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Plaza Mayor de Salamanca |
Hace pocos días, entre el gentío de la
calle Rúa, me conmovió una noticia que tiene la gracia de un hilo de la
historia vieja. Un señor de cabellos blancos con un castellano tartajoso, me
hizo una pregunta diáfana:
-Pero ¿dónde está la navidad de
Salamanca?
Yo quise hacerle señas, miré a las
bocacalles, balbuceé no se qué de catedral, de universidad, de plaza. Lo dije
entrecortado de ahogo, cogido de sorpresa. Él, al oír tantas metrópolis de
edificios citadinos, encendiose el ocaso de su desilusión cuando me preguntó de
nuevo con ansiedad:
-Pero ¿no va a pasar la navidad por la
calle?
Ahora no supe que contestarle. Me
pareció que no tenía razón, pero una vergüenza infantil se iluminó en mi
rostro. Porque adiviné en la luna de su cabellera vagos crepúsculos de antiguas
romerías. Hay algo en sus preguntas que es frescor de tiempo siempre vivo, que
choca ingenuamente con nuestras gastadas categorías del olvido. Tenemos un
concepto de Navidad un tanto seco, de almanaque, como si unas uvas o un pastel
justificasen la siempre nueva Navidad que todos los años ha de renacer en
nosotros.
Pero tiene razón el turista de la calle
Rúa en sus inquietudes. Los cristianos hemos muerto la Navidad. Nuestra
felicitación de Pascuas tiene una rigidez de fórmula, de algo viejo que no
logramos reestrenar. “Porque el tiempo se estrena muy raras veces”. Cuando San
José y la Virgen vieron llorar al Niño, entonces empezó una época nueva. Ellos
representaron el primer belén. Ellos eran la Navidad. Cuando San Francisco de
Asís removió las cenizas de este recuerdo con las figuras de los primeros
“belenes” nació otro sentido de vivir, de ser la Navidad. Cuando en una tierra
hermana de Salamanca (Calabazanos de Palencia), se representó la primera
“canción de cuna” castellana:
Callad vos Señor
nuestro Redentor
que vuestro dolor
durará poquito
(Gómez
Marique)
aquellas monjitas del monasterio de
Calabazanos inauguraban otro tiempo donde iba a fraguar nuestra brillante
literatura del Siglo de Oro.
Todo consiste
en crear vida, que no se nos muera el tiempo en nuestras manos viejas ¿No
habéis purificado vuestro gusto para oír de nuevo una antigua canción o unos
versos requetesabidos o aspirar las flores siempre fragantes del balcón? No
podéis decirme que no.
Pero de todo esto que digo me llegó al
alma ese afán de búsqueda de la Navidad como si fuese alguien. Ayer no pude
decírselo al turista de cabellos canos. Me azaré tanto ante la sorpresa por un
recuerdo herido de vida…Pero hoy sí, desde el periódico, después que he tenido
que rezar, para sanarme…
No hay remedio. Sí, me pregunté por una
vida, un recuerdo. La vida está en el interior, el recuerdo es algo íntimo. Nos
cobijaremos en la catedral, en un comercio de regalos o en un rincón de la
plaza mayor para mirar pasar el tiempo. La catedral, el comercio, la plaza
mayor no son la vida. La vida somos nosotros. En nuestro interior ha de brotar la Navidad que
dé sentido a nuestra alegría y a las “felices pascuas”; que justifique unas
uvas pasas o un dulce de pastel. A medida que avancemos tendremos que segregar
más vida interior para que vitalice el milagro perpetuo de Nacimiento de Jesús:
la Navidad está entronizada, empotrada en nosotros, y de nosotros se
manifestará en la calle, en el café, en el bar. Estamos, pues, en lo
inesperado: que Salamanca sea la Navidad que viene buscando el turista. Ya sé
que me fruncís el ceño, que dudáis, pero al fin mirándonos, sonreiremos
comprensivamente. Porque, al fin, comprendéis al ingenuo turista que me pedía
lo del niño de la comedia “pasteles con pasas dentro”.
Por la tarde volveré a la ciudad. Iré a
la plaza mayor, que es su corazón. Yo también buscaré la Navidad en la
intimidad de la vida de la ciudad. Estamos en el misterio del esfuerzo humano.
Tenemos que renovar el agua continua de nuestra vida para poder navegar con un
desahogo limpio, siempre estrenando nuestro instante en carne viva. La Navidad
sería así un memorial presente, semejante en sensaciones y en su ser de
siempre.
En la lucha por alcanzar el presente, el
estar al día, no hemos alcanzado el recuerdo auténtico de una Navidad con su
ser diáfano y delicado, como un copo de nieve, el ser en carne viva que se
deshace por un instante en nuestra manos viejas.
En Santa Marta (Salamanca), Navidad de
1963.
COPO de nieve*
ResponderEliminarClaro hay una fe de errata: en vez de ser como de nieve es copo de nieve. OK, gracias, Conce
EliminarSimplemente hermoso, el verdadero valor de la vida, de la navidad se la damos nosotros, nace en nosotros para que al llegar a tener nuestras manos viejas, no las tengamos vacías sino llenas de vivencias.
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