“Los mitos tienen, en este aspecto, un doble cometido:
explican el orden existente en términos históricos y
lo ‘justifican’ al asignarle una base moral, al presentarlo
como un sistema fundado en el derecho. Los que
entre ellos confirman la posición dominante de
un grupo son evidentemente los más significativos”
(Balandier, 1969, 136).
La fuerza y la coacción políticas se basan en el
consentimiento que ofrece el colectivo social. Este se halla articulado (sometido)
a las presiones, ideologías y normas de lo sagrado y de lo místico. Las relaciones
de dominación no tienen únicamente una expresión o dosis de violencia. Si fuera
así, la consistencia social no podría
sostenerse. El consentimiento, apoyado por la crisis sacrificial a nivel
mítico, se instala místicamente en el
grupo y opera políticamente.
La dominación colonialista es realmente grave; en ella
se resalta la violencia como usurpación. En consecuencia, las relaciones sociales son conducidas hacia su deterioro, perversión. Dicha dominación se
ubica en lo liminal violento, en el oprobio
del ser social, en lo provocativo de la crisis social a todo nivel. Si ello
trae consigo la enfermedad como vimos,
también produce el llamado de toda la
sociedad (la real y la imaginaria), que denuncia la violencia del proceso, y,
por eso, in-voca, con-voca y pro-voca (llamar -hacia adentro, -a concentrarse, -hacia adelante,
respectivamente) a las fuerzas sociales para reinstaurar el antiguo orden. Se
hacen presentes simbólica y místicamente los dioses, los muertos, los padres
ancentrales, los chamanes, etc. Todos ingresan en el ámbito de la autoridad con
igual o más presencia y afectación que los hombres vivos. El poder como
revelador de la coerción, sólo puede mantener se, si produce una dosis de
consentimiento igual o mayor. La dominación aparece o debe aparecer ofrecida
como un servicio, en el cual los
dominados participan. Surgido de una competición, el poder político necesita
aguantar la competición a ultranza que implica la destrucción de lo político
social. Para ello necesita una base social, que lo legitime o apoye para actuar
el control sobre la sociedad; la legitimidad se constituye fundamentalmente por
el consentimiento de los súb-ditos (so-metidos). La legitimación adquiere forma
religiosa (veneración) mística (lealtad personal), simbólica (manipulación,
exorcismo), mágica (fascinación mítica y ritual).
El consentimiento político no se inscribe en un
intercambio simple entre dominantes y dominados. Los dominados (clases, países, naciones)
proporcionan elementos de bajo perfil económico e ideológico: materias primas,
trabajo no calificado, abundancia de mano de obra, bajo consumo de alta
tecnología, etc.; los dominantes los ofrecen de alto perfil; productos industrializados,
trabajo calificado, abundancia de capital caro, alto consumo tecnológico,
mercados altamente desarrollados. El intercambio es complejo, pues genera ganadores y perdedores, acreedores y deudores.
Complejidad que se torna casi radical, porque la deuda no se va a poder cobrar ya que los otros no pueden pagar como
perdedores.
La salida es la condonación
de la deuda, que tomará la forma de un servicio
de la deuda donde la estructura de la reciprocidad se verá entrampada entre la
emergencia de los superiores y los inferiores. El impago de la deuda produce
seres inferiores; la condonación, seres superiores. El servicio representa un desvío del contra-don o contraprestación, cambiable
por otros bienes de equivalencia incongruente, pero que se hace congruente en
el sistema de transformaciones del sistema político. Son bienes imaginarios de
carácter ideológico, reelaborados políticamente. El caso del populismo
latinoamericano es un ejemplo transparente. El Estado acude a los sectores
populares como base de su reacción antioligárquica. Estos reciben los dones de
la urbanización -una urbanización, por otra
parte, normalmente tugurizada-, que no pueden devolver, esto es, pagar
de vuelta al estado, por lo que entran en deuda con él. El servicio de la deuda se la cobra el estado mediante la permanente
desmovilización política popular, pero además deben pasar a realizar un proceso
positivo, el de la legitimación, y deben hacerlo ideológicamente presentable,
esto es, con actitud de agradecimiento.
La autoridad, el estado y sus representantes, pasan por benefactores por antonomasia, y los sectores populares como
los fieles
leales so-metidos. Tal es el exvoto político del populismo.
A la violencia -tan palpitante- del poder se le
acallan las voces, se le obliga a pasar desapercibida. El logro del
consentimiento se traslada a la propaganda del sistema, al cacareo de las
promesas cumplidas, para rematar, con plusvalía política, el proceso de
consentimiento. En cualquier sistema político se necesita velar la parte de
violencia, por lo que puede significar de
riesgo mortal para la sociedad. Se trata de hacerlo in-movilizando o des-movilizando la
fuerza que tiene todo colectivo social como tal. Es preciso que el monopolio
sobre el sentido de vida y muerte, salud y enfermedad, cielo y tierra, felicidad
y desgracia... no aparezca como sistema, como abuso (institucionalizado). El abuso no puede ser como tal nunca
legitimado, consentido. La violencia engendra violencia en espiral, y no puede
ser atajada sino con más violencia. La sociedad tuvo su historia en la
elaboración del sistema de transformaciones que van desde la sola violencia
como hipótesis hasta la elaboración de altas dosis de consentimiento en la
presentación de la violencia en las sociedades modernas. La sociedad sin estado
respondía eliminando al héroe, al jefe o
al chamán en un acto sacrificial (el debe
morir uno por el pueblo de Caifás) para descartar la espiral de la
violencia. En sociedades con estado,
con la
crisis sacrificial, el jefe
contrae la obligación de mostrar a cada momento el carácter inocente de su
función (el juicio de residencia, por
ejemplo, de nuestros funcionarios coloniales, o la declaración de bienes de
nuestros funcionarios republicanos).
El consentimiento político tiene diversas formas de
solucionar el sistema de reciprocidad en su aspecto del contra-don o
contrapartida, según el conjunto de responsabilidades y obligaciones acordes
con el régimen político: paz y arbitraje, defensa de la tradición y la ley,
prosperidad del país y de los habitantes, comunión con los antepasados y los
dioses, etc. La legitimidad última del poder político y su justificación
autonómica frente a la religión consiste en que la proporción de seguridades al
colectivo se lleva a cabo mediante unos
beneficios, al menos secundarios, que se difunden al cuerpo social. El
colectivo puede entregar su libertad económica (esclavismo, feudalismo) y
política (monarquía absoluta), pero no puede aceptar su inseguridad ontológica. La seguridad no puede
darse sino dentro de un proceso de articulación social. La democracia
occidental se apoya en los beneficios
que reporta el Estado de Bienestar; en el populismo latinoamericano en el drenaje
de beneficios secundarios que la clase
dominante lleva en dirección a la clase dominada a través del sistema distributivo
de unos bienes impagables. Por eso en
el populismo todo, hasta la economía, se sobrepolitiza. Si no se produce este
intercambio elemental entre beneficios importantes de unos y secundarios de
otros, no es posible ningún umbral de legitimación política. Las crisis
beneficiales (beneficios distributivos), al menos en estado latente, ponen en
peligro a las democracias occidentales.
El
consentimiento y adhesión a un orden político tienen sus límites. Los
dominados recurren a mecanismos informales (rumores, chismes, chistes,
caricaturas), para decir de su ambigüedad al orden, pues pueden tanto adherir
como impugnar dicho orden. Venerado por sus implicaciones sagradas, el orden
político es impugnado porque se asienta sobre una desigualdad básica al garantizar los privilegios de los que lo
detentan.
Leach (1976) interpreta el sistema político Kachin de la Alta Birmania dentro de un
modelo de equilibrio siempre en estado latente de movimiento. El régimen Shan identifica un tipo de régimen
feudal, mientras el Gumlao uno de
carácter igualitario, impugnador de los peligros inscritos en el exceso de
poder de los parientes. La situación intermedia Gumsa significa el equilibrio entre los dos polos extremos. Los
impugnadores al imperio inglés solían proceder de los Gumlao.
Entre los Israelitas de los imperios griego y romano
se detectan las categorías sociales análogas. Los Saduceos,
la élite entreguista, desculturizada, y los Fariseos,
nacionalistas, de asonada popular y guerrilleros, que identificaban a los piadosos:
a los místicos o fieles a los valores
religiosos, culturales y políticos del pueblo de Israel.
En suma, existe una búsqueda del poder político a
través de la mística y de la religión.
Como todos los poderes políticos están sometidos al reino de los dioses, a lo
imaginario de los antepasados, al discernimiento religioso, es posible la
impugnación de un poder político que sanciona un orden social desigual. Por eso
el mecanismo legitimador tienen la estructura mágico-religiosa, es decir, apoya
el acceso al poder centralizado, al mismo tiempo que difunde los valores
igualitarios en la sociedad. Por eso en los procesos prácticos se oponen
institución y rebelión, rey y profeta, sacerdote y místico. Lo político y lo
contra-político indican áreas complementarias de estructuras idénticas y funciones
opuestas. La contradictio oppositorum plenifica
la esfera política que no puede analizarse sino desde el simbolismo
mágico-religioso.
BALANDIER, G.
(1969): Antropología Política,
Península, Barcelona.
LEACH, E.
(1976): Sistemas Políticos de la Alta
Birmania, Anagrama, Barcelona.----------
Publicado en Samuel Hurtado Salazar: "Los registros mágico-religiosos de lo político". En TIERRA NUESTRA QUE ESTÁS EN EL CIELO, Caracas: Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico, Universidad Central de Venezuela, 1999, 59-63.
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