Todos los gestos
anteriores a la deserción están
perdidos en el interior de la edad.
perdidos en el interior de la edad.
Imaginad un viajero alto en su lucidez y que los
caminos se deshiciesen delante de sus pasos y que
las ciudades cambiasen de lugar: el extravío no está en él,
mas sí el furor y la inutilidad del viaje.
Así fue nuestra edad: atravesábamos las creencias.
Los que sabían gemir fueron amordazados por los que
resistían la verdad, pero la verdad conducía a la traición.
Algunos aprendieron a viajar con su mordaza y éstos fueron
más hábiles y adivinaron un país donde la traición no es
necesaria: un país sin verdad.
Era un país
cerrado; la opacidad era su única existencia.
Antonio Gamoneda.
“Descripción de la mentira”.
Antología poética. Madrid: Alianza,
2008, 125-126
(fragmento).
-¿Soy yo sola o
cada día me siento más ajena a mi país? Es duro admitirlo. Pero así me siento
hoy. (Esteninf Olivarez: @estaninf.
10 de agosto 2020)
-Nunca hubiese creído
que la mayoría de los venezolanos, sin dinero, ni agua, ni luz, ni gasolina, ni
comida, ni hospitales, ni medicinas, ni gas, ni seguridad, ni trabajo, ni
libertad, ni futuro serían tan pasivos ¡Cuánto cuesta creerlo! (Enrique
Aristiguieta Gramko: @EAristiguieta. 10 de agosto 2020).
Tuve que prepararme duro durante 30 años de investigación,
para recibir tal densidad del dato sobre la etnocultura venezolana en la
entrevista con Juan Liscano (gran intelectual venezolano), y recibirla como un
chorro de agua fría sobre mis espaldas de teórico de la cultura, y después,
amasarla y explicarla en la investigación Élite
Venezolana y Proyecto de Modernidad. Fue una investigación realizada en la
década de 1990 y presentada como defensa para ascender a Profesor Titular en la
Universidad Central de Venezuela (Hurtado, 2000).
¿Cuál es la verdad
de este país llamado Venezuela?
¿Habrá que
cotejarla con el grado de aceptación que le otorgue la gente que lo habita?
Por muchos lados se autocritican los venezolanos, pero lo hacen
como catarsis (desahogo consigo mismos); todavía admitidos el análisis y su
situación, no se da el salto a la aceptación interior de sí mismos, pese a que
la situación que se desprende del análisis, se presente como remedio a los
males aún aceptados con criticismo negativista.
En los discursos de los informantes consignados, donde pareciera que se pretende afrontar la verdad (o
el subterfugio) del país, se puede diseñar el avance del afrontamiento en tres
escalas:
1) los informantes buscan explicar sensiblemente el problema
que portan; resultan modelos de explicación con tinte dramático. No que no haya
por qué o dónde o cómo explicar, sino que la intervención de explicar el
problema de la ajenidad o la ninguneidad no conduce a mostrar una ausencia ¿de
qué? Parece que todo apunta a la baja calidad de la existencia o que la
existencia misma del país se pone en cuestión o que al final no hay explicación
alguna por la evidencia que se siente de la situación tan negativa. Esta es aún
una actitud de principiantes.
2) No sólo la explicación no tiene destino, sino que el
sujeto que la porta, desembucha su explicación fenomenológica bajo la duda de
admitirla por su sensible dureza o por la fatiga que causa a su entender en la
conciencia, esto es, a su propio crédito que se había dado a sí mismo sobre el
país en un tiempo anterior. Admitirlo con todo el peso de la realidad
actualizada, es ya una actitud fuerte.
3) Queda lo más ‘duradero’ y la cuesta arriba de la
aceptación. Aquí se ubica la raíz de la tragedia de ‘una nación llamada
Venezuela’ (Carrera Damas, 1984), y que el venezolano con su etnocultura y en
su vida diaria, desvía como farsa, y farsa de la más barata, la malanga. Los
informantes no avanzan hasta su verdadero y serio drama con relación al
problema del país y a su desafío de aceptarlo en su sustancia de país; llegar
hasta este sitio implica una reflexión más honda para que la actitud sea
perfecta: sólo la aceptación de sí mismo, como debe ser su amplificación en la
del país, contiene las posibilidades de plantear el verdadero cambio de uno
mismo y el del país.
La autenticidad social comienza en este principio máximo de
la sabiduría: qué son para mí mi ‘persona’, mi ‘entorno’, mi ‘país’… (Guardini,
1992). La aceptación de esas realidades contiene una decisión que está más allá
de mí mismo y la de mi país. Ni mi mismo y ni mi país han decido existir, sino que
me he encontrado existiendo yo por mi parte, y así el país, por la suya.
Decisión transcendente a la que debo acogerme como fundamento de mi existencia
y la del país. Procurar la transformación de éste para mejorar mi entorno y mi
existencia es la demostración suprema de que se tiene la capacidad de la
aceptación de país.
La aceptación de sí mismo, cuando el problema ronda casi en
los límites del desahucio, no resulta fácil su actualización: “Esto se lo llevó
quién lo trajo”, termina la reacción en una evasión total, como polo opuesto a
la aceptación.
Pero si no se acepta de entrada el diagnóstico del ‘otro’
como observador profesional (otro que puede titularse un médico político, por
ejemplo); aún más de cerca, es decir, del propio diagnóstico que tientas tú a
mostrar dada tu experiencia sensible, ¿cómo se van a aplicar los remedios
terapéuticos?
Dos escollos posibles con que se tropieza en la malanga del
país: el propio diagnóstico sobre el país equivale a un auto-diagnóstico de mí mismo; aún y tomando distancias (críticas)
de sentir en frío el desahucio con la fijación
con que actúa el talante cultural, el propio diagnóstico es orillado como realidad pese al esfuerzo
invertido en su construcción: “Eso no tiene que ver conmigo”.
Emerge aquí como posibilidad real un grado de iracundia
cuando se intentan fijar unos tramos con el objeto de permitir la bajada a la
profundidad sistemáticamente sustancial
de la realidad en que viven los venezolanos respecto del juicio sobre su
país. Todo ocurre cuando sienten una sospecha de que se puede bajar más al
fondo, allí donde se encuentran las raíces aviesas sobre las que se configura
el país; ese país que se disfruta tal como es, sin deseo alguno de cambiarlo aunque
sea para mejor. Disfrute no indica ni
significa estima de país, porque la estima exige la referencia a su verdad,
referencia que está más allá del país mismo y su historia. La estima o amor del
país coincide con la lógica de la aceptación, no así el disfrute y menos el
placentero de carácter primario o bárbaro.
¿Será que siempre tiene que venir alguien ajeno, o un nativo
del país que tuvo que extrañarse (hacerse el ajeno) mediante su situarse fuera del país, para poder con el
tapabocas aguantar el tufo de lo que el colectivo social no desea ni pretende
saber en qué hoyo de ninguneidad se encuentra? Pero ahí está el fondo del país
sin variaciones en cuanto al placer, el resentimiento en funciones y con el
escarmiento desactivado.
Los dos informantes se detienen ante la destrucción del
país, y por un momento reflexionan sobre sí mismos para emitir su explicación,
que queda en vilo. Su reacción les distancia
del país, pero su consecuencia se torna en pánico, y ahí mismo se despiden de
su trance reflexivo para no entrar en la locura: la una cierra la puerta a la
ajenidad, el otro estampa su incredulidad con un portazo ante el quiebre de la
lógica de su entendimiento. Ni una ni otro tenían un viento favorable porque se
encontraron sin lugar a donde ir ante su amenazante asombro de país.
Aún quedando fuera de juego, su valentía, aunque a medias, deja
constancia no sólo de las huellas de la
destrucción actual del país, también dejan entrever que el problema viene de un
tiempo anterior que no imaginaron nunca, el de un país sin cuerpo institucional
de sociedad, ni con alma de significados
sociales en su etnocultura. Todo ello visible a la intemperie que puede delatar
un espejo reconstructivo, o un retrato de artista mostrando los rasgos más
significativos del país en su pintura, o un mito que un etnógrafo relata con un
interés de explicar lo que pasa en el país sin zaherir con detalles de
caricatura ni de bromear con la lógica del humor catártico.
Al mirarse el mismo país en el espejo, en la pintura o en el
mito, quisiera hacer desaparecer a los que desvelaron su sueño encantado de sí
mismo. Desaparecerlos y como tal, de entrada, no aceptarlos, porque de
aceptarlos es (sería) aceptarse a sí mismo como el espejo, la pintura del
retrato o el mito que le diseñan su realidad auto-negada. Al hacer morir al
desvelador, pareciera que éste se desapareciese de sí mismo como por arte de un
espanto. Con el deseo del no-país y éste en destrucción, se eliminarían huellas
referenciales del que colocó el espejo, del que hizo la pintura del retrato,
del que relató el mito de la verdad y su significado vital en que se vino convirtiendo
la realidad de país y la situación de catástrofe en que está actualizado en el
presente.
Aún los precursores de esta delación por exfoliar a fondo la
realidad del país, han titubeado o se han quedado como Dante ante las puertas
del infierno al considerar la aceptación o no del país. Porque o su pensar tuvo
una medida corta, o abrieron la puerta que da al sótano y la humedad les hizo preferir
atravesar el umbral para otra ocasión. Sabían que si querían bajar al sótano,
lleno de oscuridad humedecida, para aceptar la verdad del país, había que darle
trabajo a una herramienta especializada en esa caverna, el psicoanálisis, y
arrostrar sus resultados.
Algunos lo hicieron con el recurso ficcional acudiendo a la novela (Teresa de la Parra, 2007; Rómulo
Gallegos, 1929). Otros quisieron llevarlo al manicomio u hospital psiquiátrico (Fernando Rísquez, 1982; Raúl
Ramos Calles, 1984; Salvador Garmendia, 2000), los demás se estacionaron en el
examen de la cultura como críticos
culturales o su puesta en estética popular con motivo de invención de telenovelas (María Fernanda Palacios,
2001; José Ignacio Cabrujas y Julio César Mármol en 1984), o pretendieron averiguar
vía la política el funcionamiento de la economía
y la historia, esperando el análisis
psiquiátrico (Carlos Rangel, 1982; Ramón José Velásquez, 1992). El
requerimiento del psicoanálisis era una exigencia para penetrar en las honduras
cavernícolas del país, y justificar su aceptación, y luego cómo asumir su
aplicación.
¿Estaba, lo está, el país mismo preparado para aplicarse tal
terapia psicodinámica? ¿Qué hubiese ocurrido si el título de Carlos Rangel
hubiera sido ‘Del buen salvaje al buen samaritano’? Creo que me hubiera
ahorrado en 1973 la quema del libro recién publicado por Monte Ávila, Del buen salvaje al buen revolucionario,
en el campus de la Escuela de Sociología y Antropología de la Universidad
Central de Venezuela. El ambiente de la ilusión revolucionaria, junto con el
resentimiento de muchos estudiantes que vinieron de la Lucha Armada a inscribirse
en dicha escuela después del decreto de Pacificación dictado por el presidente
Rafael Caldera en 1970, hizo de yesca social en la quema. Con el buen samaritano, nos hubiéramos ahorrado
el nostálgico altruismo del buen revolucionario,
y pasado al altruismo humanitario de los hombres de buena voluntad, sin tanta ‘vergüenza
criolla’ en un país vacuo de un proyecto de sociedad.
Es urgente desvelar la verdad del país para su aceptación,
único principio desde donde canalizar su
verdadera transformación social. Es urgente porque detenerse como viandante
ante el país venezolano y escrutar su verdad, su razón de ser en función de la
historia del hombre, es develar su obligación que tiene de aportar a dicha
historia los valores positivos que yacen dormidos en sus profundidades llenas
de herrumbre. Ese aporte a la humanidad, acarrearía sacar a luz referenciales
insondables que conducirían al crecimiento de ser del país venezolano y a
eliminar la vergüenza criolla de la aceptación
del país como principio de la estima del mismo. Desaparecería lo duro de
admitirlo como ajenidad, y frente a la fatiga del entendimiento volvería el
crédito que uno se da a sí mismo como dedicación a la mejora del país, su país.
No es posible todavía escuchar intervenciones, no recuerdo
el año pero debió serlo en la década de 1990, como la del bohemio caraqueño, Francisco Vera,
que después de 500 años de vida en el país, todavía se siente extraño en el
mismo. Tataranieto de los conquistadores y fundadores de país junto con los
naturales encontrados (por sentado descubiertos), era una demostración de una
etnogénesis aún sin consumar. Algunas tuercas parece que funcionan como
antisociales, aún antes del funcionamiento del aparato de socialización primaria,
en lo bio-psico-cultural del ser venezolano:
cuerpo, alma y etnicidad, cuya referencia ética es su objetividad en el
proyecto de sociedad. El desorden étnico de la desorientación social parece que
tiene que ver con la negativa a la aceptación del país por los descendientes,
de fundadores y beneficiarios naturales, de la conformación etnogenesíaca de
país. Lo dice nuestra aplicación etnopsicoanalítica desde hace 28 años.
Ya no hay tiempo para recontar errores propios o ajenos, ni
buscar esencias extraterrestres o trans-históricas, ni armar cadenas de
deducciones mito-temáticas, sino evolucionar con sentido, aceptar las leyes o
normas según un proyecto ético-social, y atreverse a construir invenciones
desde las propias posibilidades y deseos de ser con su moralidad conforme a lo
que se debe ser. He aquí un sucinto programa para comenzar a aceptarse a sí
mismo de cara a aceptar un país a construir desde sus propios comienzos, aún
apetentes.
No debe existir el enojo de romper el espejo, ni destruir el
retrato, ni apenas balbucear el mito. Todos muestran las señales de nuestra
situación de país, y deben guardar como un palimpsesto las huellas de la verdad
confusa con que mal-interpretamos el país. Ahora sí, nos deben mantener atentos
a nuestra desvergüenza histórica de asociar nuestros talentos con la magia de
lo azaroso, nuestro pensamiento creador con la ruleta de la suerte y las
improvisaciones. Todo país, y el país venezolano también, son asuntos muy
serios.
Porque el país es su gente que debe tener las necesidades
resueltas según la categoría de derechos humanos, y sobre esa plataforma
resuelta, disfrutar el país con identificaciones entonadas conforme a la sensibilidad ciudadana, así
como demostrar las variaciones en su felicidad, variaciones que indican la
señal de riqueza en su vida social. Mientras tanto y sin haber aprendido la
aceptación de país, estaremos en la agonía del que no sabe vivirla, a no ser
con el sin-sabor de enajenados principiantes, a contratiempo.
Bibliografía
Cabrujas, José I. y J. C. Mármol (año 1984). La
Dueña (telenovela venezolana)
Carrera Damas, Germán (1984). Una nación llamada
Venezuela. Caracas: Monte Ávila.
Gallegos, Rómulo (1929). Doña
Bárbara. Caracas: Ed. Araluce.
García Bacca, Juan D. (2009). Ensayos y escritos
(III). Caracas: Fundación para
la Cultura Urbana.
Garmendia, S. (2000). “El país no sabe hablar”. Caracas. El Nacional, 23 julio.
Entrevista: Rubén Wisotzki.
Guardini, Romano (1992). La
aceptación de sí mismo.
Buenos Aires: Lumen.
Hurtado, S. (2000). Élite
venezolana y proyecto de
modernidad. Caracas: Eds. del
Rectorado, Universidad Central
de V.
Palacios, M. F. (2001). Ifigenia.
Mitología de la doncella criolla.
Caracas: Angria.
Parra, Teresa de la (2007). Ifigenia. Madrid: Ediciones de Intervención
Cultural
Ramos C., R. (1984). Los
personajes de Rómulo Gallegos
a través de psicoanálisis.
Caracas: Monte Ávila.
Rangel, Carlos (1982). Del
buen salvaje al buen revolucionario. Caracas:
Monte Ávila.
Rísquez, Fernando (1982). Conceptos de psicodinamia.
Caracas: Monte Ávila.
Velásquez, Ramón José (1992). Cuando se jodió Venezuela.
Caracas: Consorcio de
EdicionesCapriles.
EdicionesCapriles.
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