No se sabe si Venezuela va camino de la pobreza o de la felicidad pero puede ocurrir un milagro, es decir, que abrace las dos cosas a la vez: la etnocultura es capaz de eso y acaso de más
¿Será que desde hace mucho tiempo nos acostumbramos a vivir con aquellos prejuicios del subdesarrollo que nos hacen pernoctar en el prototipo de la mendicidad?(Bahachille, 2000).
En un mundo económico, del trabajo, la felicidad choca con la pobreza; pero en un mundo mítico o maravilloso, pueden ambos convivir e interpretarse mutuamente. Siendo éste un estudio antropológico, pareciera que vamos a hacer una estampa cultural donde se represente un mundo utópico de la felicidad, presidido por la pobreza; no obstante como nos interesa producir conocimiento crítico, la pobreza va a ser construida como un concepto registrador de sentidos, al ser figurada como cultura, que pudiera interpretar la orientación del mundo de los proyectos y las economías.
En el juego entre uno y otro mundo, suele tiznarse de ideología coloquial la proyección simbólica de la pobreza. Asociada a la felicidad, se la llega a operar como una profecía autocumplida. Este modo de producción semántica ocurre perlocutivamente en la interacción social del habla, por ejemplo cuando se dice “somos pobres pero felices”. Este modelo autocumplido a veces tiene un escenario familiar, donde chistes y chanzas fluyen como representaciones de la identidad nacional ¡Cuánto más se torna una promesa “por autocumplirse”, si el jefe supremo de la nación la pronuncia con toda la solemnidad del mundo!: “No llegaremos a ser un país desarrollado como los del primer mundo, pero seremos un país feliz”. Lo dijo el presidente Chávez en el acto de la proclamación de los brigadistas para la alfabetización el día 14 de junio de 2.000. Lo dijo con tal aplomo que toda interpretación que se le haga puede resultar falaz.
Pero donde termina la magia del autocumplimiento, puede comenzar el trabajo de las explicaciones, todas consideradas válidas, aunque no todas igualmente explicativas.
Dicha profecía “oficial” fue objeto inmediato de comentarios en los diversos eventos massmediáticos. Al día siguiente, en el programa matutino de Triángulo, en el Canal de Globovisión, Quirós Corradi, experto petrolero, lo trajo a colación citándolo tal cual. De inmediato acudió a la clave simbólica conceptual: “eso es cultura de la pobreza”, y comentó este modelo tanto o mejor que un antropólogo. ¿Será nuestro destino ser pobres? ¿Es posible a estas alturas de la historia humana aceptar que la pobreza puede ir asociada o unida a la felicidad? Si bien la cultura es la forma de sensibilizar significativamente el mundo y sus cosas, no todas las culturas lo sensibilizan de igual forma. Es más, puede haber culturas que no quieran saber nada de la historia (social), y prefieren sensibilizar el mundo en clave de la utópica felicidad (el placer, el derroche). Esto ayuda a “dignificar” la pobreza como dicha, cuando en verdad, a los portadores de tal cultura, ésta les conduce a una pobreza real que los puede mantener en una situación de profunda desdicha. El hecho económico contiene diversa significación cultural, que a su vez le cualifica. La explicación etnológica debe detecta esa “razón cultural”, y discernir, si es el caso, la alternativa en la que se dibuja y se entrampa el destino colectivo: una “pobreza real maravillosa” como destino, o una historia de trabajo y lucha por un bienestar económico.
A. El “pobre rico” y la realidad de la pobreza
Hablar de una clave de la cultura para asumir el fenómeno económico de la pobreza dentro del dinamismo simbólico, no significa necesariamente colocarlo en un universo mágico, aunque sea en el sentido noble de este término; tal es la situación de la “miseria hidalga” existente en viejos pueblos de Castilla (Díaz, 63-64), y la “pobreza bíblica”, donde los “pobres de espíritu” son los “humildes de corazón”, es decir, los santos: la “topía” de la pobreza y la felicidad cumplida (Tillard, 1968).
Entre la “abundancia primitiva” de la “economía de la edad de piedra”(Sahlins, 1972) y la abundancia capitalista de la sociedad del consumo de masas (Touraine, 1992), existen las situaciones del “pobre indigente” y del “rico miserable”, aquéllos que no saben del control o dominio ya de la “escasez” ya de la “abundancia” de bienes pues, por carencia, vergüenza o tacañería, de diversas formas los deterioran, los emplean mal, los apartan del intercambio, los pierden o los echan a perder, los “malgastan”. Esto es, la praxis económica se encuentra transcendida por la actuación de un principio moral de tipo cultural que puede afectar no sólo un tipo o sector social, sino también toda una colectividad dividida entre “el derroche y la indigencia”(Rivero, 1994). La indolencia frente a la “abundancia” demarca otra “topía”, donde la “felicidad” se dará en una situación de pobreza. Hay un problema del saber hacer economía, por no conocer de escasez o, de su antónima, abundancia.
La alternativa de aplicar la clave cultural a un fenómeno que se encuentra localizado normalmente en la estructura social asociado a una praxis económica, induce un conocimiento nuevo no esperado en una audiencia economicista. A dicha praxis económica le subyace la idea de un interés utilitario, es decir, la de un beneficio material ventajoso, que se supone conduce la acción productiva. Aquí vamos a construir la razón cultural del dato económico de la pobreza en Venezuela, esto es, una cuestión universal particularizada. Porque la “pobreza” nunca es solamente un dato económico, también es, con toda su autonomía, un dato cultural: puede atribuírsele una clave simbólica que le dé sentido pleno a su acción económica (Cf. Sahlins, 1997). Este carácter simbólico muestra que la “pobreza” es portada, creada y manipulada por sujetos cuya interioridad es configurada por “una” cultura tal que sus resortes simbólicos productivos los conduzcan y los mantengan en situación de pobreza económica. La “idea de pobreza” (consciente o inconsciente) se incorpora a la “realidad de pobreza” y define a ésta como tal
El carácter simbólico cultural, por desconocerse, suele convertirse en un motivo superfluo, parcial o superestructural. Así, específicamente, el tema de la pobreza suele servir de relleno al tratamiento de cualquier problemática económica o social, así como para paliar las ansiedades que se generan. La insistencia excesiva en el tratamiento de la pobreza hace que aparezca como un fenómeno económico persistentemente esquivo tanto en sí mismo (Cf. Ugalde, 1993) como a la política social (Cf. España, 1994; Kliksberg, 1994), o la representan como un “leitmotiv” recursivo del que se echa mano para fustigar las ideologías desarrollistas de la dominación social (Cf. Relemberg, 1979; Mires, 1993; Alayón, 1999), o la emplean como un indicador obsesivo para diseñar esquizofrénicamente la división de la estructura social de la nación en pobres y ricos (Cf. Sardi, 1973). Esta profusión motivacional del tema ha impedido que se piense el problema de la pobreza articulado con el imaginario colectivo en su carácter simbólico estructural, pues así, la clave de la cultura (antropológica) se resuelve como mentalidad (psicosocial), terminando de plantear el problema de la pobreza a partir de un solo principio, el económico. En la presente investigación se recalca el otro principio, la cultura, para mostrar el sentido profundo de la pobreza en el complejo de la “sociedad pobre”. La pobreza no sólo es económica, ni sólo social, también es cultural. El marco cultural, lejos de ser débil (Crespi, 357-379), es una manera de trabajar el sentido de la realidad, una manera de adquirir poder sobre ésta, o en no adquirirlo, dando en este caso lugar a sociedades ricas o a sociedades pobres. Con el planteamiento del principio cultural operando en medio de los demás principios, social y económico, se pretende aproximar una explicación inédita del fenómeno de la pobreza, cuyas “múltiples facetas han impedido hasta ahora establecer mecanismos estándar para diagnosticarla; mucho menos para combatirla” (Bahachille, 2000).
Que hay grupos o sectores pobres económicamente, nadie lo puede negar; pero si decimos además que en determinados colectivos la sociedad es pobre, hay que cambiar la cuadrícula respecto del diagnóstico y de la interpretación. ¿Será un estereotipo engañoso aquel que se suele manipular cuando a todos los niveles de la estratificación social se dice: “somos un pueblo pobre con un Estado rico”? Esta contradicción indica alguna designación simbólica de los pobres para que se mantenga “qua” tal. Un foro reciente (año 2000) en la Universidad Católica Andrés Bello se titulaba: “Pobre país rico”; queriendo comprender ésta contradicción en la metáfora (la del “pobre rico”) no hace sino inyectar un “plus” de contenido simbólico, cuyo alcance tiene que ver, no sólo con procesos psicosociales en la población, sino sobre todo con el trabajo de la significación, es decir, con la cultura o lo antropológico. Es en los marcos de la etnicidad venezolana, y no ya en los marcos psicosociales del carisma de un líder, que se puede alcanzar a entender plenamente la génesis del mito de país “inmensamente rico”(Barreto, 2000).
B. La animación cultural como “principio de realidad”
En un simposio sociológico sobre gestión local en postgrado de la Universidad Complutense, mayo de 1997, el que propusiéramos la clave cultural como variable independiente, resonó a execración científico-social, es decir, a una postura fundamentalista. La verdad es que el sociólogo suele tener la cultura como una circunstancia de la acción social y, muchas veces además, como contingente; nunca como un principio estructurante; también, según la corriente parsonsiana inspirada en Durkheim, como un subsistema que se adiciona al sistema de la acción social. Aun cuando se acercan al concepto antropológico de cultura, se lo toman de los orígenes avejentados de tipo positivista que se asocian a Tylor, y pueden llegar a Malinowski, o lo toman de la herencia de Kroeber donde se asume la distinción de carácter epistémico entre lo biológico y lo social (Cf. Viana, 1998; “Debates IESA”,1997). Esta epistemología de inspiración antropológica boasiana no se desarrolla, ni se actualiza. Para el sociólogo, la cultura se origina en la praxis y es subsidiaria de ella; a veces lo es tanto, que la praxis se convierte en determinante, casi en constituyente de la cultura. Como sea, siempre será, así, una variable dependiente con carácter funcionalista dentro de la estructura esconómicosocial.
La subordinación de la razón cultural se explica porque se la tiene como superestructural junto con la ideología, el derecho y la política. A pesar de diversos esfuerzos teóricos, la cultura resulta de un reflejo de la estructura económica; por lo tanto, desde la pobreza (económica) se proyecta un tipo de cultura (pobre). Esto lleva consigo el situar la pobreza solamente en un nivel sociológico caracterizado en términos económicos; eso no permite avanzar hacia la consideración compleja y diversificada de la pobreza. De lo que se trata es de descubrirla también como realidad antropológica, según el principio de la producción simbólica, es decir, descubrir la pobreza también como un mito, que opera como marcador de sentido, califica la realidad económica y la asume como una de sus dimensiones Esta proposición nos obliga a remontar en el análisis de una cultura, la venezolana, hasta el origen del mito o de la matriz de las significaciones. No se trata de la pregunta de porqué, siendo pobres, creemos que somos ricos; esta es la pregunta de psicosociólogos que buscan hurgando en las actitudes y mentalidades de la gente. La cuestión antropológica es más bien estructural: dónde se encuentra el elemento que hace que el sentirnos imaginariamente ricos nos produce en realidad como pobres. El yo ideal (la mentalidad de ser ricos) hace una mala jugada al yo real (la realidad de ser pobres) en el conjunto o configuración del “yo” venezolano. El mito, porque se ha idealizado, opera en contra de la realidad, en vez de sustentarla en un “principio de realidad” y hacerla vivible de un modo justificado. Para lograr la congruencia, el “yo” del venezolano tiene que pensar el mito, no antes, sino después de la acción, ya que desde el mito se puede descifrar la “autenticidad” de las actitudes y de las mentalidades. Sólo después de la acción y mantenidos “ocultos” los orígenes del mito, es entonces cuando se descubre la presencia patente del mismo en el ritual y la historia, en la experiencia y la memoria, en el preconsciente y el inconsciente, desde donde prosigue interpretando la realidad, es decir, haciendo realidad. Recurrimos, pues, a un mismo género de transformaciones para explicar el principio cultural de aquella “mala jugada” que se lleva a cabo dentro del yo venezolano, por la que la pobreza sectorial es expresión de una pobreza colectiva en tanto que hecho simbólico total.
Este proceso etnopsicodinámico se “imprime” (simbólicamente) en el hecho de la pobreza. Más allá del modo instrumental en que se dan las relaciones y medios de producción, y también las relaciones que guardan los hombres entre sí, el modo de crear y cultivar la idea o el símbolo del hecho de la pobreza, añade realidad al hecho. Dicha añadidura no es circunstancial, ni menos un accesorio contingente; es un principio que, junto al principio socioeconómico, constituye también la sustancia del hecho de la pobreza.
Si bien somos “inventores” de significaciones y nos encaminamos hacia la convergencia de cultura y sociedad, eso no quiere decir que esta convergencia se produzca automáticamente. Es necesario un trabajo o esfuerzo (lucha) para que la razón cultural impulse/inculque la necesidad de la sociedad, o que portadores de esta necesidad se aboquen a modificar la cultura. Hay colectivos que han logrado dicha convergencia en lucha contra las fuerzas regresivas de su cultura y colocando lo afirmativo de ésta a favor de las fuerzas progresivas de lo societal. No ocurre de igual manera en otros colectivos. Hay culturas narcisistas que se oponen con todas sus fuerzas a la consolidación de los intercambios sociales, lo que constituye un modo torpe de valorar la realidad.
Con este vuelco epistemológico de la cultura, es cómo se puede hacer que hable el mito de cualquier realidad, y saber diferenciar los valores de esta misma realidad (Cf. Laplantine, 186). No se debe aceptar el optimismo simplista de economistas, sociólogos y filósofos, que confunden el deslinde de la producción de los datos (Devereux, 1989a) en nuestra problemática de la pobreza. Al buhonero de las bocacalles de la ciudad le atribuyen virtudes empresariales; al conuquero recolector, porque se “mueve” mucho en la geografía comarcal, le colocan en los límites de la burguesía agraria; para el que ‘se rebusca’, reivindican las características de la ‘inteligencia empresarial’; la “taguara” del barrio contiene los gérmenes de una microempresa que darán frutos con sólo esperar que se desarrollen comunalmente (Francés, 1999; Lomnitz, 1977; Mires, 123-124; Soto en Lloyd, 2000 y en Fonseca, 2000). Hay que tener cuidado para no confundir niveles de racionalidad, porque en Venezuela es fácil, por ejemplo, decir gobernar a lo que es dominar, sociedad civil a lo que es una poblada o gentío, matrimonio a lo que es vivir juntos, trabajo a lo que es ‘pasar trabajos’...
La cultura no es una ‘hipóstasis’ o esencia separada de lo real; coimplica tanto la acción social como la libido psíquica, porque expresa las compulsiones de ésta y necesita realizarse en las circunstancias de aquélla, pero no se funda en ellas. Por no diferenciar las prescripciones de la cultura y las normas de la sociedad, el sociólogo se entrampa en una intelección de la cultura de tipo kroeberiano y abandona el problema (Viana, 1998, 5-6). Como sea que funda la cultura en la creencia como visión del mundo, desemboca en la mentalidad y por lo tanto en un tratamiento de la cultura de carácter psicosocial: pretende conseguir en las actitudes de la gente para con la pobreza, los datos de realidad de la pobreza. Las categorías de mapa cognitivo, de locus de control, de modelos dicotómicos de las valoraciones, se reducen en una descripción de rasgos culturales, sin posibilidad de acceder al camino de la explicación inscrita en el ethos cultural o el mito, que es donde se encuentra la producción del sentido. Ya Marina (1995, 49), por ejemplo, evalúa el instrumento del “esquema” de la psicología como un concepto muy estático. Cuando la psicología social se aplica al ámbito cultural, éste corre el riesgo de quedar reducido a la condición de una abreviatura de la experiencia; por lo contrario, lo importante es recalcar el dinamismo productor de significaciones: extractar información, posibilitar el reconocimiento y generalizar el significado. La idea de mapa cognitivo puede ser productiva, pero también puede aniquilar la invención de posibilidades de lo significativo.
Las creencias son contingentes, porque están en nivel sociológico; en cambio, los mitos son principio o razón, porque se encuentran en el centro de la historia y el ritual (Cf. Devereux, 1973, 47-48;1989b, 13). El mito es necesario si se quiere entender la explicación profunda del hecho social (Devereux, 1989b, 13-15). En el mito se crea una historia o un tiempo de realización vinculatoria del acto individual y su generalización colectiva, donde el rito (social) salva de la obsesión al acto privado. En cambio, la creencia está expuesta a “sociologizar” todo, si no se encuadra dentro del ritual que tiene siempre abierto un dispositivo de expresión para la compulsión individual. El foco de control, asociado a la creencia o actitud, no pasa de ser una matriz procesadora de información, pero no una matriz productora de sentidos; es solo un mapa de reconocimiento. El ritual y el mito perduran para siempre. Si las estructuras valorativas se conciben como montajes proyectados desde las creencias, los valores y su modo de “valorar” las cosas se hallan a merced de lo contingente; en consecuencia, el cambio social se hace fácilmente programable, y como tal se enuncia como un “deber ser”.
Para explicar la dificultad del cambio social en Venezuela, Viana (1991 y 1998)hace tiempo viene utilizando el modelo del “familismo amoral”. Como lo opera a nivel de las creencias, sólo puede ver el cambio social como consecuencia exterior, contingente e historicista. Los valores sociológicos acabarán por imponerse necesariamente como ideas programadas por la moral de la sociedad, porque la sola existencia de la sociedad así lo exige. Si persisten valores originados y orientados por unidades de organización social previas, como la tribu, la familia, la aldea o comunidad, la dimensión moral no logra constituirse. La maximización de las ventajas materiales y de poder se canalizan desde el grupo primario de pertenencia. Esta regla preferencial de conducta supone que todo el mundo hará exactamente lo mismo. Visto así, el familismo amoral es considerado desde lo sociológico, haciendo tabla rasa de existencias sociales previas a la sociedad pensada como lugar de las responsabilidades éticas. Pero la sociología debiera observar que si no existe la constitución de lo societario como realidad, no va a ser posible que el individuo oriente su conducta preferencialmente a la promoción del bien común, como marco de la moral.
Si el familismo amoral se opera desde el mito, se encuentran las razones o principios de las significaciones profundas del “familismo”. Es el principio de la reciprocidad, focalizado en las relaciones maternalistas, las que dan el valor a las lealtades; a falta de la constitución de lo societario y con un Estado que no es garante de la existencia y convivencia social, la familia preserva cierto orden social protegiéndolo a la medida de sus opciones básicas, antropológica y económica. Cuando el sociólogo se encuentra con este fenómeno en Venezuela, le da una lectura psicologizante, la del pequeño grupo y sus motivos contingenciales y particulares que suelen entorpecer el objetivo del bien común colectivo. Pero cuando el antropólogo lo topa, origina una lectura etnopsiquiátrica, la del mito y el ritual de la madre como principio y fin de la familia y de la sociedad. La sociedad no es una familia, pero funciona como una familia y esto determina la existencia del ethos cultural y sus valores sociales. Desde el mito, el familismo no es moral ni amoral; solo cuando es evaluado conforme a su incidencia en la orientación de las normas de la sociedad, se puede decir que si tiene una incidencia favorable a las normas sociales es moral, y si es negativista a dichas normas resulta amoral. Cuando las pautas de la familia se tratan de imponer como normas de la sociedad, la consideración del cambio social que no tenga en cuenta aquel principio motor del mito se queda en su análisis solo en la puerta de salida de los resultados. La consideración será superficial si no se las ve antes con el mito y su repetición exacta en el ritual de las prescripciones culturales presentes en las vivencias de la cotidianidad.
El modelo del “familismo amoral”, en cuanto sociológico, tiene pendiente para su discusión lo concerniente a su derivación psicosocial, que hace corta su explicación, y, por ende, también el alcance de las recomendaciones que, a partir de él se hagan para una planificación del cambio social. Con conceptos tan ambiguos como el de “cultura dominante”, que correspondería a la cultura de la clase dominante y no a una supuesta mayoría de la población, no es alcanzable el diagnóstico de la “sociedad pobre”, como tampoco las posibilidades de interpretar a ésta para transcenderla. La aplicación mecánica del condicional o del “deber ser” para propiciar el cambio social, por comparación con la cultura moderna, hace caer a Viana en el anuncio de “moralejas”; no le permite hacer recomendaciones que tengan que ver con el principio de la producción de las significaciones en el colectivo, que es donde se encuentran las verdaderas resistencias al cambio. En nuestro caso referido a la cultura y al desarrollo en Venezuela, importa comparar, por una parte, una cultura estancada asociada con cultura premoderna y con pobreza y, por otra parte, una cultura que suele asociarse con la razón instrumental y la riqueza de las naciones (Cf.Marina, 337; Hurtado, 2000). Se trata pues, de una cultura que, si no se ajusta al modo de producir riqueza y capital, crea subdesarrollo; de una cultura que, interpelada por un “proyecto histórico”, crea desarrollo, inventa ideas, e invierte en ellas para realizarlas, a la vez que evita el utopismo.
C. Pobres, marginados y el sucedáneo cultural.
Pocos autores se hallan enfrentados con el estudio de la pobreza en América Latina como B. Kliksberg. A través de los datos y las referencias de agencias internacionales como el Banco Mundial o la CEPAL, muestra que la pobreza, como fenómeno económico, no cede en la región; particularmente la pobreza absoluta parece no registrar mejora alguna; es más, pareciera incrementarse empezando los años noventa (Cf. Kliksberg, 1997, XXVII).
A pesar de ello, Kliksberg no concibe la “sociedad pobre”, y se desvía hacia una representación infantil y feminista de la pobreza. La pobreza se infantiliza y se feminiza, porque, según un criterio demográfico cuantitativista, la pobreza afecta más a los sectores de población en edad infantil y de sexo femenino. Si esto es así, pareciera que el sector de varones y adultos estuviera en el polo opuesto, el de la riqueza. Para llegar a una explicación plausible, y no ideológica, es necesario ubicar la unidad y el universo del análisis; se puede describir rasgos de relaciones sociales pero no se acierta, así, con el diagnóstico de las relaciones sociales sobre el que se va a montar la interpretación del fenómeno (total) de la pobreza.
El niño y la mujer identifican problemas sociales, pero aun estos no se describen bien si no se les ve dentro del universo del que dependen. En la problemática de la pobreza, seleccionar al niño como unidad de análisis es insuficiente, pues la infancia apunta hacia una lógica de población dependiente; lo mismo ocurre con la selección de la mujer, que, asociada al niño evoca su condición materna, implica la misma lógica de dependencia con respecto a una unidad superior de acción como es el hogar o la familia. Lo mismo ocurriría con la “masculinización” de la pobreza, o de la riqueza. Un individuo que viva solo, donde la lógica del solitario coincide con la unidad del hogar, representa una unidad del análisis pero ocurre por parte del hogar y no del individuo. La lógica de población dependiente debe transcenderse como criterio explicativo porque, si no, pareciera estarse jugando más con el destino de la supeditación que con hechos históricos de responsabilidad. El hogar y su composición familiar, es el concepto a partir del cual pueden construirse los factores o relaciones que se movilizan para enfrentar las problemáticas tanto de la pobreza socioeconómica, como de las políticas sociales sobre la pobreza (Cf. Hurtado y Gruson, 1993). De otro modo, el diagnóstico sufre un desbalance; se enfatiza la presencia de unas figuras con objeto de defenderlas ideológicamente (niños y mujeres), mientras que otras figuras aparecen obscurecidas con objeto de culpabilizarlas (el varón adulto), aunque no se lo quiera explicitar. Esto se puede observar cuando Kliksberg trae a colación el proceso de debilitamiento de la familia y la “deserción” del hogar por parte de los maridos. “¿Por qué se produce el ‘abandono’” de éstos? Remite a un análisis de Katzman, al que considera un estudio pionero en el tema; pero este estudio se reduce a una explicación economicista o utilitarista de carácter negativo, pues el fenómeno es calificado como un “círculo sin salida”; un problema cultural resulta reducido a un mero problema económico. El marido está caracterizado culturalmente en Venezuela como la figura de un proveedor: “Yo soy un banco para mi familia”, dice un varón adulto, aunque se lo llame un “padre de familia”. La explicación del dato económico no está simplemente en la economía, sino en la interpretación etnopsicodinámica de la estructura familiar venezolana. Si no llegamos a este ámbito simbólico, no es posible responder adecuadamente a la pregunta de Katzman ¿porqué los hombres son tan irresponsables?, tal como titula su artículo aparecido en la Revista de la CEPAL, abril de 1992 (Cf. Kliksberg, XXXIV). Nosotros hemos dado cuenta del sentido sociológico de las estrategias de la familia popular (Hurtado, 1995a) y del sentido etnopsicodinámico de las “economías familiares”(Hurtado, 1998). Allí se recogen los análisis tipológicos, explicativos e interpretativos de lo que debe ser la unidad de análisis de los problemas del niño, el joven y la mujer, al mismo tiempo de los fundamentos culturales de la “sociedad pobre” en Venezuela (Hurtado, 2000, 323-330).
Lo curioso de los autores que, como Kliksberg, han llegado al tope de las cuantificaciones económicas de la pobreza, de las políticas sociales, de sus relieves socio-demográficos, es que presienten saber que existe otro ámbito duro de la pobreza como es el de la cultura. Entonces dicen “vamos con la cultura a fondo” (Kliksberg, 1997, XXVIII). Y se denuncia que la cultura no aparece como un tema de la agenda del cambio; o por el contrario, cuando aparece, lo hace como obstáculo externo que dificulta la aplicación de las políticas. El asunto es que Kliksberg, como al parecer tampoco los diseñadores de políticas, no explicita qué entiende por cultura. Lo sabemos a través de la ilación de su argumento, cuando enumera los factores o las operaciones que permitirán salir de la pobreza: 1) son las actitudes, las tradiciones, a favor de la cooperación, la solidaridad, el voluntarismo, la autoorganización, 2) son las actividades culturales que favorecen la promoción de la articulación social, el fortalecimiento de la unidad familiar, el mejoramiento de la autoestima de la población pobre, la ampliación de la labor de la escuela, la creación de una actitud democrática. Estas actitudes y actividades nos desvían del modo de producción de las significaciones, por lo que Kliksberg no da respuesta a la dificultad que encuentra cuando los “mitos” (que identifica a prejuicios o creencias) y las estructuras de racionamiento “bloquean” la labor del campo de la cultura. Enumera estos “mitos”: una “teoría del derrame” o la creencia de que el crecimiento macroeconómico se propagaría automáticamente a toda la población, teniendo tiempo y paciencia histórica; la reducción del desarrollo a un ‘stock’ de redes de cooperación; la inequidad pensada como marginal a los debates sobre los límites del desarrollo; el gasto social considerado como una ‘inversión ilegítima’. Estos “mitos”, que formula Kliksberg, no son sino falsos mitos o falsedades que proceden de las ideologías de los diseñadores de políticas, voceros de clase dominante y del poder del estado. Sin embargo, Kliksberg sostiene que, frente a estos “mitos”, surgen en América Latina múltiples experiencias de creatividad social en desarrollo autogestionario de las comunidades inspiradas en sus tradiciones culturales.
El problema es que ni aquellas falsedades se cumplen, ni las múltiples experiencias socioculturales arrastran a los colectivos de suerte que se mantienen aislados en sus enclaves socioculturales. La dinámica social no es tan simple, pues dichas experiencias no impugnan el orden social, ni tampoco los indicadores socioeducativos que solo se encuadran dentro de una retahíla de recomendaciones a partir del ‘deber ser’ (moralizante) y no desde el ‘ser’ (cultural). La cultura como concepto transciende a estos objetos superficiales: no es una instrucción, ni una educación escolar, es un modo de pensar y vivir, y normalmente no se piensa como un iluminado, ni se vive como un santo; la cultura (antropológica) no cumple ‘graciosamente’ el proyecto de sociedad, donde es posible el dominio o control del problema de la pobreza.
La sociología “ha mantenido una relación tortuosa con los pobres de este continente”, pues ha surgido dentro de la antropología, ciencia que “clasifica al ‘otro’ de acuerdo con los determinantes raciales, primero, y culturales, después”(Mires, 161).Sin embargo, después de denunciar como desarrollistas todas las teorías sociológicas sobre la pobreza, Mires se encuentra con las aproximaciones antropológicas a los pobres, y tiene que dar algunos rodeos para entrar a denunciarlas. Si la aproximación se hace con el concepto etnológico de cultura, se topa con un núcleo difícil de explicar, como es el caso de “la cultura de la pobreza”; si la aproximación es socio-antropológica en cruce con la economía política, será fácil encontrar el dualismo social y su denuncia, como es el caso de la “sobrevivencia de los marginados” de Lomnitz (Cf. Mires, 121-123). La crisis epistémica que denuncia Mires (1993, 147) no ha sido suficiente para diseñar un compromiso social con los pobres, y mucho menos para proporcionarle el lente para ver el rostro etnocultural de los pobres. A lo que alude Mires (p., 161) no es al determinismo estereotipado de cultura de la antropología clásica, sino a la cultura como principio de realidad significativa, como hemos venido exponiendo.
Mires trae a colación la posición dualista de Lomnitz (1977) para rematar su crítica a una eventual “contrasociedad” de los pobres inspirada en la antropología de la marginalidad (Mires, 1993, 123); al mismo tiempo, el lado económico-político de la “teoría de la marginalidad” le sirve de contrapeso para bloquear proposiciones que enuncien que de las instituciones culturales (compadrazgo, cuatismo, ayuda mutua) se desprenda una explicación autónoma de la cultura. Mires solo sustenta una “autonomía relativa” de la cultura en la producción de las relaciones sociales; pero eso no es sino una versión, de aparente sofisticación, para subordinar la cultura a la estructura de acción social. Es curioso como los sociólogos (Mires y Touraine, por ejemplo) defienden a Lewis del calificativo de “culturalista”, que sin embargo, le endilga la antropóloga Lomnitz (Mires, 121; Touraine, 1978, 129 y 130), pues aquellos no tienen duda de que el concepto de “cultura de la pobreza” se inscribe en unas condiciones particulares de la estructura social capitalista, y además carece de los montajes ideológicos y referencias políticas y económicas que le adosaban las teorías desarrollistas y revolucionarias (Mires, 120). Los “pobres” de la etnocultura cubren un significado mayor que los “marginados” de la socioantropología de Lomnitz, ubicados en barriadas segregadas y carentes de “procesos de articulación social”, tal como lo denuncia la socioantropología de las redes locales de los sistemas sociales y políticos suramericanos (Hermitte y Bartolomé, 1977; Hurtado, 1991). A falta de sociedad, tenemos cultura, podrían decir los pobladores de la Barriada El Cóndor. Nos imaginamos la Barriada de Lomnitz como una comunidad primitiva (aislada) de la antropología clásica, o como un objeto de los “Estudios de Comunidad” de los años sesenta. No sin sorpresa, podríamos encontrar ‘ricos’ entre los marginales, cuando la historia ecológico-social haya transcurrido años suficientes como para que se dé un desarrollo interiormente diferenciado de la barriada (Perlman, 1976; Hurtado, 1995a).
D.La “cultura de la pobreza” y la infratextura de especies culturales de la pobreza.
En sus contracríticas a Valentine, Lewis (1972) subraya bien que no está escribiendo sobre el fenómeno de la pobreza, ni sobre los pobres. Su labor es en torno a un dato conceptual, la “cultura de la pobreza”. Insiste en que este concepto no se debe confundir con una noción amplia y vaga, como la que suelen utilizar los diseñadores de políticas de estado sobre la pobreza, como lo había hecho Harrington previamente. Se trata de un modelo conceptual, de un constructo, para analizar las relaciones sociales; con eso se descartan las valoraciones contradictorias que se encuentran en la literatura, los refranes y proverbios: por un lado, los pobres son bondadosos; por otro lado, son perversos. Estas valoraciones alimentan a su vez los prejuicios que orientan programas (también contradictorios) de lucha contra la pobreza.
Cuando dice Lewis que quiere ver la pobreza como una cultura (técnicamente, sería una subcultura), es necesario elevarse al modelo conceptual y detectar su lógica y estructura. No sólo se va a ver la pobreza como carencia, es decir, como un síntoma económico, sino también como algo positivo, de carácter simbólico, que ayuda a normalizar compensatoriamente, de tal manera que los pobres puedan aceptar su situación y no volverse locos o enfermar, que es lo último que les podría ocurrir. Como cultura, la ‘cultura de la pobreza’ puede ser universal, pero como producto sociohistórico atinente a la pobreza, puede encontrarse en condiciones particulares de estructuras sociales diversas. No obstante, Lewis elabora un modelo general de estructura social que contiene los rasgos siguientes: 1) “una economía casera, trabajo jornalero y producción para el beneficio inmediato; 2) un elevado nivel persistente de escasas oportunidades para el trabajo no calificado y desempleo; 3) el fracaso en la consecución de organizaciones económicas, políticas y sociales...; 4) el predominio de un sistema bilateral de parentesco...; 5) una tabla de valores en las clases dominantes que insiste en la acumulación de riquezas y propiedades...que explica el bajo nivel de ingresos como resultado de la inadecuación o la inferioridad personal”(Lewis,10), es decir, una alta clase ociosa, según Veblen(1995) y baja autoestima en la población marginal, en términos de Barroso (1991).
En breve, Lewis, asume dentro de la mejor tradición antropológica de Linton, Murdock y Devereux, la distinción entre estructura social y cultura, es decir, entre las condiciones sociales y el sistema de vida; o según el sociólogo Touraine (1978), entre situaciones y conductas. Las condiciones como tales no producen la cultura; la favorecen o la desfavorecen; puede haber ricos analfabetas, aunque en una sociedad muy ilustrada, el analfabetismo será señal de pobre cultura. Por eso hay lugares muy visibles donde la cultura de la pobreza puede ser estudiada “de forma óptima”(Lewis, 10): son las barriadas urbanas. Se deduce que se puede estudiar, aunque de una forma menos óptima pero no menos real, en otros lugares menos visibles socialmente pero con igual grado fenoménico cultural, de suerte que entre grupos cultivados puede existir alguna escala de cultura de pobreza. En sus diseños de casos de familias pobres, parece que Lewis descartara esta inferencia hipotética. Esta su experiencia por los casos más visibles podría haber sido un obstáculo al desarrollo a fondo del dispositivo epistemológico, al que se suma el relativismo cultural norteamericano del cual procede.
Una crítica fecunda a Lewis no debe venir de las circunstancias contingentes de su trabajo, como su atención excesiva a la migración rural o su descalificación a los pobres; ni tampoco de sus necesarias circunstancias de personalidad, status y nacionalidad, como cuando se convierte en consejero de obreros, proyecta su visión de clase media, o activa su referencia etnocultural estadounidense, circunstancias de las que no puede neutralizar del todo, como nadie puede hacerlo. Esta forma de crítica, que es la que suele hacerse (Cf. Monreal, 1996), expresa las “ansiedades metódicas”(Devereux, 1989a) de los propios críticos. Las circunstancias necesarias serían obstáculos epistemológicos, si Lewis no hubiera ido al fondo del conocimiento de los sujetos portadores de “cultura de la pobreza”; al contrario, el que haya ido al fondo, como reconocen los sociólogos Mires y Touraine, muestra que más bien estas sus circunstancias personales se convirtieron en dispositivos de perturbación afirmativa incorporados a la construcción del dato, y garantía de su objetividad (Devereux, 1989a). No es posible ver con precisión al ‘otro’ sin la referencia bien establecida de lo ‘propio’, que es con la que podemos ver y de hecho vemos(Marina, 1995).
Es Touraine quien rescata el diseño de conducta inscrito en la “cultura de la pobreza” de Lewis, para aplicarlo paradigmáticamente a un núcleo de conducta de la cultura marginal urbana. Se trata de encontrar “la marca de una participación desarticulada en un capitalismo dependiente”(Touraine, 1978, 129). Como en Lewis, aunque Touraine no asocie su procedimiento inferencial, el “signo más visible” para estudiar esa marca de toda la sociedad dependiente es lo que llama, a falta de mejor término, la “marginalidad urbana”(Touraine, 1978, 123).
Touraine, como buen sociólogo, diferencia entre pobre, subempleado, y marginal que define la desarticulación social. Cuando Touraine va a hacer su ejercicio lewisiano, la cultura de la pobreza se encuentra en el nivel de la marginalidad y no en el del subempleo. No es sin más el “sector pobre”, sino el “sector marginal” el que contiene las características de la “cultura de la pobreza”; no son los subempleados o pobres ‘per se’. Los pobres tienen las posibilidades de saber donde están situados y lo que tienen que hacer; se identifican claramente con su pobreza, en cuanto que su decir coincide con su hacer. Los portadores de cultura de la pobreza tienen problemas con su saber sobre su acción, su lugar de orientación, su identificación con lo que tienen entre manos, ténganlo escaso o abundante. La “marginalidad” que describe Barroso (1991) en Venezuela se acerca más a la “cultura de la pobreza” que a la pobreza como tal. Para detectar esto, basta con asomarse a la conducta de los portadores de cultura de la pobreza. El núcleo de su conducta se presenta dotado de dispositivos totalmente ambiguos. Se hallan atraídos por los valores burgueses y al mismo tiempo apartados de ellos; tienen que adaptarse a ellos y a la vez resistir al orden de los mismos; se les impulsa a la participación y en realidad se les excluye. A la larga, la personalidad y la conducta del grupo se definen por razones de impotencia y pasividad (Cf. Lewis, 11 ss; Touraine, 1978, 129 ss).
A pesar de haber proyectado una epistemología que apunta a la comprensión de la sociedad total, Lewis y Touraine permanecen en los límites de los datos del sector ecológico-marginal, a casos de familias pobres, y a los barrios bajos de México y Puerto Rico. El fenómeno general de la pobreza puede amenazar con tragarse el fenómeno específico de la cultura de la pobreza. En nuestra crítica a Lewis tenemos cuidado de no identificar la cultura de la pobreza con una cultura parcial (subcultura) en una sociedad parcial (los pobres), que nos trae a la memoria la definición kroeberiana de los campesinos, sino con toda la cultura y toda la sociedad. Eso pertenece al relativismo cultural, al que está inscrito el pensamiento de Lewis. Cuando enunciamos que la “cultura de la pobreza” tiende a crecer y florecer en sociedades de capitalismo dependiente de América Latina, no quiere decir que no puedan existir grupos que no pertenezcan a la cultura de la pobreza, lo mismo que personalidades individuales. Ocurre simétricamente, a la inversa, que los pobres crecen en el capitalismo central de Europa y Estados Unidos, donde “la ‘clase inferior’ (pobre) no tiene sentido más que en oposición a la ‘clase superior’(rica), y esto en el marco de una misma estructura social, caracterizada precisamente por la multiplicidad de sus ‘estratos’, es decir, por su ‘polisegmentación’ durkheimiana” (Devereux, 1973, 84); lo que no quiere decir que haya algún grupo (ghetto, etnia, familia) y personalidad individual que pueda ser afectado por la cultura de la pobreza.
En breve, proponemos que el modelo conceptual de ‘cultura de la pobreza’ puede evocar una ‘infratextura generativa’, en términos de Morin (1988), para identificar un modelo conceptual general (genérico) que posibilita encontrar especies culturales que representan con su lógica particular una ‘cultura de la pobreza’, teniendo en cuenta, por supuesto, el principio de la estructura social de cada colectivo histórico. Atendiendo esta hipótesis, extraemos del análisis del concepto lewisiano dos conclusiones que soportan nuestro ejercicio sobre la cultura y la sociedad venezolanas: 1) el marco de la totalidad de la estructura social, así como lo particular sociohistórico de las condiciones estructurales sin las cuales la cultura no puede existir, 2) el tipo o especie de cultura productora de pobreza, así como su particular modelo de trabajar la idea de la economía.
E. La compulsión del desdén y la estructura social recolectora.
Frente a la realidad, el hombre genera un miedo inercial (Zambrano, 1988; Devereux, 1989a). Como reacción, las culturas orientales rechazan la realidad material y se recluyen en la mística procurando un conocimiento interior, divinal. La cultura occidental acepta la realidad y trata de transformarla mediante la razón instrumental. Finalmente, otras culturas narcisistas, como la venezolana, asumen un desdén, el cual las priva de trabajarla para obtener ventajas de sus beneficios. Si no se valoran, las cosas se deterioran: es el consumo sin producción. Este desdén cultural tiende a coexistir con estructuras sociales con carácter distribucionista recolector, y con el predominio de las significaciones emocionales. Esta especie cultural, existente en Venezuela, nosotros venimos calificándola como matrisocial (Hurtado, 1995b; 1998).
La matrisocialidad conceptúa un modelo cultural general, organizado a partir de la estructura psicodinámica de la familia en la que la figura materna contiene la clave significativa, de tal manera que ésta orienta también los asuntos sociales. El eje estructural está diseñado por las relaciones interaccionales de la madre y el niño, donde éste se piensa siempre pequeño y consentido, a partir de la compulsión fundamental de que la madre no puede perder a su hijo. La sociedad no es una familia; pero en Venezuela la sociedad surge con los valores de una familia constituida no sobre la alianza matrimonial, sino sobre la congregación de todos sus hijos (varones) en torno a todas las madres (mujeres) del grupo consanguíneo (parentesco) (Cf. Hurtado, 1998; 1999a). Este modo de elaborar las relaciones familiares y sociales afectará de un modo específico la relación económica.
La matrisocialidad apunta a un problema cultural, y no a una problemática social, como la pobreza. Tampoco es una cuestión que tenga que ver con la “cultura de los pobres” como un grupo social aparte. La matrisocialidad no pertenece exclusivamente a los “pobres”, pues no se encuentra respondiendo al problema del subempleo, sino a la especificación de la estructura social como un todo. El problema comienza en el mito de la sobreprotección materna, que no es otro que el mimo por exceso de madre (Palacios, 2000). La sobreprotección impide al niño confrontarse a la realidad; lo cual origina una relación confusa con la realidad, cuyo resultado es considerarla como una cosa que no tiene, ni es digna de valor. La cultura de la pobreza en Venezuela pasa por este desdén y abandono matrisocial de la realidad, cuyo principio explicativo se organiza en el concepto del complejo matrisocial. Este complejo no deja ver bien la realidad, por lo que decirla o nombrarla no quiere indicar que se va a hacerla o transformarla. Si el mito de la sobreprotección materna apunta a que se transforme, no transciende los límites de una operación mágica. La pobreza en Venezuela tiene que ver con este complejo matrisocial que no nos deja ver bien las relaciones entre el decir y el hacer, entre la idea y la realidad, de suerte que no permite organizar la realidad de forma tal que, mediante el trabajo, el colectivo alcance una capacidad económica consistente.
En el centro del problema de la cultura matrisocial se encuentra el desdén como un dispositivo de trabajo negativo de la realidad (negativismo social). Comporta un sentido de lo real que puede imaginarse como un abismo de la cultura, de forma que al portador de la cultura matrisocial y su complejo se le dificulta tematizar y seguir hasta el final el problema que le plantea su propia cultura, lo cual hace pensarlo como un “abismo agrafable”, para interpretar esta imagen que nos ofrece Briceño Guerrero (1994, 309) terminando su reflexión filosófica sobre los tres discursos que, como minotauros míticos, se encuentran en pugna en cada venezolano.
Solo después de un esfuerzo totémico/emblemático “en la lucidez del combate cuerpo a cuerpo” para entrar en “comunión integral” como amigos o enemigos (Briceño, 309), es que se puede acceder a observar, para el conocimiento, uno de los rasgos del “abismo agrafable” de Venezuela, el de “sociedad pobre”. Este concepto (antropológico) sintetiza la idea de la perífrasis “la sociedad cuya cultura es cultura de la pobreza”. Aunque el desempleo es alto (oscila entre 15,3% y 21%), según diversas fuentes, indicando el empobrecimiento, el subempleo o economía informal, que compite y supera al empleo llegando al 52,6% (PROVEA, 2000), sin embargo, es la “cultura del abandono”, a partir del desdén matrisocial, lo que revela a Venezuela como una “sociedad pobre”.
La “sociedad pobre” es un concepto operatorio para explicar la relación de cultura y desarrollo social, con motivo del problema de la pobreza en Venezuela. Dicho concepto representa un quicial sobre el que deben descansar los análisis científicos y las intervenciones de las políticas. Por falta de tal concepto operatorio, economistas y sociólogos caen permanentemente en aserciones de medio alcance que conducen a medias verdades y a soluciones incompletas por lo que se refiere a la pobreza en sociedades como la de Venezuela y otras más de América Latina.
Queramos o no, sobre cómo los pueblos ‘idean’ su realidad económica reposa su principio de hacerla en realidad. De ahí la relación estrecha entre cultura y economía.El carácter eminentemente práctico de las relaciones económicas supone, no sólo el diferimiento, sino la renuncia parcial al disfrute de la realidad: la energía del esfuerzo, las semillas, los gastos de inversión, la reificación de los productos. Hay que ‘perder’ en el corto plazo, para desarrollarse o ‘ganar’ en el largo plazo. La cultura proporciona la necesaria reacción frente a las pérdidas, con cuya superación se construye la estructura social. En efecto, la cultura elabora mitos, que son la forma mediante la cual las sociedades otorgan el “sentido” necesario a sus quehaceres prácticos. Cada sociedad reacciona diversamente, fabrica sus propios mitos. Ahora bien, el que cada sociedad elabore sus mitos, y por medio de ellos su relación a la realidad, no dice si los mitos son cónsonos con prácticas industriales y comerciales. Una cultura del desdén, narcisista donde no hay dispositivo para contar con las ‘pérdidas’, está expuesta, más que otras, a ser infectada por fuertes impurezas ideológicas, que pueden hacer que los mitos funcionen en falso en contexto de economía capitalista, por ejemplo. Al no admitir las ‘pérdidas’ a corto plazo, la cultura elimina las condiciones para ‘ganar’ a largo plazo.
Cuando se piensa en Venezuela como país rico se produce una reacción de sentido que desmiente de antemano cualquier consideración sobre la conveniencia de “crear riqueza”, sino que prepara consideraciones sobre cómo disfrutar de ella. La reacción conduce a decir que somos un país rico, lo cual expresa “la mayor mentira de Venezuela” (Ugalde, 1993, 305), pues producimos de un modo permanente pobreza, porque partimos de un falso mito originado para tapar nuestro desdén por la realidad (económica).
¿Cómo se construye este falso mito, y dónde se encuentra otro, verdadero?
La reacción en falso comienza en la “idea” del decir. ¿Quién dirá que Venezuela no
es un país rico lo mismo que Argentina? Si ésta tiene granos, Venezuela tiene petróleo. En ambos sitios “la gente es rica, no tiene concepto de escasez”(Belohlavek, 1998), aunque siempre la base social es pobre, más en Venezuela. A Belohlavek le interesa ver hacia dónde apunta el “concepto de mundo”(cultura), para ver dónde encajan los conceptos de trabajo y de negocio. Este experto del FMI y el BM, expresa una voz como del inconsciente colectivo, coincidencia del afuera superficial (Venezuela es un país con abundantes materias primas) y del adentro del país, en su yo ideal (Nos dicen que somos un país rico y eso nos hace sentir grandes). Esta voz aunque admite la situación y la conducta de pobreza, las pone de lado en espera de que el orden de la abundancia (según el experto) o el orden mesiánico (según la matrisocialidad) cambie las desdichas presentes para una felicidad que se dé por sí sola.
La reacción mítica en falso continua construyéndose, con la “idea” de que el enclave petrolero derrame el líquido que siembre los campos venezolanos, y éstos produzcan permanentemente los frutos abundantes. Se obvia la idea del trabajo, como en el “síndrome de los mangos bajitos”(Guerrero, 2000), es decir, la práctica de cosechar sin trabajar, como también el del ‘está barato dame dos’ que Guerrero lo aplica a la venta de la empresa de la Electricidad de Caracas; como resultado se obtiene un país sin trabajo y un país barato. Es maravilloso escuchar en comportamientos de calle, en medio de la gran crisis por la que transita el país ya por casi dos décadas, que todavía se puede comer en el país (afuera no se podría), pese al bajo poder económico de la población: somos pobres pero aún podemos sentirnos como ricos. La idea del trabajo tampoco aparece en el discurso del Presidente de la República, como en aquel en que, para motivar a la gente para que regrese al interior del país, pinta la felicidad de vivir en una casita junto a un río encantador y pasar el tiempo bajo una mata de naranjas rojas.
Para observar e interpretar la reacción cultural a la no aceptación de las pérdidas de lo real, vamos a mostrar las vicisitudes del actor social en el proceso productivo (recolector) y en la distribución (recíproca).
Como hemos comprobado (Hurtado 1999c; 2000), la dinámica recolectora se encuentra incorporada a la acumulación capitalista en una sociedad dependiente (Touraine, 1978) como es la venezolana; no tanto es el rentismo adherido a la explotación petrolera, sino la mente recolectora, que se manifiesta en la “cultura del peaje”, uno de cuyos modelos es el ‘fifty-fifty’. El peaje implica un “aprovecharse’ del productor. En entrevista con C. Croes (Televen, 3/12/2000), la diputada de oposición Liliana Hernández que aconseja al gobierno que deje invertir al capital extranjero “y no ir a ver cuanto les quitamos”, indica el fenómeno recolector perdurable en el país, esta vez apuntando al actor oficial. Según Luis Ugueto el pais se divide entre ricos y pobres, es decir entre los que lograron aprovecharse del país y los que no lo lograron (Ugueto, 1994).
La recolección persiste cuando se trata de mantener la preferencia de la producción para las necesidades, frente a la producción para la ganancia (Rivera, 2000). Los críticos como Aquiles Esté, piensan que la idea de que “es más importante distribuir la riqueza que producirla” funciona como un virus que diezma el país (Muñoz, 1999). Debajo de las formas capitalistas, corre un sentido subterráneo que constituye un molde duro en el que se cualifica la producción de bienes materiales en el país. Lo de “subterráneo” es una metáfora para indicar que se trata de un molde en el que fluye la vida diaria, tan sólo evidente cuando se da la ocasión, o el esfuerzo, de una observación a distancia. En este sentido, relatamos a continuación unas observaciones: ¿Cómo ven los empresarios colombianos y norteamericanos a sus colegas venezolanos?
En la negociación el venezolano pretende recolectar el todo o nada, pues según los colombianos, “los venezolanos piensan que negociar es resolver un conflicto” donde una de las partes se sacrificará dentro de la lucha o regateo. Al no pensar la negociación como intercambio de intereses para obtener unos beneficios comunes, los venezolanos se han acostumbrados a un alto margen de utilidades, es decir, tratan de sacar el máximo. Se trata de suavizar tal “agresividad” generando condiciones de conducta informal, de entrar en relaciones de comensalidad, de ofrecimiento de promesas, que tratan de personalizar y exagerar el negocio, al mismo tiempo que desviarlo para no enfrentarse directamente con el ‘conflicto’. Así no logra centrarse en el negocio que se hace en medio de un “éxtasis festivo” de la invitación a comer y echarse los tragos, y por lo mismo frecuentemente incumple las promesas verbales al no coincidir con los hechos (Ogliastri, 1997).
Más allá, los empresarios de Estados Unidos afinan el carácter festivo del empresario recolector. Resumidamente, para éste el tiempo no cuenta a la hora de tomar decisiones, muestra poca voluntad cuando se trata de seguir canales normativos, y vaca mucho no sólo en las muchas temporadas de vacaciones existentes en el país cuyo tiempo a su vez amplía, sino también en los fines de semana que alarga del mismo modo (Cámara Venezolana-Americana, s/f.). Casi fuera del tiempo y de las normas o disciplinas de trabajo, cuando ‘se mueve’ pretende obtener rápidamente las ganancias máximas. El talante recolector y su atmósfera festiva y vacacional mantienen la conexión con los objetivos de un “país feliz” que disfruta merced a que las responsabilidades por el país las “abandona” en manos del estado, como una de sus cualidades populistas.
Los retratos contienen una evocación, donde se intuyen los mecanismos que vinculan y transforman los diferentes impulsos, sentimientos, tactos y acciones, por lo que podemos observar a la mente recolectora manifestarse en los siguientes rasgos:
- La negociación opera como un “juego de suma nula”. El conflicto se plantea en que las ganancias de unos son pérdidas para otros.
- La atmósfera festiva elimina la mediación del tiempo en la negociación.
- La agresividad del que recoge sin haber sembrado, sea pillaje, invasión, estafa.
- El incumplimiento de promesas indica la falta de atención plena al negocio.
- La indisciplina laboral expresa la espera de abundante cosecha sin mucho trabajo.
- El exceso vacacional implica al trabajo como motivo contingencial.
En cómo procede un rasgo de otro, se muestra que toda esa práctica económica obedece a una “cultura de recolectores”.
El facilismo de la especulación mercantil, como del ventajismo de roscas y carteles, y el afán por beneficios desmedidos, son facetas de subdesarrollo (Baum, 1991). Por eso el "somos un país marginal”, que dice Saade en “Perspectivas Económicas 2001” (El Universal, 26/01/2001) no está en el 52% de clase marginal, ni en que dice que comporta al país, esta supuesta clase o grupo; toda la sociedad entra en la marginalidad, por cuanto esta resulta de la desarticulación de la estructura social. Si bien los empresarios no son pobres, sin embargo su mente recolectora, les hace a ellos también exponentes de la cultura marginal, demostrativa de una especie de la “cultura de la pobreza” dentro del capitalismo.
Hemos seleccionado estas caracterizaciones de conducta empresarial como clave para interpretar la “cultura de pobreza” de toda la sociedad. A partir de aquí se puede observar de un modo similar comportamientos en otros sectores sociales, en torno a una “cultura del peaje” y a su similar “cultura del rebusque”. Piénsese en las maniobras de policías y fiscales de tránsito; otras operan sin chantaje, como en el “trabajo informal” que se desarrolla en los lugares de trabajo formal, o a costa del trabajo formal, como venta de ropa, de fantasía, etc. No es una cultura del pluriempleo (europea), sino de hacer o de ocuparse en múltiples actividades más o menos simultáneas donde se mezclan el trabajo formal y el informal, configurando un modo de recolección económica.
Se completa el círculo de la actividad recolectora con el “síndrome del todero” (Misle, 1994), que se proyecta también en la política, y hasta en la academia. El “todero” hace todo y de todo lo que se le ofrezca sin tener experticia técnica en nada. Puede ser útil para enfrentar urgencias, pero normalmente esta forma de trabajo implica que las cosas se hacen de un modo tosco, a veces a medias, otras veces sin revisar, y hasta se las piensa hasta la mitad, como dice Urbaneja Acheltpol (Cf. Hurtado, 2000). Si ya M. Colomina (2001) tilda de “todero” al actual equipo de gobierno (Cf. Urbaneja, 2001), la misma universidad no pasa tampoco de realizar un trabajo de tipo recolector: se limita a satisfacer las necesidades básicas del conocimiento, la docencia; la docencia es lo que importa, graduar profesionales; la investigación, la actividad del conocimiento para producir conocimiento, resulta un añadido superfluo; si no se hace, ya haya recursos o sean insuficientes, no pasa nada, la universidad como un corcho sigue a flote. En breve, el “todero” demuestra una conducta totalmente ambigua: es ingenuamente atrevido y al mismo tiempo retraído, dependiente; tiene que terminar rápido, o lo que es lo mismo, se tarda hasta donde sea, pues el tiempo puntual en que vive no cuenta; siempre le ronda el problema como un conflicto del que pretende escapar sin capacidad cultural para salir de él.
F. La realidad abandonada y la pobreza autocumplida.
La sociedad es pobre porque no tiene la idea de trabajar sobre el trabajo, que es lo que da origen a la prosperidad de las naciones, como se sabe desde A. Smith. Decir esto en ciertos grupos en Venezuela es como nombrarles la familia (Cf. Briceño, 1994). Lo que gusta es que se hable de la redistribución o reparto de ‘lo que haya’. Si nos apoyamos en la producción (‘lo que no hay’), el país se hunde, pero de nuevo sale a flote como un corcho a la hora de hablar de distribución de lo que se haya ‘recolectado’ (materias primas). La metáfora es de Muller en El Universal, 10/06/2000: “Un país hecho de corcho”. La política social debiera atenderse desde la producción, pero se hace “una política social al revés que destruye lo poco que tan trabajosamente van logrando las personas en situación de pobreza”(Sabino, 503).
¿Qué es lo que ocurre? Pues que las ideas sobre la realidad reproducen el mito y las connotaciones del trabajo recolector especificado desde el modelo de la cultura matrisocial. Dicho modelo está cifrado en el principio de reciprocidad, de suerte que ni la distribución del Estado se piensa dentro de una sociedad con Estado (y sus impuestos), sino como reparto de las dádivas del cacique o “príncipe” poderoso, base del mito populista (Cf. Hurtado, 1999b). Este mito se ‘impone’ a las políticas como lo hace la prescripción cultural, y después puede manejarse como ideología. El que teniendo, no reparte, es un “pichirre”(tacaño); éste es uno de los personajes peor vistos en Venezuela.
Polanyi (1957) pone en cuenta los diferentes tipos de intercambio para el análisis: la reciprocidad, la redistribución y el mercado. El intercambio de reciprocidad no tiene la lógica de un centro de poder (el estado tributario), ni la lógica de la compraventa mercantil (libertad económica), sino la lógica de obligaciones económicas entre los iguales cuyo paradigma son las relaciones originadas en el parentesco; son relaciones que configuran una estructura altamente prescriptiva (frente a electivas o libres). Mauss (1971) es el primero que construye conceptualmente dicha estructura, y Levi-Strauss (1969) lo reconfirma ampliándolo metodológicamente, lo que dará lugar a la escuela francesa del estructuralismo: las obligaciones de dar, recibir y devolver, constituyen el sistema de prestaciones y contraprestaciones de la convivencia social, en un régimen donde se prodigan los dones o dádivas como relaciones de prestigio y lealtad. La familia y demás grupos naturales permanecen como ámbitos normales de la reciprocidad, mientras que en el sistema capitalista, el tipo de populismo venezolano se proyecta como un ámbito ideológico de la cultura matrisocial, como hemos estudiado (Hurtado, 1999b y 2000). Se aplica la razón o principio de reciprocidad a los sistemas de la redistribución y del mercado, distorsionando las relaciones sociales entre estado y pueblo, entre patrón y cliente. Los significados de las relaciones sociales en Venezuela son proclives a generarse y medirse en términos de reciprocidad “Todo debe ser gratis o barato”. Es el “derecho a la gratuidad”. Pero esta “felicidad” termina produciendo los moldes de la “cultura de la pobreza”.
La figura de la madre y la “economía materna” basada en las colaboraciones o dádivas de los hijos, son clave para entender el funcionamiento de la ideología/cultura del reparto. Más que el débil e inflado estado venezolano, la familia soporta el orden social desprotegido. Si el grupo fuerte de la organización social es la familia, entonces no debe extrañarnos que el “familismo” funcione coherentemente, pues el mito produce y detecta el sentido de que todo se “familia” como clave discriminatoria de lo social: “Con mi familia, con razón o sin ella”, dice el dicho criollo. El que no tiene familia está “fregao” (no tiene ningún soporte social). A este nivel de mito se observa que el reparto da existencia, refuerza y consolida en el ritual la reciprocidad al grupo familiar, matriz inicial de las solidaridades.
El problema surge cuando este tipo de familismo se proyecta dentro de los asuntos propiamente sociales, que se entromete tan sustancialmente en ellos que éstos dejan de funcionar con la lógica de la sociedad, para hacerlo con la de la familia. Ello se debe a que la personalidad etnotípica matrisocial no tiene ninguna fisura, ni presenta distintos niveles lógicos de existencia y funcionamiento; no se ha “desencantado”, es una personalidad social premoderna. No tiene los dispositivos de autonomía, criticidad y responsabilidad ética para hacerse cargo de su propia realidad. Por eso, la culpa de todo lo que le ocurre, malo o bueno, se encuentra en la suerte o en el “otro” extraño, como en una operación mágica. Anteponer el interés individual al del colectivo con el objetivo de no renunciar o ‘perder’ nada en el largo juego social, provoca ‘pérdidas’ para todos. Este proceso se inserta en el negativismo social, originado en un edipo infantilizado y narcisista como es el matrisocial venezolano(Hurtado, 1995b; 1998). Este dispositivo antisocietario se encuentra produciendo desde el fondo mítico las bases de la “sociedad pobre” venezolana.
El orden social posible y a sus intercambios, los actores de la cultura matrisocial lo piensan como un campo de competencias y limitaciones; lo rehuyen, esto es, lo desconocen y lo niegan. Es más fácil o placentero pensar el sistema social como el lugar donde se encuentran los recursos a saquear; y pensar en el otro, imaginarlo, en vez de cooperador para superarme, como en otro “vivo” que limita mis apropiaciones excesivas. Esta mentalidad del recolector en tierra de nadie, en contexto capitalista, caracteriza al otro como al pícaro, de acuerdo a como es él. Dicha caracterización se idea específicamente dentro del trabajo de la cultura. El edipo matrisocial muestra que esa acción de saqueo de bienes que pertenecen al colectivo, no se disimula, sino que se hace con descaro para demostrar la viveza; porque si más bien se hace con disimulo, se proyecta que se es cobarde. Es un edipo que se parece más bien a algo pre-edípico, o que participa de un proceso pre-edípico, por lo que no ha crecido, está infantilizado (Hurtado, 1995b; 1998).
La estructura del descaro picaresco contiene la impunidad y la irresponsabilidad para con la realidad. El colectivo venezolano demanda la sanción al “otro”, pero no tiene la capacidad de aguantarla porque, al sancionarlo, en seguida lo hace víctima; por tanto no hay propiamente sanción. El colectivo prefiere consentir al otro, al potencial enemigo: le da otro “chance”, otra oportunidad; a la larga, en vez de pedir cuentas y exigir disciplina, los chances otorgados o consentimientos se tornan infinitos. El pánico a la realidad, por haber sido sobreprotegido de ella (es el mito matrisocial), lleva a negarla; el desdén no es un autocondicionamiento previo para enfrentar la realidad, sino que es el resultado de verla a pesar de haberla negado; la realidad está abandonada.
La economía, que parte de un principio de escaseces, produce un conflicto interior en un actor caracterizado como recolector, en cuya lógica funciona el sentido de la abundancia (un índice de la felicidad), y que etnopsicoanalíticamente se enmarca en la abundancia del pecho bueno como expresión paradigmática del principio de la reciprocidad. Ideológicamente se acepta en las políticas, muy cónsonas con el mito matrisocial, que el recolector (primitivo) y el niño de pecho son los modelos de la felicidad. Desde el primitivo feliz en su selva como hombre natural, hasta el niño feliz en su acto de succión mamaria, se han ideado utopismos de la felicidad. En esta mítica utópica, es que se diseña la relación de felicidad y pobreza por prédicas y discursos de todo tipo: políticos, económicos y hasta intelectuales de la sociedad venezolana; pero también, se entrevee su crítica, principalmente diseñada en las novelas y en las conversaciones de los novelistas como intelectuales. Por ejemplo, en la entrevista de Garmendia (2000). Esta visión del creador de ficciones permite al antropólogo jerarquizar las claves interpretativas de la relación de pobreza y felicidad; es la felicidad deseada como huida del principio de la realidad la que interpreta el fenómeno de la “cultura de pobreza”, en Venezuela. Para llegar ha explicar este proceso de varias referencias, se tiene que desmontar el mito de la cultura matrisocial venezolana, donde se observa el principio del placer como originante de la felicidad en que ya vive desde su nacimiento el portador de la cultura matrisocial; es un paraíso de felicidad, donde no cuenta la medida del tiempo; éste no tiene valor, únicamente es válido su disfrute en una vivencia intemporal del presente inmediato; donde no cuentan los compromisos, ni las responsabilidades con la realidad, ni menos las críticas a la misma con objeto de transformarla, ni el trabajo ni la inversión para llegar a culminar proyectos de sociedad con éxito; donde no cuentan los esfuerzos para disciplinarse subjetivamente y lograr mayor capacidad de competencia, etc. La felicidad vivida como en un limbo de realidad, permite explicar porqué el venezolano soporta la pobreza; ello está lejos de ser, aunque hay investigadores que lo así lo define, una realidad surrealista, ni mucho menos, todo lo contrario, estoica. Se parece más a un autoengaño de la realidad que es lo que produce su pobreza, aunque lo que se quiere es ser feliz, vivir a gusto. Al conflicto se le abandona de diferentes formas; la más cómoda y muy acorde con el mito matrisocial, es crear confusión en la realidad, el autoengaño por ejemplo. No se sabe bien la cuantificación de los pobres en Venezuela; alguien podría decir que los pobres son el 104% (Cf. España, 2000), y decir que los pobres son ricos y lo que hace falta es liberar las riquezas de los pobres(Lloyd, 2000; Fonseca, 2000), sin tener en cuenta la diferencia entre racionalidad de la organización y racionalidad del hogar. La cultura de la pobreza no es sólo un trayecto, sobre todo es una estructura que incorpora los polos “del derroche a la indigencia” del trayecto, por eso se puede pensar como el fondo de la “fábula venezolana” (Rivero, 1994). Inspirándonos en el Lazarillo de Niewohner (1992) para el que es preciso autoengañarse para vivir feliz, se concluye que es necesario insertarse en la “cultura de la pobreza” para poder ser feliz, a lo venezolano (Vera, 2001). Cualquier prédica que apunte a la felicidad, sin el esfuerzo de conquistarla, cae muy bien en Venezuela.
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RESUMEN
Como no podemos ser un país desarrollado, aceptemos la condición de pobres como signo de la felicidad. Tal ideología no insume la simpleza de que los países ricos son culpables de que haya países pobres, pero genera el falso mito del país rico en Venezuela. Este mito coincide con la evaluación economicista desde el exterior en cuyo espejo nos gusta vernos que nos vean (yo ideal). Proponemos que no sólo el principio de la economía, sino también el principio de la cultura (antropológica) deben evaluar conjuntamente la pobreza. En esta investigación, se da preferencia a la razón cultural para que explique la pobreza implicando con ello la ampliación del universo económico. Como modo de dar sentido a la realidad, se instrumenta la cultura como concepto analítico-interpretativo para obtener, mediante la crítica al concepto de “cultura de la pobreza” de O. Lewis, las especies culturales de la pobreza; una de ellas es la calificada de matrisocial, que como tal especifica el sentido de la estructura social recolectora-capitalista venezolana. El concepto operatorio de la “sociedad pobre” permite organizar la compulsión del desdén y la reacción cultural del abandono de la realidad, así como el consecuente redistribucionismo que vivido, como reparto de regalos, promueve las oportunidades del aprovechamiento desigual, del todo o nada. La explicación del privilegio se encuentra dentro del concepto de la “sociedad pobre”, pues conceptúa también la otra cara auténtica de los ricos en Venezuela.
Palabras claves: cultura, cultura de la pobreza, estructura recolectora, principio de realidad, principio del placer, etnopsiquiatría, sociedad pobre, matrisocialidad, compulsión del desdén, negativismo social, mito vivido, mito ideologizado, desarrollo, economía, trabajo.
Publicado en: Revista Venezolana de Análisis de Coyuntura. FACES-UCV, 1er Semestre 2001, 95-122