27
de diciembre 2014. Comíamos las hallacas en casa de mi comadre, gran
guitarrista. Entonces como de sobremesa, ella se refería a su sabiduría de
acertar con el ejecutante del instrumento musical en una grabación. Cuando en una
ocasión no acertaba con el ejecutante, fue a investigarlo, y, oh sorpresa, era
Teresa Carreño, la gran pianista venezolana que muere en la segunda década del
siglo XX.
La potencia de ejecución de la Carreño, tenía impresionada a mi
comadre.
Acudí,
casi automáticamente, para explicarme, a los marcos culturales, los de la
cultura bravía venezolana (la matrisocial), y pasé rápidamente a la técnica
basada en el tresillo musical. Para los no nacidos en Venezuela, la figura del
tresillo les resulta dificultosa para dar la gracia y fuerza al ritmo melódico a lo venezolano. Aprendí esta
consideración de mi maestra de piano en Caracas, una señora de origen de
Barcelona (España). Después apliqué esa enseñanza-artificio a mi ejecución de
la guitarra para cantar los aguinaldos (villancicos) venezolanos.
El
tresillo (conjunto de tres notas musicales) impulsa al ritmo con mayor fuerza
porque demanda desarrollar una mayor rapidez melódica al deshacer el lento paso
de dos notas a las que debe corresponder el tiempo de las tres.
En
mi inquisición sobre Venezuela, desde un principio (26 de septiembre 1968), me
quedé con esa referencia musical, que inscrita en la cultura, me funciona como
un mito o detector de sentido, en los hilvanes del pensamiento estético sobre
el gusto venezolano. Así hilvané la investigación sobre la telenovela como
tortura del parentesco (1995) y sobre la belleza femenina como obsesión
venezolana (2014)[1].
Juan
Liscano, humanista investigador venezolano, demostró la potencia de la
ejecución social y estética cuando convocó al país a la “Fiesta de la
Tradición” el 17 de febrero de 1948.
Toda una Venezuela secular se irguió esa noche,
viviente, cantadora, danzante, ante el asombro de los millares de espectadores
que por primera vez tomaban conciencia de la fuerza de la tradición patria, de
la plenitud de su cultura. Sobre la civilizada urbe mecánica, cerebral,
despojada de luz y de gracia naturales, se cernió la memoria florida de la
tierra. Y como nunca se afirmó la siempre viva belleza de toda obra humana que
nace de un estrecho abrazo con la Naturaleza[2].
Aquel
triunfo de la Provincia venezolana sobre su capital (Caracas) resultaba un
logro incondicional de vida que mostraba una intelectual riqueza abrumadora,
más allá de lo que el venezolano estima de verdad sobre sí mismo.
Pero
pronto se extravió dicha iniciativa creadora bajo la propaganda de la sociedad
de masas que se iniciaba después de 1950, a la que se asoció más tarde el consentimiento populista de la
socialdemocracia, y actualmente se encuentra cabalgando en la dependencia casi total del estado
socialista que dispersa la fuerza de la
sociedad (la gente) en las largas colas delante de las tiendas y supermercados
para paliar la escasez de alimentos, medicinas y artículos de higiene.
En
total, un extravío culturalmente populista que desvía al colectivo venezolano
de su maduración como pueblo. Maduración que tiene que ver con el camino de
viaje a la sociedad que debe llegar a ser; esto es, la de un pueblo que se da
sus leyes para cumplirlas y así lograr las garantías de la autenticidad de ser
lo que somos y desarrollarlo a su vez en todas sus potencialidades. Para ello
hay que dar alcance al mito de nuestro sentir estético en la vida, y ponerlo al
servicio de un destino con mejoras.
Porque el pueblo venezolano luce como abandonado
en su historia; aún más, se siente a sí mismo como huérfano, y hasta solo.
¿Qué haremos con Venezuela, porque, como se dice, Venezuela es un caso
y un problema?
Aquiles Nazoa, un juglar
venezolano, apelaba a los “poderes del pueblo”.
Mario
Briceño Iragorri, un historiador y ensayista venezolano, invocaba la fuerza de
la historia para acudir en su “mensaje sin destino” a rondar en torno a las
reservas de la cultura e inspirar el cambio de suertes de la vida venezolana,
que se tornaba muy problemática en torno a 1950.
¿Cómo volver a encontrarse consigo mismo
en una fiesta de la solidaridad (=reunión de soledades), donde se sienta el
pueblo en su soledad más originaria, aquella soledad en la que se destilan sus
purezas de pueblo, potentes en su autoctonía y vitalidad, todo lo opuesto a que
el pueblo venezolano sea una abstracción consumista, populista y
antisocietaria?
El interior profundo dejó de ser una abstracción
de la carta geográfica, un concepto sociológico, un argumento y un personaje
del criollismo vernáculo, una ficha electoral o un suministrador del lomo de la
res y la fanega de maíz, el frijol y la hortaliza en los mercados populares
caraqueños. Esa noche –y las que fueron menester prolongar – Venezuela exhibió
su imagen antigua, su historia mágico-religiosa, su entendimiento con los
dioses del equinoccio, actores de los mitos y los ritos fundacionales de las
culturas sobre las que se asientan las civilizaciones[3].
No
hay mayor desgracia para un pueblo que caer en el abismo de su división
interior, y vivir ésta como una contraposición de hostilidades. Porque nos
conduce de una guerra civil latente a una consecuencia peor: la violencia
generalizada. Liscano me hizo observar en entrevista en 1996 para mi
investigación sobre la Élite Venezolana, que ya su tío materno Ponte
(descendiente a su vez de Ponte el jefe de las milicias de blancos en 1810 que
obligó al gobernador Emparan a retroceder) defendió en 1912 que la guerra de
independencia ya fue una guerra civil. Tal insurgencia (la de imponer la acción personal) ha marcado,
según Rómulo Gallegos (el gran novelista venezolano) la tumultuaria marcha de
nuestro devenir histórico.
No me dejó usted concluir. Pienso que la guerra
no es solución eficaz, porque guerras ha habido siempre; pero que yo sepa, de
ninguna de ellas ha salido el estado de orden y progreso que sea. Y no ha
podido salir, porque la revuelta armada ha sido entre nosotros una forma
violenta de evolución democrática[4].
Sólo
la vivencia mítica de la cultura puede superar estas contradicciones y
conflictos de pueblo. Porque es la cultura la que puede moldear los sentidos de
la economía y de la política, y hasta de la cultura misma si ésta se expresa en
sus propios desórdenes, como dicen los antropólogos tal como Ralph Linton. Ello
es posible en la medida que haga sentir al pueblo venezolano su soledad
interior mediante un conocimiento por comunión en sus propias bases
fundacionales, y éstas orientadas hacia su destino societario razonable. Porque
sobre esos mitos y ritos fundacionales de la cultura es que se asentará el
verdadero proyecto de sociedad, civilización por la que debe esmerarse la
fogosidad cultural del pueblo venezolano.
¿Cuánto de mito e historia tenemos que
acumular (=experimentar auténticamente) para que los venezolanos nos pongamos a
tono con este aprendizaje a que nos convocan uno y otra?
La
fuerza de nuestra alma clama, siempre dispuesta, por la mejor ejecución de
nuestro proyecto de sociedad, nuestra civilidad. Todo pasa por ese
enfrentamiento con nuestra propia fuerza y sentirla que nos arropa como nuestra
soledad más genuina, para a su vez escucharnos a nosotros mismos, como proyecto,
con el levántate y anda.
[1]
Samuel Hurtado. La tele- radio- foto-
Novela o La Tortura del Parentesco. Análisis del discurso social en el
cifrado del cuento maravilloso, ed. Facultad de Ciencias Económicas y Sociales,
UCV: Caracas, 1995.
Samuel Hurtado. “La
obsesión por la belleza femenina en Venezuela”. Artículo de apoyo a la tesis de
maestría de Andreína Montes, Universidad de Berna , Suiza, 4 de mayo 2014; aprobado
su resumen en enero de 2015 por el 1°
Congreso de la Asociación Iberoamericana de Antropología en Red, Madrid, 7
al 10 de julio de 2015.
[2]
Juan Liscano. Folklore y cultura.
Editorial Ávila Gráfica: Caracas, 1950, 171.
[3] L.
A. Crespo, “Historia de una fiesta interrumpida”(1998), en El País Ausente, Fondo Editorial del Caribe: Caracas, 2004, 554.
[4]
Rómulo Gallegos. Reinaldo Solá.
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