en la medida que el estado acepta que el tipo de ciudad sea la ciudad legal: la urbanización junto con el casco urbano. Mientras lo colectivo público es legal, lo colectivo no público es ilegal; el estado no lo acepta como “lugar” de la ciudad. Es el barrio marginal.
En esta división de legalidad espacial se juega una semantización obliterada con las tierras comunales de la ciudad, que tenían una legalidad municipal para el uso común citadino. Con la llegada de los migrantes del campo o interioranos, las tierras comunales se confunden con baldíos realengos al generarse el uso de barrios marginales: los pobladores resultan ilegales urbanos y los terrenos ecológicamente degradados, cuya deriva es su segregación social. En esta encrucijada espacial citadina, entra a jugar la política del estado: mientras administrativamente los barrios son sectores marginales, y por lo tanto frágiles políticamente debido a que su existencia pertenece al dominio del estado, ocurre que éste los sobre-politiza para que cumplan el papel de bases sociales del nuevo estado populista. Comienzan a contar en la ciudad, porque resulta que ahora representan a la “ciudad política” por excelencia. Esta deformación histórica populista otorga al nuevo tipo de estado la capacidad de un dominio mayor sobre la sociedad, es decir, sobre la “civilidad” que representa la ciudad legal.
Aquí el espacio desarrolla un juego etnocultural, que se opera como un mito: la “tierra de nadie”. Acontece cuando el espacio comunal es pensado por el colectivo como “tierra de nadie”. Donde el “común” es pensado como “nadie”, el espacio es de “ninguno”. Entonces entra a ser objeto de “ocupación” del primero que llega y lo utiliza de acuerdo a objetivos personales o grupo particular y por un tiempo relativo. Si se pretende permanecer en él ya se piensa como “invasión”, y, por lo tanto, expuesto a ser socialmente criticado. En el espacio comunal como tierra de nadie, se rebaja lo comunal a su nivel más elemental: el espacio se encuentra a merced de todo capricho personal. Su valor también queda reducido a la “nada”, pues termina siendo de todos y de ninguno. La clave de interpretación que se activa no tanto es el “de todos” como posible rendimiento público, sino el “de ninguno” como clave recolectora de una comunidad simple, que preside la cultura del conuco como de subsistencia redistributiva.
De nuevo, la ciudad pensada como un fruto no trabajado, sin cuido, porque es de “todos” para no ser de “ninguno”, afecta también la existencia de lo público. Este es rebajado a simple valor de uso, casi al trueque. La “tierra de nadie”, el espacio comunal de los barrios, no tiene mayor problema de aceptación y utilización por parte de los pobladores, porque son espacios que se sienten como “apropiados” para la ocasión, similar al trabajo del “todero” que no corresponde con el procurado con esfuerzo y empleado con técnica y tiempo invertido. El espacio comunal, porque no es de ninguno, está expuesto al uso abusivo de todo sujeto individualista y narcisista, abuso que tiene como contrapartida otro abuso similar y de conducta paralela: “ahora me toca a mí”, en una ronda de ciclos sin fin (Hurtado, 1995). De ahí surge la posibilidad de diferenciar las relaciones de comunidad simple y de comunidad compleja. En Venezuela, se tiende a permanecer en lo comunal simple, aunque sea por desidia colectiva.
Como en todo colectivo narcisista, lo cultural pretende imponerse sobre otra relación social. De este modo no es de extrañar que el espacio público tienda a ser tratado como espacio comunal general, y cuya clave interpretativa sea la “tierra de nadie”, según lo cual la analidad sea su práctica constante. Lo público, cuyo sujeto se corresponde con el ciudadano y éste le da el aspecto de impersonalidad, aparece obliterado como ajeno, y su orden que es el de la ley se vivencia como inconveniente o inmoral para los valores del desorden mítico en que se desarrolla la etnocultura. El venezolano siente la ciudad como no propia del todo para sus objetivos etnoculturales, a no ser que sea como tal “aprovechada” para fines de grupo personal o particular, por cierto un rasgo cultural muy matrisocial (Hurtado, 1995)..
Obsérvese una cuadra en Caracas donde haya negocios, talleres, organizaciones de atención a una clientela de cierto volumen puntual (clínicas, escuelas, oficinas oficiales), y se verá cómo el espacio público es degradado al ser sometido al negocio, al taller, a la organización. La propaganda del negocio ocupa un canal de la vía, los técnicos arreglan el carro en la acera, el estacionamiento de la clínica, escuela, oficina pública, resulta ser la calle “ocupada” donde el volumen de vehículos estacionados casi obstruye la calle al denso flujo automotor. Sin decir que en la planificación de la ciudad las aceras, el espacio del peatón transeúnte, como indicador del virtual ciudadano, o no existen o están reducidas a un espacio mínimo. Como el espacio público es el lugar de la ley y de la convivencia ciudadana, y como con la ley el venezolano tiene sus problemas de irreverencia y rechazo, el espacio público tiene también problemas de existencia para el poblador de Caracas.
En suma, el complejo de espacio público-espacio comunal encuentra una solución varada a merced de la “tierra de nadie” de carácter esencialmente recolector y expresión de un negativismo social, que afecta la posibilidad del pensamiento urbano de la ciudad de Caracas.
C. De la Explotación Populista a la Aldea Regresiva.
La versión democrática venezolana ha estado tiznada de orientación populista.
Uno de los resultados del sistema populista es la sobrepolitización de las relaciones sociales, y de un modo especial, el espacio de la ciudad. La lógica comunal de la ciudad que debe dosificarse con la lógica de lo público, se pervierte dando lugar a un comunalismo, donde la “ocupación cultural” del espacio, pasa a la “invasión social” del mismo. La dinámica cultural origina problemáticas sociales en la ciudad caraqueña que amplifican sus complejos y su solución regresiva.
El estado populista prosiguiendo su objetivo de dominar la sociedad y, diríamos, “fagotizarla” (comérsela), se propone abusivamente la explotación, no ya de la tierra comunal que es su dominio administrativo, sino del espacio público, dominio autónomo de la civilidad, identificado con la urbanización y el llamado casco urbano de la ciudad. La misma ciudad regulada y aceptada legalmente, es degradada. Emerge una ciudad descentrada de su ser libre, reducida a una manipulación del poder, impotente, por su regresión social, de levantar la voz para desembarazarse de su condición de ser una base clientelar de las relaciones de poder del estado. No es posible salir de la condición de mero poblador en una ciudad fantasma, sin sueños de futuro. Es la ciudad en físico que carece de ciudadanos, aún en su posibilidad virtual, según el diseño del Edipo cultural venezolano (Hurtado, 1995).
La comunidad que constituye la vida de una ciudad y señal de su existencia, y que expresa su etnicidad como insumo y soporte de la vivencia de la virtual cultura urbana, yace despavorida en medio de la “invasión” de sus calles por buhoneros, basureros, huecos, malandraje y sus pandillas, mendigos. Estos grupos tipo de la dinámica citadina, como los podrían observar los ecólogos del Chicago (Hanners, 1986) de principios del siglo XX, son trasportados al desempeño del papel de bases ampliadas del estado populista. En esta coyuntura, la ciudad se presenta como un negocio político de tipo bonapartista: la venta de los espacios de las calles para uso de buhoneros en masa le reporta buenos dividendos como clientela política (Zanoni, 2005). El espacio público se restringe como espacio de ciudadanos y se transfigura en arsenal de recursos mercantiles que el estado populista juega a su favor a costa de la ciudadanía. El estado recrudece su dominio sobre la ciudad toda, tratando de eliminar el real y posible tejido de ciudadanía que pueden representar los grupos intermedios como las asociaciones de vecinos, grupos culturales, instituciones como iglesias, sindicatos, universidades, academias, hospitales, proyectos sociales expresados en grupos políticos, económicos, culturales, artísticos, intelectuales, literarios.
La explotación populista de la ciudad tiende a solucionar los complejos de campo-ciudad y de lo público-comunal de un modo regresivo. Dicha política lleva forzosamente al estado a comportarse como lógicamente totalitario, sustentado en la alianza obliterada de pueblo y caudillo, que ya Marcuse subrayó para la realidad alemana en la teoría del “realismo heroico-popular” (Marcuse, 1972). Lo totalitario se da la mano con lo comunalista, pues ambos se configuran y articulan como procesos antisocietarios. Y se configuran así porque en el fondo se encuentran en su laberinto regresivo, cuando, por otra parte, hacen o se esfuerzan por parecen progresivos. No es extrañarse que se quiera hacer de la ciudad una aldea, donde no haya libertad, ni creación, ni proyectos, sino solo los que provienen de la instrumentalización de la dominación por parte del estado. Es la antípoda de la “aldea global” de McLuhan (1975) como metáfora comunicacional mundial y de libertad de movimiento total. El estado se colocaría en la cúspide de su base aldeana, sin mediación social alguna. Este orden es el que se pretende plasmar en ese proyecto denominado “aldeas universitarias”, “aldeas tecnológicas”, “aldeas agropecuarias” “fundos zamoranos”. La aldea que, en el significado aristotélico se refiere políticamente a la defensa comunal, ahora es objeto de la dominación ofensiva del estado e instrumento para lograr la dominación absoluta del estado sobre el colectivo social todo. de control negativo con respecto al colectivo social todo.
El estado populista ha avanzado, más allá del estado oligárquico, en su plan de dominio sobre toda la sociedad. Si el estado oligárquico dominaba desde lejos y de alguna forma dejaba espacios de libertad, aunque fuera un privilegio para el sector alto de la sociedad, el populista, introduce a todos los sectores en el marco político pero para concretar el dominio social total. El complejo populista sobre la polis trata de reducir la ciudad a la lógica del campo, el espacio público a la del espacio comunal. La ciudad que se ofrece en físico, prácticamente se presenta como un cascarón de ciudad, destruida su base de la comunidad auténtica, es decir, de la vida comunitaria que tiene que apuntar al sostén de un estado de perfección, de libertad y de dignidad humana. La inseguridad con que viven los pobladores en Caracas muestra bien la idea volteada de ciudad que vivencian.
La comunidad auténtica quiere significar la base étnica de la ciudad. Como tal debe jugar el papel de hito fundamental para orientar el invento del pensamiento urbano y que éste tenga posibilidad de trascendencia social, para que aquella base también obtenga la garantía de acoger los sentidos existenciales del poblador de la ciudad. La detección de estos sentidos existenciales que definen el mito urbano, constituye la especie del concepto de “cultura urbana”, herramienta conceptual con que debe operar una disciplina como la antropología urbana. El problema que alberga el fenómeno de la ciudad de Caracas es que la comunidad de vida de esta ciudad todavía tiene mucho de rancho y conuco, y que a veces tiene un poco de aldea y finca, es decir, mucho contenido pre-campesino y apenas de campesinado. Todo ello indica las dificultades de lograr no sólo la configuración en su contorno de un alfoz, pero también sobre todo de representar un espacio esencial de libertad. Las condiciones de emergencia de un pensamiento urbano en la ciudad de Caracas son muy precarias, y si provisionalmente surge de un modo importado, su objetivo no tiene una territorialización apta para dar frutos de civilidad ¿Por qué la realidad comunitaria tiene tan exigua textura social? ¿Cuál es la organización de su taller productivo, con que su estructura social trabaja y cuál es el sentido específico de su trabajo? La estructura social profunda hemos dicho que es la recolección, la especie de sentido nosotros la conceptualizamos como la etnocultura matrisocial, donde el complejo de la dependencia materno-filial es el paradigma generador de sentido con respecto a todas las relaciones sociales (Hurtado, 2000). El populismo y su explotación de la ciudad a partir de estos principios de su trabajo, no puede menos que tener un resultado regresivo en el quehacer del pensamiento urbano sobre la ciudad de Caracas.
D. Sin Pensamiento no hay Proyecto, sino Complejo Utópico.
“Creo es que preferible creer en ideales que en utopías, Alguna vez dije que la utopía es el sueño de unos pocos que se convierte en pesadilla de todos los demás. El ideal, en cambio es abierto, sabe que nunca se verá realizado del todo aunque sirve para orientarnos, lo mismo que nunca llegaremos al horizonte pero podemos orientarnos con respecto a él” (Savater, 2008).
El pensamiento sobre la ciudad de Caracas queda acorralado ante la expectativa
de la dificultad de su emergencia para comprender lo urbano posible de la ciudad. La ciudad fue inventada como lugar para generar ideas, plantearse proyectos, proyectar el porvenir en lo social junto con la búsqueda de sus alternativas. Frente a los conceptos de urbanismo con que juegan arquitectos-urbanistas, ingenieros, promotores urbanos, administradores, la ciudad no consiste en puro hábitat para viviendas, ni infraestructura para permisos de habitabilidad y si existe este complejo habitar como circunstancia de la ciudad, no define los principios de ésta (Cf. Lefebvre, 1972; 1975).
Como principios, la ciudad necesita monumentos, es decir, arte donde se exprese su creación o razón de su ser o existencia como obra, esto es, como urbs. Aún más necesita ciudadanos, no simples pobladores, que pro-actúen la comunidad como proceso de vida étnico y social, esto es, como cívitas, y finalmente los ciudadanos que habiten vitalmente los monumentos de la urbe (Isidoro de Sevilla, siglo VI, 2007). La distinción isidoriana entre urbs y cívitas permite llegar a alcanzar el inconmensurable resultado de su convergencia en una morada vital. Más que el ser de las cosas es el habérselas con las cosas en el sentido poético creador de Heine, y que recoge Heidegger en su filosofía. La vida, el ser, busca una morada, un hábito como forma de estar, pensar o vivir en el mundo. Se trata de una “morada moral” o ética, para decirlo pleonásticamente. De otro modo no es posible sobrevivir y convivir como seres sociales. He aquí el invento de la ciudad como morada vital (la etnocultura) y como proyecto de posibilidades vitales (la urbanidad).
La cohabitación de actores de la ciudad y los autores de la urbe expresa un síndrome afirmativo de que el “homo sapiens” se esfuerce en constituirse una sociedad (Devereux, 1975). La ciudad sólo como comunidad, puede paralizarse, que es su morir. Los actores, sin ideales o con utopías febriles sobre su porvenir, se encuentran con una facultad suspendida para propulsar aquella constitución societaria sobre sí mismos. La ciudad es pura señal, sin significados, con obras a medio concluir o iniciadas quedan en el abandono. Esto se refiere tanto a edificios como signos o a la ciudad entera instrumentalizada como utopía febrilmente programada para turismo, mercado, industria, tráfico automotor, etc. que le despojan de su comunidad vital y, por lo tanto, de la orientación étnica particular de su proyecto social que la muestren en virtual, en quehacer continuo, en permanentes obras concluidas y también en procesos para ser concluidos. Para pasar a signo y devenir necesita un valor agregado que la trascienda: el proyecto urbano.
Lefebvre (1972), el gran sociólogo francés, habla para los años 60, de lo urbano como una realidad virtual, pero su esquema simple de análisis marxista del valor de uso y valor de cambio, lo retrotrae permanentemente, en su crítica al valor de cambio o mercantil, al valor de uso. Se debate en ello, pero termina por no concretar el porvenir. A sus estudiosos, nos tenía en la inopia la falta definitoria de concreción de esta objetividad. Cuando hemos desarrollado el pensamiento ético y su objetivación como proyecto de sociedad, creemos haber entendido ese devaneo de Lefebvre. No podemos regresar al valor de uso del trueque o a la edad de piedra, sino de un nuevo valor de uso transfigurado en los ideales del porvenir humano que reasuma subordinado un valor de cambio. Este nuevo valor de uso se refiere a las obras diseñadas y trabajadas de las relaciones sociales. Cuando el filósofo antropólogo Levi-Strauss dice que la ciudad es la obra humana por excelencia, no cabe otra forma de que la etnocultura se ha excedido de sí misma y más allá de su ser cultural el hombre inventó una nueva obra con su inteligencia ética (Marina, 2004): el aprender a convivir en su pluralidad de subjetividad emocional y de grupos étnicos diferenciados o extrañados.
Una de las claridades conceptuales es entender lo urbano como una especie del proyecto de sociedad, que a su vez funge de género. Así ocurre con el derecho, la educación, la ciencia, el arte, la filosofía, la literatura. No cabe ahí la etnocultura, ni la emocionalidad, ni la moral, ni la justicia, porque sus contenidos se juegan dentro de la lógica de las particularidades o relatividades. En cambio las obras humanas con vocación societal, no pueden, para sostenerse en pie, sino ser universales, es decir, aspirar a la perfección, según Aristóteles, a la libertad según Kant, a la dignidad según los filósofos del derecho o ética comenzando el siglo XXI.
A diferencia de lo utópico, lo urbano es una idea o proyecto, que partiendo de la circunstancia de la ciudad, se está realizando, en la medida que soluciona problemas tanto comunitarios como de proyecciones que se van culminando en obras de arte, obras de ciencia, obras de literatura, de reflexión filosófica, que le permiten al hombre ir alcanzando y perfeccionando su ser social, y con ello también refinar su realidad etncultural, emocional, moral, de justicia. Este esquema de análisis pareciera que fuera futurista, que deja atrás las obras del pasado, la herencia social, las memorias y recordaciones, los imaginarios de los antepasados, esquema que pareciera que recoge el evolucionismo como modo de explicación. No hay nada de eso, lo que hacemos es colocarnos en este caso en la ciudad como referencia y su práctica citadina, pero desbordando ésta. Si nos colocamos en la escena de la ciudad con los binóculos bien en alto, y pensamos que uno de los “óculos” mira hacia atrás, y contempla el pasado y sus memorias, las herencias y sus ruinas, y con ello la comunidad de vida que viene, y el otro “óculo” mira hacia adelante ideando horizontes para orientar las búsquedas y quehaceres en el por-venir que viene, diseñando el futuro, en esta “escena binocular” el prejuicio de los tiempos suele hacernos malas jugadas, porque entramos en la historio-grafía. Pero si nos remontamos en el tiempo del mito y su perdurabilidad antes de la historia, en la historia y después de la historia, entonces tenemos: 1) el fondo de capital que es la etnocultura, que siempre está ahí, y si parece que se va, sin embargo siempre regresa como el monte con la lluvia, y 2) el capital que hay que rendir o trabajar como proyecto a realizar permanentemente para solucionar problemas. El tiempo del mito sin proyecto de sociedad que lo eduque, puede sufrir una doma, pero aún así nos permite explicar porqué también siempre regresa el monte y la culebra a Caracas, que termina mostrando una ciudad maltratada física y moralmente.
Cuando salimos de Madrid, vía el aeropuerto, el taxi dio la vuelta a la glorieta, y la estatua o monumento central, nos trajo a la memoria la reflexión de San Isidoro (2007) estampada en la exposición de la “Hispania Gothorum” en Toledo, el día anterior. Y nos dio vuelta la categoría de la memoria. La ciudad tiene que conservar sus memorias, que se relacionan con el fondo de capital: su etnicidad, sus orígenes, su fundación, que es su tiempo heroico, pero también debe crear memoria, memoria que al mirar hacia adelante diseña e inventa el porvenir. Nos pusimos en auto con el concepto de lo urbano, cuyo cierre categorial, lo vislumbramos en el tercer momento de la reflexión isidoriana: la morada vital de los ciudadanos en los monumentos.
Otro nombre de esta memoria son los sueños que abren a ideales En el tiempo del mito como memoria del porvenir a que nos apuntan los monumentos de la ciudad, se puede observar a la ciudad en el tiempo perdurable y sentirla, con su dimensión urbana, trascendiendo la historia y viendo pasar los tiempos de ésta. No solo el pasado es objeto del mito y de la memoria de los antepasados, también el futuro es objeto del mito y su construcción como memoria en avanzada. Así podemos pensar y actuar a la ciudad como lo que es, comunidad y proyecto, etnocultura y pensamiento, la gente y los sueños de la gente en las calles de la ciudad, el urbanismo (ingenieril) y lo urbano (socio-ético).
Sin comunidad, ni propulsión del sentido étnico, sin la gente, sin urbanismo no tendríamos condiciones esenciales para edificar la ciudad, ni para vivir en ella y vivirla como tal. La etnocultura es el aire con que respiramos la ciudad y lo que hace a una ciudad que sea particularmente encantadora o estúpida. Pero dichas condiciones no tienen capacidad para idear y crear lo urbano. Por otro lado, sin proyecto, sin sueños, sin pensamiento, todo lo referente a la comunidad, al sentido étnico, a la gente, se disuelve en el desorden étnico, pierde el sentido comunitario, los pobladores se reducen a merodeadores que rondan el lugar pervertido de ciudad, que puede llegar a Sodoma y Gomorra destruidas o abandonadas como la torre de Babel, pese a que la torre era una “ciudad celeste” pues pretendía alcanzar el destino de los dioses. Aquí las circunstancias de ciudad tradicional con posibilidades de vivencia comunitaria, o ciudad especializada en el trabajo o ciudad del disfrute o postmoderna, no les libra de llegar a caer en una maldición babélica como apunta Amendola (2000) en su interpretación de “El multiculturalismo y el problema del otro” en la ciudad postmoderna.
No sólo estas circunstancias que se degradan no tienen potencialidad para producir el proyecto, es que sin éste no tienen garantizado su propio orden etnocultural. El principio comunitario de la ciudad no genera el principio otro de lo urbano de la ciudad. Es el proyecto de la memoria en el porvenir, a partir de la ética, el que constituye el mito renovado del homo sapiens, el que representa el principio de lo urbano de la ciudad. Con vida propia en la ciudad, lo urbano demanda que las normas de la comunidad vecinal, de la ciudadanía local y la ciudadanía cosmopolita tienen que jugarse de nuevo y de acuerdo al proyecto específico de lo social-urbano.
E. El Hueco Delirante o la Trampa del Pensamiento.
¿Cuánto de degradación tenemos en la ciudad de Caracas en los renglones de la comunidad, del sentido étnico, de pobladores o gente, de urbanismo? ¿Cuánto por idear o soñar en el presente y encaminados al porvenir desde lo que somos?
Caracas, como gran megalópolis, tiene todos los inconvenientes de casi clausurar la comunidad, arrinconada y reducida a los barrios, como comunidades populistas, o reflotada en minúsculos grupos culturales y movimientos reivindicativos puntuales. Pero está estrangulada en las grandes organizaciones de la ciudad, aún en las corporativas como la universidad, la iglesia, la empresarial y la política. Se restablece su pequeña luz en tejidos sociales de carácter asociativo, pero en la medida que madura la asociación es posible que la desprenda de nuevo o la desequilibre. ¿Muere la comunidad? ¿Está muriendo permanentemente desde la revolución francesa? ¿Se levanta un proyecto que garantice que la comunidad no muera sino que se transfigure, es decir, que se juegue de nuevo según el invento del proyecto de sociedad? Es posible que necesitemos en Caracas del proyecto, pero éste no será posible sino pasa por una crítica a la forma de comunidad que tenemos. Sí, una crítica cultural como lo hizo la Escuela de Frankfurt con la cultura de masas del capitalismo instrumentalista y con modernidad en su primera etapa del yo único y uniformante. Y como lo ha hecho y nos ha guiado para Venezuela, M. Briceño Guerrero (1994) en su Laberinto de los Tres Minotauros.
Más que recopilar grandes cifras sociológicas que aparecen como bultos y con escasa orientación de sentido antropológico, realizamos un bosquejo etnográfico sobre un aspecto de la ciudad. Señalamos que los complejos del conuquerismo, tierra de nadie, ruralismo populista, sobre la ciudad de Caracas, no coinciden con el barrio marginal, como el discurso salvaje no coincide con el sector popular en la obra de Briceño Guerrero; atraviesan toda la estructura social aquí, y la estructura social-urbana allá. Venezuela tiene experiencia de ciudad desde su fundación como nación moderna, además hoy día el 90% de su población vive en ciudades, pero pensamos que no ha elaborado bien la dimensión urbana de sus ciudades.
En la ciudad de Caracas, el horizonte está cerrado en muchas direcciones: áreas verdes o parques, ruido permanente, los edificios inconclusos o deterioro de los mismos, basura derramada en la calle y los contenedores abiertos con olores nauseabundos, aceras estrechas o inexistentes, tráfico colapsado, insalubridad, buhoneros que ocupan calles, delincuentes que expresan un modo de vida, rateros y malandros, población enrejada en sus casas y con cercas eléctricas, etc. Pensemos en este momento etnográfico en los huecos de las calles (avenidas, carreteras, autopistas). Como cualquier otro problema de la ciudad podríamos tematizarlo como la ciudad herida, tal como podríamos con otros temas decir la ciudad condenada, la ciudad infectada, la ciudad delictual, etc., que tienen que ver de un modo directo con la autoridad ausente o falta de gobierno o de cuido de la ciudad.
Con el motivo del hueco callejero se asocian en Caracas, los desniveles del piso por ingeniería deficiente, por efecto de árboles en las aceras cuyo lugar debiera ser la montaña y no el espacio de la ciudad, por efecto del ladronismo que roba las tapas de las alcantarillas. Siempre son huecos en las aceras que maltratan peatones transeúntes o en las calzadas que dañan los automóviles. El hueco como problema trata de que se ha abierto un espacio antisocial por oposición al espacio que debe construirse para morada vital o huecorama para utilizar el argot de Marina (1995, 54) al observar los distintos árboles y las diversas aves que se acogen a sus espacios vacíos como morada vital. En las contradicciones de la realidad pasamos del huecorama vital al hueco dañino, del vano urbanístico (la casa) al vacío geopolítico del choque entre espacio y política. Los huecos como problemática geopolítica son un indicador del abandono en que está sumida la ciudad (el huecorama vital). Repercute en el urbanismo o infraestructura ingenieril degradada, y termina como un problema social. Se puede entonces imaginar una ciudad abandonada por la desidia anal de sus propios pobladores (León, 2005).
Caracas está llena de huecos, “es una tronera” según el argot coloquial. Con este motivo de ciudad herida por un bombardeo imaginario, nos introducimos a una teoría del espacio citadino esperando averiguar cuánto hay de reelaboración del espacio como morada vital en relación con el espacio degradado de los huecos transgresores del orden urbano. La imaginación de los usuarios de la ciudad resemantiza el problema, como mecanismo de defensa, para poder sobrevivir en la ciudad. La ciudad como un huecorama o morada vital pasa a internalizar un imaginario del hueco perturbador. De una geopolítica del hueco, el imaginario del transeúnte organiza un mapa vial para gerenciar su espacio, de suerte que si el espacio vial es desconocido se tiene más posibilidades de caer en un hueco y dañarse física y moralmente. El escenario de los huecos tiene un añadido de señalización: los obstáculos que se colocan delante del hueco avisando del hueco para que el daño no se consuma. Aparecen en el escenario citadino ramas o troncos de árboles, un hierro agresivo, una silla rota, unos trapos de color rojo como lucen los camiones indicando la carga sobresaliente de su espacio vehicular. Son señales que hacen el papel de vigilantes del hueco y avisan al vehículo o al peatón que se dirigen en su dirección.
Los huecos y sus vigilantes imponen un nuevo ritmo a la marcha del vehículo o al camino del transeúnte. Todo consiste en esquivar el hueco. Si el huecorama invita a la morada vital, el espacio degradado por desperfecto infraestructural urbano conduce a evitarlo como si fuera una caverna amenazante por los peligros que encierra. Los humoristas caraqueños, Laureano Márquez en este caso, han hecho dinámica teatral con el hueco traicionero de las calles y carreteras del municipio urbano. El alcalde al fin tapó el hueco y el humorista lo enjuicia como “mal hecho” que le hubieran tapado. El alcalde me echó una broma, pues el hueco me hacía falta. Sabía que cuando llegaba a aquella curva, yo tenía que contornearme y torear el hueco. Eso era un delirio para mí sentado al volante. El humorista pronuncia una leve maldición “cachis en la mar”: el hueco me hacía falta. Después de tanto tiempo era ya un mito en la ciudad.
El caraqueño está expuesto a un proceso regresivo de la realidad citadina. El humorista nos muestra un mecanismo de defensa para no caer en la realidad del hueco y la rabia regresiva de caer en él, y nos propone una sublimación que nos eleva a imaginarlo como un indicador del delirio urbano en Caracas. Nos invita a pensar lo urbano como una irrealidad que se desprende de la realidad sufrida de la cotidianidad posible. Ya no sólo en Caracas el usuario tiene que estar pendiente del delincuente, de no llevar prendas llamativas, de disimular a la salida del banco y a toda hora y lugar, de esquivar el tráfico abundante que se come a veces el semáforo y se atraviesa, sino a estar pendiente de los huecos en que puedes caer y retorcerte un pie, del desnivel de la acera a la que puedes dar un puntapié, romper el zapato e ir dolido con el dedo gordo del pie derecho por un rato largo mientras sigues la ruta urbana y sin poder disfrutar las atenciones de la ciudad. La trampa del pensamiento funciona, porque mejor es no pensar por si acaso te de más cólera.
En todo esto no hay dolientes de la ciudad, ni alcalde a quién enjuiciar, ni a jefe de la parroquia a quien reclamar. La ciudad de los huecos es una ciudad herida y doliente, que no duele a nadie, con el vientre boca arriba sin que nadie la compadezca, ni gobierno que se preocupe por ella. No sabemos (algunos pensadores sí sabemos) lo que hace la población cuando va a elegir a sus autoridades, ni cómo después les exige su legitimidad urbana o no les exige nada. Si no lo hace termina por habitar una ciudad ilegítima, es decir, una ciudad con monumentos vacíos, y sin ciudadanos que la habiten. Por eso, en la ciudad de los huecos no puede pensarse un proyecto urbano, el pensamiento está clausurado para poder pensar, porque ya de entrada no hay ciudad holgada tampoco para las memorias del pasado ni para las memorias del porvenir.
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Publicado en: Ciudad, Espacio Público y Cultura Urbana, Fundación para la Cultura Urbana, Caracas 2010
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