cola frente a un supercado en Caracas |
¿CUÁNTO
DURARÁ ESTO?
Nuestras horas son minutos
cuando esperamos saber,
y siglos cuando sabemos
lo que se puede aprender.
Antonio MACHADO: “Proverbios y
Cantares”. Obras Complejas,
Austral, Madrid, 1962 [1913], IV, 153.
Abracé sobre mi pecho los dos medio-kilos de café. Los besé en el acto,
como un gesto mágico.
Avancé unos pasos y el empleado me colocó encima tres envases de leche
líquida de 1 litro cada uno. Embarazosamente sentí cómo en las dificultades
podía ampliar mi capacidad para recibir la mercancía regulada de este miércoles
11 de noviembre. Había que mantener ese esfuerzo y con el equilibrio acorde
para sostenerse, cargado como un carrito de supermercado. Todavía había que
hacer otra cola para pagar en la caja.
Otra ocasión para otra conversación con otros compañeros de cola.
El
motivo lo ofrecían las etiquetas de identificación de los productos. El café
venía de Nicaragua, la leche de Ecuador, dos países pertenecientes al ALBA[1].
Son los que aprovechan de la destrucción productiva de Venezuela para vendernos
su trabajo en productos a costa de nuestra miseria como país que vive de la
renta petrolera.
-Mira, los países amigotes
producen, mientras nosotros hacemos cola como mendigos, apuntó el señor
abogado.
-Nosotros comiendo lo que ellos nos tiren, como si
fuéramos unos flojos, replicó la señora de tez morena y ojos brincones.
-No sé a dónde vamos a ir a parar
en Venezuela. Cada vez tenemos menos y con la angustia de todos los días,
se oyó una voz de fondo. Era una joven mujer con un niño en brazos. Su
vestimenta sugerían que vivía en un barrio marginal de Caracas.
Avanzó la cola. Todos hicimos un nuevo juego de equilibrio con los
productos. Había que sacar la cédula, también los billetes de la cartera.
-La inflación nos está matando,
con un poco más de dinero y menos productos.
-Es verdad, a mí no me alcanzan
los productos para las tres comidas.
-En El Nacional la noticia es que
la inflación este año va a terminar en 200 por 100.
Vimos como una señora metía los
productos en una bolsa negra y opaca.
-¡Sí, la señora es precavida!
-Hace bien, los malandros con
moto están robando mucho, y lo peor que si te resistes te dañan o te matan. Yo
lo vi en los Símbolos[2].
Las colas frente a los supermercados se forman desde las noches, de
madrugada, para esperar los productos que pueden llegar. Lo inquietante
comienza porque no sabes si llegarán el día que te toque, o cuando llegarán, o
si tendrás suerte en obtenerlos, o se los llevarán los aprovechados (empleados
públicos, policías nacionales, guardias nacionales, guardia del pueblo, burocracia
estatal): el resultado es que la gente del mismo gobierno quita la comida al
pueblo.
La cola de hoy era por productos regulados en el Gamma. Era larga y
lenta, tanta que me fue comiendo las tres horas y 22 minutos bajo un sol
furibundo por la sequía del Niño. La mañana se perdía como el mejor tiempo para
el trabajo, a su vez llena de cansancio y rebosante de ansiedad.
¿Cómo ganar en algo para soportar
el desánimo?
Procuré ganar un poco de aliento en la conversación con los compañeros
de cola ¡¡Conversación!! Esa medicina ética por excelencia. Se comulga con los
problemas e inquietudes del país y se siente la redistribución neurótica como
una prótesis de mutua ayuda ¡Psicoterapia! Mejor en un ambiente de respiración
relajada, o de encuentro con amigos, o de intercambio festivo. No en esta
situación cada vez más en picada hacia un fondo de miedo, de muerte abismal.
Una señora de la tercera edad soltó el interrogante traumático:
-¿Hasta cuándo durará esto? ¡¡¡Esto
nunca había pasado en Venezuela!!!
Me subieron a la cabeza los ritmos de economías de guerra, de
postguerra, de violencias generalizadas, como la que estamos viviendo cada vez
con mayor intensidad en Venezuela. Me quedé sin saber, como en las nubes,
hurgando en la realidad venezolana, esa que llevo 40 años investigando su
sentido con mi aparato conceptual, de modelos cada vez más refinados, para ver
cómo le doy alcance a las explicaciones que ofrece el mito etnocultural del
país.
Había terminado de estudiar Las
Culturas Fracasadas: El Talento y la Estupidez de las Sociedades, en busca
de puntos de vista (teóricos) para mi investigación sobre los comportamientos
sociales de la ciudad de Caracas. En su remate, su autor, José Antonio Marina,
relata una breve historia que deja abierta la pregunta sobre la Fragilidad del
Bien.
“Terminaré con una historia, que es casi una parábola. En pleno horror,
Butros Ghali, secretario general de la ONU, visitó Sarajevo. En la conferencia
de prensa, Vedrana Bozinovic, una joven que informaba para una estación de
radio de Sarajevo, dijo lo siguiente: “También usted es culpable de cada mujer
violada, de cada hombre, cada mujer, cada niño asesinados. Pensamos que usted
es culpable de nuestro sufrimiento, ¿Qué espera usted para hacer algo? ¿Cuántas
víctimas más hacen falta para que actúe usted? ¿No son suficientes 12.000?
¿Quiere 15.000 ó 20.000? ¿Bastará con eso?”.
“Butros Ghali dijo que la ONU quería la paz por medio de la negociación
y que había en el mundo diez lugares peores que Sarajevo. Vedrana Bozinovic,
llorando, dijo: “Nosotros estamos muriendo, señor Ghali, nos estamos muriendo.
Butros Ghali respondió que se necesitaba tiempo para una solución pacífica.
Vedrana Bozinovic preguntó cuánto tiempo y Butros Ghali contestó: “No puedo
darle una fecha precisa”[3].
En la violencia generalizada de la Venezuela actual, la fragilidad del
bien resulta más frágil aún por su imprevisibilidad, con el ritmo de la, al
parecer, habituación (como defensa inercial) a que todas las semanas estén representadas
por la serie (telenovelesca) de muertos, serie que por entregas se parece a la
matanza lenta pero persistente de una comunidad nacional. Solo los fines de
semana en Caracas se cuentan de 50 a 60 muertes violentas. Se acaba de informar
por la radio que en la primera quincena del mes de noviembre en el país vamos
por 216 muertes violentas. Si se añaden las amenazas de una hambruna en
ciernes, el default, el cierre de fronteras con Colombia, nuestro vecino
inmediato, la ley mordaza a la libertad de prensa, pensamiento y de opinión
pública, estamos como objeto de un sancocho en cocina ardiendo.
¿Cuánto durará esto?
Hasta que los venezolanos queramos.
¿Acudirá la potencia del deseo a sostener la fragilidad del bien
venezolano? Le vibra a uno la sensación de que el deseo venezolano se encuentra
ante la tentación de su propia impotencia, que se parece al de una promesa para que no digan. La negatividad social
que ciñe el mito matrisocial forja de algún modo el derrotismo que nos cierra
el camino al horizonte de vernos en libertad.
Pero si el sentido del mito nos sitúa en nuestra desconfianza interior,
la necesidad de la acción histórica y el desafío de sobrevivir como sociedad
pueden a su vez sobreabundar en proposiciones salvadoras. No es la hora del
conocimiento, sino del deseo con voluntad. Solamente este deseo hace que las
sociedades se coloquen sobre sus propios hombros para superarse a sí mismas.
La realización del deseo se encuentra en el trayecto del ser al deber ser. En ese trayecto,
Ortega y Gasset[4]
coloca el querer ser y el poder ser.
Sin poder ser, el querer ser queda en una impotencia fantaseada. Sin deseo y
sin capacidad de valor y de recursos, la meta última de la ética (el deber
ser), se desfonda en una formidable abstracción. Esa abstracción que se
confunde con las utopías.
¿Estaremos en Venezuela fuera de lo concreto real que piden el deseo y
el poder? ¿O vagamos sin saber ni poder orientarnos, ayunos de pasado y acaso
también sin futuro, siempre a merced de la magia del caciquismo y el espectáculo
político?
Si miramos al pasado, caemos en la tentación de quedarnos en él y
recitarlo como un cuento distractivo. Peor aún cuando lo utilizamos como
arsenal de los orígenes de nuestros males. Sobre-analizar los grupos de origen
(indios, negros y blancos) puede deslumbrar la síntesis de lo que actualmente
somos: una abigarrada mezcla de elementos culturales, y desviarnos del futuro
que es donde están esperando nuestras soluciones como sociedad.
Si la sociedad humana se presenta como un proyecto con capacidad de
perfeccionarse, no podemos quedarnos en el individuo tribal por ser una medida
insuficiente. Las tareas locales de numerosos agentes representan conductas
colectivas que logran resolver muchos problemas que trascienden la capacidad de
un régimen caciquil y de cualquier individuo. Se necesita un mínimo común
denominador en que se exprese el interés general de toda la comunidad social.
La intervención del pensamiento es fundamental porque no se trata de saber
muchas cosas sino de saber qué hacer con ellas.
En nuestro ambiente, la acción se diluye en el exceso del pensamiento criticón, que denunciamos en Venezuela
como la criticadera a todo lo que
ocurra como una manía cultural cruzada con envidias y resentimientos. La
sociedad (y la sociedad moderna) no puede existir sin pensamiento crítico orientado a vigilar los desvíos
de las soluciones a los problemas, y al mismo tiempo a alumbrar los caminos de
las transformaciones, exigentes de colaboración y compromiso de toda la
comunidad social.
Si es toda la sociedad la que debe aprender a innovarse a sí misma
tiene que adquirir una inteligencia
social. Esta se adquiere mediante una relación sapiente entre pensamiento y
acción colectivos, mediante la cual adquiere la capacidad que una sociedad debe
tener para resolver sus propios problemas a partir de que ella misma produce su
propio capital social, es decir, de
su implicación en la ampliación de las posibilidades vitales de sus ciudadanos.
Una solución se identifica por la eliminación de un obstáculo, que
obstruye una oportunidad relacionada con una situación favorable al común de
ciudadanos. A su vez es necesario acertar con la calidad de las soluciones, uno
de cuyos criterios es establecer el corto, mediano y largo plazo de la misma.
Otro criterio tiene que ver con la evaluación del capital social invertido en
la solución de los problemas: las normas de convivencia, la resolución de
conflictos, la participación ciudadana, la regulación emocional y la capacidad
de las instituciones públicas.
El valor de la confianza reúne en su origen y desarrollo todos estos
momentos sociales. Es, por lo tanto, el componente fundamental del capital
social; se funda en el convencimiento de que todos comparten valores y normas
de actuación que las hacen comunes, y que su transgresión está socialmente
penalizada, lo que impide el despegue de toda impunidad. Una clara inteligencia
social lo constituye el ser poco permisivo con los infractores.
¿Acaso Venezuela es una sociedad
de escasa inteligencia social?
¿Cómo tener confianza en
instituciones que no funcionan, en organizaciones que no cumplen con un buen
servicio público asignado, en empleados públicos arbitrarios a los que en vez
de exigirles el cumplimiento de su función, se les pide que nos atiendan como
un favor?
Si las instituciones sociales son
otro caso patente de capital social, ¿por dónde encontramos hoy en Venezuela
que tal inversión pública sea para nuestro bienestar?
La confianza en las instituciones permite deponer el miedo que paraliza
los emprendimientos, las ideas, las creatividades, las esperanzas de vivir
mejor. Como el conflicto define la convivencia existencial entre los seres
humanos, la justicia se dimensiona como contienda de fuerzas que están en
marcha para la búsqueda de soluciones. Lo peor que suele ocurrirnos en
Venezuela es la paralización de esas fuerzas (el poder para cumplir los
deseos), debido a nuestra despreocupación en penalizar a los infractores, a
nuestra fractura y distancia entre el decir y el hacer, a nuestra desidia por
no enfrentar la desorganización de los servicios públicos, más bien en ser
complacientes con propinas a los empleados públicos que terminan generando y
justificando que sus servicios públicos sean arbitrarios.
¿Cuánto durará esto?
Hasta que Venezuela quiera
aprender con inteligencia social la promoción ética en sus conductas.
Hasta que no interrumpa el afán expansivo de su derrotismo ético al
decir esto no hay quien lo arregle.
La sociedad venezolana aparece todavía como un gran descampado, donde no existe
garantía alguna para nuestro vivir, sin hablar del vivir bien, el de la
fragilidad del bien. Las construcciones morales de nuestra cultura matrisocial
son trágicamente limitadas, a veces antisociales, para el desarrollo social y
sus instituciones públicas. Así el conflicto nos envuelve terrible porque no se
instituye para que se le sitúe en el principio de su solución.
¿Cómo construirnos un refugio
moral?
Si bien el proyecto de aprender es función de la sociedad venezolana
como un todo, sin embargo, cada individuo puede colocarse la mano en el pecho
(símbolo de mirar al futuro) para interpelarse:
¿Hago lo que puedo para que esto no dure tanto, si aún no tenemos fecha
precisa?
[1]
Alianza Bolivariana para los Pueblos de América, fundada el 14 de diciembre de
2004. Los países integrantes son: Bolivia, Cuba, Ecuador, Nicaragua, Suriname,
Venezuela y seis de las islas del Caribe. Está asociada al proyecto de
Petrocaribe.
[2] Es
una redoma (glorieta en Madrid) en cuyo frente está un supermercado de la
cadena del gobierno identificada como Bicentenario.
[3] J.
A. Marina: Las Culturas Fracasadas. El talento y la estupidez de las sociedades,
Anagrama, Barcelona, 2011, 183-184.
[4]
“La magia del deber ser”. En España
Invertebrada, Edición de Francisco José Martín, Madrid, 2002 [1923),
177-180.
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