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Cedrom 13 de septiembre, 2019 ¿Están los venezolanos a punto de perder el Metro de Caracas? |
Tu calle ya no es tu calle;
que es una calle cualquiera,
camino de cualquier parte.
(Manuel Machado: Soleares,
fragmento)
Estamos en
la boca de entrada al Metro, después de atravesar un espacio donde la gente del
vecindario acostumbra a amontonar las bolsas de la basura doméstica. Espera que
más tarde, a veces el más tarde son
días y acaso semanas, las recoja el camión del aseo urbano. Un hombre, que
aprovechaba ese tiempo de la tardanza, hurgaba en las bolsas:
-¿Qué busca usted con tanto afán?
Me salió el preguntarle.
Porque rompía las bolsas, dejando los
desperdicios regados en el lugar que lucía nauseabundo afectando al paisaje
urbano como un conjunto social abandonado.
-¿Qué le importa a usted? ¡Tengo
que comer o no!
Era un hombre joven con rostro envejecido.
Retornó a hurgar las bolsas y a desperdigar los residuos, mientras se llevaba
algo a la boca como probando.
-¿De
qué se extraña usted? –me replicó un viandante que pasaba-. Eso es normal ahora, lo que ya antes era la marginalidad
populista. Verá cuando baje [al Metro]
el estado maloliente, suciedad y abandono que tiene el Metro.
Con este toque de atención, el compañero viandante
me lanzó el detonante que me sacó de mi embeleso citadino. Parece que no había
lavado mis ojos en la palangana de la revolución, y tuve que reconocerme donde
vivía merced a los ojos de la ciudad misma.
Dejé en la superficie urbana ese
estercolero de cuyas innumerables, por decir una en cada esquina de la ciudad, reproducciones
se dibuja el paisaje citadino en medio del triste arbolado imitativo de selva
tropical. Y bajé a coger el Metro, del que hoy, 17 de marzo, nos anuncian que
lo van a clausurar junto con el ferrocarril de cercanías de los Valles del Tuy,
por causa de la pandemia del coronavirus (Noticiero Digital). Llevamos dos días
de cuarentena y el problema se encuentra destapado, y no sin razón ante este
ambiente de estercoleros de que está ataviada la ciudad de Caracas.
Todavía necesitaba salir de mi embeleso del
país cuando hoy leo en el mismo Noticiero Digital que “la curva de contagio por
coronavirus en el país ha sido la más rápida del mundo dado que en 4 días ya se
han reportado 33 casos según datos del Gobierno de Nicolás Maduro. ‘Para que
quede más claro: Italia (cuyas estadísticas son demoledoras) tardó 24 días en
pasar de 1 contagiado a 15’ detalló Naky Soto Parra en Cinco 8 Según Maduro, de
los 33 casos, 18 son mujeres y 15 hombres’.
Su distribución en varios Estados muestra que ya está presente en el
país: 5 en Caracas, 13 en Miranda, 5 en Vargas, 2 en Aragua, 2 en Anzoátegui, 1
en Mérida, 1 en Cojedes y 1 en Apure. Soto Parra cita a Maduro para constatar
su actitud y su desempeño: “Por cada caso conocido hay 27 por conocer” “O sea,
continua Soto, en este momento puede haber 896 contagiados y no lo sabemos” Maduro insiste en que “todos los casos son
importados (…) 28 de Europa y 5 de Cúcuta [Colombia], como si eso importara y
disculpara su pésimo desempeño”, comenta Soto Parra (Jhoan Meléndez, Noticiero
Digital, martes 17 de 2020).
El virus tiene un ambiente de estercoleros
urbanos propicio para su expansión. El Metro, síntesis de la suciedad urbana,
en estos momentos concentra a la población sin otra alternativa de transporte.
Con razón me sentía necesitado de realizar una aventura en la ciudad para
reconocerme en la situación en que nos consigue esta cuarentena. Este propósito
me seducía ante el edipo anal en que
se encuentra estacionada la cultura matrisocial venezolana afectando la marcha
de nuestro animal in urbis venezolano.
Y este incentivo me hacía buscar el sentido que estaba cerrado a mi atención,
sentido que no estaba simplemente afuera de la realidad vivida, sino dentro de
ella. Este hábito de comenzar a verse a sí mismo y por sí mismo produce cierta
complacencia, al referirse como gente que piensa la ciudad y su contexto ante
las adversidades posibles: si estamos en la ciudad, como sus dueños, no podrá sucedernos nada en
contra, la ciudad nos protege.
Pero si cambiamos esa forma de sentirnos y
emprendemos la aventura de convertirnos en trashumantes de la ciudad, y así, como
deambulantes, sufrir el deterioro del paisaje urbano, descubrimos nuestra
ceguera a través de los ojos demostradores de la misma ciudad.
-¿Acaso hemos sacado a la calle nuestra
analidad interior, cuando nos creíamos unos pudibundos ciudadanos?
Fue en el
vagón del Metro que me sentí observado por los ojos de los demás, como
representantes de la ciudad subterránea, abriéndose ésta para mí como una zona
ciega, en la que había enterrado mi realidad social. Detrás de tanta ceguera lo
que se escondía en aquél ambiente maloliente era una violencia atroz; al
asumirla sin una detección sensible, como sujeto responsable (con posibilidad
de responder), me asignaba el papel de un colonizado con rostro enmohecido en un anal paisaje
urbano.
Entonces, dejé de verme por fuera para
pasar a sentirme por dentro de ese hedor al que accedía todo usuario del Metro,
y con ese sentimiento me veía ahora como en un devenir, ahora de ninguna manera autocomplaciente. Desde la
inauguración del Metro comenzando los años 80 y luego por años, se nos enseñó
que la misma construcción y, con ella el comportamiento de la gente en el Metro,
expresaban un modelo de civilidad para la Caracas incivil: la ciudad
subterránea debía dar el ejemplo que transformara el comportamiento anti-ciudadano
que regía en la ciudad superficial, la de las calles. Su principal motivo era
que iba a cambiar la faz anal del paisaje caraqueño debido al orden y limpieza
con que, como modelo, se ofrecía la urbanidad del tren metropolitano.
Pero ahora para el auto-desengaño, la
modelística ofrecida se había derrumbado: el modelo del detritus de la ciudad
superficial invadía inmisericordemente los espacios de la ciudad subterránea.
Hasta el movimiento de los trenes había entrado en declive porque como acémilas
viejas y cansadas se desplazaban con tal retraso que era imposible confiar en
su desempeño como lo exigía la lógica de su existencia.
En la actualidad, el Metro ha dejado de ser
el modelo de la civilidad, para convertirse en el modelo de colonización del
habitante caraqueño: nos invita a aceptar (a someternos) a su violencia anal y
pretende hacerlo bajo el síntoma de una
zona ciega para la conciencia. Y como zona ciega a nuestros ojos, para que no
veamos más la ciudad, es decir, de cómo debe ser y funcionar una ciudad. La
enseña de colonización que ofrece el Metro nos denota que hay que clausurar la
ciudad para nuestro quehacer cotidiano y su desempeño aceptable.
-¿Habrá que aceptar no limpiarse las legañas
en la palangana, editada bajo lápidas de la miseria revolucionaria?
Se oye con fruición a veces inconsciente,
desde un lado, pero con réplicas críticas, desde el otro lado:
-En
el Metro como es de todos ya no se paga, no funcionan los ticket,
-Acaso
ya no somos dueños del Metro y de la ciudad como socialistas…
-Ojo,
pero el que no paga, o no puede pagar, ya se afirma como inexistente, un don
nadie, un colonizado en el Metro y en la ciudad…
-¿Acaso
no es posible aprovechar el impago para protestar para que se cumpla con
nuestra propiedad, que es como decir, con muestra libertad? Ahora es cuando
necesitamos ser todos y no como cualesquiera, como don ningunos, en manos de la
politiquería populista...
Frente
a la triste experiencia del Metro, la imagen del estercolero va quedando como
un lugar fuera de la palabra, para ser un lugar innombrable. Un lugar sin
nombre, como un anónimo, no existe, ni siquiera para recordar. Sin palabras
para pensar, el estercolero, como también el Metro, se ensombrecen como zonas
ciegas, que terminan su existencia porque no se puede hablar de su condición de
ser, y mejor, no se debe (políticamente).
Así el Metro, como la ciudad, va
agonizando como el que va a medio existir en la vida, reducido a un lugar
respecto del que nos han ido lavando el cerebro, ya ni siquiera para colocarlo
como modelo de la colonización de la ciudad, ni para no tener el motivo de
reflexionar sobre la realidad urbana misma. Cuando vayamos a usarlo habrá que
mirar su rostro al que hay que borrar de su paisaje y de nosotros mismos como sus usuarios.
Habrá que aceptar que en Caracas devenimos en una ciudad de cualquiera,
como dolientes de nada, ni de nadie, donde la inmediatez, como pauta
irresponsable, conduce a cualquier ignota parte. Este comportamiento, como nos
dice el fragmento de las Soleares de Manuel Machado, nos coloca unos los límites
que nos rotulan como urbanos y que, como resultado social, en Venezuela
terminamos practicando como conuqueros in urbis (en la ciudad).
¡Cómo empujar esos límites semánticos, cómo
remodelar el paisaje eliminando los detritus de sus estercoleros para hacerlo
objetivo del pensamiento y borrarlos como colonización mental, y cómo recuperar
los territorios del lenguaje para poder hablar de la ciudad despojándonos de la
‘vergüenza urbana’!
Porque si nos queda la única manera de
vernos a nosotros mismos que es a través de los ojos de la ciudad, lo que
significan los demás, podemos decir que aún tenemos algo más allá de nosotros mismos. Por eso abrigamos la esperanza, o
el consuelo, de que hay algo más que yo en mí, que brota de mis huesos. Porque
también hay algo más que tú en el ti mismo, que emerge contigo mismo en el
juego de las relaciones sociales.
Multiplicando el mí con el tú mismos se
puede afirmar lo societal posible en nuestra cultura (matrisocial), y hacer de esa nuestra cultura el espejo, que aún sumergido por fuera y por dentro, muestre nuestra
presencia como país y ciudad.
Una presencia que connota que más allá de ti
mismo está todavía el tú de los demás, donde se refleja como testimonio una más
grande y real existencia, la del saber
vivir juntos, sin estercoleros ni trenes desvencijados.
Si tuviera que edificar mi ciudad para
mirarme a mí mismo, tendría que pensarme en unas ediciones antípodas a la
miseria. Porque no podría pensarme correctamente bien en el detritus urbano de
una ciudad anal. Botaría el agua estancada con palangana y todo, y especialmente con los
políticos (ciudadanos) y sus pañales de
papel. Tendría que sacarme el paisaje de estiércol de la ciudad y de mí mismo.
Es necesario saber que estamos como viandantes por caminos infestados, propicios
para los viajes que se ha propuesto hacer y así visitarnos el coronavirus como
un cualquiera. Hay que lograr alcanzar el estado de limpieza, creciendo desde
la etapa anal hasta trascendernos societalmente como cultura matrisocial.
Nos negamos a redescubrir la ciudad, como suele hacer el venezolano según lógica de
operativo como el de la fiesta de la
Noche Nueva (31 de diciembre). Lo que necesitamos es inventar la ciudad según lógica de la planificación urbana. Son nuestros deseos de ciudad y nuestros
derechos de comenzar siempre innovando nuestra existencia, lo que nos permitirá
mantener joven la vida de la ciudad anhelada. ¡Ojalá ese proyecto ocurriera en
el Valle de San Francisco[1],
o Valle de Caracas, bajo el encanto de la serranía que preside El Ávila!
[1]
La advocación de San Francisco proviene de Francisco Fajardo, el criollo de la
isla Margarita que fue el primero que avistó como objeto de invención social
dicho valle en el que después va a fundarse y asentarse la ciudad de Caracas.