En las epistemologías que
se edifican en torno al poder/saber, como la
de Foucault, el análisis genealógico siempre se dirige contra el estado: su
esquema de poder/estado no sólo deja de lado a la sociedad como
un objeto inerme, y lo mismo a la cultura (antropológica), sino que
también enfocan un desvío de la modernidad sumamente grave: lo
instituido es perverso por naturaleza (social). Por más que abjure de la crítica abstracta y se refugie en una supuesta combinación
de racionalidades, Foucault termina por formular una crítica al
poder como perverso y a sus recovecos organizados en el estado (Foucault,
1995,122-140); por eso no avanza positivamente en la "construcción de la
sociedad"(Giddens,1995), sino negativamente observando cómo se
genealogizan las disciplinas y las vigilancias en torno a la sexualidad, a la
mujer, al niño y al hombre adulto (Cf. Foucault,1979; 1992; 1993).
En las epistemologías que
se edifican en torno a la sociedad, el análisis puede dirigirse
hacia los sujetos y sus racionalidades de un modo muy concreto,
porque se toman en cuenta a aquéllos no en sus estructuras obnubiladoras
del sujeto a favor de las racionalidades, sino en sus combinaciones concretas.
Esta concreción se obtiene del contenido y forma de las compulsiones
psíquicas y expresiones etnológicas, tal como el mismo Foucault entrevé la
rentabilidad de las búsquedas al final de su obra “Las Palabras y las Cosas”,
con tal de eliminar su estructuralismo a ultranza. En dicha epistemología
podemos observar que así como no hay una correspondencia de homologías directas
entre compulsiones psíquicas y expresiones culturales, tampoco existe dicha
correspondencia entre las fuerzas productivas de la cultura y los productos o
proyectos de la sociedad, entre una identidad étnica o nivel de la
voluntad común o "natural" y
la identidad social o nivel de la voluntad general o
"artefáctica". La filosofía social distingue estos niveles, pero
después se pierde en su análisis sociológico cuando trata de activar su
relación (Cf. Rabotnikof, 1994, en su crítica a Habermas).
Dentro de una epistemología
específicamente etnológica (Todorov, 29), en determinados colectivos esa no
correspondencia entre cultura y modernidad se resuelve sin problemas graves
porque la articulación productiva es tan directa que se convierte
casi en "natural" (caso francés) o se resuelve
con un fuerte trauma cultural
nacionalista porque la articulación productiva no es directa (caso alemán) (Cf.
Dumont, 1988). En el caso venezolano, esa no correspondencia el colectivo
la resuelve ideológicamente de un modo farsesco, esto es, haciendo mímesis de
lo social "artefáctico". Suponemos que puede ser una mímesis
creativa, a nivel estético, pero que no pasa de la novedad o innovación
modernizadora; a nivel societal, a veces denunciada como una modernización
dantesca, pues en vez de adelantar, atrasa a las sociedades (García
Canclini, 1993). En el caso venezolano frente al caso alemán, la
corresponden-cia termina por ser vacía, pues todo termina
resolviéndose como cultura, cuando lo so-cietario no debiera ser resuelto
así (Hurtado, 1998b).
La falta de observación de
la sociedad como artefacto a construir según unas normas de racionalidad
apropiadas, es decir, de la norma, autoridad o ideal del yo, perturba los
planteamientos de los filósofos sociales y sus críticas (Cf. Rabotnikof, 1994,
133 en su consideración sobre Habermas), y por supuesto perturba los análisis
sociológicos, por un lado, y a los antropológicos, por otro. Habermas se hace
cargo de ello en su crítica a los filósofos conservadores de la postmodernidad,
cuando plantea el desbordamiento de la cultura sobre la sociedad en la era de
la tecnología y del consumismo, que pone en aprietos al proyecto social.
A nivel antropológico, hemos observado este desbordamiento de
la cultura matrisocial para no dejar que emerja lo social moderno.
¿Porqué ocurre el caso
venezolano así? No porque el poder del estado se haya convertido en
omnipotente, sino porque estamos en presencia de una élite que es
un sujeto narcisista. El modelo de análisis lo ofrecen a nivel etnológico
Levi-Strauss (1975) y a nivel etnopsicoanalítico Devereux (1975): el
narcisismo se opone a la existencia de lo social, así como lo social lucha contra
la forma de existencia narcisista. El problema del intercambio hace
de clave para comparar uno y otro esquema en que se pueden sumergir el
sujeto narcisista y el sujeto social. Levi-Strauss nos dice que había un
momento en que al hombre no le gustaba el intercambio. Devereux
radicaliza el planteamiento en el hoy permanente de la postura infantil,
como postura del hombre narcisista; hay culturas narci-sistas, como la
matrisocial, donde por tanto, los dispositivos del intercambio no
funcionan bien del todo.
Hasta hoy la humanidad soñó
con captar y fijar ese instante fugitivo en que fue permitido creer que se
podía engañar la ley del intercambio, ganar sin perder, gozar sin
compartir. En los dos extremos del mundo, en los extremos del tiempo, el mito
sumerio de la edad de oro y el mito andamán de la vida futura se
contestan: uno al situar el fin de la felicidad primitiva en el momento en
que la confusión de las lenguas transformó las palabras en la cosa de todos; el
otro, al describir la beatitud del más allá como un cielo en que las
mujeres ya no se cambiarán; es decir, arrojando, en un futuro o en un pasado
igualmente inalcanzables, la dulzura, por siempre negada al hombre social, de
un mundo en el que se podría vivir entre sí (Levi-Strauss,1969,
575).
Devereux comenta este
texto:
Es fácil reconocer aquí
la posición narcisista primaria, la del niño que recibe sin corresponder.
Uno de mis pacientes, obsesionado hasta el límite de la esquizofrenia, me
dijo un día: «En el momento de nacer, habría querido vengarme por el trabajo
que me costaba respirar».Todas las fuerzas de la sociedad luchan contra
este narcisismo que quiere recibir insaciablemente, sin entregar jamás.
Por lo tanto, es ‘socialmente’ loable participar en el intercambio de
mujeres. Pero en el nivel narcisista, el problema se plantea en otros términos:
solo participan en el intercambio los débiles, los tontos (Devereux,
1975,184-185).
En los dos autores, el
intercambio de mujeres representa un paradigma de las relaciones en la
organización social. Hay colectivos en que la mediación cultural de tipo
narcisista perturba profundamente la relación entre individuo y sociedad. El
individualismo de carácter primario, observado en la matrisocialidad
venezolana, hace insoportable la vida en sociedad, pero ésta para sobrevivir
apela a su represión básica: la del deseo de consentir al hijo para retenerlo.
En esta compulsión, la mujer y su hijo no adquieren la virtud
amatoria o erótica, sino que permanecen en la etapa narcisista primaria. En el
análisis de la psicología de las multitudes, Moscovici (312-313) apela al
modelo narcisismo/erotismo para oponer la lógica narcisista de
la multitud a la lógica social del erotismo; no hace sino comprobar la
coherencia articulatoria de los modelos psicoanalítico de Freud y
estructuralista de Levi-Strauss.
La permanencia en el
narcisismo de un sujeto, como la élite venezolana, que sólo mira para sí, se
causa daño tanto a sí mismo como a la sociedad (Gil, 1978, IX). Su reto como
élite no supone romper el círculo de la pobreza de los otros, como es la
hipótesis de Gil (1978, 252 y ss), sino que su reto se ubica más
allí, en el círculo de "miseria etnopsíquica" (narcisismo) de ella
misma como élite y después del colectivo social, en el cual naufragarían
algunas de sus ideas si las tuviera. El narcisismo la tiene encerrada en un
laberinto de hierro, pues ha hecho de su estilo cultural narcisista, el modo de
su sobrevivencia en un colectivo cuya preservación en la existencia
se halla "garantizado" por el abandono mismo en que lo tiene sumido
la élite.
Para el individuo, el
colectivo venezolano está mal hecho como sociedad, porque le paraliza en su
desarrollo (como la madre al hijo) y le inhibe en sus
aspiraciones; pero el colectivo persiste como tal
"sociedad" porque ha hecho de aquéllo que le hace vivir, su modo de
vivir mismo, es decir: la supresión de los controles o normas, del castigo o
impunidad de la conducta del individuo. Por eso, éste se vuelve, en la búsqueda
de ‘asistencia’, al estado, al que le ha cedido todas sus responsabilidades; en
el modelo narcisista, las responsabilidades sociales quedan suspendidas, y
también las del individuo.
En una colectividad
narcisista, si el "ideal del yo" funciona poco y mal, el
"yo" se encuentra desorientado. Eso impide que la élite (como
sociedad inerme) se rebele contra el estado, lo mismo que el hijo narcisista se
suelte o se independice de la madre. El narcisismo de tipo matrisocial enuclea
un eje esquizo/paranoico en la cultura, que con-duce al venezolano a una
situación depresiva: ésta indica no sólo inmadurez afectiva (Martín, 1994),
sino también una subjetividad débil para plantearse y enfrentar problemas de la
realidad.
Para una reparación
sociocultural en Venezuela hay que precisar mejor dónde se encuentra el núcleo
esquizo/paranoico en el cual se originan los desórdenes etnotípicos
venezolanos: si es pre-edípico o cae ya en fase post-edípica. Martín
(1990) interpretando a M. Klein sostiene
que la esquizoparanoia venezolana logra pasar a la fase post-edípica,
defendiendo que el edipo lo capitaliza la madre a partir del planteamiento de
Jones. Esto sería al parecer más cónsono con la resolución cultural, que
ayudaría directamente a la reparación de lo depresivo. Pero no
podemos olvidar, como enfatizan los psicoanalistas que el edipo siempre ocurre
entre tres figuras, y que la cultura matrisocial llega difícilmente a
culminar la etapa edípica: por eso se muestra la conducta como pre-edípica
o de poca independencia y de anarquismo insuficiente (Cf. Dufrenne, 180,
comentando a Kardiner sobre la sociedad de Alor, cuyo talante
cultural tiene un parecido con el venezolano).
Nosotros tomando un
análisis de Roheim (1973; Cf. Laplantine, 1979), hablamos de un
edipo infantilizado en la matrisocialidad venezolana. La comprobación
sociocultural del edipo debe detectarse en la relación de la autoridad,
relación psicocultural que mira directamente al orden social. Si hay algo
claro en la etnografía es que la autoridad se encuentra ausente;
puede haber liderazgo, pero sin autoridad. Si aparece como un peldaño es a
nivel caudillista. Pero esa estructura de privilegios, en vez de generar la
autoridad, la ahoga en su inercia de promesas que no se pueden cumplir o se
cumplen a medias; puede corresponderse con la "autoridad afectiva" de
la madre, que aglutina consentimiento y represión del yo.
La construcción de lo
social requiere esencialmente una relación progresiva. Hemos
mostrado (Hurtado, 1998a) que en la matrisocialidad la figura materna,
especialmente en su atributo virginal, es netamente regresiva. Su reparación
cultural tiene que ver con las fiestas y rituales en honor a la madre. En
nuestra etnografía aparece la pluralidad de la figura de la madre obtenida a
costa de la mujer, como un resorte de excesiva presencia maternal; por su parte, uno de los rituales más fuertes
de reparación es el de la muerte y el de la visita frecuente a la tumba de la
madre: la madre resucita en el hijo, que permanece obediente a ella aún después
de muerta; puede ahora sin embargo tomar conciencia de esta obediencia
asumiendo la iniciativa y acción de visitarla a la tumba. Con esta reparación,
logra crecer en autonomía subjetiva.
Ubicar al edipo venezolano
en una fase infantilizada, casi pre-edípica, no puede extrañarnos
ante uno de los desvíos que ocurre en el proyecto de la modernidad, por cuyo
atajo se va a ámbitos nominados como postmodernidad. Un análisis
mal hecho puede conducir a identificar a la matrisocialidad como una expresión
postmoderna. Ya Devereux (1973), y lo hemos traído a colación para
comparar los desórdenes matrisociales con los de la modernidad en Hurtado
(1998a), anuncia los desórdenes esquizofrénicos de la modernidad. Whitebook
(1994, 236) informa que cada vez
hay más pacientes en ciclo preedípico en las sociedades modernas, para
los que el psicoanálisis clásico tendría vetados sus instrumentos de
análisis. Esto comporta el principio del "fin del
individuo".
El paciente postmoderno
padece "los sentimientos de vaciedad, aislamiento y futilidad, furia
pre-edípica y separación primitiva, aniquilamiento y ansiedades de
fragmentación con respecto a la integridad del yo. Todo esto puede enmascararse
por medio de fantasías grandiosas y narcisistas, que en muchos casos demuestran
adaptarse socialmente" (Whitebook, 236-237). Este yo no consolidado en
sí mismo se convierte no sólo en un síndrome clínico, sino también en un
fenómeno sociológico:
por ejemplo, la marcada
intensificación por la búsqueda del éxito material, del poder y del
estatus; la preocupación en
aumento por la juventud, la salud y el ‘glamour’ y el miedo concomitante de la
enfermedad, la vejez, y cualquier tipo de debilidad; y una ‘de-sublimación
represiva’ de la sexualidad acompañada de la dificultad de formar
relaciones duraderas que tengan
una profundidad emocional. Una vez más
-aunque sea difícil especificar la exacta relación existente entre el
narcisismo como una identidad psicopatológica y como una tendencia sociológica-
creo que existe un consenso que defiende la existencia de tal conexión. Uno no
tiene que de-fender la noción de una
‘sociedad sin padre’ ‘per se’ para mantener que los trastornos ocasionados en
el mundo vital por el desarrollo capitalista han ejercido un profundo
impacto en la familia. Citando un ejemplo,
Ph. Aries ha demostrado cómo la disolución de las vecindades
urbanas tiende a sobrecargar a la
familia con funciones que ésta no está
preparada para desarrollar. El medio ambiente que Habermas espera que
se produzca es cada vez menos probable
que tenga lugar (Whitebook, 237).
Es lo que preconizan los
análisis de Levi-Strauss (1969; 1975) y Devereux (1975): operar
contra lo social trae consecuencias liminales regresivas para las relaciones
sociales. Pero son dos variedades culturales del narcisismo: el matrisocial y
el moderno. Si el narcisismo es el núcleo patógeno de la segunda mitad del
siglo XX (Kohut en Whitebook, 238) que pretende ser una adaptación con más o
menos éxito al avance de la modernidad, según Habermas (Whitebook, 1994),
en la matrisocialidad también es el foco con connotaciones de rechazo
permanente al proyecto de modernidad. Es un narcisismo no moderno. Media
en ello todo el proceso de elaboración cultural; aquél puede ser un desvío,
riesgo o "efecto perverso"(Boudon, 1974) del proyecto de modernidad; éste resulta ser
el foco de la elaboración cultural y modo de supervivencia del
colectivo mismo frente a sus propios desórdenes etnotípicos o desórdenes
producidos por la cultura cuando establece una
intervención disfuncional con respecto a los asuntos
sociales.
El narcisismo y su conexión
pre-edípica compensatoria conduce a la filosofía social desde la Primera
Escuela de Frankfurt (Horkheimer y Adorno, 1971; Marcuse, 1975) a revisar
la subjetividad rebelde inscrita en el "ello" o los
impulsos. En la atmósfera postmoderna, la Segunda Escuela de Frankfurt
(Habermas, 1994; cf. Maestre, 1994) y su entorno francés
postestructuralista, vuelve a pensar sobre las potencialidades del
impulso. La posibilidad de recuperar al yo fragmentado no podrá hacerse desde
lo caótico, en el sentido de la filosofía kantiana; pero en Freud, el
‘ello’ como instinto en bruto no existe: representa una teoría burda, hoy
abandonada. El ‘ello’ como hipótesis contiene una masa yoica que lo
enuclea como sí mismo (self). Por lo tanto, el ‘ello’ no puede ser una bandera
de lucha como trabajo contra el yo o self.
La psicología del
‘ello’ de Marcuse (1975) que llama a la revolución de los instintos como
asiento de la felicidad por oposición al yo represivo, termina por
ser una teoría simplista, como la opuesta psicología del yo en cuanto sólo
conciencia. Pero la tradición naturalista no puede ser desaprendida del
proyecto de modernidad, sobre todo la que viene de Feuerbach, el joven Marx y
Freud. Lo que quiere decir que los impulsos deben ser trabajados bajo la
inspección del yo y con tecnologías que permitan alimentar al yo, como
lugar de capitalización de las autonomías críticas tanto de la cultura como de
lo social (Touraine, 1992).
Si el "efecto
perverso" del narcisismo moderno es una preocupación de los sujetos
societales, ¿cómo se puede interpelar al narcisismo matrisocial desde
el proyecto de modernidad que se otea en el exterior
venezolano? Sin una minoría activa o élite que piense la sociedad como
proyecto, la aplicación de tecnologías modernizantes sobre el colectivo
venezolano pronto pierden fuerza ante el trabajo de la identidad
étnica. Tal es el caso de todo lo que puede funcionar como social en Venezuela:
tiene que funcionar como enclave, hasta el estado, como hemos visto.
Es la endeblez de la subjetividad matricéntrica de tipo egolátrico o
narcisita la que pervierte el funcionamiento de las instituciones sociales
(Vethencourt, 1974; 1990) y como “efecto querido” o directamente producido por
la cultura. ¿Cómo se rompe ese círculo del narcisismo por dentro,
es decir, desde la identidad étnica, cuando no hay apoyo desde fuera, es
decir, desde la identidad social?
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Segunda conclusión del libro de Samuel Hurtado
Salazar: Élite Venezolana
y Proyecto de
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Venezuela,
Caracas, 2000, 303-311.
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