En la contraportada del libro de La Sociedad tomada por la Familia se lee que éste es un estudio que “precisa y prolonga acertada y convenientemente las ideas que había venido exponiendo en obras anteriores sobre la impronta de la cultura familiar en la ‘cultura toda’ de Venezuela. Ahora vemos que la cultura ‘matrisocial’ tiene fagocitada la sociedad. Me parece que usted aporta así una teoría interpretativa –generativa- de Venezuela, sustentada por asiduos trabajos antropológicos que no debieran desconocer todos aquellos que se abocan a las labores del desarrollo nacional” (Alberto Gruson).
“Personalmente juzgo que las asociaciones entre la organización familiar venezolana y los patrones políticos de nuestra sociedad están muy bien expuestos y ello solo, por sí mismo, justificaría plenamente la publicación de un trabajo que no dudo en valorar de excelente” (Orlando Albornoz).
Tengo que informarles que, sin quitarme los años como cualquier mujer, que el 26 de septiembre cumplo 43 años. Probablemente soy más viejo en el país que muchos de ustedes. Además mi origen se encuentra en la tierra de los fundadores de las ciudades venezolanas en el siglo XVI, siendo Castilla y León una nación por excelencia de cultura popular, municipal y de comunidades autonómicas. Mi inserción en Venezuela consistió en un a prolongación natural con sentimiento americano (venezolano) que me permitió desde el principio una carga de preocupación, disfrute, y también angustias, a veces mayores, que las de los nativos mismos, productos de mis estudios antropológicos y sociológicos. Mis obras todas son venezolanas. Desde todo esto les hablo.
Hoy vengo a exponerles la inflexión honda que logré como producto con el esfuerzo de mi tesis doctoral en 1992: el concepto de Matrisocialidad. Un concepto que tuvo como objeto ir explicando a mayor profundidad la organización social venezolana, y cuyo punto estratégico se ubicó en la familia. La familia, un asunto arcaico, duro, conservador, al que yo huía, pero al que me atreví a introducirme porque entreveía que en su problemática agazapada se escondía una clave original para entender la cultura antropológica en Venezuela. El propósito no era quedarse en la familia, ni siquiera en la cultura o idiosincrasia, sino avanzar hacia lo real social en Venezuela. La realidad de la acción práctica por la que se decide lo que se hace, lo que se quiere hacer, lo que se debe hacer. Pero el problema era con qué se hace, con qué se quiere hacer, con qué se debe pensar para el cómo se debe hacer. Esa herramienta, la mejor, era la cultura o etnicidad o idiosincrasia, es decir, lo que identifica lo que somos a partir de mostrarnos por lo que significamos o damos sentido a la realidad de las cosas que tenemos entre manos.
¿Por dónde debemos empezar para autenticar la garantía de pensar nuestro desarrollo social como proyecto? No hay desarrollo alguno sin identidad de lo que un colectivo es. Tal es el primer principio. La identidad de lo que somos como seres sociales no la proporciona otra cosa que la cultura antropológica que portamos. La identidad biológica y aún la psicológica son insuficientes. En Venezuela, nuestra identidad cultural la caracterizamos como matrisocial, con alcance de representar a nuestro ser constituyente. La matrisocialidad es un concepto elaborado para explicar que, aunque la sociedad no puede ser lógicamente una madre, una familia, sin embargo, el colectivo venezolano se ha dado o construido con sus significaciones de la familia, lo que define sus relaciones sociales. El concepto de matrisocialidad opera como una metáfora, que enuncia en su formulación lo que existe como realidad: que la sociedad venezolana actúa en sus relaciones sociales como una familia. Todo en Venezuela se ‘familia’, lo que parece ser nuestro destino. La matrisocialidad se perfila como un talante vital que moldea nuestros asuntos sociales.
Toda sociedad está montada sobre problemas de infraestructura cultural muy fuertes, que después se proyectan sin remedio sobre la estructura social, es decir, cómo la gente se gana la vida, trabaja, construye su casa y entierra sus muertos. En Venezuela, la infraestructura cultural no sólo es particularmente fuerte, también tiene sentidos cuyos recovecos parecen subterráneos para el ojo no acostumbrado a verlos para a su vez pensarlos. De entrada, se puede decir que la realidad de la familia en Venezuela tiene poco que ver con la familia que diseña el Código Civil. Culturalmente, es decir, la familia que vive el venezolano es un grupo de mujeres con sus hijos. Son mujeres hermanas que configuran una alianza sororal.
¿Dónde están los hombres? Los hombres no son principio, no originan familia, sólo pertenecen a una familia, la de su mamá. Por eso siempre serán hijos. Cuando muere su mamá el hombre será un recogido en la familia de su mujer, si es que la tiene. El gran historiador venezolano Tomás Polanco Alcántara revela en una entrevista que cuando muere su mamá comienza su conciencia del tiempo. Tenía 73 años cuando sufrió dicha inflexión que le cambió la visión de su realidad vital, es decir, cuando la muerte de su madre le genera su soledad familiar, no obstante ser padre de seis hijos y tener veinticinco nietos, y como investigador haber escrito “más de cincuenta libros de los más diversos géneros (derecho, historia, literatura)”[1].
Asentamos aquí que el exceso de maternalidad, la mujer la procura a costa del padre. Es decir, la cultura produce tal exceso de realidad significativa de maternalidad, que deja un margen insignificante a la producción de paternalidad. No es que no haya “padre”, es que su figura se encuentra muy disminuida en su significación psíquica y cultural. Así se remarca el padre biológico, reducido socialmente a ser ocasión de que la mujer tenga hijos. Si nos descuidamos termina siendo un padrote, que como engendrador (génitor a diferencia de pater) no tendrá responsabilidad en el grupo familiar y le costará mucho tenerla en lo social. Será la mujer la que le exija que trabaje porque tiene que cumplir como proveedor, lo que le justificará su pertenencia al grupo, y no su base de autoridad. Los hijos serán propiedad exclusiva de la madre, que a su vez serán compensatorios de la falta de pareja de amor comprometido y responsable a la que no responde su vida ni la vida del hombre con el que se junta.
La familia matrisocial no es una familia conyugal. No tiene esposo (ni esposa), sino marido (a veces maridos sucesivos). El marido no pasa de ser un amante. De nuevo, son los hijos los que otorgan la honradez a la madre, para que ésta no sea una cualquiera. Cuando lo equilibrado es que ejerza dicho papel el esposo y padre de sus hijos. Entonces, para qué un marido, si el amor consistente y unidad indisoluble del vínculo matrimonial acontece en la relación filial. La madre desempeña aquí un dominio absoluto, en la medida que consiente al hijo y le prohibe que se case. Entra a jugar la compulsión (preocupación) más dura de la matrisocialidad: la madre no puede perder a su hijo, por supuesto, a manos de otra mujer.
El amor de la madre por el hijo (edipo) se expresa como un inmenso consentimiento sobreprotector, núcleo del mito matrisocial. Este detector del sentido de lo real desprende fenómenos como el de la posibilidad de que el hombre no crezca más allá de ser un hijo, pero también el de la posibilidad de que no vea la realidad más allá de sus espejismos y su valor mágico, y piense que no es importante, que no vale la pena trabajar en ella y por ella para desarrollarla socialmente. Dicho mito se despliega también hacia la producción de las relaciones de dependencia social en el venezolano, pues su infraestructura cultural se estructura en la configuración clave de la familia, esto es, la matrisocialidad se revela como un profundo complejo de dependencia materno-filial. Es una dependencia mutua ubicada en la raíz de desempeño infraestructural que moldea nuestras relaciones sociales, y nos hace individuos socialmente endebles y al mismo tiempo regresivos psíquica y culturalmente. Es un proceso de regresión operado por la vivencia de la maternidad virginal que se genera en la madre por excelencia que es la abuela y en los hijos por excelencia que son los nietos, precisamente donde se produce el cierre de la estructura familiar, como decir la última palabra del asunto. Desde aquí, como desde otros trazos culturales luce complicado que se genere en los actores sociales el desarrollo social en Venezuela, porque además tenemos que ver a qué estructura social se corresponde, que no suele ser muy productiva, encajonados entre el conuco, la mina y el hato, nuestros mitos económicos, tierras de nadie.
Hay otra vivencia de la madre también fuerte: la de la madre mártir, es decir, la del aborrecimiento del varón, al que no se ha dejado crecer sino en el desvío de ser un macho que se desea y que al mismo tiempo se rechaza. Fenómeno que tiene un parecido al de la mantis religiosa. Todos estos trazos culturales aparecen en Doña Bárbara y otras novelas de Rómulo Gallegos, en psicoanalistas como Raúl Ramos Calles y José Luis Vethencourt. Trazos que los científicos sociales no nos queda otro remedio que sociologizarlos, es decir, sacarlos a la luz de la acción práctica. Como ya los historiadores y filósofos Mario Briceño Iragorri, Augusto Mijares y José Manuel Briceño Guerrero adelantan problemas sobre nuestra realidad de pueblo, cuya problemática nos la solucionan con el cuento de la historia, en espera de que la antropología social devele sus profundidades a partir de su mito infraestructural. He aquí lo que ha sido y sigue siendo nuestra obra venezolana para los venezolanos.
Un estremecimiento escalofriante me ocurre cuando personalmente describo el proceso del paso del adolescente a adulto del varón venezolano. No me da la pluma literaria para sostener tal estremecimiento. La madre se consigue con la contradicción, como una encrucijada en la que tiene que debatirse como su destino. Y a su vez se debate el hijo con su farsa trágica de ser un vagabundo, un abandonado. La cultura le manda que tiene que botar (expulsar, sacar) de la casa al hijo como varón, pero al mismo tiempo le manda que tiene que retenerlo como hijo, porque no puede perderlo. Es un mandato muy fuerte, porque el hijo tiene que hacerse varón como macho y la casa dominio femenino se lo impide. Pero sería un baldón para la maternidad tener como resultado a un hijo marico. La calle es el ámbito de los varones en encuentro con otros machotes y donde se consiguen las mujeres de otros. La madre le dice: tienes que juntarte con ellas pero no casarte con ninguna. Así también, a la descompensación que causan las contraprestaciones maritales, por la que la mujer con quién se une está desvalorizada frente al gran valor que tiene su hermana como miembro de familia uterino, acude la compensación de la acumulación de vaginas.
Este laberinto de las relaciones familiares, que se presenta como desequilibrado en los valores de la significación, lo tildan los autores como el embrollo matrilineal, también encontrado en la matrisocialidad venezolana. Cada trazo que hemos dado como largas pinceladas de la estructura familiar venezolana tiene un profundo y largo discurso de comprobación en la ciencia antropológica. Nosotros hemos procurado no perdernos en tal laberinto con el propósito epistémico del horizonte ético en busca de la definición de la relación social y de su papel de destino por lo que respecta al proyecto de sociedad en Venezuela.
El problema que apunta a las políticas públicas del desarrollo social, pasa por colocar a tal política en el inicio del ser o identidad de cómo somos los venezolanos. Antes de avanzar de un modo simple hacia el deber ser, con lo que nos estrellaríamos con un muro, tenemos que preguntarnos por lo que puede ocurrir en el camino de un punto a otro. El deber ser significa alguna transformación o desarrollo social que implique una mejoría de nuestra suerte o destino en el ser. En este camino travieso se encuentra nuestro problema: no es que hayamos perdido el ser, lo que somos, pues lo vivimos intensamente, sino que no damos con nuestro ser, con la brújula de nuestra identidad tal como somos. Aquí no vale decir que Venezuela tuvo un momento heroico, es un pueblo solidario, acogedor, placentero, o al revés que no es una nación sino un gentío, un pueblo indisciplinado, un campamento, un gran conuco.
El diagnóstico no es que lo vivimos pero no lo sabemos vivir y con ello identificarlo superficialmente, sino que además no sabemos pensarlo y con ello identificarlo con profundidad, como debe ser. El problema no radica en nuestras madres. Ellas crían a sus hijos como las enseñaron. Tampoco el problema está en la cultura: La cultura matrisocial como toda cultura produce valores de significación, y como tales éstos son siempre positivos. El problema radica en el embrollo matrisocial encuadrado en el laberinto de una estructura familiar desequilibrada: Desde estos núcleos se genera un complejo cultural que no hemos solucionado en Venezuela. Es el de no dar con el ser para pensar sobre él. Según esto, el venezolano piensa hasta la mitad, como dice Urbaneja Achelpol. Más que estar al frente de nuestro ser, éste nos arrastra a nosotros y nos domina a su merced. Así hablamos incongruencias como decir que somos blancos cuando somos morenos, trigueños; decimos que nos casamos y en realidad nos juntamos; que somos tolerantes cuando la realidad es que somos permisivos; que nos comprometemos con algo y en realidad somos cómplices: que somos participantes y en realidad a lo que aspiramos es a privilegiados, cuya lógica del privilegio no es otra que la exclusión de muchos, la del quítate tú para ponerme yo, y la del salirse con la suya como sea.
¿Cómo identificar lo público y la política? ¿Cómo identificar lo social y su metáfora del desarrollo? ¿Cómo los vive y piensa el ser matrisocial venezolano desde su propio ser matrisocial? Aquí hay un largo y arduo trabajo teórico y de aplicación para saber adonde estamos y adonde nos dirigimos. Porque –como dice Séneca el filósofo estoico hispano romano- “No existe viento favorable para aquél que no sabe adonde va”. Mis investigaciones dicen que Venezuela está un tanto perdida en su realidad y ello es el principal obstáculo para saber adonde se dirige, y ello le ocurre desde el día siguiente a la heroica batalla de Carabobo. Nosotros, junto a las investigaciones de nuestros alumnos, desde distintos temas y problemas nos encontramos abriendo este sendero de atinar con nuestro ser bajo la guía del deber ser de la ética, cuya objetivación es el proyecto de sociedad. Buscamos la orientación que nos resuelva el complejo matrisocial en Venezuela, siempre atendiendo a lo que han hecho otros y siguen haciendo también.
Referencias Bibliográficas
Briceño G., J. M (1994): El Laberinto de los Tres Minotauros, Monta Ávila, Caracas.
Briceño I., M. (1972): Mensaje sin Destino. Ensayo sobre nuestra crisis de pueblo.
Monte Ávila, Caracas.
Gallegos, R.: Doña Bárbara, Novela.
Hurtado, S. (1998): Matrisocialidad. Exploración en la estructura psicodinámica de la
familia venezolana, ed. FACES-EBUC, Caracas.
Hurtado, S. (1999): La Sociedad tomada por la Familia, ed. EBUC, Caracas.
Hurtado, S. (2000): Élite Venezolana y Proyecto de Modernidad, Rectorado y
Vicerrectorado Administrativo, UCV, Caracas.
Hurtado, S. (2011): Elogios y Miserias de la Familia en Venezuela, La Espada Rota,
Caracas.
Khan, A. M. (2001): “Pasajeros del tiempo. Tomás Polanco Alcántara”. De Cara Al
Tiempo. Magazine COMPLOT. Revista de farándula y moda femenina, 3º aniversario, agosto-septiembre, 240 págs.
Mijares, A. (1970): Lo Afirmativo Venezolano. Ministerio de Educación, Caracas.
Ramos, R. (1984): Los Personajes de Gallegos a través del Psicoanálisis, Monte Ávila,
Caracas.
Vethencourt, J. L. (1974): “La estructura familiar atípica y el fracaso histórico cultural
en Venezuela”. Revista SIC, Caracas, febrero, 67-69.
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Conferencia dictada en las II Jornadas de Derecho y Participación Ciudadana: Políticas Públicas para el Desarrollo Social. Universidad Nacional Experimental de la Fuerza Armada (UNEFA), 20 y 21 de Julio de 2011.
[1] El hijo de mamá. “Yo creo que empecé a tener realmente conciencia de mi edad el día que mi madre murió. El 31 de diciembre del 2000 yo dejé de ser un hombre que tenía a su madre viva. Porque a pesar de mis 73 años yo era un hombre con su mamá viva y ésa es una relación que cuando se rompe produce un desgarramiento muy grande. Creo que fue a partir de allí que empecé a tener conciencia del tiempo” (T. Polanco A. entrevistado por Ana María Khan en 2001, cuando ya tenía 74 años).
lunes, 8 de agosto de 2011
MATRISOCIALIDAD CON MIRAS AL DESARROLLO SOCIAL
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El fruto inductivo de su etnografia en Venezuela, siempre con tal vigencia, me lleva siempre a reflexiones. Quisiera adquirir los dos libros de su autoría mencionados en esta publicación. Qué costo tienen? Excelente material para la investigación que realizo sobre la construcción del amor en la violencia de género, en Venezuela. Un gran abrazo!
ResponderEliminarEl fruto inductivo de su etnografia en Venezuela, siempre con tal vigencia, me lleva siempre a reflexiones. Quisiera adquirir los dos libros de su autoría mencionados en esta publicación. Qué costo tienen? Excelente material para la investigación que realizo sobre la construcción del amor en la violencia de género, en Venezuela. Un gran abrazo!
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