desrendimiento de montaña destruye un pueblo (un país) |
Este pasado me lo voy a
tomar lentamente, con demoras
(mi marido es humorista y ríe,
ríe de mí y tiene razón)
También mi padre me decía: “Hay
que reírse”
pero no pudo reírse de tanta
pena.
Los árboles están silentes, no
hay grillos
Solo
lo metálico suena
máquinas y
dinero se dejan sentir
oigo carros y
al fondo una huelga
¡nada pasa
aquí!
pero las
luces están encendidas
y el corazón arde.
Mi marido trabaja y es de
noche Los gatos chillan.
Oigo el mar, la caracola informa
No todo es resolución, pero algo
debe resolverse
algo
así como una paga
¿pero qué?,
no sé…
(Mi marido está durmiendo…, al
fin; así no me oye
mi marido sabe cuando pienso, cuando
siento,
la resonancia de mí llega y es
fuerte).
No hay punto final para esta
guerra
esta
guerra horrible
esta
destrucción
mi alma ha sido partida en dos
piedad
por mis ángeles
Santa
cruz.
Por ello lavo la casa
y
ese grito solitario…¿qué será?
Suficiente
Es la luz de la Luna lo que hoy
me ilumina
Hanni Ossott: “Del país de la pena”.
Poemas Selectos.
Caracas: bid & co. Editor, 2004:
73-83 (fragmentos[1])
Es la luz de la Luna la de los brujos o
magos con que aún se ilumina Venezuela. Así no es extraño que no sea suficiente
la elaboración social del marido para tener país.
La mujer sacrificada (la madre mártir en la
familia) ha dicho en la entrevista:
-“No
soy feliz pero tengo marido”.
El marido es un recurso que no
alcanza para llegar al deseo de felicidad, sólo sirve para contentarse con
obtener un placer primario. A la larga el marido es un objeto incompetente para
hacerme feliz, y, por lo tanto, lograr tener país.
¿Y
dónde está el país? ¿Quién es el país?
¿Hay
algo que se pueda comprar, vender, adquirir, servirse de qué o de quién, para
llegar al país, para saber que se llega al país, para al fin llegar a ser país,
para ser feliz y convertirme en país?
El país resuena por todas
partes, por todos los sitios, buscando un lugar a donde llegar…pero resuena
como un vacío, y el lugar, los lugares, se presentan a su vez huecos, con el
punto cero de semillas culturales que los conciban o conceptúen, es decir, una vacua
concepción del país.
He oído, sin embargo, que…
¡no!, no has oído. Sólo que alguien me ha dicho que si tenía un compadre, podía conseguir el empleo, averiguar sobre un
repuesto para el carro, sacar el pasaporte, el permiso para salir del país, la
bombona de gas, el carnet de la patria, la bolsa del CLAP[2]…
El compadre, el amigo, el
conocido de confianza, podían hacerme el favor de no sentirme como víctima en
un país con una “playa sin fin” (Hanni Ossott, 85-86), donde la inercia (¡aquí
no pasa nada!) consume nuestro tiempo; y con la inercia la destrucción inmisericorde
que también nos consume a todos como aglomeración social. Y consume hasta
nuestro placer cultural – al que decimos vivir a gusto, según la gana-,
injertado en nuestro inconsciente colectivo y paralelamente en nuestro mito
bien vivido y apurado como el borrachito
con su ron ‘Santa Teresa’ o ‘Cacique’ y su caballito frenado[3].
Porque nuestro estatus de país
no es, ni siquiera llega a ser, país de subsistencia,
donde la medida te permitiría subsistir (=existir aún por debajo de tu deseo de
acumular un mínimo), sino de sobrevivir en un país de sobrevivencia (=vivir como por encima o sobre lo que puede uno
“conservarse físicamente en la medida de lo posible”, -Bárcena y Mélich, 200- ,
ese nivel aún más bajo que el de un país de autoconsumo)[4],
si el otro (compadre, amigo, conocido de confianza) te permite echarte una
mano, enchufarte en algo, impulsarte hacia un lugar donde ‘haiga’ algo sustantivo
que aprovechar o sostenerte por un momento.
Porque ese otro que como
aborrecido o de(s)preciado como ‘un
peor es nada’, que es tu marido, no te da sino la medida de lo ajustado para poder seguir viviendo en esta geografía
tan venida a menos; ese es un pobretón proveedor sin garantía (y eso siempre
según tu sagrado aprecio). Ese no te hace, no te puede hacer, milagros
donde conseguir el país necesario en medio de la sobrevivencia general. Cuando
lo que debe plantearse es un país de una gran con-vivencia social, donde todo se obtenga mediante el trabajo, el
mérito, la confianza y la responsabilidad, como un ciudadano y no como un
vecino o compadre.
Porque el país, casi siempre en
esta geografía, el país de los vivos, de los abusadores, de los que destacan
por sus mañas y marañas, deslealtades, de los desconfiados y confianzudos…, a
los que se aplaude pero con envidia, según el doble código cultural, y en este
terreno, ese infeliz de tu marido, de ese ‘peor es nada’, no sabe jugar. Por
eso y para eso, hay que aprovecharse de lo
otro enajenante (compadre, amigo, conocido) para la conchupancia[5],
porque eso es el país del compadreo y de las componendas. Dicho país se reparte
para quien pueda tener los mejores favores en el altar de la diosa de la selva
virgen, María Lionza, y allí cerca de la ilustre corte malandra que se alinea en el cielo de dicha diosa al estilo
de Artemisa. Aquí es donde está el ‘país’, y vete a buscarlo, en aras de
sacrificarte en el altar de los milagros. Somos hijos de eso, de los dioses, de
la magia, en que nos envuelve la vida en esta geografía caribeña, la de lo real
maravilloso.
CODA: Monitoreo del caballo a
mitad de la carrera.
Sólo el que tiene compadre
consigue tener país. País de la pena, porque ni el marido sirve para eso, ni
para nada; y si lo hace como pobre proveedor nos coloca como víctimas en un
país de la sobrevivencia, país de una guerra que no hemos tenido, y aún peor,
de un país de la violencia generalizada
que parece no concluye nunca como “una playa sin fin”, la de nuestras carencias
(Ossott, 86), esa nuestra cultura que no termina nunca de resolver sus
complejos matrisociales con los que
vivimos nuestra contradicciones esquizofrénicas a nivel de nuestra realidad
profunda sentida también en la superficie social.
Hoy, a estas alturas de la
historia, esa insolvencia emocionalmente cultural nos llevó al abismo de un
país radical políticamente, destruyendo nuestra economía hasta llegar a la inhumanidad expresada en ley de la
sobrevivencia. Con un marido que apenas sirve para sentir un país ausente o
para ser un pobre país que se cree feliz con tener sólo un compadre. País de la
pena, que sobrevive con el criterio inválido para tener un país de verdad.
Referencias
BÁRCENA, Fernando y Joan-Carles
MÉLICH: “La mirada excéntrica. Una educación desde la mirada de la víctima”. En
Mardones, J. M y Reyes Mate (Eds.), La
ética ante las víctimas. Barcelona: Anthropos, 2003: 195-218.
HURTADO, Samuel: “¿Para qué un
marido?”. En Elogios y miserias de la familia
en Venezuela. Caracas: Ediciones Faces, 2011: 78-92.
HURTADO, Samuel: “La madre
mártir”. En Coregas de variaciones
socioculturales. Caracas, 2017: 19-21, en publicación.
OSSOTT, Hanni: “Del país de la
pena” y “Playa sin fin”. En Poemas
selectos. Caracas: bid & co. editor, 2004: 73-83 y 85-86.
OSSOTT, Hanni: Como leer la poesía. Caracas: bid &
co. editor, 2005.
[1]
Este resumen del largo poema de Hanni Ossott, escrito en noviembre de 1985
(sic), se ha realizado con motivo o tema del marido. Su técnica evoca a la del middrash de la práctica literaria y
profética del pueblo judío en el Antiguo Testamento, identificado así por la
Iglesia del Cristianismo (católicos y otros). Consiste en actualizar los
misterios, promesas, mitos teológicos-salvíficos en la experiencia o
circunstancia histórica, es decir, los releen y reescriben interpretándoles
para responder a su problema de salvación en la hora presente y sus
circunstancias. Es lo que he hecho con la selección de ideas del poema.
[2]
CLAP: Comité Local de Abastecimiento y Producción. Un invento de la revolución
comunista bolivariana
[3]
Marcas más populares del ron venezolano y dicho popular sobre el ícono de la
botella del ron ‘Cacique’.
[4] Se
juega aquí con el modelo tricotómico de subsistencia,
autoconsumo y sobrevivencia. Brevemente indicando:
-Subsistencia:
vivir con cierto presupuesto, es decir, sin excedente significativo como el
campesino.
-Autoconsumo:
vivir con lo puesto de cada día, es decir, sin excedente alguno como conuquero
recolector.
-Sobrevivencia: vivir sin ni siquiera lo puesto del día, es decir,
no se cuenta ni con el cuerpo físico como el
recluido
en un asentamiento de refugiados perseguidos o en un campo de concentración. La
ley de sobrevivencia regula la vida inhumana
en tales situaciones (que) implica valorar los comportamientos de las víctimas
desde la normatividad ética de las situaciones ‘normales’ (Bárcena y Mélich,
200). Queramos o no, aceptemos o no, en esta geografía venezolana con esta
dinámica de la ética de (sub)mínimos nos han ido colocando por debajo de lo anormal mismo. Este nivel es concebido
por el venezolano como paranormal
(país de medio locos, según el novelista Salvador Garmendia), que sólo el que
porta nuestra cultura matrisocial (=que no pasa nada en el ser nacional aún divido
hondamente en dos políticamente) lo acepta cuando apenas reflexiona para seguir
teniendo una felicidad al gusto placentero como normalidad social; a ésta
accedemos plenamente bajo la enseña de los políticos de oposición: ‘más pronto
que tarde’ después de casi 20 años.