[…]¿No es tiempo ya de
que quienes
amamos
nos liberemos del
amado y resistamos vibrando:
como la flecha resiste
a la cuerda, para ser en el impulso
de su salto
más que ella misma?
Porque no hay que permanecer en
ninguna parte.
Rainer María RILKE
En Hanni Ossott: Cómo leer poesía
Bid & co.editor,
Caracas, 2005, 20.
1.
La existencia del otro remueve todas las patrias.
Ya se me han ido
todas mis patrias. Y ningún país ha servido a mi exilio. Por eso, estoy
obligado a cultivar toda la tierra sin dejar ningún rincón, para acaso vivirla
como una tierra extranjera. Destinado a sentir un exilio sin lugar para asumir
todos los lugares. He procurado armar los espacios como distantes y los
cercanos como si fuera un forastero. Se me presentó así el crecimiento personal
como una insondable soledad. La esperanza permanece experimentando cómo las soledades
otras se comunican, tal como ocurre con la soledad del poeta en la que se crea,
al mismo tiempo, el principio de solidaridad con los seres y sitios del mundo
entero (Savater, 2000: 379-389).
La antropología
moderna ya me había sumergido en el exilio: vivir, examinar y simbolizar poéticamente a los otros. La existencia
de éstos, en cuanto alternabilidad inevitable como el mito, originaba la
representación de mi extrañidad. Ya
su referencia me disponía a verme por dentro aunque desde fuera. Me alertó de
la alienación, de no dejarme sucumbir en el lago de las distancias, ni de
fagocitarme lentamente en la tentación de los imaginarios ilusos de lo íntimo,
como un regreso al paradisíaco vientre patrio. Ese otro también tiene facultades de seducción como Circe, como aquél
que se enamora de las cosas por su exótica lejanía. El alma más que el cuerpo
se resiente que el viaje sea al extranjero. Viaje que recibe los sentidos del
cántaro roto, como es lo que significa la evaporación de las patrias. Entonces,
y sólo entonces, lo extranjero muestra su levedad de infinito.
En la memoria, pueden
retornar las patrias; de hecho retornan, con la capacidad que les otorga su
etnicidad dada o construida. Cada cual hace así su patria (o sus patrias), y,
por lo mismo, sus posibles exilios. No podemos descontar, como ilusionismo
civilizatorio, las capacidades naturales que se nos dieron como un aporte de capital
a cuenta. Sin éste no podríamos trabajar la posibilidad de remontar las
fronteras de las patrias obtenidas en el camino. Así como no podemos descontar
(evitar) el retorno de las nieves en diciembre, los aullidos de los lobos en
enero, el brote desafiante de los matorrales en primavera, y la floración de
novia que ofrecen los cafetos en la montaña de Los Teques. La patria también se
va y se viene como metáfora de que todo se hace propio, al mismo tiempo que se
enajena, se alterna.
2.
La verdad de estar y no estar en las patrias.
Las idas y venidas de
las patrias originan que todos tengan su verdad. Para Alfredo de Musset, hace
200 años, “los grandes artistas no tienen país”. Lo proclamó en medio del furor
de los nacionalismos del siglo XIX ¿Era un grito de negación a cooperar en la
construcción del Estado-nación o era una misión del artista planteada en cuanto
razón de ser tal? (Bauman, 2012: 215). Musset se saltaba el compromiso patriota
clamando por su opción de universalidad con un eslogan del iluminismo
dieciochesco.
En la actualidad,
Juan Goytisolo encuentra muy satisfactoria la situación privilegiada, así como
la necesidad, de compartir la intimidad y la lejanía. Una y otra cualidad hacen
sentir presencias de realidades que nos reubican en distintos lugares y formas
de ser: soy español de una forma y venezolano de otra, y es el juego de las dos
cualidades las que me hacen tener una cuantía de valor agregado al que sólo
posee una. El ser una sola cosa no tiene juego o no sabe o no puede hacer
juego. Cada cualidad tendrá su puesto en la jerarquía de la historia personal:
lo español no dejará de ser por prescripción la patria nativa, mientras que lo
venezolano por elección ocupa la función de la patria en construcción, la que
se padece in actu. Desde esta patria
en invención, logro observaciones, escrutinios y hallazgos de la patria nativa
que sin el juego de la soledad alterna no hubiera obtenido nunca. Si hubiera
vivido sólo en la intimidad del nativo, hubiera corrido el riesgo de no obtener
la referencia de visión desde la distancia.
Derridá se esforzará
en pensar en viaje. Este es un
ejercicio que tiene en cuenta un punto de partida al que jamás se retorna. El
desafío es ir en busca de lo desconocido con todos los riesgos. “Derridá está
obsesionado con ‘estar lejos’”. Lo que le iba a traer en consecuencia ser un
hombre ‘sin Estado’, es decir, de “no tener Estado cultural” (Bauman, 2012:
217). Esto significaba tener más de una patria, construir un hogar en la encrucijada
cultural. Parecido a Goytisolo, como a mi propia experiencia, sin tener que
trasladarme tanto geográficamente.
¿Somos unos exiliados
pacientes, y sufrimos por ello? Padecemos, porque cada patria la interiorizamos
anímicamente, y ésta al fin se revienta expandiendo sus realidades tácitas en
felizmente doloroso parto. Sin padecer la patria, ésta no tiene razón de ser.
Con el solo sufrimiento (¿resentimiento?) nunca hubiéramos tenido necesidad de
comunicar el contenido padecido de nuestras patrias, y enriquecido el ánimo
personal. A pesar de padecido, lo
propio no logra reelaborar del todo lo extraño como lo posible sufrido, dejando a lo extraño su también propia autonomía
de operación en el alma del poeta o del intelectual[1].
Es lo que hace posible el juego de las soledades alternas, y con ello obtener
muchos y diversos tipos de patrias, como
lugares de apesgos o como lugares del intercambio.
El retorno de las
patrias consiste, para el artista, no en que éste no tiene patrias, sino que
tiene más de una. Esto le permite estar en el juego permanente de ida y vuelta,
de estar dentro y estar fuera, y tener conciencia de ello en cada acto. El
aprendizaje de este juego lo ofrece la ocasión del exilio. Aún con esta ocasión
o sin ella, dicho aprendizaje puede lograrse, como situación o estado en
exilio, técnicamente: “uno está en un lugar pero no es de él” (Bauman, 2012:
217). Es la experiencia del poeta, del monje, místico, asceta. Como monje y
asceta, Hugo de San Víctor, ya en el siglo XIV, sabía de esta realidad de lo
íntimo exiliado.
3.
El aprendizaje de la extrañeza para la
alternancia social.
El contenido de este
aprendizaje hace que éste no sea sólo una cuestión técnica. También pertenece a
un proyecto social como realidad sustantiva. En esta experiencia no son
suficientes las patrias o países que sirven únicamente para una alienación
negativa como la del hijo pródigo de la parábola (Lucas, 15: 11), ni el exilio
estético en que se refugia el escritor como táctica metódica (Paz, 1993: 72-97),
ni es la situación del viajero por oficio pero que no piensa en viaje (al
contrario de Derridá), ni la del cooperante transitorio en país lejano con su
idea altruista (Todorov, 1988: 10), ni la del misionero católico donde el viaje
no cuenta en el pensamiento del envío.
En las escaladas
epocales, emergen diversas patrias que mejoran las subjetividades de los
individuos. El orador romano, Marco Tulio Cicerón, desempolva dos patrias, la
de la aldea, de vivencia íntima, nativa, y la política, la de la ciudadanía,
que le otorga el derecho romano:
Creo que
todos los ciudadanos tienen dos patrias, una natural y la otra política. Así
sucede con este Catón del que hablas: nació en Túsculum, pero tenía derecho de
ciudadanía en Roma. Al ser tusculano de origen y romano por derecho de
ciudadanía, tenía una primera patria, el lugar donde nació, y otra de derecho
(citado por Todorov, 2008: 101-102).
El monje inglés,
catorce siglos más tarde (siglo XIV), Hugo de San Víctor, en la época del
medioevo, diseña tres opciones para hacer sentir el grado de pertenencia o
compromiso humano con las patrias:
El
hombre que encuentra dulce su patria es todavía un tierno principiante; aquél
para quién cualquier tierra se le hace nativa como la suya ya es fuerte; pero
es perfecto aquél para quién todo el mundo es como una tierra extranjera
(citado por Zulaika, 1996: 194)
En tiempos de Cicerón
y de toda la antigüedad clásica, en la patria cívica se cifraban todos los
intereses objetivos, de tal modo que, perdida la patria, también se pierden el
lugar, la mujer, el hijo, los amigos, los placeres sociales, la comunicación,
etc. (Constant, en Todorov, 2008: 106). La nueva patria, la del ciudadano, era
un hecho objetivante del todo social. En cambio, en el medioevo de Hugo de San
Víctor, la patria, sentida como un lugar romántico a lo sajón, se subjetiviza,
a partir de su interiorización y desarrollo. Así las patrias se multiplican, no
para su disolución negativista, sino como una proyección afirmativa con miras a
la universalidad, que representa la urbe (no ya la polis). Hay una patria
otorgada como nativa, otra la patria de adopción política, y otra más la patria
de la trascendencia social. El proceso de realización patriota se va alterando
en la medida en que se remontan culturalmente las fronteras tanto nativas como políticas,
y se hace del orbe-terráqueo una patria vivida como extraña, al fin,
extranjera, es decir, con juego de alteridades. Allí la propia soledad puede
accionar con las soledades alternas (extrañas). Es la única manera de asistir a
los exilios como productores de riquezas personales, culturales y sociales.
Hurtado (2005: 112-119) recoge el análisis de los enunciados de Hugo de San
Víctor en un texto para pulsar lo que implica la diáspora internacional
venezolana en el estado de sociedad en aquel país suramericano.
El auténtico exilio
demanda que el ciudadano vea más allá de las murallas de la polis; que divise
desde allí un horizonte de posibilidades de ser, y luego pensar esto como un
proyecto urbi et orbi. Así se obtiene un valor social agregado, que identificamos como lo urbano (de universalidad extraña) por oposición al valor normal
de lo ciudadano (lo propio común). La idea es cómo el individuo va remontando
las distintas patrias, que una vez trabajadas (vividas), va dejando de lado
para incorporarlas al fin a su plenitud de universalidad, donde se obtiene el
perfecto juego de la soledad alterna. Es soledad porque el individuo va en solitario
con su responsabilidad, con su sola alma sentimental, en que cristaliza su
propísima interioridad – intimidad, hasta dar con la soledad de los otros, que
es como se la puede vivir. Este es un proyecto, y, como tal, con su auténtica
lejanía y extrañeza.
De esto nos saben
decir muy bien los grandes poetas. Ante este mysterium humano, se postra Hanni Ossott proclamándose asombrada, actitud que le permite
constatar lo santo de las cosas
(Ossott, 2005: 6). Además sumergiéndose la poetisa en los poemas de Henri
Corbin: Lejos como un Viaje, vuelve
el viaje como la metáfora de la lejanía,
a la que la poetisa nos impulsa también a nosotros a sumergirnos en las cosas
desconocidas pero halladas, que no son otra cosa que pertenencias a la
perturbación poética del alma misma de Hanni Ossott.
Desde la opción
consciente del exilio geográfico y cultural, Marina Gasparini se nos viene con
la necesidad de la extrañeza con el fin de interiorizar las cosas y después
poderlas objetivar en la escritura. Marina lucha contra la posibilidad del
signo de la condena que puede sufrir el exiliado, y lucha contra la nostalgia
como amenaza. El exilio es un viaje sin retorno, por lo que no hay que contar
con el pasado, habitado sólo por los de una tierra de nadie: “Quién no supere
la nostalgia se queda en la tierra de nadie”. Sobreponiéndose a esta
posibilidad de la condena, la poetisa auto-exiliada comienza a construir sus
patrias en las circunstancias sociales de sus propios acontecimientos. Así
dice: “La patria cambia continuamente: un día es la escritura, otro día es el
amor…” “La patria de todas formas es un
lugar interior, no una geografía” (citado en Méndez, 2012).
Aunque la experiencia
poética es un modelo ejemplar para la experiencia sociológica (González Ruiz,
1975: 72), cuando se produce ésta, comienza un duelo complejo relativo a la
salud mental del emigrante, que se expresa en ansiedades, insomnios, desvelos y
ensoñaciones diurnas (Miguel Delibes: Diario
de un Emigrante). “Se trata de una sensación que no desaparece, pues el
país que se abandona sigue ahí con todo su significado” (Guevara, 2012). El
duelo entonces se torna múltiple y se incorporan a él, lo mismo que en el
exilio o destierro en la antigüedad clásica, la familia y amigos, la lengua, la
cultura, los paisajes, el estatus social, grupos étnicos y riesgos físicos. El
problema es fuerte: “Posiblemente, dice Joseba Achotegui, profesor de la Universidad de
Barcelona, ninguna otra situación de la vida de una persona, incluso la pérdida
de un ser querido, supone tantos cambios como la migración” (Achotegui 2009,
citado en Guevara, 2012).
4.
La ontología de la soledad alterna.
La experiencia social
de la extrañeza etnológica, generada por la oportunidad del exilio, cuesta todo
“un síndrome de Ulises: un cuadro de estrés crónico que afecta a los
inmigrantes” (Guevara, 2012). Sin embargo, cuando el problema entra dentro de
un proyecto de vida y trabajo para la realización personal (nivel ontológico),
dicho síndrome y sus duelos (nivel patológico) disminuyen sus fuerzas dañinas
de estrés. Entonces volvemos a retomar la altura ontológica de nuestro concepto
de la soledad alterna, con el fin de
no extraviarnos de nuestro camino teórico trazado.
Hugo de San Víctor
nos ha marcado la divisa que según nuestro modelo analítico de padecer/sufrir,
podemos decir que en una tierra extraña padecida
por todos, ya no es posible el exilio solamente como un peso sufrido. La tierra ha dejado de ser la
de las raíces, la del tierno principiante, la de los sueños de llegar a Ítaca.
Aunque siempre tengamos que comenzar por los principios de las cosas, pero
teniéndolos lejos como referencia imperdible para no embarcarnos en el Leteo (río
del olvido). “Pero por la patria que nos ha engendrado sentimos un cariño igual
[que la cívica] y sin duda jamás renegaría de ella”, nos dice Cicerón (citado
por Todorov, 2008: 102).
Al fin, Todorov, en
términos de las identidades colectivas, establece los marcos de la triada de
estructuras donde se pueden asentar los tipos de patrias que indicamos arriba
buscando en nuestra episteme la patria societal, la constitucional frente a la
nacional. Diferencia tres grandes tipos de identidades: 1) las identidades
culturales, con sus múltiples particularidades; 2) la identidad cívica, la de
un país, la del Estado; 3) la identidad social como adhesión a unos valores que
pretenden ser universales (Todorov, 2008: 116). Son tipos cuyos planos se han
ido separando, hasta autonomizarse en unos sitios y en proceso de independencia
en otros, de acuerdo al aprendizaje societal de cada colectivo social (Cf.
Rosanvallon, 2012: 309-364). El tercer tipo, el societal, comienza a tener
autonomía plena, en cuya flexibilidad de extrañeza puede colocarse innovadoramente el contingente o lote de
la identidad personal: en la patria como un proyecto de una tierra extranjera
puede crecer y desarrollarse aquella patria íntima, cuyo territorio es el de
los amigos del alma construida, la patria que se hace en las interioridades del
yo y como encarnación graciosa (de gratuidad), aunque hay que trabajarlo con
denuedo cotidianamente, del proyecto social.
Es el contingente de
los amigos cuasi hermanos o hijos, provenientes de una experiencia total en la
oportunidad de un proceso de educación o autoridad. Su pérdida deja al educador
en el estado de un padre social huérfano. Así toda orfandad, sobre todo la
paternal, es un tipo de exilio del alma que signa el sacrificio gratuito
demandado por las relaciones sociales impulsoras del proyecto societal. Es un
exilio que requiere de un duelo, por la patria ida, que hay que llevar a cabo
como un padecer por el “hijo del
alma” que se fue, con el fin de soldar las rendijas del cántaro roto, metáfora
del alma rasgada; y duelo necesario también para acceder y reconstituirse en el
exilio y aún sobreponerse y seguir creciendo con la capacidad de vivir en él,
como en una tierra extraña, pero llena de un potencial de luminosidad.
Bauman coloca aquí el
trabajo del jardinero por oposición al ecólogo guardabosques y al cazador
depredador. El jardinero piensa que hay un orden en el mundo gracias a sus
cuidados y desvelos permanentes. Sabe qué plantas crecerán y cuáles no. Así
elabora una disposición o plan; después hace el proyecto, que ejecuta luego
como una utopía para mantener en equilibrio su mente: “los jardines siempre
están a nuestro alcance” (Bauman, 2008: 114), porque pueden estar en nuestras
manos, por ser obra de éstas.
Para esta razón de
ser, que motiva al actor social como un jardinero de la sociedad, se trae a
colación el trabajo sobre el alma, siempre poéticamente creadora de lo social
íntimo, según Ossott:
Pero
antes de todo ello nos espera una larga temporada de asentimientos, olores,
miradas, mares, silencios, aprobaciones y rechazos. El alma debe macerar el
amor, cocerlo en una suerte de caldero a fuego lento, fijarlo en un punto entre
la duda, lo irracional y lo irreconocible. Entre la muerte, la vida y el
amor…Se trata de una epopeya en donde el desencuentro está a la orden del día y
en donde lo luminoso es casi un hallazgo (Ossott, 2005: 20).
No queda ya tiempo
para develar este estrado o estado de
gracia como un resorte principista del proyecto de sociedad. Si toda
relación social no puede ser sino gratuita
(aunque socialmente de un modo parcial se compra y se vende), nos hace falta
dar un salto y padecerla como una metonimia de lo que no es más que un proyecto
de soledad (sic). Sólo que el juego de alternancias soporta con fundamento
aquellas proposiciones de “todo el mundo como si fuera una tierra extranjera”
(Hugo de San Víctor) y “porque no hay que permanecer en ninguna parte” (Rilke).
Por eso es que se van
yendo todas mis patrias. La de Villorido, a donde regresar tiene un costo de
perder la inmortalidad como Ulises a Ítaca. Las patrias de los países políticos
(España y Venezuela), y la patria de los amigos que han llenado con sus almas
de alternabilidad los esfuerzos de mi soledad por conseguir un mundo donde
todo sea como una tierra extranjera pero iluminada. Sentirles como realidades e
individuos otros, e independizarme de
ellos para no sentir la nostalgia del regreso imposible o la tentación de
fijarme en el placer del descanso cuando hay que seguir con el emprendimiento
del viaje según Levi-Strauss (1974: 49), me catapulta a padecer (no sufrir) el
proyecto de sociedad (universal) como un proyecto de soledad (más allá de todos
los exilios, pero con todos ellos).
Referencias
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Traducción de María Pons. Barcelona,
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Todorov, Tzvetan
(2008) [2008]: El miedo a los bárbaros.
Traducción de Noemí Sobregués.
Barcelona,
Galaxia Gutenberg.
Zulaika, J. (1996): Del Cromañón al carnaval, Erein,
Donostia, España.
[1] “Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de
la razón humana. Identidad = realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera
de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso
duro de roer en que la razón deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no
menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en “La Heterogeneidad del
ser”, como si dijéramos en la incurable otredad
que padece lo uno” (Antonio Machado, 1968).
Documento a ser publicado próximante con su resumen en español e inglés.
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