Admonición: El
compadrazgo como amistad ritualizada convierte la vida en un saber y gustar de
la hermandad ‘a lo divino’. Así lo escribió el poeta en un soneto ‘a lo
divino’, y como lo indica el sentido con que debe vivirse el compadrazgo, una
vida de deseos, inquietudes, alegrías y dudas, interrogantes, entre la
distancia con el temblor del respeto y la intimidad fascinante de la confianza.
UNIÓN TRASCENDENTE
A las ocho del día en febrero
aún es de noche.
Subimos a este tren algunos hombres
por diversos motivos.
Aún no hay luz en los vagones, sólo
oscuridad y aliento.
No nos vemos los rostros pero sentimos
la compañía y el silencio.
En el andén estalla la campana.
Nos sobresalta la crueldad de un
silbido.
El tren arranca. Todo vuelve
a su antiguo sentido.
Nos dan la luz amarillenta y floja.
Salimos
de la oscuridad como del sueño:
torpemente vivos.
Ahora empezaremos a mirarnos
como hombres distintos:
amaríamos a éste, pero a aquél
nunca le amaríamos.
Sin embargo, la luz debiera ser
quien nos hiciera amigos.
Este es un tren de campesinos viejos
y de mineros jóvenes.
Se ve algo que une
más que la sangre y la amistad.
Es una cosa del cuerpo y del alma.
Es grande y dolorosa.
Antonio Gamoneda: “Ferrocarril de Matallana” de
Exentos I, en Edad, Madrid: Cátedra,
Edición de Miguel Casado, 1987, 147-148 (fragmento).
Todos los días, y en
cada momento y en cada lugar, vemos rostros humanos. Al mirarlos se prende una
luz desde nuestro interior (consciente o inconsciente); ella califica cómo es
la mirada: superficial, penetrante, osca, desinteresada, con intención, la de
mirarnos como hombres distintos con los que evaluamos nuestra simpatía, nuestro
acercamiento, nuestra común unión, nuestro compromiso.
Es la luz que debiera
ser además la que nos hiciera amigos, porque es la que ve y con la que se ve
que algo puede ser lo que puede unirnos más allá de “la sangre y de la amistad”
misma. Ese algo que compromete el cuerpo y el alma como totalidad de ser, y que
como cosa “grande y dolorosa”, análoga a las dimensiones sagradas del “temor y
la fascinación”, supera nuestro ser individual. Pero aún necesita adquirir una
plusvalía de ser transcendente a la
consanguinidad y al alma particular, que como tal plusvalor encienda la
distintividad de cada uno, para saber evaluarla y luego saber proyectar
socialmente con ella.
El simple parentesco y
la amistad contingencial, por fuertes y duraderos que sean, no logran verse a
sí mismos, sea cada cual por su lado (lo parental o lo amical), con la fuerza
que les impulse desde sí mismos a macerar en plusvalía de ser, aún medien
deseos y poderes de sociabilidad psicosocial. Es un nivel que requiere otra
medida referida desde un algo transcendente, y transcendental, que te saque de
tus cabales y te ponga en camino de un proyecto de vida social.
Son varios los
incentivos que atraen para esa superación de la pequeña medida natural; porque
la gran medida, la social, la tiene que
dar otro que participe de tu misma luz y permita iluminar caminos conjuntos,
esos caminos que te salvan del miedo a los problemas diarios, del pánico ante
problemas que se ven desde la impotencia de resolverlos; surge así la luz con
la que cuentas más allá de ti mismo y en la que descansas de tus ansiedades y
desde la que te elevas ascendiendo de lo hondo de tus depresiones.
¿Dónde conseguir ese
punto de luz, cómo pensarlo desde un lugar certero que suponga la deposición de
los miedos a la vida y la eliminación de los pánicos al sólo pensar? Hay que
buscarlo y dejarse traspasar por su luz que siendo ajena (de otro) se va
haciendo cada vez más propia (de uno), pensando que “nunca estarás completo, y
así ha de ser” (Tranströmer, p. 117). Por consiguiente, necesitamos una medida
extra-individual que nos libere de nuestras aprensiones y, para sus buenos rendimientos
de liberación, nos proporcione una lealtad que asegure nuestra salvación vital.
Ese punto de luz no se
consigue sino en relaciones de contrato
diádico, sumergidas sus relaciones en un tejido de sociedad. Entre las
soluciones que el movimiento de esas relaciones actúa en el centro mismo de lo
social, aún en sus raíces naturales, se encuentra una institución con gratuidad
absoluta. Es el compadrazgo, con todas sus reservas de carisma o gracia social.
Ese punto de luz se nos dio para ser pensado conforme a su lealtad, en la
imagen analógica pero sustancial de lo sagrado (aún sin dioses, como afirma el
poeta Jorge Guillén)
pero con la medida fundante de un modelo a seguir y entenderse para saber de
dónde viene la firmeza (el amén) que
nos sostenga y asegure. Las colectividades humanas consiguieron que esa luz,
como una gracia con carga simbólico-social, se ciñera a lo sagrado y a sus
rituales de sociologización. En último término, lo divinal, con la categoría
del mito como un “detector de sentido” sería el garante del fluido de esa
energía simbólico-social.
¿Cualquier divinidad?
¿Acaso estamos sumergidos en la magia para manipular lo divino? No, se trata de
un don sagrado que linda con lo religioso, que en antípoda con lo mágico, su
talante es de confianza en algo superior cuyo índice de credibilidad consiste
en que sea un Dios liberador de lo humano
en dirección a liberar al hombre del encerramiento en sus medidas egocéntricas,
en sus síndromes narcisistas, en sus complejos esquizofrénicos y paranoicos,
encuadrados en culturas cerradas, antisociales, que dotan a los individuos de
una incapacidad para razonar y comportarse como seres sociales.
No todo dios sirve para hacer cristalizar la
institución del compadrazgo en la cual debe macerarse lo espiritual del
parentesco, si este es el área donde se elige el compadre, o para crecer y
confirmar la amistad si éste es el otro ámbito de selección del compadre. No
puede ser cualquier dios sujeto a una
cultura que por definición es particular y cerrada, supeditado a compulsiones
psíquicas que fijan la mente, el alma y el corazón de individuos, a su vez
subordinados a intereses políticos de dominación. No sirve cualquier “detector
de sentidos” como operador lógico del que ya no podemos prescindir; hay que instalar
el mejor aparato divinal, el de un Dios liberador, no alienante.
El Dios liberador de lo humano tiene que estar por encima de esos dioses, aunque hay algunos de estos dioses que están esperando abrirse al
futuro de la humanidad. Porque en definitiva, aunque estamos nombrando a Dios,
lo que hacemos es apuntarlo como referencia al hombre y a su comportamiento, y
a cómo éste debe dar señales de sembrar y hacer florecer lo humano en cuanto
social.
Si como modelo de ser
humano en condiciones de compadrazgo, se refiere ese modelo al Dios cristiano,
con razón los autores hablan de esta institución, si es con el motivo de
pariente, como parentesco espiritual, y hasta de parentesco sagrado o cercano a
la lógica sagrada; y si es desde la ocasión del amigo, se dice amistad ritual,
sancionada en términos religiosos, y confirmada en rito de iglesia. Todo
comienza como referencia a lo sagrado y termina como resultado en una relación
social sacra sea con la distancia del respeto o con la cercanía fascinante de
la confianza, ambos aspectos, cumplen la función de alentadores de la
maceración del ser humano, nunca completo, y sin embargo sobrepasándose a sí
mismo como los arcos en las bóvedas de una iglesia románica (Tranströmer, 117).
Con la imagen de la
bóveda que te obliga a mirar hacia arriba de ti mismo, Tranströmer, el poeta
sueco, consigue esa metáfora retórica para decir del proyecto humano en viaje
de turismo. Como imagen metafórica, el poeta traslada la imaginería artística
gustada en las arcadas de la catedral, a la cuadratura a cielo abierto de la
plaza de la ciudad, el lugar político por excelencia, y continuar en los
personajes turísticos la idea de que el
hombre no se avergüence de ser hombre. Por eso en su “visión de la memoria” continúa mirando a
los hombres, a cada ser humano, como bóveda tras bóveda dentro de una catedral
viviente en el trascurrir de cada ser humano en la ciudad, expresión de la
sociedad total.
En la historia del
compadrazgo, como ritual de la gracia social bajo dedicación religiosa, se
mencionan las alianzas, contratos, planes, proyectos, a los que entraron a
habitar los seres humanos. En lo referente al punto de ocurrencia de los
rituales de iniciación católica, han existido procesos que han desglosado
posibilidades de concretar formas de producir la institución del compadrazgo.
En esta etnografía asistimos sólo a las formas generativas del echar el agua y
el bautismo, y en el diseño del capítulo primero dichas formas son referidas al
barrio popular de Los Postes (sector Los Rosales de Caracas) y en el marco de
la transición cultural de una a otra forma surgidas como compadrazgos sea con
el echar el agua en el bautismo casero o con el bautismo en la iglesia. Allí se
obtienen modos de transición (y de transacción) pero también de resistencia
cultural, relativos a la consistencia de los rituales, que repercuten en la
forma de instauración de los compadrazgos. Esta presentación sumaria del modelo
específico, viene presidida por el modelo general consistente en la relación
transaccional de los valores simbólico-morales, el del respeto y el de la
confianza, que funcionan a su vez como constructos en la etnografía.
En el capítulo segundo,
se aventura el cruzar el problema planteado en el capítulo primero, con el
concepto etnopsiquiátrico de matrisocialidad. Se establece que el compadrazgo
como tal es un estado de gracia social (un carisma), por una parte, y por otra,
se pretende que esa gracia tenga la función, como lubricante, de favorecer la
solución de problemas inscritos en los desórdenes etnotípicos originados en el
hondo complejo matrisocial. El carácter cultural de este complejo en Venezuela
es que la cultura opera con el yo ideal
(ideología) para verse en su realidad, cuando debiera hacerlo con el ideal del yo (la realidad que debe ser
transformada). La consecuencia más dura es que la organización social
venezolana está afectada con un profundo negativismo social (mostrado en los
desórdenes etnotípicos), que tiene postrado al país venezolano como patria y
sociedad, porque los comportamientos del colectivo son antisociales.
Finalmente, nos
encontramos con los dos Entreactos, en los que se plantea el problema de la
amistad como un potencial generador del compadrazgo y su capacidad para renovar
su institucionalidad. Desde el entendimiento de su ética (nos acogemos a la
ética nicomaquea de Aristóteles) nos afincamos en el gran valor social de la
amistad, que transciende el amor mismo, y, por supuesto, está de espaldas al
enamoramiento narcisista antisocietario. Por eso proponemos que la amistad no
sólo salva al amor en el parentesco, salva también los fundamentos de
posibilidad de arrancar con un proyecto de sociedad. Queda en este caso el de
un compadrazgo oscurecido que debiera ir en la dirección del padre biosocial al
padre social cuyo papel lo cumple el profesor y maestro del hijo. Así como
acontece con el oficiante en los rituales de iniciación religiosa, debiera
concretarse un compadrazgo en las acciones
de sociedad de carácter secular, donde la ocasión educativa tuviera una
resonancia importante. Existe una relación social natural de los padres y
representantes a nivel de las escuelas y liceos o colegios del dictado de
bachillerato. Pero se abandona a nivel universitario, a no ser en grupos
minoritarios y con fuerte concentración de la gracia social (amistad), pero no
se reconfirma con un ritual. El caso
es que, después, en el transcurrir de la vida la relación social de
profesor/aluno queda marginada, es decir, no atendida. Pese al énfasis que
puede hacer cada profesor en este problema con la idea de su trayectoria de
investigación,
vinculada a la parábola del hijo pródigo.
No siempre de un
padrinazgo surge un compadrazgo, como en el padrinazgo matrimonial, en el
padrinazgo de una graduación académica, etc. Las condiciones de lo social, como
originante y como resultante parecen fundamentales a la hora de averiguar el
por qué de la existencia de la institución del compadrazgo. Y esas condiciones
tienen que ver con la existencia o emergencia de los primordios de la sociedad,
en cuyo pensamiento de realidad como principio del inconsciente (el
imaginario), la referencia como modelo mítico se encuentra en lo sagrado, el
cual remite a un modelo de admiración
por conseguir un comportamiento social como es el comportamiento divinal, de
realidad mito-simbólica. Dios como modelo de admiración de la paternidad
(liberadora del hijo como figura nutricional), se presenta al inconsciente
colectivo para avanzar en la producción de la obra humana según el aspecto de
esa paternidad y ello con miras a su resonancia en un co-padre (compadre).
El ejemplo de la
parábola del hijo pródigo enseña no tanto sobre el hijo retornado con todas sus
miserias, sino sobre todo en cuanto al padre que espera a su hijo con tanta
insistencia haciéndonos pensar en la atracción de la gracia paternal, que con
la eficacia simbólica de una oración persistente, parece que logra desempeñar
la función de un milagro o maravilla de hacerlo retornar. Su determinación
consiste en aprestarse a solucionar el problema del hijo desde arriba
(paternidad) con todos los requisitos disponibles como es lo que una fiesta
representa de liberación comulgante. La vuelta al papel liberador nutricional
del hijo por parte del padre tiene la función completa, expresada en la fiesta.
Ser, pues, compadre es cosas divina, de dioses, del Dios liberador.
En la educación, el
alumno no deja de ser alumno aunque la vida lo lleva a la ausencia como
ex-alumno; aún en esa ausencia el profesor y maestro debe atenderlo como si se
estuviera siempre en el comenzar de la relación. Pero la relación del
padre/profesor (visualizando una relación de co-paternidad) no se aguanta
porque nunca comenzó como motivo fuerte de la sociedad, tal como ocurre en los
rituales iniciáticos del nacimiento del hijo, aunque pudiera (puede) pensarse
como el nacimiento social del hijo en torno al edipo cultural (la jerarquía
social o autoridad); pero no existe esa preocupación (compulsión) en el área de
la libertad de acción para concretar la sociedad como proyecto. La humanidad
pretende esto, pero no logra operarlo con realidad; por eso hay una relación
con fuerte resistencia, que implica asumir el ser de la institución del
compadrazgo y como tal que se piense como una institución favorable a la
organización social y a las relaciones
necesarias para relanzar la sociedad como proyecto, que nunca está concluido,
ni “completo, y así ha de ser”, como “el cielo a medio hacer” (Tranströmer,
págs. 117 y 51)en
las condiciones del hombre en su caminar por la tierra.
BIBLIOGRAFÍA
Gamoneda, Antonio (1987). Edad. Madrid: Cátedra. Edición de Miguel
Casado.
Guillén, Jorge (1979). Aire nuestro y otros poemas. Barcelona:
Seix Barral, Biblioteca
Crítica.
Laplantine, Francois (1979). Introducción a la etnopsiquiatría.
Barcelona: Gedisa.
Tranströmer, Tomás (2009). Visión de la memoria. Caracas: Ediciones
de La
Biblioteca, UCV, y bid
y co. editor.
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