Padre mío que estás en la Tierra
En honor a Nicasio
in memoriam
mi padre
“Porque el Cristo de mi tierra es tierra”
(Miguel de Unamuno,
Al Cristo Yacente de Santa Clara,
Palencia (sic) España)
Nada hay más grato para uno que oír su propio nombre. Como la palabra es la fibra del espíritu, la del nombre propio recoge, como en una bandeja de presentación, la soledad más íntima de cada uno y la comunica, velándola al mismo tiempo. Una llamada por el nombre muestra el mejor síntoma de que alguien nos ama.
A. La entrada por el nombre.
En el nombre del padre se nos trasmite la ad-vocación suprema del espíritu, que invita a marchar hacia el futuro, un futuro que hay que hacer porque no se nos da como una gracia. Más bien se ofrece como un trabajo impulsado por el amor al mundo y sus cosas. Al in-vocar el nombre del padre se profundiza en el espíritu dicho desafío, y el sujeto se llena de fortaleza. No es fácil caminar así. El mundo al que somos invitados a entrar es un mundo desconocido, imaginado no como un paraíso, sino lleno de tareas. Tantas que ya la puerta de entrada al desierto muestra una enseña similar a la del infierno de Dante: aquí se abandona toda esperanza, y ante la cual es imposible retroceder de nuevo al paraíso. No se ha entrado, y ya sólo pensarlo, se cuela el odio a ese mundo que se ofrece lleno de sangre, sudor y lágrimas. Se produce el aldabonazo de la repugnancia, de la inesperada dureza de la tierra, a distancia radical de la ilusionada dulzura del cielo. Ya en los comienzos era el odio al padre.
En el nombre del padre se sanciona la ley, que autoriza lo que deniega. Dilema de la áspera tierra, que establece la referencia que nos sitúa en el exterior del vientre materno o paraíso del no regreso, y nos lanza al desierto de la sociedad y la cultura. El desierto es la representación absoluta de la tierra por rehacer mediante la roturación y el cultivo, pero también es la tierra que se ofrece para ser un campo de trabajo a emprender y compartir con compañeros competentes y competidores. Sin remedio, es necesario fabricar el oasis para una tierra habitable por el hombre, y no ya morada de los dioses. Es el desafío del proyecto humano para la sociedad a edificar. En el nombre del padre representa una advocación sacra y una estética poética, que sólo la figura del padre la ofrece a plenitud. Miguel de Unamuno, Rector Magnífico de la Universidad de Salamanca recoge esta referencia en el leitmotiv de su oda al Cristo Yacente en el paisaje semidesértico de la Palencia de Castilla: “porque el Cristo de mi tierra es tierra”.
Introducirse en el orden del padre mediante el pensamiento y la acción, me causa siempre una solemne extrañeza. Allí la dilección anida de un modo supremo, y descansa con absoluta confianza y fidelidad. Impulsado a abandonar el mundo físico de mi padre en la temprana edad de 11 años, como una confabulación del odio, ese mundo de mi padre se tornó social y espiritual, de tal forma que nunca lo he abandonado ni me ha abandonado, porque lo garantiza mi trabajo sobre la tierra. Así lo he elaborado como contra-confabulación del amor Lo he trabajado con conciencia y lo he puesto en práctica, como respuesta esencial, en el nombre del hijo. Cuando me ví de nuevo impulsado a vivir en una sociedad sin padre, como lo es la venezolana, dicha conciencia y práctica se han reforzado de un modo cultural permanente. Casi no me puedo imaginar una vida sin referencia al nombre de mi padre. Como un barco sin brújula, y acaso sin faro a lo lejos. Pero tengo que convivir, convivo así con mi gente venezolana, y de esa forma mis análisis culturales sobre la familia y la sociedad pretenden ser certeros con el favor de la comparación. De esta suerte, confirmo la gloria de mi padre en los quehaceres de la tierra, en mi tierra del quehacer actual.
Con soporte de rol sociológico, sin embargo, estamos hablando de la figura del padre como un símbolo etnopsicoanalítico, para poder aplicarlo a una sociedad cultural. Para esta operación simbólica no importan las circunstancias en que exista el rol sociológico de la figura del padre, es decir, si la familia carece de la figura del padre, sea por muerte de éste, por divorcio, porque el grupo monoparental eligió que sólo la mujer como madre lo presidiera, en fin, sea por las crisis familiares que abundan y sus confusiones. Empero, va a importar el principio antropológico y su impacto psicológico en la producción simbólica de la figura del padre, y con ello las variaciones que ocurren si la autoridad la ejerce la figura maternal.
Nuestro método es similar al que utilizó Freud en su libro Totem y Tabú, donde habla del padre en términos de un totem. En nuestro caso nuestra motivación psicoanalítica (el padre) es operada para hablar de la cultura y la sociedad (la tierra) como consecuencia del problema del padre. Específicamente vamos a hablar de la autoridad y el poder. Nuestros puntos son un trazado de las virtudes del padre como fuerza simbólica de las significaciones culturales y de las relaciones sociales, y mostrar las secuencias de una sociedad con un padre huérfano y de una sociedad sin padre.
B. La gloria o razón del padre.
La centralidad del universo está en el padre. Su figura representa la autoridad, y su símbolo es el del poder social. En él se condensa el mundo de la fuerza; y él la tiene y la dispensa por doquier. Es el aura de autoridad que el maestro proyecta sobre los alumnos, el director de orquesta sobre los músicos, el capitán sobre los soldados. Es una fuerza de autoridad que el superior utiliza para orientar, tratando que los subalternos actúen por referencia a una meta más alta. Si la autoridad es auténtica, también da las seguridades y las garantías de la acción, y para ello otorga la capacidad de establecer un orden y la facultad para generar temor. Es un temor asociado a la reverencia, y por ello se genera una autoridad reverente y el que obedece lo hace con temor de reverencia.
Cuando se trata de aplicar la autoridad, la dificultad se encuentra en la idea de fuerza en que se soporta. En las circunstancias de la política, del trabajo o de la familia, la fuerza se desarrolla con variaciones sea de consistencia sea de matices modulares. El poder que se transforma en autoridad, cobra distancias, al mismo tiempo que diferenciaciones respecto de la autoridad misma. El poder identificado como las “autoridades” en los organismos públicos, no acontece lo mismo en todas las clases de los funcionarios. Hay autoridades que no tienen poder para tal problema, y hay gente de poder que no tiene autoridad para ejercerla sobre cualquier problema.
Hay poder de dominación y poder de servicio. Todavía los estados encarnan poder de dominación, unos con poder de dominación opresiva y otros con poder de dominación democrática. La aspiración del proyecto de sociedad es que el estado se sitúe dentro del poder de servicio con miras a la libertad. Por su parte, también hay autoridad buena y hay autoridad mala, cuando la autoridad se deteriora y deviene en autoritarismo. El autócrata no tiene autoridad, la impone ilegítimamente con la fuerza que le otorga la circunstancia del poder de la dominación opresiva que detenta. Mientras en el poder de servicio y de autoridad nos sale el padre bueno, en el poder de dominación nos sale el padre malo, políticamente un jeque, un caudillo, un gamonal, vía a elevarse a las alturas de un pequeño dios, terrorífico y siempre expuesto a las irreverencias.
La experiencia paterna preside este nuestro mundo exterior del pre-consciente, el de nuestra maduración (o crudeza) como seres sociales. Eugenio Trías se refiere a su experiencia filosófica en la que domina el tema de la ética. Sobre las bases del super-yo, el de la ética “es un tema que domina bastante. Es una variación del tema del imperativo categórico, que en el fondo es una manera de transcribir en conceptos de experiencia de la relación con mi padre. Aparece constantemente la idea del padre muerto” (E. T., en su texto En nombre del hijo).
En el hijo se configuran dos virtudes: la piedad hacia el padre y la rebeldía contra el padre. Dilema fundamental para llegar a ser padre e instalarse en el centro de la familia, y por lo mismo en el centro del universo. Es un dilema que confluye en el complejo de Edipo, y en consecuencia en la muerte y resurrección del padre, proceso de muerte y vida como el camino para el crecimiento del hijo; o en la medida que crece el hijo forzosamente muere el padre. Y resucitará o irá resucitando éste en la medida que el hijo le dé vida en su vida de hijo, camino de ser padre. Hay un sentido nutricio y conflictivo al mismo tiempo, en que el fantasma del padre genera las certezas y las incertidumbres del poder y de la autoridad. Hasta donde muere el padre y hasta donde resucita depende de cómo seamos autores, es decir, productores de nuestras subjetividades en cuanto trama de nuestras ambivalencias afectivas, moldeadas por los sistemas culturales y sociales. La constante de su muerte se debe a la permanencia del odio al padre, mientras que el paso al amor del padre, al amor al trabajo de la tierra hace brillar la resurrección del padre. En dos culturas sociales entre las que nos debatimos nosotros, pervive la muerte del padre, una menos, otra más: la del padre huérfano y la del padre negado.
C. La sociedad con el padre huérfano.
El padre como centro del universo familiar y social, comenzó a desplazarse, en la sociedad occidental, hacia las márgenes merced al derrumbe de tres soportes: 1) el padre desaparece físicamente del hogar al convertirse en asalariado (Escuela de Frankfurt), 2) la función del padre-proveedor único del hogar es ahora compartida por la mujer que también gana un sueldo, 3) el principio de legitimidad, por el que el padre ubicaba socialmente a los hijos, se resquebraja como ocurre en la familia monoparental. La base de la autoridad del padre queda erosionada (Flaquer, 79-80).
Sin la base económica propia y con la ampliación del derecho y la educación en avanzada histórica, el poder de autoridad pierde terreno con referencia a la figura del padre. Pero todavía, la autoridad del padre se resquebraja ante la crisis del principio de legitimidad del hijo que con su eficacia simbólica justificaba en profundidad la función de la figura del padre en la familia. Este desfondaje de la legitimidad del hijo pone en jaque todo fundamento de la legitimidad en lo social, también la del estado y de los que detentan el poder del mismo. La misma crisis de la filiación con las diversas tecnologías reproductivas cambia también la consistencia de los procesos de la posibilidad de la ciudadanía. La marcha de la sociedad en occidente se torna tortuosa.
Al rebajarse la fuerza del poder y de la autoridad del padre, por la ausencia del hijo o de su declive presencial, también disminuye el sentido de la autoridad en la sociedad. El problema es que dicho papel simbólico no es reemplazable ni por la madre ni por el estado. Porque aunque repercute cada figura en las otras, según lógicas de la diferencia simbólica de cada figura, sin embargo, no pueden sustituirse, y si lo procuran, las consecuencias o resultados no serán los mismos, y los obtenidos tendrán efectos perversos, ya sea la madre o el estado en el puesto de autoridad del padre.
A la dificultad de mantener la legitimidad, se añade el alto costo unitario por hijo, que aumenta con una escolaridad prolongada y sus gastos en tecnologías educativas cada vez mayores y sofisticadas. Se pretende una solución a este problema retrasando el matrimonio y postergando asimismo la natalidad, dando como resultado un descenso notable de la natalidad. Cada vez más la familia tiene menos hijos y cada vez más tarde, produciéndose familias sin hijos y sociedades con las bases de ciudadanos cada vez más débiles. Al derrumbarse la base económica de la familia y tambalearse la autoridad del padre, también las sociedades y las culturas pierden en autoridad y poder, o éstos se desvían notablemente.
Perdida la guía del símbolo paterno o con un símbolo disecado, no es extraño que comiencen a ocurrir rebeldías frecuentes por las insatisfacciones económicas y sociales frente a un orden social que se torna rígido. Porque se evapora el sentido de la vida, la seguridad económica y emocional, la ubicación social y la estabilidad psíquica. Este camino conduce a un repertorio de sociedades ansiosas y de baja autoestima. En contraposición, se pretende que la familia se haga cargo de la solución de muchos problemas que ya no puede solucionar la sociedad, al mismo tiempo que la familia no dispone de los otrora recursos de antaño, que ahora detenta el estado, y no se le otorgan los recursos sociales consecuentes.
Por su parte, los jóvenes sufren un gran desfase entre su condición de adultos a partir de sus estados físico, político y jurídico, y, por otra parte, el alcance de su vinculación y dominio sobre los recursos económicos y de supervivencia es muy débil, y por lo tanto no la controlan. Al pretender asegurar su futuro que no depende ya de su familia, sino del mercado de trabajo golpeado por las crisis y la falta de protección social, el hijo se establece en el mismo nivel del padre, muchas veces con problemas parecidos. Como resultado, la legitimación del hijo cae en manos del estado, al mismo tiempo que el hijo asume mayor individualidad, lo que desmejorará la relación de la autoridad paterna. Como solución compensatoria, se genera la tendencia de que los padres se rebajan al nivel de los hijos intentando ser sus iguales. Hay una confusión procedente de la ideología de la igualdad que pretende reducir la autoridad del padre a que éstos sean amigos de los hijos, cuando el padre no es un par, sino un superior, base necesaria para mantener la autoridad y garantizar la maduración del hijo. En la crisis del principio de legitimidad se encuentra la tendencia al padre menguado, huérfano, esta vez de hijos a los que dar estatus en la sociedad y la cultura, pero también hijos perdidos en el orden social y en la reconstitución auténtica de éste. En breve, hay etapas en las sociedades occidentales en que el poder y la autoridad están a merced de crisis negativas y de autócratas opresivos.
D. La sociedad sin padre.
El padre ya no es ni un desplazado del centro en el universo familiar y social. Su figura simplemente es inexistente. Todo el universo familiar lo colma la figura de la madre, con una presencia desbordante de significaciones. No se trata de que no se sepa del nombre del padre, sino que no se utiliza porque no se entiende su significado profundo y por lo tanto no se sabe jugar socialmente con dicha figura simbólica. La cultura y la emotividad no han producido dicha figura. No sólo hay familias sin padres, también se llega a que en el teatro de la sociedad no se escenifica con ese personaje.
La gran figura de la madre opera en detrimento de la maduración del hijo, cuya orientación social es llegar a ser padre. Lo varonil se produce en su nivel más bajo y primario de acuerdo al ser del macho. El esfuerzo de la cultura por afianzar la figura central de la madre, termina por constituirla a costa de la figura del padre. Lo único que necesita la madre son amantes para tener hijos. La pregunta para qué un padre, si la función la cumple el marido. Siguiendo el argumento cabría también la pregunta para qué un marido más allá de ser un amante.
Estamos hablando de la cultura y orientada a su intervención en la acción social. ¿Desaparece, en la sociedad sin padre, el poder y la autoridad? De ningún modo. Toma el camino de la figura materna que asume el centro del universo familiar y afecta con su psicodinámica también a toda la sociedad, haciendo de ésta una sociedad maternal (Malinowski diría matrilineal). La autoridad, que es una realidad fría y razonable, aquí es una autoridad emocional y consentidora, que da oportunidades a todo lo arbitrario o voluntarioso. La dilución de la legitimidad, que siempre afecta al papel del padre, no tocará al papel de la madre que nunca estuvo, ni está comprometido. Afectado el orden del padre, la sociedad está expuesta a que se desaten todos los demonios de la agresividad.
El odio al padre como un conflicto de muerte del mismo se encontrará desplazado hacia las agresividades compensatorias al interior del colectivo social. La verdadera rebelión contra el padre para desprenderse de lo regresivo tanto paterno como materno, no logra su realización y desvía su impulso hacia el rechazo permanente de toda norma y ley, rechazo que se concretiza en el desorden social permanente. La sociedad ansía el orden, y cuando lo logra, pronto retorna al desorden como modo de existencia. En estas condiciones el individuo que adquiere propósitos de maduración y aspira a metas superiores encuentra unas dificultades radicales que se oponen o desbaratan sus legítimos deseos.
Al no existir una verdadera rebelión contra el padre, el camino a aspirar a los valores paternos positivos, de libertad y de justicia está lleno de obstáculos. No es un camino que llegue al nihilismo y al anarquismo total, no, retrocede y permanece a mitad del camino. Si la sociedad no logra una vida satisfactoria, tampoco se suicida. Aunque su lucha es contra su propio autoritarismo, regresivo siempre, sus miedos ancestrales le llevan a desearlo como apoyo vital. No es posible que haya una rebelión contra el padre, es decir, contra lo regresivo de éste, en nombre del padre, es decir, en nombre de su lado positivo a favor de la justicia, el derecho, y la libertad. Si acontece la rebelión contra el padre, se trata de un padre ocurrente traído a colación por la madre; entonces la rebelión contra ese padre fantasmal se hace en nombre de la madre, rebelión que genera por su lógica formas y actividades de destrucción. La etapa anal se resuelve como la situación de destrucción permanente de la sociedad. Sin el regreso a la etapa oral, pero tampoco el avance a la etapa edípica, para la maduración del individuo. Todo lo que ocurre se sitúa en el negativismo social. La sociedad sin padre es terriblemente insatisfactoria para los individuos que aspiran a crecer en sus ideales y metas.
Coda. Entre una sociedad con las glorias del padre y una sociedad huérfana de padre se juega la historia humana. Es decir, entre los creativos del padre y herederos de sus virtudes, y los negativos del padre que rechazan toda su imagen, se cierne una lucha frontal por la ética. En esta ocasión y en torno al fuego encendido por la instalación de estas pinturas de Parabavis, apuntamos al quehacer que representa la ab-vocación EN EL NOMBRE DEL PADRE. Es una vigilia que opta por la inquietud en la búsqueda del otro radical que constituye la figura del padre, siempre situado al frente orientador como nuestro yo social profundo que avanza hacia el tú de hijo en la superficie histórica de la tierra. El Padre mío es in-vocado por su nombre para que llegue a habitar en el hijo tuyo, habitación humana en que debe consumarse el nosotros, y poder decir padre nuestro. Allí tendrá lugar el proyecto de sociedad en una tierra humanamente trabajada para su transfiguración
Referencias
-Flaquer, Lluís (1999):
La estrella menguante del padre, Ariel, Barcelona.
-Hirigoyen, Marie-France (1999):
El acoso moral. El maltrato psicológico en la vida
cotidiana, Paidós, Barcelona.
-Liberman. Arnoldo (1994):
La nostalgia del padre. Un ensayo sobre el derrumbe de la
certeza paterna, Temas de Hoy, Madrid.
-Mendel, Gerard (1975):
La rebelión contra el padre, Península, Barcelona.
-Savater, Fernando (2000):
La tarea del héroe, Destino, Barcelona.
-Sennett, Richard (1982):
La autoridad, Alianza, Madrid.
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Conferencia en el Museo de Arte Contemporáneo
Ciclo de Charlas: "En el Nombre del Padre. Una instalación sobre la Autoridad y el Poder"
de Macjob Parabavis.
Caracas, 06 de octubre de 2011.
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