como si fueran los libros sordos de la ley |
-Con mi hambre no hay acuerdos.
Con este grito del campesino castellano, Pedro Berroeta resonaba en
nuestros oídos por la televisión venezolana en los años de 1970. Con gran
maestría plástica aquel gran pedagogo venezolano relataba el hecho que ocurrió
en el siglo XIX, cuando en España comenzaba la lucha política mediante la
captación a la población de votos electorales. La escena del mitin fue en el
pueblo de Adanero, provincia de Ávila, en Castilla La Vieja de entonces.
Pedro Berroeta, con el cabello blanco, cuello tortuga, sentado en una
silla como un maestro, se esforzaba en colocar a la audiencia venezolana ante
hechos históricos moralizantes para que se viera en el espejo de los otros, con
el objetivo de que aprendiera, como ciudadanía, a organizar su vida social y
política.
Con hambre no hay pan duro, dice el refrán castellano; sin embargo
con hambre no es posible armonizar (hoy se dice en Europa cohesión social) las sociedades en torno a acuerdos justos. La
formulación de leyes es el producto de los acuerdos inspirados en la idea de
una sociedad que congrega a todos los habitantes con objeto de obtener ventajas
en el disfrute de un bien común. El hacendado de Castilla se fue a la lucha
política, sin haber sincerado primero la mínima igualdad social que permitiera
el intercambio con el campesino de su comarca. El hambre revelaba que no había
condición para el intercambio político y sus leyes.
Aquella disparidad en que el hacendado colocaba al orden político reflejaba
un comportamiento legal supremamente chocante. La ley que estaba logrando vivir
la humanidad en su ascenso civilizado tenía un objetivo: el acceso y la
garantía de la libertad; pero manipulada, la ley se convertía en manos de unos
pocos dominantes en oprobio para muchos dominados. Hasta podía funcionar su uso
como un recurso de castigo para el enemigo político. “Para mis amigos todo, para mis enemigos la ley”, decía Oscar
Benavides, mariscal y presidente de Perú[1].
Hay un nivel en cuya hondura echa raíz la ley, que permite ser
observada bien, cuando su manipulación la conduce a actuar como perversión.
Desde esa hondura, se puede explicar en Venezuela no ya la crisis (social) de
la ley, sino la confusión pre-política (cultural) con la ley y en consecuencia la
posibilidad de sus manejos traídos y llevados.
Con la crisis social de la ley se supone que ha habido un desarrollo de
la sociedad y el derecho, que ha quedado atrás en referencia a los problemas a
solucionar y, por lo tanto, necesitan ampliarse las ideas en torno a las relaciones
sociales y las categorías del derecho. En la confusión pre-política con la ley
ocurre un choque de sentidos, en el que el sentido cultural de la ley deniega
del sentido social y político de la misma ley. Si todavía existe la tentación
en las naciones latinoamericanas, de que, en circunstancias del exceso
politicista a costa del desarrollo económico, la ley se manipule contra el
enemigo político como castigo a éste, en la hondura cultural (matrisocial[2]),
como principio sustantivo, la ley se convierte en el enemigo por antonomasia
del pueblo venezolano.
Cuando llegué a conceptualizar la cultura étnica en Venezuela como matrisocial,
una cultura del consentimiento maternal y social, me encontré en debate con los
abogados, los hombres (y mujeres) de las leyes. Como “mentar una cultura es como mentar a la madre”, dice José Antonio
Marina en Las Culturas Fracasadas (p. 81),
y si nos acercamos al “discurso salvaje”
del que participan todos los venezolanos según el Laberinto de los Tres Minotauros de José Manuel Briceño la cuestión
del origen (bastardía) remueve la idea del mestizaje cultural y “quién habla de mestizaje cultural recuerda
esta situación, pone el dedo en la llaga, mienta la madre” (Briceño, 271),
con tales supuestos los abogados no aceptaban el punto de vista sociológico del
concepto matrisocial como interpretación de su país venezolano.
Mi argumento yo se lo ponía bien aderezado en su mismo plato:
-¿Qué hace el venezolano con la
ley?
-¿Qué triquiñuelas (culturales)
utilizan ustedes para hacer que la ley funcione en los asuntos sociales?
Y comienza El Castillo de
Kafka pero al revés: se burla la ley, se la confina, se la achica y maltrata.
Se origina el legalismo si se la toma en cuenta para manipularla a favor de
algún interés particular cuyo objetivo es que lo político se utilice contra lo
societario. Hasta llegar al nivel más bajo, más perverso, de uso que es politizar lo judicial (la ley) o judicializar la política; es la propuesta de Victoria Camps en El Malestar de la Vida Pública (1996,
13). Así,
-¿Cómo extrañarnos en Venezuela de
que la política (legitimidad) sea aniquilada por la judicialización (legalidad)?
La legitimidad sustantiva,
por oposición a la formal (Camps,
44-45), se refiere a la vida en su ser de autenticidad cultural, política,
económica y social. Objetivo de la vida es la aspiración del derecho y al
trabajo del derecho. El derecho es el que debe desarrollarse y ampliarse en la
medida en que la vida se amplía y se complejiza, y, por lo tanto, requiere
permanentemente solucionar sus problemas. Las leyes en su eticidad están al
servicio del “derecho a la vida”. El
desvío del uso inmoral de la ley la acomodó al servicio del poder de dominación,
y éste la manipuló como la supuesta justicia de la dominación.
Cuando el proceso de dominación, además, se pervierte, y con ello se
embrolla, la justicia se naturaliza (se
desvirtúa socialmente). Cada sector de comunidad, cada quién individualmente,
se toma la justicia para sí. Llegamos al extremo de la figura (y del hecho) del
linchamiento del ladrón, del abusador, del criminal…porque faltó el desempeño
correcto del “estado de derecho” que
debía haber impartido legalmente justicia.
Nuestra vivencia matrisocial en Venezuela confunde esta relación del
derecho y la justicia, como el orden de la sociedad en acto. Tal confusión
delata la falta de normas de sociedad, en cuya condición la justicia adopta la
orientación de dicha cultura. En ésta descubrimos que el edipo matrisocial muestra
que nuestro ser social está arropado por la arbitrariedad de un caciquismo
primario, bravo. Frente al “estado de
derecho”, reducido socialmente a una forma vacía, funciona, lleno de
contenido cultural de carácter antisocial, una justicia caciquil con la ley manipulada
como recurso políticamente desviado.
Así terminamos en el “llegadero” donde se confronta la demanda de la
ley o la vida, la legalidad o la legitimidad. Por una parte la ley como un
recurso manipulado del desempeño de la justicia caciquil con base etnocultural,
y por otra parte, la ley que es el gran enemigo del venezolano cuando la ley
actúa con la lógica de su auténtico desempeño como realidad social, cristalización
del acuerdo constitucional, es decir, el acuerdo que nos constituye como
sociedad (y no antes), la ley como recurso de libertad, de justicia y vida.
Tal es el dilema, convertido en paradoja, anclado en un complejo
cultural (matrisocial), con que se debate agonísticamente la vida social
venezolana, defendiéndose de la ley (desviada) y anhelando la presencia de un derecho
(social), ausente, porque nunca ha sido conquistado (=obtenido con esfuerzo).
El asombro del campesino de Castilla ante el recaudador de votos
electorales, era lo que el viejo Pedro Berroeta nos quería inculcar en
Venezuela, como estímulo para iniciar tal esfuerzo. Era el asombro del despegue
de la emergencia social, que como ejemplar nos proponía nuestro padre
castellano: cómo voy a comulgar (participar) contigo, a acordar contigo dándote
el voto, si estoy famélico, harto de hambre, de hambre ancestral como pueblo,
como dice María Zambrano (1988, 153). En estas condiciones no puedo recibir tu
justicia, ajustarme a tu ley de dominación, le sugiere al hacendado. Pero el
hacendado insistía en imponer su acuerdo, su ley de justicia particular, sobre
la vida, vaciada por el hambre, del campesino, en que la ley se sobrepusiera
como dominante a la vida de lo social legítimo.
He aquí el problema a destruir (a solucionar) como falso dilema de la
ley o la vida[3],
especialmente, en la Venezuela de hoy, con la carga del talante matrisocial
exacerbada.
REFERENCIAS
Briceño, José Miguel: El laberinto de
los tres minotauros, Monte Ávila
editores, Caracas, 1994.
Camps, Victoria: El malestar en la vida
pública, Grijalbo, Barcelona, 1996.
Hurtado, Samuel: Tierra nuestra que
estás en el cielo, ed. del Consejo de
Desarrollo Científico y
Humanístico, UCV, Caracas, 1999.
Marina, José Antonio: La culturas
fracasadas. El talento y la estupidez de
las sociedades,
Anagrama, Barcelona, 2011.
Zambrano, María: Persona y democracia.
La historia sacrificial, Anthropos,
Barcelona, 1988.
[1]
Tal ha sido el comportamiento, y todavía lo es en muchos ámbitos sociopolíticos
latinoamericanos, que indica la regresión etnopsíquica a señores feudales del
siglo X europeo (Cf. Hurtado, S: “Castilla-León y América Latina. El desencaje
del proyecto histórico-político de Venezuela”. En Tierra Nuestra que estás en el cielo, Ed. del Consejo de Desarrollo
Científico y Humanístico, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1999,
217-229.
[2]
La matrisocialidad constituye un modelo conceptual para explicar, como
estrategia metodológica, cómo la sociedad en Venezuela se comporta como una
familia (y en Venezuela la familia la hace la madre de un modo absoluto). Esta
proposición refiere un gran problema porque las relaciones de familia que son
cálidas y personales tienen distinta lógica que las relaciones sociales que son
frías e impersonales. El compromiso y la responsabilidad no pertenecen al mismo
nivel ético. Ocurre tal problema porque la psicodinámica de la etnocultura
resulta muy primitiva, lo que tiene como consecuencia la no fractura de la
personalidad que viene de las preocupaciones sociales en beligerancia con las
compulsiones psíquicas y las prescripciones culturales. Así se configura un complejo cultural en el que no coinciden
el decir con el hacer, pero sí el deseo con la realidad, y por esta
esquizofrenia, la cultural matrisocial inflada de mucha carga psíquica
(emocional) domina las relaciones sociales tanto que las deniegan en su propia
realidad (es una cultura, pues, antisocial).
Pueden ver la fundamentación
de esta tesis en publicaciones de este blog, donde se citan las investigaciones
siguientes: Matrisocialidad, Exploración
en la estructura psicodinámica básica de la familia venezolana, Universidad
Central de Venezuela, Caracas, 1998 (Tesis doctoral); La Sociedad tomada por la Familia, Ed. EBUC, UCV, Caracas, 1999; Elogios y Miserias de la familia en
Venezuela, ed. La Espada Rota, Caracas, 2011 (Versión de divulgación
masiva).
[3]
Esto evoca el dicho del ladrón, potencialmente asesino frente a su víctima: “la bolsa o la vida”, dicho políticamente
fundamentado, dentro de la Venezuela de hoy, en el fenómeno de la “violencia generalizada”, tema que hemos
expuesto ya en este blog (noviembre 2012). La atmósfera de esta violencia se
origina en la disgregación de lo social en espacios, economía, política, moral,
disgregación que nos lleva a comparar la situación social actual de Venezuela con la caída del Imperio romano y la alta edad
media. Lo social es muy delicado; si no se cuida en absoluto, entra en barrena,
y pronto surgen las crisis humanitarias de todo tipo (de alimentos,
medicinas, robos furibundos y crímenes
sin cuento, que marcan la inseguridad vital remarcada por impunidad judicial).
Todo el mundo aquí está expuesto en su cotidianidad a estos tipos de crisis
humanitarias porque se inscriben en la destrucción del país programada bajo
inspiración comunista durante 15 años, actualmente en avance de trinchera dura.
Tal programación encontró un terreno muy favorable en el negativismo social de
la cultura matrisocial y en el populismo ancestral del pueblo venezolano.
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