Un rasgo del espectro místico, importante para
interpretar la psicoterapia popular, es el relacionado con la recuperación
del tiempo perdido o de la reconstitución de la memoria, en cuanto asociada con la identidad colectiva.
La experiencia mística, en sentido lato
y noble, supone no sólo un sentimiento de comunión con lo profundo de uno
mismo, sino también de vinculación con el tiempo del pasado, y aún con el futuro,
como dimensiones gravitantes en la
estructura del presente (Cf. Reyes, 1991). El pasado y como tal supuestamente
perdido es una instancia privilegiada de lo real imaginario, que tiene que ver
con el advenimiento del futuro o las
ultimidades. Si nada se pierde sino que todo se transforma, la función de la crisis mística es precisamente recobrar
los gritos perdidos del pasado para hacerlos oir en el memorial actualizado, de
suerte que lo imaginario desvalorizado, desquiciado,
hecho ruinas, vencido por la desilusión y la pesadumbre del tiempo, tenga la
eficacia de los siglos renovados en el hoy salvífico. El ejemplo religioso más
conocido es la hora de Damasco de Saulo de Tarso, y el ejemplo laico, el de
Marcel Proust, con su experiencia a la hora del té tras su paseo vespertino: lo
cuenta al principio de su obra A la
búsqueda del tiempo perdido.
Una de las intencionalidades últimas de lo
místico, de lo anormal, de la crisis mental, es la de
recuperar el tiempo perdido, es
decir, la de re-unir los tiempos
dentro de los estratos de la personalidad. Los tiempos se suelen vivir de un
modo fragmentado o desquiciado (esquizoide) en cuanto dimensiones de la vida;
la recuperación del tiempo como el retorno a su re-unión se hace como medida de prevención, asociación y
protección de cada una de las virtualidades temporales. Este problema se
bosquejaría como un cultivo o cultura de la sincronización de los tiempos
psíquicos. El ajuste de los tiempos fragmentados o vueltos locos, el embrague de los estados psíquicos
del enfermo mental, no implica volver a equilibrios psíquicos artificiales, sino
de mantener la locura o la mística como situación de
emergencia salvadora frente al feroz olvido al que nos empuja el destino
inodoro o la inercia incolora del tiempo
sin historia. Se trata de inventar una cronocultura
más allá del cronómetro.
Para efectuar esa cronocultura,
hay que retrotraerse y ver que en la vivencia de lo más profundo de nosotros se
recuperan esas imágenes arcaicas y primordiales que subyacen en nuestro inconsciente, expresado en el fondo
de la imaginación, donde se hallan depositados
residuos prehumanos. En este fondo nada se ierde, hasta la razón de los vencidos busca los submarinistas que la recuperen. Estos no son
otros que los místicos, sincronizados con la historia del pueblo descalificado
por la historia de los vencedores (Cf. Mate, 1991).
La fiesta popular tiene este sentido de la
rememoración del tiempo que ocurrió como fundamento del pueblo, y que se conserva
en la repetición del mito de los orígenes. Año
tras año, los pueblos se juntan para celebrar por enésima vez la misma
fiesta patronal, el mismo ritual de la Cruz de Mayo, la misma procesión de la
Virgen del Valle. Siendo lo mismo, las gentes no se cansan ni se fastidian,
pues en la evocación de los viejos tiempos la gente presente encuentra el
sentido de sus gestos, legrías y tristezas. Sin percatarse y como al instante,
se adentra a vivir intensamente la comunicación (mucho más que comunicarse exteriormente) con un pasado supuestamente
acabado. A lo largo de a celebración, mítica
por excelencia, persiste la sensación de una memoria de lo oculto, pero que
está vibrando, dotando a toda la acción social de una solidez original. No es
sólo la presencia del misterio, sino de un tiempo remoto que se actualiza y
nos devuelve en su proceso salvador, en su pureza auténtica, incontaminada. La
devoción a las ánimas tan fuerte en nuestra cultura criolla, el toque del
tambor el día de San Juan, la
atención a los sueños -por lo que dicen y por lo que dejan
presentir-, el abandono a una ilusión intuída, nos religan a toda una dinámica de recuperación social.
En los pueblos primitivos, como aun en nuestros
ectores populares, todo aprendizaje,
como todo rito de iniciación, debe vincularse al tiempo mítico, al sueño
específicamente, para que la eficacia y
profundización de los mismos en el individuo sean reales. El aprendizaje
onírico se conecta con el inconsciente olectivo, donde no existe una diferenciación
sistemática entre lo real y lo
imaginario (que también es real). Por oposición a esto, la antropología
culturalista y la sociología historicista encuentran que la diferenciación de
estos aspectos del hombre en el trascurso fragmentado del tiempo histórico, define
el realismo de la civilización y su evolución posterior. En el aprendizaje de prácticas,
mitos y cantos, que pertenecen a la memoria cultural del colectivo, el sueño
ayuda a movilizar los contenidos sociales, pero
lo hace de un modo condensado y alusivo
al mito. Soñar el mito, tanto para el
individuo como para su etnia o pueblo,
significa que la práctica aprendida en la vigilia o en el canto ritual, son
condensaciones o alusiones equivalentes al mito completo correspondiente. El
poder curativo del canto o de la práctica ritual depende no de su formulación o
reproducción mecánicas, sino de que se les reconozcan como equivalentes del mito.
El mito adquiere todo su poder social (curativo) a través del sueño, esto es, a
través de la recuperación actualizada de los residuos inmersos en el inconsciente,
en un tiempo presencializado de lo imaginario onírico. El soñar despierto
tiene también esta virtualidad.
Así, la fiesta popular cumple también un papel
onírico, la de hacer presente el mito al recuperar el tiempo perdido. La
fiesta no sólo le baja los humos a la
historia, sin salirse de ella, sino que amplía el objeto y el sentido histórico
(Cox, 60-61). Si la festividad siempre celebra algo que tiene lugar en el tiempo
histórico (afirma la historia), pide además una tregua a la historia, a un
tiempo en que no trabajamos, ni recopilamos elementos para el trabajo. Festejar
nos recuerda que existen en nuestra vida facetas que no pueden ser absorbidas
por nuestro protagonismo histórico. La historia no es el único horizonte, ni el
último de nuestra vida. La festividad, como el misterio, como el sueño, ayuda a
pensar la historia como parte de un tiempo mayor, más fundamental, capaz por su
virtud de primordio de auxiliarse para
salir de ese presente atemporal y ahistórico.
Es el tiempo del mito, del volver, de la recurrencia, de
que no existe sólo la revolución, dado
el caso, sino también la recurrencia de
la revolución. La revolución no supone una tabula
rasa, una nada, sino la novedad a partir de lo arcaico que empuja a ser
renovado (Maldonado, 180; Mate, 1991).
El sueño, condensación del mito, expresado en la
celebración, en los ritos litúrgicos, en los cantos mágicos, vuelca sobre la
historia la recuperación del tiempo perdido. La función terapéutica consiste en
hacer del tiempo histórico, del tiempo de las responsabilidades, que no huya de unas estructuras que producen claustrofobia
por su tendencia a monopolizar lo real. El sueño, instrumento del mito, es una
acción humana en la que se mantienen en su lugar los dos mundos en que vivimos,
en la medida en que no sólo se les niega una separación clara, sino que sobre
todo se envuelve a ambos en una indiferenciación mágica que les rescata (salva)
a ambos de su propia esquizofrenia. La recuperación del tiempo
perdido, como experiencia onírica, mítica, mística o mistérica, es la
via terapéutica que, al contrario de lo que
se cree en una sociedad tecnocrática,
en vez de permitir la fuga, evasión o
escape, nos ayuda, como proceso curativo supremo, al compromiso o
responsabilidad radical con la totalidad del ser de la historia y de la metahistoria.
Frente a Tylor, debemos decir que si los mitos no son
desrrealizantes, porque cambian los
objetos en cosas sagradas,tampoco las imágenes de los sueños que transforman en
ideas (logos) o en reflejos transcendentales las cosas soñadas. El sueño es
productor de nuevos rasgos culturales y no solo reflejo de ciertoas pulsiones inconscientes, según Freud, ni sólo
un medio por el cual el individuo se readapta a su entorno social, según
Adler. Además, el soñador viene a ser no el individuo, sino los antepasados
que pueblan el mundo mítico de la
comunidad social. Ya no estamos en el mundo de la productividad económica,
como quería Marx, sino en el de la creación
onírica continua de nuevos incentivos,
tiempos e iniciativas de lo
social ante-humano, humano y meta-humano (Bastide, 1976, 51 y
55). El sueño es una de las dimensiones
que nos ubica entre la naturaleza y la cultura. En las sociedades de pensamiento
mágico, el sueño está naturalizado:
los mohave interpretan su cultura en términos del sueño (Devereux,1973). El
sueño permite el paso de lo subjetivo a lo
colectivo, mediante la comunnicación con lo otro y la aceptación de los demás, junto con el orden
de las imágenes normativas.
Para algunos pueblos australianos, la creación es
el tiempo
del sueño. Como nadie deja de soñar, la creación nunca concluye, y puede
prolongarse a través de las revelaciones oníricas de los chamanes. Entre los mitos de creación y los sueños
milenaristas hay un continuo de relatos que Levi-Strauss denomina grupo de transformación para indicar que
hay más continuidad que ruptura entre naturaleza y cultura, realidad y sueño.
Cuando se manipulan las imágenes de los sueños del paciente para reconstruir su
mito personal, la terapia psicoanalista
frente a la terapia psicopopular o chamanística, se fabrica un objeto cultural,
en cambio en ésta el sueño crea cultura, porque el sueño arranca de una experiencia
de la naturaleza reconstruída, y, por
lo tanto, tiene función de organizar (curar) las fuerzas fisiológicas con las
culturales. El sueño no es mera subjetividad (Occidente); tampoco es una mera
memorización y regreso al pasado. Si memoriza, es para rescatar el pasado con
objeto de construir el presente y el futuro del grupo. Los sueños mesiánicos,
por ejemplo, tienen como objeto la salvación definitiva o escatológica del
pueblo que los sueña a través de sus personajes públicos o prototipos
culturales (profetas, héroes...).
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El título del libro que atrapado en el sombreado.Pero su verdad es: Tierra Nuestra que estás en el Cielo.
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