Pueblos originarios de América (Chile) |
En
cuanto a mi residencia, me jacto de tener muchas moradas.
No
solo habito a los “indios” y “negros”, y a los pardos de toda
graduación,
sino también a los europeos segundos y primeros de
América
y, muy especialmente, a los que me odias y persiguen
en
los otros porque no pueden expulsarme de su propio corazón
José
Manuel Briceño Guerrero: El laberinto de
los tres minotauros,
Caracas:
Monte Ávila, 1994, 307.
América más que un descubrimiento
geográfico, es un hecho cultura nuevo. Su invención por Colón y su referencia a
la utopía han enturbiado su realidad sociohistórica. Específicamente América
Latina se presenta después de 500 años como un fenómeno social y cultural no
resuelto por sí mismo. Esta situación se perfila ya en los primeros 60 años del
siglo XVI; a las nuevas afirmaciones de mestizos y criollos, se unió la
vergüenza de la nueva sociedad. Esta contradicción, producida en las márgenes
de la expansión occidental, no sólo encerraba las dificultades económicas y
políticas de toda situación colonial, sino sobre todo, la dificultad de cómo y
desde dónde pensar el nuevo ser latinoamericano y sus obras.
Últimamente, los intelectuales
latinoamericanos subrayan con optimismo que América Latina representa un
proceso de intercambios y contactos culturales único en la historia mundial, y,
además, que iniciado cataclísmicamente en 1492, aún no ha concluido. La
experiencia social acumulada en este sentido supone una gran riqueza de
elementos disponibles para la apertura y estrategia mundiales, que, mirando al
futuro, no suelen detentar otros ámbitos mundiales como la Unión Europea,
Estados Unidos, las naciones del Este europeo o el mundo Árabe.
Sin embargo y por oposición a esto, las
sociedades latinoamericanas se definen internamente por el exclusivismo de las
élites y por el complejo de ilegitimidad (sociedades sin figura de padre o
bastardía interior). Las dificultades del propio reconocimiento comienzan desde
aquí; de un modo particular, las dificultades a partir de saber que en América
Latina está incubada una creación cultural original, correlativa con una
versión nueva del ser humano; los tropiezos provienen de que este saber y
experiencia cultural no coinciden con la acción de reconciliación en este ser de
todos los elementos originales que lo componen: los aportes indo- afro- e
hispano- americanos.
En el nuevo ser latinoamericano desaparece
la unicidad de aquellas primigenias identidades; esto es, “ya no somos indios, ni negros, ni españoles…somos un pequeño género
humano” (Simón Bolívar). Este pensamiento lo remata el sabio venezolano de
los siglos XVIII-XIX, el maestro Simón Rodríguez: “La América Española es original, originales han de ser sus
instituciones y su gobierno, y originales los medios a fundar uno y otro”.
La reconciliación no será posible si las sociedades no llegan a mirarse desde
su propio ser original.
La dificultad de pensar por parte de las
sociedades latinoamericanas sobre lo que ellas mismas son, obedece a las
prácticas exclusivistas y enajenantes que ejecutan las élites al no aceptar la
novedad histórica y su correspondiente compromiso. ¿Se podría proponer que son
sólo las élites las que no están a la altura de semejante hecho cultural? ¿O
éste ha sido tan rápido que su conformación inicial que la sociedad necesita un
lapso mayor de tiempo para desarrollarse y ponerse al frente del mismo? Este
segundo problema es de consideración.
El hecho sociocultural latinoamericano es
comparable a la creación misma de Occidente. El período inicial de Occidente
duró un milenio, desde la expansión del Imperio Romano hasta la cristianización
completa de Europa. América Latina se configuró en menos de tres siglos, y aún
en su fundamento inicial se tomó menos de uno. La nueva homogeneidad cultural
se debió también como en el Occidente europeo a la imposición de una ley, al
sometimiento de pueblos diferentes a un común patrón civilizatorio que supone
una misma conducta participativa, al dictamen de una misma lengua, religión y
valores (greco-romanos hebraicos) que moldearon los comportamientos políticos y
las instituciones sociales.
Pese a ello, las élites no logran manejarse
y reconocerse del todo en su propia sociedad. Si la violencia de la conquista,
así como el mestizaje específicamente cultural como resultado, representaron en
su polarización las peculiaridades de la integración social, también en su
dinámica cataclísmica se produce se produce la referencia al origen de la
identidad social misma. Asociada ésta a la vergüenza étnica, se esconde aquel
origen, se le distorsiona, comenzando los desasosiegos frente a la identidad
colectiva y la historia social. Se hace difícil compaginar que somos producto
del indio y del conquistador, del negro y del blanco. La ideología vergonzante
dificulta que el mestizo o mulato se sienta reconciliado del todo al
identificarse con el indio o el negro (la madre como afecto) o mucho menos con
el español (el padre como norma social). Mientras el pensamiento no haga la
síntesis superando exclusivismos e ilegitimidades, la reconciliación entre los
componentes del ser latinoamericano vagará en la historia y en las sociedades;
con ello, el pensamiento social se mantendrá retrasado con respecto a la
vivencia o ser cultural de las mayorías populares.
El reconocimiento total de los componentes
sociales no es posible sin la reconciliación del pasado. El psicoanálisis y la
etnología nos hablan del pasado (inconsciente y mito) como la única posibilidad
de reconstruir desde las bases y así comprender el presente. En América Latina
esta reconciliación no está hecha; pesan muchos avatares y perniciosas
influencias foráneas, que se han interpuesto en la historia. Nos referimos al
pasado fundacional de América Latina, esto es, a los siglos XVI y XVII, y a las
ideologías persistentes, que pueden concretizarse en dos polares: la del
indigenismo y la del modernismo, aunque también se encuentran entremedias el
etnicismo afro-americanista y el integrismo hispanista.
El drama toma cuerpo, pues este pasado,
negado ideológicamente, es el que proporciona los orígenes de los verdaderos
contextos para el saber y actuar sociales. América Latina no es una serie de
Indostanes, donde retirados los ingleses o franceses, se restituye el
predominio de las culturas preexistentes. Como no volverá a Francia los galos,
ni a España los celtas e íberos, tampoco lo harán en América Latina los incas,
aztecas y mayas. Lo que no quiere decir que los sustratos más autóctonos en el tiempo,
no dejarán de tener un enorme peso en las nuevas identidades de las respectivas
sociedades actuales, quiérase o no. América no tendrá porvenir si se excluye al
“indio” que somos.
La reconciliación con el pasado total por
parte de todos los sectores sociales latinoamericanos, es indispensable para
enfrentar las posibilidades y desafíos del futuro inmediato, para solucionar
los prejuicios contradictorios, las negaciones unilaterales sobre el ser latinoamericano.
Las ideologías que hemos aceptado especialmente desde la Ilustración –lo que
realmente no somos es anglosajones- limitan nuestro pensamiento sobre nosotros
mismos, y aún la posibilidad de pensar el ser humano universal desde “la más
grande suma de humanidad con unidad cultural verdadera”, que representa América
Latina. Precisamente esta posibilidad es la que los centros foráneos buscan en
nuestros novelistas y poetas. Nuestra esperanza se cifra en estos gestores del
pensamiento; ellos son los que, siendo auténticos, van reatando el nudo
indisoluble de la identidad de los herederos de los conquistados y los
conquistadores, de los esclavizados y esclavizadores, de las élites y el
pueblo.
Tampoco caminará América sin el negro y sin
el “indiano”, el criollo, ladino, etc., todos ya mestizos culturalmente. La
ideología sobre el “indio” ha desviado el uso etimológico de lo “indígena”. Si
términos como autóctono, aborigen, pueden aún referir lo indígena al nivel de
los pueblos tribales, hay otros términos quasi sinónimos como vernáculo,
propio, puro, castizo, que pueden referir lo indígena (=lugareño, el hombre
natural de un lugar) a lo criollo, lo mestizo. Utilizar sólo lo indígena como
sinónimo de indio o aplicado a lo “indio”, prosigue la práctica ideológica del
sector dominante (conquistador, criollo), para despreciar lo indígena como lo
más propio americano. Lo indígena se identifica ante todo con la relación a la
tierra, al lugar, al pueblo de nacimiento (lo nacional), a lo común-itario y a
lo recíproco o “parejero”. El rescate de lo indígena como lo más propio
(idiosincrasia) o lo puro reivindica también lo mestizo y lo mulato americano
como producciones auténticas u originales. En cuanto mestizo el ser
latinoamericano no es un importado o una ficción, es real e indicado. Es
indígena por nacimiento (nacional) cultural y etno-geográfico.
Lo indígena que asume aquí su sentido noble
como modelo de análisis, se torna ideológico en la realidad del pensamiento
latinoamericano: la cultura se niega tercamente a ser lo que es: mestiza,
creyéndose que es quasi blanca europea. Es lo que identificamos como complejo matrisocial en Venezuela.
Equívocamente niega sus rasgos culturales “indios” “negros” e “hispanos”. Como
creación nueva, el mestizaje cultural
que representa el indígena
“criollo” es irreversible, como lo es la redondez de la tierra también
después de 1521. Si la peculiar situación geosocial del “indio” con respecto al
mestizaje cultural permite identificar aún pueblos tribales americanos, sin
embargo, lo “negro” que se incorpora al mestizaje se hace también presente como
un proceso indígena; por lo que en América Latina no se puede hablar de
enclaves de pueblos africanos. Lo “afroamericano” sólo describe lo indígena americano
en cuyo mestizaje resalta el origen africano de los rasgos. Lo mismo ocurre con
lo “hispanoamericano”. La transculturización estuvo presente en América desde
el mismo descubrimiento. Los mismos conquistadores muy pronto dejaron de ser
europeos para identificarse con las nuevas tierras americanas y su gente
preexistente.
Esta discriminación únicamente puede tener
sentido cuando aíslan artificialmente algunos rasgos para una descripción
superficial; pero no es útil para el análisis de la cultura auténtica
latinoamericana. Ya no somos indios, ni negros, ni españoles. Que algunos
grupos específicamente “indios” pervivan y pretendan identificarse con contexto
pre-colombinos inexistentes un problema que la historia latinoamericana tiene
que reconciliar. De igual manera, el criollo debe superar la vergüenza de
reconocerse también en el conquistador, es decir, en su señorío. Mientras no se
lleve a cabo una reconciliación del latinoamericano con todo lo que es y
contiene, sin dejar nada fuera (aún cierta compulsión de odio a lo propio) no
habrá solución genuina de cómo debe pensar y accionar su(s) identidad(es). Esta
reconciliación dramáticamente está por hacerse.
-Texto permanente: Caracas, 28 de junio de
1993.
-Textos prospectivos desde Venezuela:
Arguedas, J.
M.: Formación de una cultura nacional
indoamericana, México, Siglo
XXI, 1975.
Balmori, D.,
S.F. Voss y M. Wortman: La alianzas de
familias y la formación del país
en América
Latina, México: Fondo de
Cultura Económica,
1990.
Briceño
Guerrero, J. M.: El laberinto de los tres
minotauros, Caracas: Monte
Ávila, 1994.
Carrera
Damas, G.: De la dificultad de ser
criollo,
Venezuela: Grijalbo, 1993.
Garmendia, S.:
“El país no sabe hablar”. Entrevista
Por Rubén Witsotzki, Caracas: El
Nacional,
23 de julio de 2000, C/8.
Hurtado, S.: Cultura matrisocial y sociedad popular
en América Latina, Caracas:
Trópikos, 1995.
Hurtado, S.:
Élite venezolana y proyecto de modernidad,
Caracas: Ed. del Rectorado, UCV, 2000.
Mate, R y F.
Niewohner: El precio de la invención de
América, Barcelona:
Anthropos, 1992.
Mijares, A.:
La interpretación pesimista de la
sociología
latinoamericana, Caracas:
Revista Bohemia (s/f).
O´Gorman,
E.: La invención de América, México:
Fondo
de Cultura Económica, 1993.
Palacios, M.
F: “Frente al autoritarismo y la intolerancia”.
Entrevista por Iralis Fragiel, Caracas: El Universal,
Verbigracia, 20 de abril de 2002
Varios
Autores: Perfiles de América Latina,
Caracas:
Monte Ávila, 1992.
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