Samuel Hurtado Salazar
Universidad Central de Venezuela
“Lo que hizo el Dios del Génesis fue transformar las diversidades presentes en un pueblo, de un recurso a una maldición, marcando así el pasaje de una condición de cooperación a una de conflicto. Las lenguas se confundieron; los conflictos se propagaron; los hombres no lograron más comunicarse; la sociedad se desintegró y la gran torre, símbolo de un pueblo entero famoso por sus riquezas y su fuerza, se convirtió en una ruina”…”La historia de la Torre de Babel, reinterpretada como metáfora de la maldición urbana, deviene actual y significativa y expresa bien el problema de la metrópolis multiétnica contemporánea que constituye el precipitado y el símbolo de nuestra sociedad urbana” (Amendola, La Ciudad Postmoderna, 279)
A. La ciudad y su enunciado urbano
La “ciudad” se atraviesa en nuestro imaginario como una encrucijada de caminos. Unos caminos miran al pasado, al campo, para decir “hay que ver lo que hemos dejado atrás”. Y lo decimos unas veces tiñéndonos los ojos de nostalgia por la arcadia rural, otras veces coloreándolos de avances de la comunidad cívica, de la libertad política. Volteándonos, vemos otros caminos que miran al futuro, a la urbanidad, para comentar “hay que ver lo que nos falta por recorrer”. Y lo comentamos unas veces con la disposición del pesimismo del cansancio que representa la postmodernidad, el multiculturalismo: mejor estábamos en Egipto comiendo ajos y cebollas. Pero otras veces con la disposición del optimismo del trabajo a que invita la ultramodernidad, el del proyecto de sociedad como objetivación de la ética.
Podemos hablar con la imagen del sector caraqueño de los Dos Caminos: uno conduciendo al pasado, otro dirigiéndose al futuro; pero sirve aún mejor a nuestro mapa conceptual el abanico del sector madrileño de Cuatro Caminos: la nostalgia sobre el pasado no es lo mismo que la victoria sobre él; la marcha pesimista hacia el futuro no es lo mismo que la del afán optimista hacia el porvenir, con sus oportunidades y sus creaciones. El abanico de la encrucijada conceptual de “cuatro” caminos permite ver una complejidad de detalles, lo cual nos da un mejor rendimiento para nuestra episteme sobre la variedad de ideas y prácticas, a veces contrarias, en torno a la ciudad actual.
La ciudad siempre está llena de cosas, de espacios nuevos, de sueños (y también de insomnios), de textos y signos, y de posibilidades de realidad; pero también de ansiedades de los ciudadanos que se miran como esperando su trascendencia urbícola, su disfrute de la ciudad y sus sentidos. La ciudad muestra la epifanía de un producto cultural elaborado por siglos: siempre será una comunidad en el horizonte de la barbarie que la signa desde fuera, pero también desde dentro. La ciudad expresará siempre una comunidad, que, como vivencia y concepto, representa, en la experiencia estructural del “homo sapiens”, una herencia bárbara. Al mismo tiempo, la ciudad constituye una implosión cultural en cuyo otro horizonte se encuentra la urbanidad actuando como un círculo hermenéutico, como un proyecto, un deber ser, de una universalidad, de un mundo (“Universus hic mundus, una civitas communis deorum atque hominum existimanda est”: “Aquí armoniza el mundo con el universo, de suerte que una única ciudad común va a ser edificada para los dioses y los hombres” (traducción de SHS), decía ya Cicerón, a quién siguieron los estoicos, como Marco Aurelio.
La ciudad no cumple sólo el ciclo histórico y estructural del pleonasmo de “comunidad bárbara”; también se sitúa en el cometido de cumplir con el pleonasmo de la “sociedad civil”, cuyo proyecto de sociedad tiene como expresión acabada la “urbe”. Si la comunidad (ciudadana), la “polis” obtiene su plenitud en el largo camino del ascenso de las culturas en cuya cima el hombre occidental inventa la “etnología moderna” (Levi-Strauss, 2000, 72), y la trasciende como una invarianza desde los escitas hasta los chinos elaborando la sinología (Jullien, 1988), la urbe adviene también como un largo camino por recorrer según un proyecto de la inteligencia ética del homo sapiens. De la “polis” griega hasta la “urbs” romana existe un camino corto que la ciudad recorrió raudamente como su necesidad o plusvalor más esencial: la adquisición de la medida del universo, del orbe, que no en vano es la medida de lo universal. No hay ciudad sin esta medida, cuya infraestructura es el circuito del intercambio de bienes. Una ciudad no existe sola, está implicada en el mundo de una pluralidad de ciudades en red (Bueno, 1987, 69). La ciudad no tiene sentido sin la dimensión de urbe, dimensión que está asociada esencialmente al orbe, del cual constituye su simbólica real más acabada.
El monoteísmo “católico” (=universal) en la Roma de los Papas recoge la herencia de los emperadores y la lleva a su plenitud, según la consigna en que se inscriben los mensajes del pontífice de Roma: “urbi et orbi”. La partícula conjuntiva no sólo es aditiva en latín, expresa sustancialmente la coyunda, la plenitud de coincidencia de la ciudad, la urbe romana, con las medidas del orbe-mundo. En cuanto urbanidad en proyecto, estar en la ciudad es habitar una totalidad de mundo. Por consiguiente, decir urbanidad es tanto como decir universo-mundo. En el siglo II, tal proyecto comenzó a tener vigencia en el imperio romano merced a su invención del derecho, que como expresión de la ética, no puede ser sino universal. Entonces comenzó el derecho de autoridad legítima con la ley “civitas augescens” que permite acoger e integrar a “peregrinos, enemigos y vencidos” como el mayor recurso de su desarrollo y crecimiento (Amendola, 280), y concluía con que todo habitante del imperio-mundo tenía derecho a la ciudadanía romana. Así el imperio romano para hacerse legítimo tenía que constituirse para todos, es decir, universal. Se cerraba la puerta a la selva del particularismo y se abría el “espacio público” como espacio del derecho, es decir, de la libertad. Por supuesto que en una sociedad esclavista, el derecho estaba restringido, pero la semilla históricamente está sembrada para cuando advinieran las sociedades libres. La “civitas augescens” era el proyecto antípoda de la destruida Torre de Babel.
¿Quiere esto decir que ya no es posible la regresión social? A nivel particular no hay nada garantizado y aquélla es posible; a nivel general, el homo sapiens ha demostrado en su historia, que a pesar de las catástrofes y de su, a veces, parcial pérdida de memoria, ha conservado la herencia del proyecto social, reconstituyendo en refugios rurales la esencia de la transmisión de la urbanidad. Es lo que ocurrió tras el derrumbe de las ciudades romanas y el surgimiento de la dispersión poblacional en los campos con objeto de defensa frente a la invasión guerrera de los pueblos del norte.
¿Significaría también que la comunidad bárbara de la ciudad desaparece en la medida en que adviene la sociedad civilizada, la urbanidad? A nivel superficial es intrascendente su desaparición. Por supuesto que desaparece dando lugar a formas de urbanidad sustantiva; pero a nivel basal no puede desaparecer, por que la comunidad se constituye como fundamento de la urbanidad. Es decir, sin comunidad no es posible la urbanidad, pues ésta carecería de su soporte fundamental, de su aire de libertad, de su sustancia vital. Esto no significa que la comunidad es principio y fuente de la urbanidad. La ciudad como comunidad es un producto natural, en cambio la urbanidad es una creación original, la de un arte-facto: los hombres se dieron una ciudad para inventarse como urbanos. Por consiguiente si la ciudad tiene algún sentido específico, más allá del sentido general de la comunidad bárbara, lo obtiene de su invención como urbe. Más que el estatus de metrópoli, la urbanidad otorga a la ciudad el sentido de proyecto, de dirección adonde va.
Hoy día, desde la segunda revolución urbana, que ocurre coherentemente con la revolución industrial moderna, donde la urbe cobra autonomía con respecto a la ciudad como un todo, la ciudad sin urbanidad, se sume en la comunidad bárbara, y con ello se encuentra perdida tanto en el tiempo de la historia (y de su historia) pero también para colmo en el tiempo de la etnología; es decir, se encuentra amenazada de todos los peligros sin cuento, por que comienza a carecer de seguridad, de libertad, y hasta de pensamiento. Ya ni de refugio de pensamiento, pues se habría convertido en refugio de esclavitud (Arendt, 1992, 19). Pero lo peor que puede ocurrirle es de carecer del pensamiento etnológico, pues no sólo la razón ética y societal estarían absolutamente ausentes, sino que hasta lo pre-lógico de la moral y la cultura estaría en la quiebra.
¿Qué significa toda esta problemática? Que esta situación de quiebra de la moral y la cultura, que puede observarse en el caso caraqueño y venezolano por su carácter pre-edípico, y que implota la ciudad, no puede interpretarse o pensarse auto-referencialmente desde sí mismas. La referencia forzosa de su interpretación, para que ésta sea ontológicamente auténtica no puede ser sino enunciada desde el proyecto de sociedad (la urbanidad). Hacerlo desde sí misma es llevar a cabo una crítica superficial, frívola y sofística, que conduce a posturas lindantes con el relativismo cultural y al escepticismo.
B. La ciudad venezolana y su enunciado etnológico.
Ante este modelo general axiomáticamente expuesto, nuestra herramienta conceptual que queremos tratar para solucionar el problema que se nos plantea en toda ciudad, pero en este caso como momento grave de la ciudad de Caracas, debido al desbalance entre la comunidad bárbara y la urbanidad civilizada, es el del “animal urbano”. La vocación de toda metáfora conceptual es reunir en un mismo ámbito categorial los términos contradictorios cuya situación de negatividad se pretende explicar y con ello solucionar. Como hemos diseñado, en la idea de ciudad se ciernen las dos dimensiones que contiene la categoría del “animal urbano”: coexisten como en una encrucijada la herencia natural, la de estructura bárbaro o cultural (la comunidad de ciudadanos expresada en asociaciones de vecinos, familias, amistades, fiestas, etc.) y la herencia arte-fáctica, la de la estructura del proyecto de civilidad o de ética. Coexisten, pues, configurando una hipótesis que hay que describir y después explicar con base en los datos de la ciudad de Caracas.
El “animal urbano” es una metáfora conceptual, no es un mero adorno retórico o literario. En metáforas similares que utilizan al “animal” para referirse a una “idealidad” social, siempre se ha formulado como una nominación en la que se asimila al hombre como un continuo con el animal, sea para prestigiar a uno con el otro, sea para desprestigiarlos mutuamente. Tal postura de mera similitud, siempre resulta que contiene una visión con prejuicio etológico. Nuestra formulación reviste al nombre y a la referencia al “animal” como una metáfora noble de éste al asociarlo con la realidad etnocultural. Nuestra postura de representación crítica contiene una visión que está construida con un prejuicio etnológico. Se trata de afirmar que el hombre es natural, no social; es gregario, de suerte que si quiere ser social tiene que inventarse o constituirse una sociedad (Devereux, 1975, 13). Sustituimos la nominación de cultura, etnicidad o barbarie, por el de animal para significar etnológicamente lo mismo, la de representar un ser o vida extraña a su punto referencial, la urbanidad. Hay autores que acuden a la metáfora de las “tribus urbanas” como Maffesoli (1990) o de “campamentos populares” (Rivas, 2005). Nosotros pretendemos seguir la línea de Aristóteles cuando habla del hombre como un “animal político” en la filosofía natural de su Política; de Cassirer que habla del hombre como un “animal simbólico” en su naturalista Antropología Filosófica (1945); de Manuel Delgado (1999) que lo hace con el de “animal público” para referirse al peatón o usuario natural de lo urbano.
Aristóteles pretendía con ello mostrar la verdad natural del hombre en su filosofía para diferenciarse de lo ideático de Platón y de su mundo antiguo todo lleno de dioses, según Tales de Mileto. No logró que lo siguieran del todo los estoicos, ni neoplatónicos como San Agustín en su Ciudad de Dios, pero dejó como axioma experimental el límite de lo empírico para trabajar, ubicado en lo natural de la ciudad política (Cf. Cassirer, 1968, 118-125).
En Cassirer se prolonga toda la corriente naturalista que viene del siglo XIX en psicología, en antropología y en politología. No hay ruptura en la base común de la vida, entre las cosas animadas e inanimadas, entre animales y hombres, según opera Cassirer por similitudes etológicas. Pero hay niveles diferenciales entre las especies. La especie “homo” opera con la capacidad que tiene de elaborar símbolos y que constituye como tal un nuevo ciclo en el devenir de la vida y que representa un denominador común de todas las actividades del hombre mismo (Cassirer, 1968, 51 y 58).
En Delgado (1999) la metáfora del animal, inscrita en el espacio público, representa a la masa gregaria como actor en el uso del espacio urbano. Es la masa moderna que se inicia con la ciudad industrial. El usuario no es más que un transeúnte, sin rumbos, sin arraigos, pues con el desarrollo de sus roles y de los espacios del anonimato trasciende el espacio colectivo o comunidad territorial; logra así el derecho a la “indiferencia cultural” lo que le permite esa libertad desterritorializada, aprovechada a veces para oponerse a la ciudad política o poder de estado. Muestra entonces su faz de antipoder apareciendo con un rostro prepotente para volver otra vez a la pasividad de la vida cotidiana y al rol de peatón describiendo sonámbulo un juego surrealista. En Delgado no se precisa con exactitud que la metáfora del “animal” se refiera a la masa o al sujeto cultural, pues la conceptuación se encuentra un tanto revuelta en lo fenomenológico, de suerte que la utilización del nombre “animal” permanece en la identidad de homogeneidad o indiferencial, sin trascender a la analogía de carácter instrumental analítico (Cf. Foucault,1972). Al final, la conceptuación de lo público se refiere a esa centrífuga de la masa social sobre sí misma, cuya relación no termina de analizar con las posibilidades de la génesis de un proyecto social-urbano, que vaya más allá de la mera resistencia al espacio político o dominio del estado.
Para nosotros la metáfora del “animal” tiene toda la carga etnológica, dentro del símil o refiguración social, como muestra en sus “géneros confusos” Geertz (1994). No se refiere a la carga del objeto metafísico de la sociedad primitiva, ni de la vida cotidiana. Si se relaciona con los “desechos y sobras” (Levi-Strauss, 1972), con lo intersticial (Eric Wolf, 1990), con una pieza de la estructura social, según los sociólogos, entonces habrá que decir que, lo que aparece como marginal y endeble, opera con todo su ser opera en el corazón de la acción social y pertenece a la dureza de ésta, es decir, del significado esencial que le da a su acción cada colectivo social. El sentido de la acción social se resuelve en la dirección que toma el modo de producción de las significaciones de un colectivo moral, con sus principios de arraigo e intercambio, con sus circunstancias de elaboración o cultivación simbólica (Hurtado, 2005). Por supuesto, en ese ámbito de los significados llegan a incursionar las ideologías de todo pelo, aparte de la capacidad que la etnocultura tenga o no para dirigirse a favorecer o no el proyecto de la sociedad y de la ética.
A partir de una cultura con un “detector del sentido”, como define al mito Laplantine (1979), de arranque muy primario como es el que observamos en la cultura matrisocial venezolana (Hurtado, 1998), con dispositivos conceptuales como los asociados a los dichos populares de “monte y culebra”, de “rancho y conuco”, es decir, de un modo de producción recolector, a partir de una cultura así es cuesta arriba avanzar en el auto-invento de una sociedad (Hurtado, 2000). ¿Es de extrañarse que en los resultados societales del Edipo en Caracas consigamos una ciudad sin ciudadanos? Esto procede del planteamiento de unas estructuras sociales donde no opera la ley y la autoridad, cuyo objeto es anti-tiránico, donde son negados los héroes de la democracia y de la polis con ciudadanos. Todo ocurre al revés de lo debido, como una cuestión de ilegalidad y autoritarismo, con una gente consentida de la democracia y de una polis sin ciudadanos. En suma, la clave de la estructura edípica no se encuentra a nivel del amor/odio como en la Atenas de Pericles, sino del consentimiento/resentimiento (Hurtado, 1995).
Una estructura tan primaria no tiene problemas de funcionamiento mayores en un caserío o aldea; allí el facilismo impone su lógica interactiva. Pero en la metrópolis el funcionamiento social se torna difícil. Cuando los problemas de la estructura social y política salen a flote de un modo negativista, la dosis de resentimiento se sobrepone al consentimiento. Entonces al colectivo social le sale la madre mala. Todos los pueblos tienen su caverna etnocultural, el problema es cuando les sale su propio lobo o cimarrón, debido a circunstancias adversas de la historia y de la propia etnología (o tiempo mítico). En nuestro caso la sobreexplotación populista del estado sobre la ciudad con fuerte dosis de ideología regresiva es la circunstancia histórica. El conseguirle sentido profundo a esta circunstancia lo permite la clave del tiempo del mito o etnicidad matrisocial. Con el concepto de matrisocialidad se expresa la honda dependencia materno-filial como relación paradigmática de la estructura familiar y de toda relación social.
La idea de “animal” urbano no se refiere directamente a los tiempos de extravío sociopolíticos, siempre sociopolíticamente visibles, sino a la realidad de la cultura o etnicidad con la que sensiblemente hacemos invisibilizables aquellos tiempos como vergüenza (o desvergüenza) urbana. Decir “animal urbano” comporta una imaginería que creamos, para hacer plástico el concepto de “cultura urbana”. Es una imaginería etnológica con la que pretendemos distanciarnos de la imaginería humanista de cuño literario de la también “cultura urbana”, que hoy día tiene hasta una fundación en Caracas. La idea de animal etnológicamente nos mantiene en la realidad étnica, a diferencia de la que literariamente podría mantenernos en la ficción del discurso retórico.
C. Caracas en la inopia del pensamiento.
(Santiago de León de) Caracas es una ciudad castellana en Venezuela, como producto de la gran herencia urbana que nos llega de la difusión cultural del mediterráneo. Celebramos su fundación en la fiesta de Santiago, pero hoy día parece que padecemos a causa de su escaso funcionamiento urbano. Como toda ciudad, Caracas busca que la etnocultura con la que tuvo que contar para su edificación (poblamiento), no oculte su vocación de urbe, amenazada por los impulsos anti-societarios que el negativismo social de dicha etnocultura supura en las actuales circunstancias históricas. La Caracas que estuvo a salvo de los piratas y sus saqueos y destrucción, no ha dejado de estar sitiada por fuera y por dentro de su propio ser etnocultural. En los tiempos del extravío populista actual este escenario se presenta realmente preocupante desde dentro.
El acoso de los autóctonos en tiempos coloniales o la ilusión de ciudad con la que la han sitiado las zonas marginales desde los cerros que la rodean en tiempos del siglo XX (Hurtado y Vázquez, 2002), podemos ubicarlos en peligros amenazantes desde fuera. Caracas, la ciudad, seguía creciendo por dentro y planeando como metrópoli y urbe. En los tiempos que llevamos del siglo XXI está sitiada desde dentro de su centro mismo. Es una situación de sitiada que toma el camino negativista del desentendimiento urbano: ausencia de autoridad de la ciudad y desidia ciudadana de sus pobladores. Caracas se percibe como una ciudad oculta por que es una ciudad desatendida, y como consecuencia abandonada a su suerte. Lo que le queda como huella es un espacio político que la somete y un espacio colectivo que la atraviesa y la liquida (licua) su ser urbano, su espacio público.
Cuando nosotros pensamos nuestras realidades, lo hacemos como si aquéllas fueran consistentes: como si Caracas fuera París o actualmente Nueva York. Pero Caracas es sólo un remedo de Nueva York, ya en el discurso mismo (Pérez, 2002; Tablante, 2006). Cuando el remedo lo tomamos como realidad auténtica, entonces es como si agarramos al toro por lo cuernos, y como no hay toro verdadero, no sabemos al final qué cuernos hemos agarrado. Caracas es una ciudad que oculta su rostro, aislada, desviada de su vocación urbana. Como nunca en su historia, la ciudad del valle de Santiago de León se encuentra enfrentada a su existencia de urbanidad. Es un encuentro con cara de desencuentro, debido a que su etnocultura (política y colectiva) opera como una “contracultura” que se orienta hacia una destrucción total. En la ciudad no hay inversión por parte del estado, y para colmo sus espacios públicos, sus calles, han sido “expropiadas”. Lo que era o pretende ser moderno que pretendía vocación sustancial de centralidad, ha quedado al margen, con significación desactivada; de muchas maneras, al recluirse en su privacidad blindada, lo urbanístico (urbanizaciones y centros comerciales), favorece aún más a la crisis urbana.
Estos tres factores participan de aquel “detector del sentido” común: la desidia por la ciudad. Una desidia que por su dinámica inercial, coloca el asunto de la ciudad de Caracas en la inopia del pensamiento. Caracas reducirá, se ocultará, como una metrópoli que no mide realidades cosmopolitas. Será una metrópoli que no orientará los pasos históricos de la nación y hará que ésta navegue náufraga en el contexto internacional. La etnocultura matrisocial hace que aquélla sea una desidia contrariada, es decir, de carácter voluntarioso o irreverente. Es una contrariedad que ni pervierte las normas (cambiar los sujetos aceptando las normas), ni las subvierte (imponer normar alternativas al margen de las establecidas), sino que las contraviene con motivo del delirio del consentimiento o de una “performance” histriónica. “Adversivamente” va contra el orden de la ciudad, no para acabarlo del todo, sino para aprovecharse de él, expropiarlo sin apoderarse de él definitivamente. Esta conducta adversiva expresa un proceso anarcoide que como similar al “discurso salvaje” del laberinto minotáurico de Briceño Guerrero (1994, 9), acomete contra las ya ruinas de la ciudad caraqueña “con lamento complacido”, despojando a la ciudad de sus sueños y proyectos, de su disfrute centenario. Es una contracultura del despojo urbano por parte de una dinámica regresivamente premoderna, que no cabe en el enfoque surrealista-anarquista elaborado en el Animal Público de Delgado (1999), ni en la Ciudad Postmoderna de Amendola (2000). Atacarla con un pensamiento adversivo es caer en la misma inopia urbana que inunda fenomenológicamente a la misma ciudad.
Caracas no es una ciudad oculta por que se torne subterránea, producto de una subcultura reversiva (aceptar formalmente las normas para desbordarlas con alternativas concretas). Puede ser que se oculte en algunos enclaves urbanísticos, en refugios de minorías intelectuales, en guetos de inmigrantes, religiosos, gremiales, artísticos, en combos de familias, parentesco, amistad, compadrazgo. Sin embargo, estas islas ignotas que pueden representar, algunas de ellas alguna inquietud positiva para Caracas como ciudad, no hacen mella en la marcha de la política popular-urbana actual, como no lo lograron las urbanizaciones de “El Silencio” de Medina Angarita, del “23 de Enero” de Pérez Jiménez, de “Caricuao” y “El Cafetal” de Raúl Leoni. Apenas localmente se dejan sentir hoy algunas actividades de alcaldías como las de Chacao y Baruta (Hernández, 2005).
La difusión cultural que acompañó al establecimiento político de la provincia, necesitó “hacer (un) espacio”, un hueco de habitación, una morada, en medio de la selva del espléndido valle. Urbanísticamente bien edificada con respecto a su entorno, Caracas hubiera sido hoy en las giras turísticas, la ciudad del valle tropical por excelencia, como Venecia es de los canales. Así nos la describieron los viajeros del siglo XVIII. Su historia salvó rápidamente la suerte de refugio fundacional contra los piratas del mar, para pasar a la libertad política tanto frente a la naturaleza, en términos de la primera revolución urbana, como frente a las formas de servidumbre social, según los términos de la segunda revolución urbana en el siglo XIX. Como toda ciudad que ha tenido que cumplir con una “revolución urbana”, Caracas tuvo una inmejorable oportunidad libertaria para realizar una verdadera iniciativa histórica y cultural en la estructura natural y social del territorio. Se construyó su hueco-troquel para la libertad mirando a su vocación de urbe. Su espacio-nada ofrecido para ser objeto de habitación o morada (Marina, 1995, 52-55), resultó pionero en la defensa del derecho de las municipalidades hacia 1560 en la figura de Sancho Briceño. Caracas fue desde su fundación una ciudad donde funcionó la libertad, de suerte que lo demostró a la hora de sonar la independencia política de la nación. En este sentido Caracas fue magnánima.
El problema es hoy día cómo estamos construyendo los huecos troquelados para el vaciado de nuestras relaciones sociales, de suerte que el deber ser de éstas sea una obra limpia, dedicada, una obra de creación. Observamos que en ese espacio-morada vacía, se ha retrotraído el espacio público, a favor del espacio colectivo y presidido éste por el espacio político o espacio del poder de dominio, para utilizar el modelo de Delgado (1999, 194). Emergen así los escenarios amenazantes de la libertad en la sociedad, al tomar la iniciativa sociourbana la acción política del estado populista. La dominación política se amplifica gravemente al intervenir económicamente el espacio público, pues éste termina convertido en un espacio saqueado por el trabajo privado. No hay calles ni aceras para el trayecto libre del peatón y usuario de la ciudad. Aún estrechos, los espacios de las aceras existentes lo “ocupan” como una invasión multitudinaria los buhoneros, como trabajadores informales de la economía. Los dueños de los talleres mecánicos amplían sus locales utilizando a costa del peatón las aceras y sus adyacencias callejeras como estacionamiento de los carros y su reparación. Las aceras tienen el pavimento levantado y se presentan llenas de huecos, así como las calzadas por donde ruedan los vehículos. Es una ciudad convertida en objeto de asaltos por el hampa, insegura por la invasión de terrenos, de edificios, parques y demás zonas verdes, pintarrajeada de graffittis y regada de basura.
Ante esta desmejora del espacio público, aparecen las urbanizaciones blindadas, que al asegurar la privacidad habitacional, dan la espalda al quehacer de la ciudad, profundizando la crisis urbana. La ciudad misma se pone al margen de su principio urbano siguiendo la senda del urbanismo de los arquitectos y de los promotores urbanos. Retrocede y se recluye, se oculta en enclaves-refugios, a la espera de una teoría que la piense como obra humana, así como en espera que haga eclosión la ideología y la acción populista sobre la ciudad. Sobre Caracas, el pensamiento está en la inopia.
D. Caracas y su minotauro.
Caracas que nació para la libertad moderna varios siglos antes que Nueva York, ha venido retrocediendo. En esta medida va sustituyéndose como una ciudad indómita, ilegal dice Arturo Uslar Pietri, originándose como una “urbanización salvaje”. Nada más apropiada la categoría de Castells (1976, XVI). Si el desarrollismo urbanístico echó piqueta a nuestros muros citadinos, no fue ni es menos grave el populismo urbano que ha desvirtuado (le quitó la virtud ética) a nuestra herencia de urbe a la ciudad caraqueña. Sin campesinado, sin reforma agraria auténtica, sin industrialización, pero con recursos inmensos para la exportación de materias primas petroleras y mineras, la economía nacional se ha focalizado en una des-economía de intercambio de bienes de consumo a partir del sector informal de la buhonería. Caracas, como capital de la República ha recibido el impacto mayor, resultando incapaz de atender a las demandas nacionales. En lo que llevamos de tiempos del siglo XXI y bajo un exacerbado populismo, liquidador del sector privado y su libertad, Caracas no sólo no quedó sin soporte económico para mantener su vocación de urbe, ahora además quedó como soporte político sometido para sostener los objetivos comunitaristas de un estado totalitario.
Los renglones para probar esta proposición del desfalco urbano de la Caracas actual son innumerables: los referentes a la infraestructura (falta de vías apropiadas, falta de aceras para los ciudadanos, destrozos de las calzadas y aceras existentes o muy avejentadas); los referentes a los servicios (aseo urbano, planteles escolares, hospitales, policía); los referentes a la economía social (mendigos, niños de la calle, ‘recojelatas’, desempleo, subempleo); los referentes a la ideología: pensamiento antiurbano, aprovechamiento político de la ciudad, idea de la muerte de las ciudades a favor del campo, el fisiocratismo urbano (dejar a la ciudad a su suerte o medios). Creemos que el renglón de la economía informal, expresada en la buhonería, muestra muy visiblemente el problema del espacio público, espacio reducido y explotado inmisericordemente por el estado y la comunidad popular. La producción del espacio puede partir de cero, en la medida que tumbamos la casa, la calle, el parque, y queda el espacio vacío, es decir reducido a su ser que es la nada (véase Sartre, en su Ser y la Nada). Aún haya habido producción creativa previa del espacio y aún a costa de esta producción, es decir, aprovechándola, se puede partir de cero en el problema de la producción del espacio social.
El problema es cómo se paraliza (se reduce a cero) la vocación de urbe de la ciudad de Caracas, a partir de los manejos del estado popular que ideológicamente reflota la etnocultura venezolana de carácter recolector para que cumpla al fin el papel de contracultura urbana. La ocasión es la venta de productos en los espacios públicos por parte de los buhoneros. La disonancia a que está expuesto el espacio público aparece como una conformidad en el colectivo caraqueño. El resto de los sectores: economía formal el industrial, el comercial mayorista, el cliente cómodo, el político que ha politizado el espacio público, aceptan a Caracas con las ventajas de venta favorables y las van aceptando como normales de la ciudad.
Ya la descripción de un renglón socio-urbano ofrece la idea de ciudad que detenta el estado popular, como es el de Pintar el Silencio (Vegas, 2005) de amarillo para distanciarse del blanco original de Villanueva y así disimular su idea superficial de la ciudad. ¿Qué idea puede ofrecer la irrupción de la población que se apropia informalmente de las calles con ocasión de la política popular-urbana que detenta este gobierno? Desarrollamos los aspectos siguientes: La alta ocupación de las calles por los buhoneros; la nueva organización social de las calles ocupadas, y los derechos de propiedad a partir del uso informal, originado en la costumbre.
1) La alta ocupación de los territorios del espacio público caraqueño por parte de los buhoneros, hacen de Caracas una ciudad urbanamente invisible. El Centro de Investigaciones del Conocimiento Económico (CEDICE) selecciona 13 zonas de Caracas más céntrica, diseminadas entre dos sectores polares de la ciudad: Catia y Petare, y contabiliza que a diario se colocan 56.126 puestos de vendedores informales. La hipótesis es que no hay ninguna empresa en Caracas que genere tantos empleos como estas actividades informales de la buhonería. Si identificamos a la buhonería como la empresa informal que explota el espacio público en Caracas, esta empresa emplea como mínimo unas 300.000 personas. Los datos de este aspecto tomamos de Corina Rodríguez Pons, El Nacional, 30 de julio de 2006.
La empresa oficial (el sector público) tiene una oferta de empleos en 2005 de 255.799 puestos de trabajo; en cambio, la empresa privada (el sector privado) ofrece pocos empleos, y aunque la rotación es baja debido a la ley de inamovilidad laboral, sin embargo, en el año 2005 se eliminaron 152.000 puestos de trabajo. La oportunidad de un empleo formal para los nuevos demandantes de trabajo, que suman 352.000 en 2005, y los buhoneros que desean tener esa oportunidad, para beneficiarse con la ley, resulta en realidad inexistente. La empresa privada ha cerrado el 30% de los establecimientos en Caracas, debido en parte a que la mayoría de los puestos de buhoneros ocupó las calles donde se ubican los grandes corredores comerciales. Los investigadores de CEDICE precisan que el comercio informal ocupa 49.072 metros lineales de la ciudad de Caracas en las 13 zonas diseñadas. Su estudio cartográfico determina que 551 manzanas que existen en esas zonas comerciales 358 se encuentran completamente cubiertas de toldos, de suerte que no se ve ni suelo ni calle. “Los buhoneros están en el 67% de los espacios comunes en esas áreas geográficas” (Rodríguez Pons, 2006).
El estudio cartográfico revela cómo, al reducir los buhoneros en el casco central, aumentan en otros centros, como en Sabana Grande, donde ya no sólo ocupan el bulevar, sino que se expande la ocupación a las calles transversales. “CEDICE advierte que ya el 68,92% de las aceras de esas zonas comerciales está obstaculizado por los puestos de los informales” (Rodríguez Pons, 2006). Tal aglomeración de tarantines y trabajadores informales, más la población sobrante en torno a ellos, hace de la ciudad de Caracas una ciudad sin espacio para el uso de la ciudad, llena de los obstáculos que es lo que impide el disfrute del consumo urbano y la vida cotidiana. Significativamente el diseño sociológico de las zonas indica que Caracas es una ciudad de buhoneros: éstos ocupan los espacios públicos que representan la ciudad. Como alternativa a la Caracas como un “supermercado informal” (Hernández, 2006), aparecen los centros comerciales privados, como en extramuros, refugios del disfrute y la cotidianidad, blindados con la seguridad y la venta formal de mercancías. Esto dualiza comercialmente la ciudad y sus espacios que el estado permite para mantener dividida la comunidad citadina y así dominar mejor políticamente las propuestas de la urbanidad civilizada.
2) Cuando convertimos a Caracas en objeto de nuestro imaginario, volamos sobre ella y planeamos mitos, normalmente falsos, pero que nos ayudan a soportar mejor nuestra vida en una ciudad socialmente tormentosa. Esas posibles imágenes que se nos cruzan suelen hacernos vivir equívocamente cuando pretendemos tomarlas como realidad. “Caracas –decía Cabrujas (1997)- es una ciudad, sin visión, sin recuerdos, ni nada que la caracterice, es un campamento”. ¿Qué diría hoy día Cabrujas, nuestro gran intelectual, si asistiera al espectáculo de los espacios públicos de Caracas, a la organización social de sus calles con relación a los buhoneros? Se puede hacer de la imagen del campamento toda una consideración postmoderna como Delgado con su “animal público” (1999) y la ciudad narrada de los escritores, nuestros grandes imagineros: “ciudad de salidas y entradas, de tránsitos” (Pinardi, 2000).
Pero la organización social buhoneril de la ciudad que se disuelve con la caída de la noche, vuelve a reconstituirse con los levantes de la aurora. Esta cadencia de tiempos se torna como una melodía que se ha fijado al territorio de la ciudad. La economía nacional, derrumbada, ha conducido a esta alternativa de trabajar para sobrevivir, a costa de la ciudad. Dicho campamento con sus toldos, sombrillas, carpas, tiendas (todo como señales de una gran acampada, como promesa autocumplida de Cabrujas), cobija al “hecho de que más de 50% de las personas que no tiene empleo en Venezuela se dedique a actividades informales” (Zanoni, 33). El buhonerismo como actividad económica es un componente muy importante dentro de aquellas actividades. Zanoni estima que hay cerca de 18 mil puestos de trabajo, con base en los datos y cálculos del Censo del Comercio Informal de la Alcaldía del Municipio Libertador ya en 2001 (Zanoni, 42). Por supuesto que esta cifra varía de acuerdo a noviembre y diciembre, mayo y junio, como meses estacionales en que se mueve más el comercio.
Si la unidad económica se expresa en los puestos de venta, la unidad social suele ser la familia. La familia que vive en las zonas de habitación popular se traslada y se concentra en las calles y aceras de los corredores comerciales, señalados arriba. Es una actividad de “auto-empleo”, es decir, de trabajo familiar no remunerado como norma general. “En el Estudio sobre los asentamientos del comercio informal, la directora de la Unidad de Análisis de CEDICE, Isabel Pereira, asegura que en cada puesto venden un promedio de 3 personas, pero al menos dos de ellas son empleados informales que reciben menos del salario mínimo”(Rodríguez Pons, 2006). Si la jornada laboral coincide con el día y parte de la noche, hay puestos en Catia y Petare que desarrollan tres turnos, correspondiendo con la mañana, la tarde y la noche, hasta las 10,00. Se puede añadir un sector laboral flotante que en grupos opera en torno a cada tarantín para arrimar comida, trasporte de mercancía y hasta dinero prestado (Rodríguez Pons, 2006)
Al “adueñarse” de las calles y teniendo éxito en su actividad, “emplean” otra mano de obra, con objeto de dedicarse a supervisar el negocio que tienen en otros puestos originados con su emprendimiento. Esta categoría no alcanza sino al 10%; suelen tener además depósitos, transportes y varios empleados (Rodríguez Pons, 2006). Dichos “empleados” se encuentran fuera de la ley y no tienen seguridad social alguna. La “contratación” de este capital humano familiar o no familiar en muy diversas modalidades, evoca a la economía campesina que se caracteriza por la subsistencia, como la de los buhoneros. Es una economía signada por lo mercantil más elemental que apunta a la “imagen de bien limitado”, caracterizado por Foster (1974) en una monografía ya clásica. Si los campesinos carecen de visión de un horizonte de universalidad, los buhoneros tienen también una perspectiva muy recortada sobre la ciudad urbana. Usan la ciudad y la abandonan todos los días, al compás del incentivo del mercado y de las arbitrariedades del poder político.
La estructura originada de la política populista del estado y de las circunstancias comerciales informales, con sus miras recortadas sobre lo societal, no sólo no impiden sino que permanentemente niegan el proyecto de urbe a la ciudad de Caracas. Tal entramado estructural propicia, por su parte abundantes situaciones sociales para las ficciones metafóricas de la ciudad, aptas para las inspiraciones del cineasta, del narrador novelero, del poeta ensoñador y hasta del imaginario del pensador como Cabrujas (Cf. Dolara, 2006; Pinardi, 2006); empero, el científico social, que trabaja desde el principio de realidad, no puede decir que el buhonero como categoría tiene virtudes empresariales, como el “conuquero” no tiene las relativas a la burguesía agraria, ni el vendedor en “taguara” como gerente de un supermercado (Véase, Hurtado, 2001, 100).
Zanoni mismo nos dice que el sector de emprendedores es muy restringido, pero no sólo por etnocultura (el venezolano no es emprendedor, sino improvisador, audaz que quiere decir temerario, según el Economista Emblemático (Cf. Hurtado, 2000, 247)), sino por la misma lógica de la estructura política y mercantil. La forma de actuar en economías de aglomeración (clustres), pese a la demostración de acomodarse rápidamente a la lógica de la circulación mercantil, dicha lógica, empero, apunta a una imagen de bienes limitados, es decir, las existencias del stock no pueden ser nunca infinitas, por más que se aluda a un desempeño empresarial con ocasión del buhonero (Zanoni, 57-58). Este autor refleja una confusión conceptual: una cosa es emprender con proyecto o plan y otra cosa es emprender con el inmediatismo del vivales o audaz; aquél sabrá asumir los riesgo y prever el futuro, a éste le ocurrirá lo contrario. Los factores de cercanía de los tarantines, de los lazos familiares y de amistad, y de otras redes de apoyo como las economías de aglomeración, pueden tener resultados favorables en la medida del manejo de las relaciones primarias, pero no lo tendrán a largo plazo con las secundarias. Lo que interesa aquí es que el proyecto de urbe, de perfección como dice Aristóteles en su Política, no es posible en una situación de sobrevivencia representada por la familia, ni en una de protección o resguardo como lo es la expresada en la aldea, sino en la ciudad. En la ciudad de Caracas ocurre que el margen de sobrevivencia se desarrolla a costa de la seguridad o resguardo de la aldea, y sobre todo radicalmente a costa de la vocación de urbe con la que se fundó y se mantuvo la ciudad de Caracas por varias centurias.
3) Con ocasión de la propiedad colectiva informal, otra vez estamos entrampados con la política del estado populista. Esta vez no en torno a los territorios del alfoz de la ciudad, sino a los espacios públicos que definen esencialmente a la ciudad. Hoy día Caracas es un campamento, pero no de mineros (producción de factoría o colonia), sino de buhoneros (distribución mercantil con base en pequeñas unidades de venta semi-improvisadas). Una factoría no necesita ocupar espacios públicos; una venta semi-improvisada, aunque estable, sí. Dicha actividad informal es una proyección de la vida doméstica en las calles y aceras de la ciudad, es decir, en los sitios públicos de avenidas, parques, plazas, bulevares, etc. La pauta doméstica se convierte en la medida de la dinámica de la ciudad, y, por lo tanto, no sólo de la mera sobrevivencia, sino también de la complejidad de ésta, en cuanto que necesita formas de coacción física en la apropiación privada del espacio público.
“La pugna por los derechos de propiedad de espacios escasos en un sistema económico en el que no existe estado de derecho, como el del buhonerismo, puede ganarse si se han logrado desarrollar, o si se poseen por alguna razón, habilidades para coaccionar físicamente a los otros. Sin embargo, la coacción física se enfrenta, ocasionalmente, con las barreras que imponen las estructuras de las organizaciones locales de base que reclaman un liderazgo no coactivo” (Zanoni, 53).
La ley de la selva no termina con éxito si no garantiza la capacidad de acceder con ventajas colectivas a la propiedad de lo público, lo cual no es posible si “esto implica diversas formas de violar la ley” (Zanoni, 53). La lógica civilizada se rompe cuando la capacidad competitiva reside en cómo se gana ese “derecho de propiedad informal sobre el espacio público. Aquí nos abocamos a dos impasses: 1) el espacio público es monopolizado por los buhoneros; 2) el espacio público se confunde o se diluye en el espacio político, pues los políticos de acción burocrática se convierten en administradores “dueños” definitivos de la decisión sobre lo público.
A la amenaza física y a la monopolización política sobre el espacio público, se añade que la apropiación informal del espacio público termina en privilegios obtenidos a través de los mejores manejos del soborno, la subasta electoral, la corrupción y la violación de los derechos de propiedad. El “éxito” en la agregación del valor económico depende de la habilidad que se tenga de saltarse la ley.
La proyección doméstica que, por su arbitrariedad, también termina deteriorando las instituciones y la ley, no podría alcanzar existencia, si no hubiera un deterioro del sistema político perseguido como tal. El estado, cuyo nacimiento fue para la libertad del colectivo frente a la prescripción de la tribu y al clan doméstico, en Caracas ha perdido la capacidad para hacer que se cumplan las reglas del juego a favor de la ciudadanía. El régimen populista del estado obvia el concurso de la participación general, para orientar el concurso del privilegio particular, en la explotación buhoneril de la ciudad. Su interés se ciñe no sólo en la explotación económica, sino en la corrupción a que conduce el manejo del clientelismo político. Así el estado, como espacio político de la ciudad, explota el espacio público que contienen ontológicamente los gérmenes del proyecto urbano de la ciudad.
Si los territorios citadinos entran en los negociados políticos, es con miras a ofrecer la posibilidad de favorecer una flexibilidad mayor a la oferta de los espacios más demandados. En este sentido los buhoneros innovan hasta las formas de organización para dar “garantías” de estabilidad a los derechos de propiedad informales que logran obtener (Zanoni, 42). Cuando se repasan los conceptos como el de “bienes de propiedad comunal”, lo que viene a la mente es distinguir los espacios que pertenecen al alfoz, identificados como territorios ejidales originados en la comunidad bárbara, la aldea, y los espacios que pertenecen a la ciudad como urbe relativos a identificar los espacios públicos. Los derechos de las tierras ejidales en su redistribución de uso colectivo, terminan en el ejercicio particular de los recursos; empero, en el espacio público, la redistribución de uso colectivo termina en el ejercicio individual del recurso hasta hacer costumbre y ésta “hacerse ley” en el valor de cambio del negociado. Surgen así derechos de propiedad individual, aunque informal, sobre los espacios públicos, deviniendo estos en espacios comunitarios, aunque no formalizados por el estado. En ese juego de propiedad individual pero informal se cuela la acción política del estado populista para deteriorar el espacio público y someter como deudor político al espacio comunitario o colectivo.
El proceso de tenencia del derecho de propiedad colectiva e informal se halla estimulado, y al mismo tiempo detenido periódicamente por las fuerzas políticas. En esta cadencia en que se mueven lo político y lo colectivo, la trayectoria de lo urbano se estanca regresivamente. “La lógica de la escasez regula la asignación de derechos individuales sobre esos espacios donde prefieren ubicarse los buhoneros (zona de tránsito peatonal). En la medida en que el número de buhoneros ha crecido, los espacios libres para el transito peatonal se han reducido. La escasez de espacio ha motivado el surgimiento de organizaciones locales de base que tienen la intención de definir normativas de uso y también de hacer cumplir esas reglas” (Zanoni, 62).
Si el espacio público entra en crisis profunda, también las economías de aglomeración tienen su depresión y su caída, y con ello la crisis misma del espacio colectivo como señal de sometimiento al espacio político. “Esta fase creciente de la productividad promedio llega a un límite que está marcado por la disponibilidad de espacio físico. A partir de este umbral la ampliación del número de buhoneros se hace a costa del sacrificio de una cuota de mercado” (Zanoni, 62). Este manejo de dominación del poder político sobre los bienes de propiedad colectiva afecta el valor de la propiedad pública, dejándola en vilo. Al mismo tiempo que el estado legitima la apropiación individual del espacio a que accede el buhonero, también señala que dicho espacio sigue siendo de carácter público, y, por consiguiente, está sujeto a permanente renegociado político y económico. El deterioro económico acontece por exceso de buhoneros, y a su vez este exceso se convierte en un gran motivo de preocupación de política pública, aprovechada para el negociado político. “El incremento y pervivencia del buhonerismo tienen un impacto notable y dramático sobre la vida en la ciudad. Los notorios efectos colaterales derivados de su dinámica afectan a los ciudadanos y pueden ser considerados como un efecto evidente de ‘sobreexplotación’ de un recurso” (Zanoni, 64).
En conclusión, la vocación de urbe de la ciudad de Caracas se ve truncada en la medida en que se reducen los espacios de movimiento de un colectivo que aspira a la “perfección” (Aristóteles). El espacio público recoge en su ser y pensamiento esa libertad en todas las direcciones de la posibilidad y la expresa como objetivación ética en un proyecto de sociedad. Una ciudad sin espacio público (o un espacio público escamoteado), compulsa a los ciudadanos a regresarse en la ilusión de la “comunidad bárbara” o a refugiarse en su libertad de pensamiento a la espera de tiempos de civilidad. Si los ciudadanos no crean tejidos sociales (asociaciones y movimientos) como contra-política para enfrentar al estado populista y al mercado informal, entonces el estado se queda con toda la existencia de la ciudad, es decir, ejercerá su dominio absoluto a costa del derecho a la ciudad (Lefebvre, 1975) y a costa del derecho de la ciudad a desarrollar su vocación de urbe.
El drama de Caracas consiste también en el bajo tenor de su “comunidad bárbara” que por lo mismo ejerce el papel de una contracultura premoderna. El “animal”, es decir, la etnocultura, puede transformarse en un minotauro, representando éste a una cultura particular, como la etnicidad caraqueña, que no sólo contiene un escaso aliciente para elaborar lo urbano de la ciudad, sino que también genera obstáculos y dificultades cuando la propia ciudad propone orientarse hacia la urbanidad. Esta expresión etnocultural antiurbana toma cuerpo en uno de sus realidades de acción como es la del buhonerismo, concebido como un minotauro que amenaza desde su laberinto (Briceño, 1994) a la ciudad de Caracas, con el propósito de reducirla a una Torre de Babel. En suma, los tiempos de extravío socio-urbano para la ciudad de Caracas están signados por el predominio aplastante del espacio político, que al sobre-explotar la ciudad con motivo de la actividad del buhonerismo en el espacio colectivo, despoja, como contraparte, al espacio público de su vocación de urbe, de no saber a donde se orienta, y nos oriente a su vez, la ciudad caraqueña.
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XII Jornadas de Reflexión de la Fundación Francisco Herrera Luque
Centro Latinoamericano Rómulo Gallegos,
Caracas, 16 al 19 de Octubre de 2006
EL ANIMAL URBANO. Ensayo sobre la Ciudad de Caracas en Tiempos de Extravío.
RESUMEN
La ciudad tiene doble cara: la expresada por la comunidad y la que proyecta la urbanidad. Una representa la particularidad cultural, así decimos “comunidad bárbara”. La otra, la universalidad societal, como decir la “sociedad civilizada”. Su vocación de urbe otorga a la ciudad el sentido del proyecto de sociedad. El concepto de “animal urbano” analiza cómo en la Caracas actual se dosifica su etnicidad y su urbanidad. La cultura matrisocial indica la dificultad de cómo la ciudad de Caracas carece de la vocación de urbe, aprovechada por el estado populista. Se muestra en los hechos: 1) el de una ciudad sitiada en su casco urbano; 2) el de un pensamiento alienado sobre la ciudad con que viven sus habitantes. El buhonerismo constituye el renglón ponderado de la demostración, pues se expresa en la alta ocupación del espacio público por excelencia (la calle), en su organización restauradora de un comunitarismo familiar, y en el dominio del espacio público por el estado populista que sobreexplota la propiedad pública como informal y como apoyo para sustentar su poder sobre la sociedad urbana.
Palabras claves: ciudad, urbanidad, etnicidad, estado populista, matrisocialidad, buhonerismo.
Publicado en: Revista Venezolana de Análisis de Coyuntura, FACES-Universidad Central de Venezuela, Enero-Junio 2010 y Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal http://redalyc.uaemex.mx/
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