Paseo Los Ilustres (Caracas): Urbanismo sin gente urbana. |
País
de la ausencia,
extraño país,
más
ligero que ángel
y seña sutil,
color
de alga muerta,
color de neblí,
con
edad de siempre,
sin edad feliz.
(Gabriela
Mistral).
En las calles de Caracas acontecen encuentros
fortuitos e inevitables. Ansiosa la gente busca lo que hay y lo que no hay, de
alimentos, medicinas, repuestos…dinero efectivo y precios… Encuentros con
resonancias políticas y sabor mágico ante el colapso del país, y que se repican
entre sí:
-¡Y
aquí no pasa nada!
Se dan permanentes hechos políticos y
económicos en la superficie social dentro de los muros del hambre y la muerte,
y en extramuros con los delitos de lesa humanidad envueltos con lógicas del
malandraje, hasta de país con razón de incivilizado. Aún cuando la aglomeración
social se dispersa, queda en el ambiente geosocial el resabio:
-¡Y
aquí no pasa nada!
Como una explicación tocada en suertes.
Aquella explicación de calle, sin embargo,
se torna fija y dura como contrasentido, en las redes sociales, en las
intervenciones de la audiencia radial, en las conversaciones familiares:
-¡Despierta,
pueblo!...¡Reacciona!...¡Mira lo que pasa, gente, te están sometiendo!...
Pero aquí no pasa nada…País de las ausencias,
donde la sola presencia de realidad se convertiría en problema a trabajar,
porque evoca lo propio, la raíz, la virtud de lo que somos y aún desearíamos
ser, porque podríamos ser mejores y además deberíamos apuntar a ser lo óptimo
como seres de sociedad.
Pero cuando las presencias se asoman, se sienten como amenazas, pues surgen las
conductas insensatas, las situaciones narcisistas, los sentidos mediocres, las
suspicacias de las desconfianzas, el negativismo social del individualismo
primario. Se cierran así las puertas a los proyectos, apenas se entreabren las
ventanas del arriesgarse económicamente, se ensombrecen los dinteles del
emprendimiento a la conquista de la libertad, hasta los umbrales de la añoranza
que evoca la felicidad o el bienestar. La conformidad, cuyo señuelo es la
queja, sólo conduce a que asistamos a los corredores de las ausencias, a lo
ajeno de uno, a lo extraño de todos, al país “sin edad feliz”.
Si la prosa es poco contundente, es la
poesía con su lenguaje seductor la que focaliza mejor el problema, nos hace
sensibles ante la vida, nos permite ver la luz en la oscuridad.
Un país no es una aglomeración como piensa
el venezolano (Almandoz, 2008). La esencia de un país se bate con acciones de
estructura social y reflexión. Son acciones donde se incuban los acuerdos, a
los que se reelabora como instituidos para saber a qué atenernos con ellos como
seres sociales, y cumplirlos en la disposición de sus normas, para llamar a la
colaboración, y a negociar los intereses siempre particulares, sabiendo que el
derecho está por encima de las leyes. Porque es el derecho, basado en la
dignidad del ser humano, el que funda las relaciones sociales.
Lejos del país en construcción con
contenido social, están los resortes que crean las ausencias, como las complicidades,
las componendas, los artilugios desenfocados, las coberas de engaños con
halagos y la mención de promesas para la no cumplir.
Cuando dijimos el mes pasado que en
Venezuela no hubo ni hay país,
queremos decir que hemos venido en retroceso cultural, pese a que nuestro
remonte de la historia por el cual existimos como nación (políticamente
independiente) fue heroicamente brillante. La república proclamada con la mejor
minoría social que se produjo en la provincia con estatus de Capitanía General
de Venezuela, no fraguó con una estructura macerada en los conflictos y
solidaridades de sociedad, sino enmohecida por las demagogias a falta de
proyectos (Simón Rodríguez: Defensa de
Bolívar, 1916).
En estos momentos del siglo XXI, 200 años
después de la independencia política, todavía no se ha alcanzado la soberanía
social, es decir, la esencia de un país. Cuando nos quejamos y nos rebelamos
como matrisociales, cuyo techo es lo mágico, no actuamos al país real (ausente)
sino al país posible, y a éste con el borde abismal de lo imposible, al país narcisista,
aislado en sí mismo. Como el tornillo que se aisló en su hueco de rosca y que
parece que como destino no logra hacer rosca para insertarse en el concierto
universal de los países.
No tratamos ahora del aislamiento exterior, que los noticieros nacionales
e internacionales describen sobre Venezuela. La libertad es la enseña de un
país constitucional, que por su parte genera la legitimidad de la soberanía
nacional en el concierto de las naciones (libres). Pero esa libertad debe
autenticarse hacia adentro: el aislamiento al que dirigimos ahora nuestra
mirada es al aislamiento interior, al
inmanente de una nación, por el que como vacío existente marca al país de la
ausencia. No sólo es un vacío de país por su crisis de pueblo (Briceño
Iragorri, 1972), de vacuidad de nación por su formalidad sin sustancia de norma
y de cumplimiento de los acuerdos constitucionales, vacuidad hasta de etnicidad
por sus faltantes de significados de realidad, porque sus significados están signados
por una significación placentera alejada de la seriedad societal.
El concepto de matrisocialidad da razón
explicativa de este carácter de significación placentera, que coloca al país en
extrarradio de la realidad presencial. Si venimos a una sociológica radical,
las condiciones de la misma dureza antisocietaria por parte de la etnicidad, la
vemos también desguazada en estos momentos (anti)políticos en que está colocada
la nación. Tal es el caso de la familia: ésta no está en crisis, nunca lo ha
estado en su intimidad cultural, pero su realidad dura está sometida al
aislamiento en cuanto se halla colocada en su resquebrajamiento por la
emigración, el hambre, la enfermedad, condenada a la ausencia del sus
encuentros sociales, aunque sea bajo el signo placentero de las reciprocidades,
especialmente festivas. En breve, nos referimos a que ese vacío de sociedad a
que nos conduce como destino nuestro placer cultural que nos hace como somos,
aún ese vacío lo tenemos despojado, sitiado, porque está perdiendo hasta la
posibilidad del ejercicio de su destino de sociedad
natural (étnica).
En Venezuela estamos colocados ante el país
imposible, tanto por su esencia cultural como por la condición social. Nos
falla la constitución de la sociedad como contenido inmanente de ser país. Si,
por una parte, la condición sociopolítica depende de las condiciones de
reconocimiento que otorgan los otros como foráneos imparciales, por otra parte,
la esencia sociocultural depende del aparato de reconocimiento que a nosotros
nos damos nosotros mismos. La cultura (matrisocial) es ese aparato y su prueba
de referencia, la autoestima: ¿Nos queremos a nosotros mismos para mejorarnos o
nos permitimos esquivar el cumplimiento de las normas instituidas en los
acuerdos? Nuestra tentación mafiosa
(Gruson y Zubillaga, 2001) se conduce por la permisividad colectiva. En la
orientación de este sentido, nuestra autoestima se esfuma en los vacíos del deseo de ser país, en la megalomanía del
poder ser país como la otra cara de
un complejo de inferioridad, y en la negación al desafío de lo que debemos ser como país.
Hasta el deseo de país como primera
proyección evaporada, aunque rinda como trabajo una moral primaria, si aún
imagina la idea de trabajar a Venezuela como país, lo hará con el disimulo de
la sensatez (Briceño Guerrero, 1994), del narcisismo aislante (Ramos Calles,
1984), de la conciencia solitaria de recolección de espejismos (Rómulo Gallegos:
Doña Bárbara), del deber de la magia
o endiosamiento como techo de su realidad (Martin, 1983; Ascencio, 2012).
De
esta forma, la falta del deseo de país nos conduce a la irrupción de la
mediocridad, es decir, a aquella especie de satisfacción malsana de saber que cada
cual tiene debilidades y flaquezas, que define la satisfacción del vacío social
con la que armamos nuestros reality shows,
que esconden las profundas desconfianzas con los nuestros otros sí mismos.
Este error como subterfugio constituye el desorden radical localizado en el
estrato pre-originario de nuestra realidad etnológica, donde se encuentra la
gruesa dificultad de cimentar el pensamiento del país posible. Dije país
posible, que como irrealidad contiene una positividad de realidad más
prometedora que la misma realidad física de país. Porque si nos fijamos sólo en el país real,
nos conseguimos con las ausencias, que nos hacen impensable el mismo país
posible. Así nuestra ideología sobre el país real (inexistente) nos hace caer
en la tentación frustrante del país imposible.
¡Imposible! Más que tentación es un hecho
que ocurre en Venezuela debido al choque profundo, casi como una querella,
entre la cultura de ser país sin deseo
alguno y la sociedad de cómo debe ser un
país de muchos. En esta actual edad
histórica esa confrontación es más radical porque la ausencia o la nada
tiende a ser total, asociada al totalitarismo de unos pocos (utopistas) en el
régimen del estado con resultados de pesadilla para muchos. Ya no es el uso (la
obra como derecho) de la libertad la que guía al país posible, sino la
mercancía (el producto como injusticia) a la que ha sido degradada la libertad
la que hace al país imposible. He aquí cómo se desquicia una sociedad.
La disociación de las funciones
socio-mentales está afectando la organización social: tienes dinero pero no hay
alimentos, y cuando llegan éstos no tienes dinero porque la política del
gobierno sobre los bancos te lo limita o porque disponiendo de dinero se rompe
la equivalencia con los alimentos: el dinero no puede circular en el
intercambio porque no alcanza su valor para atinar con la mercancía que se sobrevaluó
con el precinto de sus precios.
Se paraliza el país a marchas forzadas con la
política económica comunista, y se entra así en la nada de la ausencia. Se
corresponde con la experiencia del “paltó está ahí” en la silla de la oficina
pública para expresar el vacío que ostenta un mueble con el funcionario
ausente: debes esperar, ausentarte tú también, sin obtener el servicio público,
ni poder reclamar por un servicio que pagas (luz, aseo urbano, gas, teléfono)
sin recibir su beneficio. Cuando ocurre esto, y tan persistentemente, el país
colapsa, porque primero ha colapsado el estado (Abrizo, 1998).
País desquiciado en su ausencia misma.
Porque a la suerte del estado fallido corresponde una falta de reactivo de
impugnación a la política misma del estado. La ausencia se trasmite hacia abajo
de la sociedad conformando una ausencia totalizante (Guevara, 2018). A la
vuelta de la esquina está el caos, la marcha de lo anárquico amenaza, donde los
más imaginativos con ansiedades de explicación quieren encontrar el surrealismo
como el estatuto de un país imposible. Estatuto favorable para provecho de los
utopistas al frente del gobierno: compran aparatos médicos obsoletos con
sobreprecio.
Y el país se degrada hacia una edad
media oscura al someter a la gente y a la organización social a un régimen de
peaje en todo tiempo y lugar, con motivo y sin motivo: para todo movimiento de
cualquier asunto tienes que desembolsar dinero para que funcione.
¡Colapso del
país! Y no pasa nada.
Ya está diseñado el país críptico,
subterráneo (debajo tierra), donde el enigma de la moneda va a orientar a la
sociedad a partir de un apoyo de carácter natural (recursos naturales en
prenda). La criptomoneda va a ser el Petro
(nombre derivado del petróleo). Es la señal de que en Venezuela vamos a seguir
viviendo de la naturaleza y no de la sociedad. Y ello para mantenernos en el
recurso natural en que se ha especializado nuestra economía, para cumplir con
el diseño del liberalismo más primitivo del siglo XVIII inglés. Así se conecta
con el comunismo (comunalismo rampante) que como primitivismo nos coloca en el
paleolítico inferior, como masa in-especializada de toderos (Guevara, 2018).
Aquí en la edad de la piedra más primitiva y bajo el régimen de nuestra
cultura matrisocial (antisocial), no pasa nada, todo está ausente, hasta el
deseo de país. El tiempo no tiene valor como en el paraíso, pero que al ser
expulsado al tiempo de la historia, el tiempo tiene todas las edades, pero
carece de la edad feliz. Con un país de la ausencia (sin sociedad con y de la
que vivir), estamos expuestos a todo desamparo, hambres, enfermedades y
violencias generalizadas.
¿Cómo generar los deseos de un país que revierta el
negativismo de la ausencia, en afirmación de aprendizaje social, como
resilencia con la que nos superemos remontando el tiempo de una edad deseada como feliz?
Entretanto y de cara al colapso del país,
en las calles se oye como réplica amenazoide:
-¡Aquí
va a pasar algo!...
Pero aquí [en Venezuela]…aquí…no pasa nada…
País
de la ausencia,
extraño
país,
más
ligero que ángel
y
seña sutil,
color
de alga muerta,
color
de neblí,
con
edad de siempre,
sin
edad feliz.
(Gabriela Mistral)
Referencias
Abrizo, Manuel. “El paltó está
ahí”. El Universal, Caracas
22 de marzo de 1998.
Almandoz, Arturo. “El progreso
no se construye haciendo
tabla rasa de todo”. El Nacional, Caracas 15 de junio
de
2008.
Ascencio, Michaelle. De que
vuelan, vuelan. Caracas:
Ed. Alfa, 2012.
Briceño I., Mario. Mensaje sin
destino. Caracas: Monte Ávila
Editores, 1972.
Briceño G., José Manuel. El
laberinto de los tres minotauros.
Caracas: Monte Ávila Editores, 1994.
Gallegos, Rómulo. Doña Bárbara
(novela).
Gruson, Alberto y Verónica
Zubillaga. Venezuela: la tentación
mafiosa. Caracas: Centro de Investigación
Social (CISOR), 2001.
Guevara, Javier. “Es muy
doloroso ver esta gran regresión,
esta barbarie”. Caracas: entrevista por Hugo
Prieto, enero de
2018. Tomado de: http://prodavinci.com/javier-guevara-es-muy-doloroso-ver-esta-gran-regresion-esta-barbarie/?platform=hootsuite
Martín, Gustavo. Magia y
religión en la Venezuela contemporánea.
Caracas: Ed. de La Biblioteca,
Universidad Central de Venezuela, 1983.
Ramos Calles, Raúl. Los
personajes de Gallegos a través de psicoanálisis.
Caracas: Monta Ávila
Editores, 1984.
Rodríguez, Simón. Defensa de
Bolívar. Caracas: Imprenta Bolívar, 1916.
Excelente anális, país de la ausencia..... mil gracias.
ResponderEliminarGracias, Sinai por participar en el blog
Eliminar