AMANECER
UNA VOZ: Desde que el mundo es mundo,
todas las tardes expira la vida.
La muerte firma un pacto con la noche,
y el corazón del mundo se aletarga ya
bajo el espectro de la luna fría.
MUJERES: Pero también desde que el mundo es mundo
allá en el horizonte resucitan
los ejércitos rosa que levantan
las ardientes banderas de la vida.
UN HOMBRE: Y nace el sol.
HOMBRES: Y da muerte a la muerte.
MUJERES: Y de nuevo comienza un nuevo día.
UNA VOZ: Y cuando salga el sol,
el mundo verá con horror
correr sobre los campos,
cuatro jinetes enemigos del hombre.
Alfredo
Armas: "Y nace el sol", en José Antonio Muñoz,
AGUAVIVA APOCALIPSIS,
Happening, música de Manolo Díaz, AC-A-LP.
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EL ROBO DE LOS BIENES CULTURALES
“Con el advenimiento del nuevo
primitivismo ahora está de moda suponer, al menos implícitamente, que en las
sociedades primitivas los trastornos del orden social no se producen o que esas
sociedades de alguna manera son más capaces que nosotros para afrontarlos.
Probablemente esta creencia sea falsa, a menos que convengamos en que las
acusaciones, como la del mal de ojo, y las consecuencias que se sigan de ellas
constituyen el medio más satisfactorio para resolver ciertos problemas
sociales” (Girard, 1189).
El robo como fechoría
y asociado a la muerte suele encontrarse en muchos cuentos maravillosos y
también en los mitos. Véanse Caperucita Roja (Douglas, 21 ) y los mitos
de Ojibwa y de Tikarau en Tikopia (Girard, 183). Como motivo de despegue de la
trama del relato, el robo cumple la función original de dar el sentido a la
acción total del cuento o mito. Siendo un recurso retórico no tendría otra
trascendencia que la de alentar los ardides que tejen las secuencias narrativas
(Hurtado, 1995a); sin embargo, el ardid del robo se resuelve a la postre al
desenmascarar al tramposo, sea un lobo o sea un semi-dios. Las ansiedades de la
audiencia que terminan con un final feliz, se expresan con la perífrasis ritual
“y colorín colorado este cuento se ha acabado” como nos decían siempre al
terminar de contarnos el cuento de El Lobo y los Siete Cabritos.
Pareciera
que la trascendencia del robo sólo fuera introspectiva, como para el consumo de
la fantasía del grupo a partir de un motivo estético o de un fin animista
infantil o de un origen simbólico de compulsiones inconscientes. Pero la
fechoría del robo expresa no sólo la trasgresión de un orden general, sino
también los aspectos conflictivos de las representaciones sociales que implican
una crisis de fondo respecto de las cosas y de su orden distributivo. Si la
vivencia “en sí” (subjetiva) no encuentra también una referencia “fuera de sí”
como objetividad social, como pretende cierta antropología postmoderna (Cf.
Nieto, 18) el desastre social que indica el robo, quedaría, como la muerte que
le acompaña o le sigue, para el consumo onírico de los surrealistas.
La
crisis de realidad, en cuanto disminución, retrotrae la existencia y
distribución de las cosas a un principio cuya vivencia se torna originaria; las compulsiones
psíquicas reactivan de tal modo el movimiento de las cosas que éstas comienzan
a adquirir significados siniestros. Explotan las acusaciones y amenazas de una
crisis sacrificial. El que roba es acusado de abusador o tramposo, mientras que
el resto de la comunidad es amenazada
como víctima. Dependiendo de los bienes robados, la trama del relato y sus
ardides van a ir evaluando los peligros y sus límites y colapsos, las amenazas
y sus torturas y desórdenes, que se ciernen sobre la víctima o comunidad. Como
la envidia (y el mal de ojo), el robo de bienes que afectan a la existencia
total del grupo, se carga de negatividad y agonía social.
Desde el
alto en el camino de las compulsiones, que representa el final del relato
cuentístico, la razón del mito no hace otra cosa que proyectar y alimentar los
fantasmas en el colectivo social, hasta tanto no se produzca una salida
institucional que permita decir éticamente al “héroe” o semidios, al lobo, al
hechicero: eh, robaste indebidamente. Nos contentamos con que los cuentos,
cuentos son, y los mitos, eso, son reducidos a falsedades en cuanto fantasías
sin comunicación alguna con el mundo social. Pero como la realidad mítica
insiste en existir, comunicarse y repercutir socialmente, entonces si tiene
contenido religioso se la piensa como superstición, y si tiene factura estética
se la cataloga como literaria o artística; es lo que hizo la ilustración con la
religión primitiva, después el surrealismo con la estética primitiva e
inventó el “arte primitivo” (Clifford,
1996). Ya el racionalismo del barroco pensó que los sueños, sueños son, es
decir, la vida social como quimera, ilusión.
Si bien este
racionalismo conduce a un pensamiento cartabonado, que llamamos convencional
(de conveniencias, por lo tanto sin acuerdos firmes), y con ello situamos al
mito en la formalidad o en la ficción pura, como solemos hacer con el cuento y
la novela, la etnografía moderna, la que asume el símil del texto y la crítica literaria y nos permite
operar con un pensamiento simbólico la vida social, coloca al mito, mejor aun
que el cuento y la novela, en el entendimiento verdadero de lo que se expresa y
vive en las relaciones sociales. En cuanto que el mito le da significado a los
conflictos desencadenados en la estructura social, no puede sino situarse en la
sociología y dar cuenta de ellos desde los sentidos de realidad étnica.
Cuéntame el mito para que yo pueda realizarlo en la vida social. Que esto contiene eficacia simbólica real, se observa
en el alto coste etnopsíquico que tiene y desarrolla toda fantasía relatada
cuando se conecta con la vida social. Y de que se conecta, se conecta. El
hombre constituye como “homo sapiens” una configuración de realidad total y
como tal interconectada en sus partes.
El mito
ofrece las fuentes u origen de los males y de los bienes sociales; y por lo
mismo otorga los presentimientos o anuncios de los mismos Si el mito describe
dando sentido, empero no evalúa enunciativamente las consecuencias sociales.
Por su razón de ser aparece como quedándose en un pasado ficticio. Como “no
sabe” de instituciones sociales, se presenta como un torrente de sentido sin
compuertas. Estas y sus diques, para controlar el torrente las espera y vienen
de otro lado. En el torrente de sentido mítico, se juntan sin mezclarse, para
tomar la frase de R. Gallegos, las aguas de naturaleza compulsional y las aguas
de naturaleza cultural o étnica. Pese a su generación de símbolos cuyo objetivo
es “valorar” lo real, este caudal de significación puede producir los
dispositivos de los acuerdos sociales: es el montaje étnico como basal de lo
social, pero no los acuerdos, ni el control o garantía de los mismos referidos
a las valoraciones en la vida social. Hasta que no llegue este control garante,
el costo anímico y cultural de los grupos se proyecta como un derroche. Es la
barbarie con su exceso cultural, en su sentido más noble y encantador tanto
para producir enfermedades sociales y culturales como para curarlas o
amortiguarlas (Cf. Laplantine, 1977).
La
evaluación ética de los arraigos (localismos, nacionalismos, fundamentalismos,
patriotismos), así como de la dificultad en los intercambios (rupturas de
reciprocidades y falta de disposición para las solidaridades, acuerdos,
negociaciones, diálogos) se resuelven como fantasías introspectivas, como un
soñar despierto en las veladas, tertulias y contornos festivos. Es un
subjetivismo como destino. Su compulsión se convierte en guerras culturales,
que se suelen teologizar como “guerra de los dioses”, tal como lo formula Weber
(1968), o civilizar como “guerra de civilizaciones”, según Hungtington (1995),
y si se politizan tenemos las “rebeliones rituales” (Gluckman, 1972 y Leach,
1977) que acompañan a los cambios de orden/desorden políticos y por lo mismo
cooperan eficazmente en su evolución cadenciosa.
En el mito,
la guerra, como el robo (rapto), no pasa de ser una cosa natural (cultural),
con todo su ritual (técnicas y estratagemas) y sus ciclos históricos; tan
natural que hay antropólogos como Delgado (1999, 160-167) que asocian
profundamente la fiesta a la agresión, a la guerra civil, por aquello de que, en
ambas, ocurre un exceso de significado, vamos, el torrente y derroche,
metáforas a que hemos aludido. La misma filosofía existencialista, de
inspiración protestante (el hombre es malvado en su origen natural) comparte
esta problemática con la etnología: la guerra y la agresión son sustanciales a
la vida del hombre sobre la tierra. Si en la etnología hay lugar a (”locus”) o
razón teórica para establecer este planteamiento, no debe haberlo en la
filosofía, donde la ética tiene su propio asiento societal a donde brillar con
autonomía.
En
definitiva, dicha “inspiración” (filosófica o etnológica) se retrotrae a
funcionar como un mito, es decir, hace consustanciales el orden natural y el
orden social. No nos extraña que cuando el antropólogo habla de sociedad, no
puede sino entender la sociedad como una cosa natural, e intercambiar el
concepto con el de comunidad. También lo hacen otras disciplinas, incluso lo
hace una sociología convencional donde todas las relaciones culturales y
sociales se confunden en la noción chata de la sociedad como natural. Bien
sabemos que la moralidad es la que funda lo social, de suerte que lo social es
moral por antonomasia, como lo asociaba Durkheim.
Aquella
metafísica naturalista y ramplona de lo social se acerca también a los pensadores
postestructuralistas como Foucault (1972). Señalamos a este pensador, por ser
una fuente o abrevadero, de muchos científicos sociales, que así ascienden a
los ámbitos de la supuesta postmodernidad. En su estructuralismo surrealista,
Foucault mezcla y fusiona dominación y poder, perversidad institucional y lucha
social, estado (poder) y sociedad (contrapoder), los límites de la ciencia del
hombre y las limitaciones absolutas del lenguaje humano y su instrumentación
para conocer. Toda esta confusión procede de la vieja metafísica que el mismo
Foucault deplora (Girard, 166 y ss). Toda relación social, “a nativitate” está
ya condenada por el poder, pervertida por los dispositivos de fuerza y por las
nocividades del deseo, del ideal y del programa. La estructura de cada etapa de
la “historia de las ideas” puede florecer en el vacío, pero también puede caer
en la ficción social (yo ideal) como ideología especulativa, en la medida en
que no se la ponga en un verdadero contexto sociológico (yo real e ideal del
yo). El sabio francés estudia ideas (su genealogía), no realidades, en un marco
subjetivista que conduce a la desconfianza de la elaboración sistemática de
unas estructuras en el vacío sociológico. Su sueño de sepultar el saber humano
con los instrumentos de su propio saber, se resuelve en una regresión a la
barbarie, como nostalgia del destino y por la desaparición misma del hombre, y
no como fuente de renovación de las cosas en la vida social. Su crítica frívola
y falaz al proyecto de sociedad (modernidad) le retrae a la barbarie, y se
detiene en su nivel, donde gratuitamente identifica Humanidad y Barbarie.
Supura un resentimiento esencial contra su propia cultura y sociedad. No queda
en él ni la preservación del recuerdo como en Benjamín para una redención
futura. Como el etnologismo crítico que se limita a operar con los materiales
de la barbarie (Bueno, 140), el sabio prometeico termina refugiándose
ideológicamente, como los viejos gnósticos, en las “facilidades regresivas” del
mito, al querernos robar, con su nihilismo, el conocimiento del hombre, y
llevárselo, devolverlo, a las habitaciones divinas (ahora sin dioses). Como
Sísifo, ha hecho un inmenso esfuerzo por de(s)construir, limpiar y abrir
caminos para estructurar una genealogía del conocimiento, cuyo proyecto es lo
que va a llamar episteme, pero en las encrucijadas hemos encontrado
estructuras sin sujeto, y estructuras en vacíos sociales.
Desde el
estructuralismo radicalizado de Foucault, al que Levi/Strauss no se atrevió a
seguir (Girard, 1997), y desde el relativismo cultural surrealista, de
Clifford, al que Geertz que lo inició tampoco se aventuró a seguir del todo
(Reinoso,1991), se encuentran dificultades para recuperar la estructura social,
a la que se sacrificó en aras de un subjetivismo epistemológico (Reinoso, 1991;
Gellner, 1994). Unos y otros, filósofos postestructuralistas y antropólogos
relativistas se acompañan para secuestrar (robar) el sentido de la crisis del
conocimiento humano y victimizar al colectivo humano a partir de pensarlo como
despojado (pervertido), y en desaparición como sujeto..
La
“neutralidad” que la literatura otorga a los novelistas, permite a éstos la
posibilidad de abrir el camino del pensamiento hacia delante. Es un desafío
para la filosofía y un recurso para la ciencia del hombre (antropología). En
los marcos de dicha posibilidad y de dicho recurso, lo que logran los esfuerzos
de antropólogos y novelistas es cruzar las fronteras de sus propios dominios
para encontrarse en lo que llamaríamos “legalidad etnográfica”, necesaria tanto
para los estudios de la representación del mito, como para la creación de la
representación del relato ficcional. Al no compartir una “legalidad
etnográfica”, antropólogos y sociólogos tienen dificultades cuando tratan de
realizar similar tipo de esfuerzo. Si han superado ciertas dificultades, sin
embargo, al final sus esfuerzos quedan en tablas. Lo que quiere decir que
terminan por hacer que los campos del mito y de la sociedad aparezcan
mutuamente con sus fronteras rígidas e impermeables.
La pugna
irreductible entre antropólogos y sociólogos en torno a los conceptos de
cultura y estructura (social), forzó un pacto de no agresión entre Kroeber y
Parsons, patriarca de los antropólogos y veterano de los sociólogos en Estados
Unidos respectivamente. En la sociología de Parsons, la cultura es subordinada
al funcionamiento del sistema de estructuras, al reducirla a uno de los
subsistemas (Cf. Shalins, 1997). Por su parte, para la antropología de Kroeber,
la estructura es catalogada como un recurso superficial, prestado a la moda
(Cf. Lévi-Strauss, 1973). Pero la cultura sin insertarse en una estructura
social queda en vilo respecto de la acción social: la explicación asume un
círculo vicioso, y termina por ser una explicación culturalista, donde un rasgo
cultural es explicado por otro. La estructura social sin portar un sentido
cultural permanece sin orientación significativa en su acción o prácticas: la
explicación se torna también viciosamente determinista desde la base material
de la vida.
Linton y
Murdock fueron avanzando en soluciones, que Devereux (1973) trata de concluir
evitando el círculo vicioso metodológico. Pero el concepto organicista de la
sociedad, no mejoró del todo sus esfuerzos. Por otra parte, la adjetivación del
concepto de cultura como popular, o la ampliación de la temática cultural, como
pretenden Grignon y Passeron (1992), no parece la vía [epistémica] de la
solución. Más bien, el diseño de la solución debe atender al deslinde del
objeto propio, que es la “relación” de cultura y estructura social, entre el
mito y la sociedad. Para saber de esta “relación”[(diacronía)] conviene definir
los términos de la “relación”: la cultura y la sociedad [(sincronía)].
La cultura
requiere de un colectivo social que la porte, la produzca y la gerencie. En su existencia y activación,
la cultura es independiente o autónoma en
su modo de producción de significados sobre lo real. La cultura pertenece
a (se sitúa en) el orden de las significaciones, con las cuales el colectivo
social se las ve, se las tiene que ver o ha de habérselas (hábito) para
encarar, elaborar y verificar la realidad en el proceso de transformación de la
misma. Este modo general de “cultivar” lo real se puede observar en el “homo
sapiens” para diferenciarlo de los animales (inferiores), pero también puede
verse hacia delante, en la barbarie o cultura general para diferenciar a ésta
de la civilización o “cívitas” en cuanto cultura específica de lo societario.
Así, el hombre natural se distingue del hombre cívico. No se puede eludir este
planteamiento basal y pasar directamente al
planteamiento de la “diversidad cultural” que suele alimentar al
diferencialismo, relativista como tal. Hablar de diversidad cultural es un
pleonasmo, por no decir una redundancia (Cf. Delgado, 2000,3). Si la
diferenciación es una función de la cultura, sin embargo hay signos de identidad que permiten reconocer al
hombre frente al animal, por una parte, y por otra, al hombre natural frente al
hombre social. No es suficiente entrar a decir que la cultura no existe sino en
sus modos específicos de cómo cada colectivo se conecta con su propia estructura social, porque puede
ello conducir a su existencia en el vacío social (relativismo cultural). La
comparación de las dos diferencialidades basales (la genérica y específica)
funda la episteme etnológica de cómo la cultura define la marcha de lo humano y
cómo significa las estructuras sociales. El proceso productivo de las
significaciones (= valoraciones) se origina en un orden de naturaleza, de la
constitución del “homo sapiens”, primero, y de la “cívitas” después, de suerte
que sin esa piel y carne (metáforas de la cultura) no es posible el ser humano
(sapiens) , ni la lejanía con respecto al
“hombre natural”. Estas diferencias ontológicas, obtenidas a partir de
que la capacidad genérica natural incita a su propia realización trascendente,
se encuentran inscritas en la misma estructura y contenidos del mito: cuéntame
algo para que yo lo realice o haga que sea verdadero. Por su parte, los
reactivos específicos de cada cultura construyen diferencialmente lo real, es
decir, hacen que el mismo hecho no sea el mismo en una y otra estructura
social. Que una madre soltera dé a luz, no es lo mismo en un barrio de Caracas
que en un barrio londinense.
Si nos
colocamos en la diferencialidad genérica o barbarie, podemos obtener en una
operación mítica, lo siguiente: con tanto desorden, desastres, guerras, pestes,
anarquías, robos, inconvenientes, obstáculos, conflictos, cuéntame algo de
convivencia social para que yo haga que se produzca como real y verdadera
(eficacia simbólica). Y algunas culturas comenzaron a relatarse ese cuento como
un mito, y después de pensarlo como un mito eficaz empezaron a practicar su
realidad relatada, exteriorizando sus fantasías y deseos de verdad. La cosa no
fue fácil (se llevó siglos en las distintas pruebas), ni resulta fácil en la
actualidad estructural, tanto para unas culturas como para otras. Además, el
“artefacto” a construir, también era y resulta ser una cosa débil, frágil,
mirando a la construcción de lo humano, una cosa harto delicada.
El supuesto
de una ontología del despegue humano implica mostrar el trabajo de la cultura
tanto sobre la libido, como sobre la acción social. En los umbrales de la
psiquis, la cultura se adentra en el fontanal compulsivo de la elaboración
mítica; en las fronteras con la estructura social, la cultura proyecta el
detector de los mitos para tener consecuencias de sentido e incidir en los
cambios y verificaciones de la acción social. Siempre habrá una crisis o
amoldamiento inicial donde se recojan los conflictos sociales y las
experiencias del deseo. Aunque muchos mitos se inscriben en marcos religiosos,
la proyección mítica no procede del fenómeno divino como sobrenatural (Cr. Devereux,
1973), sino de la psicodinamia de la misma cultura en conjunción con sus
condiciones sociales, que lo explican. Lo original del asunto es que las
grandes religiones, y sobre todo las monoteístas, le dieron a ese marco un
paradigma societario, aunque dándole la vuelta al dato se observa que es en la
fragua etnopsíquica o natural, donde puede establecerse a la religión como el
lugar paradigmático del mito. Por eso es que la cultura se puede pensar como un
movimiento de lo divino, de lo cúltico, del hombre (y de lo que hace el hombre)
como semejanza con lo divino.
También la
“cultura moderna”, como específica, avanza decidida a configurarse como una
“habitación divina”, aunque definitivamente sin dioses. Es la cultura en cuanto
moderna, es decir, en cuanto proclama la autonomía de las cosas del mundo y del
hombre, la que descubre que los dioses han robado los bienes culturales a los
hombres. En los mitos originarios siempre se encuentra un dios que arrebata los
bienes culturales o un héroe tramposo que trata de canalizarlos hacia sus
intereses individuales. Esto representa un desequilibrio o conflicto tan enorme
para el grupo que sólo se puede saldar seleccionando una víctima sacrificial,
que sería el único modo de romper el encanto o alineación en que tiene sumido
lo mágico-religioso a los hombres con respecto a su manejo de la realidad (la
crisis o conflicto). El exceso de contenido mágico de la cultura muestra lo
primitivo o primario de las relaciones sociales, que atenta contra la autonomía
del sujeto personal. Los tiempos del robo de los bienes culturales por lo
dioses, se encuentran estrechamente asociados con la falta de “convivencia
social”. Los hombres con exceso de anomia social, “imitan” en sus fantasías y conductas al mito
en su contextura mágica, más que en su infratextura generativa (Morin, 1988) de
significación autónoma para sobreponerse al pánico que les causa la realidad
mundana. Los hombres así, como los dioses, pueden “seguir” a éstos en el robo
de los bienes culturales.
¿Porqué
vamos a robarnos o pelearnos? ¿Porqué no convivir? Hacerse esta pregunta
equivale a contarse la inicial de un mito, de un nuevo relato, para el hombre.
Contárselo, aunque fuera en grandes temporadas de monoteísmo, o de las llamadas
civilizaciones, fue ir descubriendo y diseñando el túnel que conducía del mito
a la sociedad. Un túnel que debemos imaginar no de dirección única, que
enmascara el problema, sino como un encrucijada de direcciones tanto de las
relaciones de significado cultural (el mito) como de las relaciones de acción
social. Este asunto hay que desovillarlo (analizarlo) en las estructuras del
intercambio de los dones, y específicamente en el intercambio obligatorio de
mujeres en el fenómeno del parentesco. Este fenómeno puede tener diversas
versiones, pero su estructura no ha sido trastocada por la ciencia social, ni
por la ideología feminista, ni por las nuevas tecnologías reproductivas (Cf.
Levi-Strauss, 1981; González E., 1996).
Lo social se
encuentra en el artefacto con que se moldea la libido. El problema está en cómo
se artefacta . Cada cultura lo hace a su modo o estilo, de suerte que el molde
de la libido es diferencial. De acuerdo a cada estilo de trabajar el molde,
podemos tener colectivos sociales diversos. Veamos el fenómeno general del
estilo de trabajo (el ethos) que lleva a cabo la cultura. Devereux (1975) nos
pone en cuenta que cuando hay conflicto, el vencedor humilla al vencido. Dicho
conflicto siempre tiene lugar entre hombres, como cosa de hombres que es. Las
mujeres no importan, pues no hay lugar simbólico para ellas, ni tienen papel
que cumplir como sujetos en el conflicto. Todo lo contrario, son el objeto del
intercambio, en cuanto que las mujeres son un asunto entre hombres. En el caso
de Siquén, a Dina no se le pregunta, ni importa; aunque en el caso de las
sabinas, éstas tomaron cartas en el asunto indirectamente, sin embargo su rapto
muestra el punto de inicio de la necesidad del intercambio entre hombres, que
se desencadena como una institución social entera y total.
La
humillación del vencido no sólo es física; es más que eso, es simbólica-real.
Antes de dar muerte a los siquemitas, los hijos de Jacob los matan
simbólicamente: los sodomizan (los afeminan), imponiéndoles, con la excusa del
matrimonio, el rito de la circuncisión israelita. La debilidad física en la
convalecencia después del ritual es también una metáfora de la debilidad
simbólica. La venganza consiste en darles muerte primero simbólicamente en su
virilidad (castración). No se trata de ponerlos débiles físicamente para
confrontarlos con ventaja en la lucha a muerte (física), sino como principio de su venganza profunda y total:
los imposibilitan en relación a sus mujeres. Los animales matan, pero no
castran al vencido. El hombre lo hace al revés, demostrando un rasgo de
negativismo social.
El
matrimonio es pensado como intercambio. ¿Qué se intercambia? Mujeres. Este
intercambio contiene una profunda animosidad entre hombres. Las metáforas de
ojo por ojo y diente por diente logran describirla bien: acostarse con una
mujer es deshonrarla, pero los que son afectados profundamente en su honor son
sus hombres: padre, esposo, hermanos, hijos, nietos... Esta rebaja del honor
implica que se les afemina, porque se les ha tomado profundamente el pelo, se
les ha hecho bobos e ingenuos. El modo de llegar a una transición pacífica es
aceptar que como he abusado de tu hermana, tú puedes abusar de la mía. Lo que
aporta de nuevo la institución matrimonial es que da la vuelta a la
relación inicial (rapto, abuso), ubicada en el narcisismo del salvaje. Si robar
es típicamente salvaje, intercambiar es típicamente social. Lo que se decide en
la institución del matrimonio es: vamos a robarnos mutuamente, es decir, de
común acuerdo, para dejar de pelearnos, pues estamos corriendo el riesgo de morir
o desaparecer todos. Nuestra supervivencia apunta a la obligación y necesidad
de robarnos las mujeres en una guerra permanente de venganza y duelos. Vamos a
arreglar este destino o contradicción en la que nos tiene sumida la cultura
mediante un contrato social. El contrato social tiene aquí su fundamento
etno-psicodinámico. El origen y construcción de lo social están asociados a
esta “mentira” inicial del mutuo acuerdo, es decir, a un hecho llevado a cabo
con astucia, maña, arte, técnica. Por eso, lo social es un “arte-facto”.
¿Para qué
vamos a seguir robando y peleando, si no tenemos más remedio que convivir?
Frente al robo o pelea, diseñados en la relación inicial yoica, emerge la
cuestión de la ética. Dicha emergencia puede ser permanentemente desechada si
nos negamos al intercambio debido al narcisismo del yo. El principio del placer
que dirige dicho negativismo social: recojo (robo) lo que no he sembrado,
produce un placer de prepotencia. La ventaja resultante queda de parte del
abusador, que lo convierte en un ventajista, un aprovechado, un vivo. Aquí
intercambiar es de débiles; así, el ventajista reconoce, en las víctimas de sus
trampas o despojos, a apocados, a idiotas, a afeminados, que ceden a los
apremios de los intercambios o se ven forzados a intercambiar.
A la
compulsión inicial de avaricia, como pulsión de muerte, se contrapone la
necesidad de la reciprocidad. Robos, agresiones, guerras, exterminios,
linchamientos, como vías negativas del intercambio, contienen los límites del
inconveniente, pues se intercambia como prescripción pero se sigue peleando, y
no para iniciar los acuerdos de la convivencia social, es decir, la posibilidad
de la supervivencia y la posibilidad de garantizar el principio y desarrollo de
la vida. La actitud societal consiste en cambiar los inconvenientes, de que se
cargan las relaciones sociales por razones etnopsíquicas, en ventajas (mutuas).
Algo así como, no lo tomes a inconveniente, tómalo como ventaja. Para no
pelearnos, vamos a darnos una alternativa mejor, la de intercambiar, y la
configuramos como institución.
La
institución, o el acuerdo de las voluntades de todos, inspira la necesidad de
regular (ley) los intercambios, es decir, la convivencia social. Como el rico
saqueó más, la salida es la institución, para poderle decir: saqueaste
indebidamente. La ética es institucional porque parte de la convivencia social
y pertenece a ésta. Designar el hecho del saqueo no es suficiente; todavía se
encuentra en el nivel de la barbarie. Es preciso denunciarlo por sus desmedida
y atropello, y enjuiciarlo desde la objetividad de la ética, es decir,
traducirlo o enmarcarlo en lo social. La ética como regla de la convivencia
social es un problema del proyecto de sociedad, problema con el que nosotros
identificamos la modernidad. La cuestión de que el individuo sea personalmente
moral, no está tanto en el corazón de la modernidad, como el que sea
socialmente ético. Valgan los pleonasmos para reconfirmar lo moral (o inmoral)
como personal, y lo ético como esencialmente social, institucional.
Empero, con
la relación expuesta entre robo e intercambio, se puede enmascarar la dinámica
del proyecto social, en el sentido de que para conseguir la convivencia social,
que ahora (cada vez más después de 1948) se demanda que sea mundial, son
necesarias las solidaridades, pero también los conflictos con el fin de
sincerar los intercambios. Debido a las hostilidades profundas a que hemos
aludido, las relaciones conflictivas dentro del proyecto social garantizan
mejor lo social de los intercambios. Las impugnaciones al proyecto social por
parte de la clase obrera, por ejemplo, son más importantes que las
proposiciones de la burguesía; además, las impugnaciones juegan el papel de
cierre de la configuración del proyecto. El juego de las interacciones de los
sujetos (clases, sectores, estratos)
trae a la realidad nuevos sentidos. Si el juego es conflictivo se
destacan mejor las nuevas perspectivas del proyecto social. Ahora interesa mostrar
que entre el robo inicial de los bienes culturales y la posibilidad del
conflicto impugnador del proyecto de sociedad hay una relación inversa: el robo
de los bienes culturales resta o anula la capacidad de lucha dentro del
conflicto de la impugnación social.
En la
ciencia social venezolana parece que se huye del estudio de la cultura como de
la peste. Se trata de la cultura como fenómeno y como instrumento conceptual de
análisis. Como fenómeno, es percibida como una peste no exactamente maléfica:
se asemeja a un duende que penetra todos los intersticios sociales y con cuyo
desorden social desencadenado se convive benévolamente. De este modo, se piensa
a la cultura como ausente o inocua en
las relaciones sociales, lo que amputa no sólo el conocimiento sobre el sentido
de las relaciones sociales, sino también vuela el concepto etnológico de
cultura como instrumento del análisis. Esto último reconfirma que el
conocimiento científico social se queda a mitad de su camino. Por eso, hay que
hacer que la ciencia antropológica funcione al tope, para que su objeto de estudio como su
concepto analítico, permitan al conocimiento cruzar la frontera entre el mito y
la realidad. Es la forma de resolver el mito como realidad, y que la realidad
alcance a ser interpretada por el mito. El esfuerzo antropológico debe “dar a
la caza alcance”, en verso de San Juan de la Cruz, dar alcance al mito y disponerlo en
operación científica. Como un elemento latente, su realidad es un principio que
jamás se enuncia y aparece en un estado de pasado ficticio,
cuando en realidad es una reacción a dicho estado (Cf. Devereux, 1989, 13 y
17).
Los
componentes del deslave natural en el Estado Vargas en diciembre de 1999,
desencadenaron los componentes del deslave social. Aquéllos comenzaron a
funcionar como una metáfora del deslave o desórdenes sociales. La metáfora
apunta al mito o cultura del desorden social. En los relatos de agentes
sociales sobre el deslave natural a veces se asoma que el deslave social
resultaba ser un desastre o plaga peor que el desastre de la naturaleza. La
anarquía, los robos, las violaciones, los homicidios y saqueos por parte de
hombres jóvenes expresaban la realidad del desorden cultural venezolano con una
crudeza insana. La conmoción social producida llevó al colectivo a
autoagredirse. Agresores y víctimas no se entendían en medio de su mutua
excitación, causada por el deslave natural que era metáfora eficaz del desastre
social. Los agresores actuaban creyendo tener toda la verdad al aprovechar los
alientos de la cultura para recolectar
(robar) donde no habían sembrado; y las víctimas creían también tener toda la
verdad, esperando las oportunidades o consentimientos que otorga la cultura
para redimirse de su desgracia o sacrificio. La desdicha humana no se encuentra
en lo social, sino antes, en las sustracciones de los bienes culturales que, en
manos de agresores y víctimas, el mito de la cultura, el matrisocial (Hurtado,
1995b), contradictoriamente impulsaba. El resultado fue el desquiciamiento de
la interacción humana conduciendo a todo el colectivo a perecer como en la
peste con que sueña Raskolnikov en la novela de Crimen y Castigo.
En
Venezuela, todo el mundo vive el mito (matrisocial) y actúa con referencia a
él. No es extraño que el conocimiento social se queda a medio camino del mito y
su realidad. Normalmente estamos condenados a vivir ideológicamente de falsos
mitos como el del país rico y el de la tierra de nadie. El verdadero mito, el
que se expresa en el complejo matrisocial, es el que concentra el sentido
inicial yoico y tiene que ver con el del exceso de la figura materna con
psicodinámica egolátrica. El pánico a la
realidad, por haber sido sobreprotegido por la madre, lleva a negar la realidad
como tal. El venezolano no se enfrenta a la objetividad, porque no ha sido
socializado para elaborarla subjetivamente. Indicamos que en Venezuela hay
sociedad objetiva (población, comunidad), pero no sociedad objetiva
subjetivamente elaborada, porque la matriz de la cultura (la relación
madre/niño) donde se origina el mito no produce una densidad subjetiva capaz de
elaborar lo social arte-fáctico.
El mito
matrisocial promueve los recolectores (usurpadores) de los bienes
culturales y a sus víctimas
correlativas, demandantes de consentimiento, no de justicia. Las víctimas, que
piden nuevas oportunidades al colectivo, se revisten de un falso poder
sacrificial que no genera la fuerza impugnadora que confrontaría al colectivo
con la edificación de lo social. El colectivo venezolano demanda la sanción al
“otro” (irresponsable, abusador, chantajista) pero no tiene la capacidad de
aguantar el castigo, porque al castigarlo, automáticamente lo convierte en
víctima. El castigo se torna imposible;
surge la impunidad. El colectivo no tiene otra alternativa que la de consentir
al otro, y esto al infinito. En este proceso del consentido se crían los
oportunistas o aprovechados, los pícaros, los que se apropian de la dinámica
cultural. Agresor y víctimas: dos caras de una misma realidad del
“aprovechamiento cultural”.
Para no
terminar con la defenestración colectiva, la cultura aplica el código homólogo
y simultáneo, como mecanismo de defensa. La tragedia del castigo no se lleva
hasta al final, o se cambia la tragedia en farsa de diversas formas: “hacerse
el loco”, “reírse” de la realidad como
una autoparodia, y aún vivirla como catarsis. No tomar o pensar en serio la
cosa, porque eso da trabajo o trae problemas. La matriz cultural no se mueve
por una lógica, sino por una simbólica que permite restaurar, al menos
provisionalmente, lo destruido, salvar lo condenado, devolver de otra forma lo
robado aunque sea por compensación sustitutiva, actualizada en la religión,
teatro, política o comunidad. Si la cultura proporciona los gérmenes de la
violencia social, también promueve los recursos para amortiguar los golpes de
la realidad violentada.
El robo de
los bienes culturales, que constituye la dinámica de la cultura matrisocial, no
se encuentra simplemente en la figura de la madre, ni en el líder, ni en el
“jefe indio” o taita, como individualidades, sino en las relaciones contradictorias
que se producen en el complejo matrisocial: recojo (robo) donde no siembro
pensando que así produzco. En este mito o complejo, la madre, el líder, el jefe
indio, el taita, tienen la oportunidad de alzarse con los privilegios que les
otorga la cultura, secuestrarlos excluyendo a los otros: el padre, la
membrecía, los “indios”, los súbditos “amados”. Pero es siempre el dinamismo
cultural del colectivo, donde se suceden o se van turnando los papeles de
saqueador y víctima. Por lo que el saqueador acepta también el papel de
víctima cuando le toca en el juego de las interacciones, y la víctima procura
aprovecharse de (saquear) los recursos colectivos a costa del “otro”,
neutralizado culturalmente. Ambos se comprenden culturalmente en medio del
desentendimiento para construir la convivencia social (lo arte-fáctico). La
estructura simbólica del edipo matrisocial que dejamos sin formular en Hurtado
(1995b, 187), no se configura como en la Atenas clásica: amor/odio,
sino como consentimiento/abandono. Con este dispositivo edípico, al colectivo
venezolano se le dificulta producir subjetivamente lo social. La ética no
adquiere preocupación institucional, y, por consiguiente, el “ángel del destino
marcha o mejor está estacionado en un presente ideológicamente mitificado
dejando permanentemente en ruinas la convivencia social.
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