SIN TRABAJO NO HABRÁ LIBERTAD
Los bárbaros, madre, los bárbaros llegan.
---¿Son esos negros, esos amarillos?
---Los bárbaros llegan por dentro del hombre,
de mí que lo anuncio, de tí que lo ignoras.
Los bárbaros, madre, los bárbaros dentro, por dentro.
Jorge GUILLÉN: Aire Nuestro y
otros poemas. Barral Editores,
Barcelona, 1979, 137.
Al fin me recosté sobre mi pierna derecha. No
comenté nada a mis compañeros de cola; no me quejé en voz alta, casi anónima.
La señora de dos puestos más adelante refunfuñó: ¡Van a creer en el trabajo que
estuve manguareando!
Seguí cuidándome de emitir sonido alguno, no sea que me identifiquen por el
acento y algún xenófobo (anti madre patria) replique aviesamente mi queja
protestataria.
De sobra se sentía a la gente molesta con la
lentitud de la cola para entrar al supermercado; se añadía el mediodía tropical
de un sol torturante, con asfixia de sudor, como alternativa a una tormenta de
agua en esta temporada de lluvias.
Llegamos a la puerta. Con la cédula de identidad en
mano: revisión del número 4, día miércoles, obligados a colocar las huellas.
Entramos. De salida cargamos, abrazados, dos kilos de leche en polvo La Campiña
y dos litros de aceite Mazeite. Fue como haber llegado a la otra orilla. Con
las ansiedades aflojadas.
En contrapartida: había perdido
la mañana de trabajo.
El rumor en la cola desprendía información sobre el
abandono del quehacer en la oficina, en el aula, en el taller, en la cocina, en
la gestión de la consulta médica… Una señora se quejaba de la falta de
oportunidad para buscar alimentos en otros supermercados. Cuando regresaron de
almorzar tres hombres y se colocaron en los puestos que tenían antes, se
produjo una protesta porque se pensaba que eran unos coleados (colados).
La cola mata trabajo, decía
un señor de atrás mostrando su apuro.
También mata la alternativa: no poder hacer nada,
es decir, otra cosa alterna. En este problema, se ahogaba la libertad de
escoger otros productos ante la expectativa de lograr dos o tres productos
regulados que llegaron con suerte ese día miércoles. Productos compulsivos.
Aunque los tengas, no tienes más remedio que adquirirlos, porque no sabes
cuándo van a venir de nuevo al supermercado.
Como resultado, se evaporaron dos cosas de mi
universo ciudadano para ser gente: el trabajo y la libertad. Se abre la puerta
a la condición de siervos.
Objeción: Pero
el siervo tiene trabajo (aunque sea forzado).
Réplica: Peor lo pone usted. En nuestra circunstancia se te quita el
tiempo y el espacio hasta para buscar trabajo. En Venezuela nos queda regresar
al conuco,
condición social y cultural anterior a la servidumbre, y con ello a ser
recolectores.
I
Entro así en un drama de reflexión consigo mismo.
Demoledor, de sufrimiento existencial. He defendido ya desde 1999 que en
Venezuela no hay cultura del trabajo
a diferencia de ocuparse en algo, de tener trabajo, y aún de pasar trabajos para
llegar al trabajo (al menos en la ciudad de Caracas). La estructura social
recolectora (cosechar donde no se ha sembrado) consiste en tener trabajo para
satisfacer las necesidades básicas, a lo que puede sumarse en la fiesta el
derroche placentero.
La cultura
del trabajo marcharía en contra de la felicidad del pueblo. Rico no
trabaja. Para ser rico sin trabajar sólo existe una magia: la suerte. Con solo
trabajo no se llega a ser rico (feliz); pero llegar a ser rico con el negocio
es deshonroso.
¿Cómo ser un rico honrado?
La suerte permite orillar el trabajo
(honrado) y no quitar nada a nadie deshonrosamente mediante el negocio. La cultura de la suerte se sustenta en el
mito de la transformación mágica de la realidad para colocarla a mi favor. La
suerte dignifica al rico, pues se le felicita y hasta se le envidia con
admiración, según el doble código etnopsiquiátrico.
No haría falta esperar, ni aún aspirar a que le
toque a uno la suerte, si de lo que se trata es llegar a ser feliz. Es decir,
no hace falta ser rico para ser feliz. La pobreza también nos genera la
felicidad. Solo se necesita tener una cultura
de la pobreza asociada a una cultura
del placer. Tal asociación la proporciona la cultura matrisocial cuya
referencia de comprobación se obtiene correlativamente en la estructura social
recolectora. De mano de la matrisocialidad y de la recolección económica nos
estancamos en la pobreza generadora de la felicidad venezolana. “Felices aunque
pobres” muestra la profundidad del mito de la sobreprotección materna junto con
la práctica económica de la redistribución populista. Se trata de una cultura
del abandono de la realidad porque ésta no interesa, ni es importante.
¿Para qué
trabajar la realidad de un modo serio, social y técnicamente?
He aquí las condiciones histórico-culturales,
favorables al reparto que significan las colas en los supermercados, por una
parte, y, por otra, de la felicidad o posible disfrute en la experiencia de las
colas. ¿Por qué se le ocurriría a Jaquelin Farías, alta funcionaria en la
Presidencia de la República y candidata a diputada a la Asamblea Nacional,
decir a los venezolanos que disfruten unas colas tan sabrosas?
¿Acertará, en este período electoral para elegir diputados a la Asamblea
Nacional, a conectarse con lo que son culturalmente los venezolanos? Por
supuesto que el problema es más complejo, pero ahí vamos.
Las colas se tornan compulsivas como la misma
cultura (antropológica). Recolección económica y matrisocialidad cultural
convergen en el diseño político del gobierno, no sé si de un modo consciente.
Recolectar contiene la lógica del disfrute como placer primario. ¿Y no nos
coloca la política en situaciones de recolectar en las colas cuando los
productos regulados de la cesta básica son 1800% más baratos (carne, café,
leche…) que los del mercado no regulado?
La compulsión juega a campo cerrado. Si no
consigues dichos productos, no los tendrás; no habrá otro lugar que bajo
protección del gobierno los disponga. Esta compulsión de los pretendidos precios justos regulados por el
gobierno, termina con que lo básico
de la cesta por añadidura indica productos escasos
y controlados.
Hay sociedades que se proponen ganar, después de
que han aprendido de las pérdidas (guerras, hambres, epidemias, catástrofes); y
hay sociedades que pensando que ganan, terminan perdiendo sin aprender.
Terminan perdiendo porque no se han propuesto
aprender ya que creen (en su mito matrisocial) que se merecen la abundancia (natural) por sí misma. El escudo de la
nación incorpora este mito en la efigie de las cornucopias (cuerno de la
abundancia).
II
Si la cultura (el mito) se nos da por naturaleza,
a la sociedad hay que hacerla, no es natural, y por lo tanto precisa de un
trabajo de lo social (acuerdos y conflictos). La cultura nos señala el sentido
de la orientación de la vida, pero donde vivimos es en la acción que expresa la
realidad práctica. Esa acción necesita ser fabricada por los que van a vivir en
ella, por ella y de ella. Se demanda trabajo, pues.
Al venezolano, lo sociable vivido como cultura le
sale por los poros; en ello es inmenso. Así va a confundir lo sociable con la
llegada de lo social (sociedad), como si coincidieran o fueran la misma cosa.
Implicaría una llegada de la acción sin esfuerzo alguno. Si aparece, el
esfuerzo se asume como el resultado de un acto mágico. Por eso el trabajo en
serio es denigrado (no te hace rico) por oposición a la suerte. Se rebaja el valor de competencia o capacidad del
esfuerzo, su preparación como oficio y arte (técnica), con la distorsión que
asume la ideología de la competencia que
inspira tanto el concepto de lo negociante del mercado como de la alienación
con que el capital somete al trabajo como mercancía.
El trabajo es un espejo donde se mira el sujeto;
mirada que le va orientando para observar bien la acción de su trabajo, de ir
construyéndose a sí mismo como social. En el marco de lo social, todo se
resuelve como trabajo, desde el pensamiento que idea el diseño de una cosa o
proyecto, hasta la fabricación de una vasija, atender un tarantín y educar a un
hijo. Sin embargo, no hay nada por delante, sino la mirada al pasado signado
por rancho y conuco, o más atrás aún,
por monte y culebra,
es decir, por ámbitos de no trabajo de lo social como avance civilizatorio.
La sustitución del tiempo de trabajo por el tiempo
de la cola, nos reduce a un tiempo pre-conuquero, donde no habrá libertad
ni para inspirarse en algo, ni proponerse algo, ni desarrollar proyectos y
recursos que permitan movilizarnos vitalmente. Ya no se trata de la movilidad
natural del conuquero que busca tierras vírgenes, selváticas, para abrir su
unidad productiva itinerante, sino de la movilidad social del trabajador que
busca fundamentar su acción ciudadana. Aquél se quedará en la lógica de la
selva, del monte, éste pretenderá asentarse en la razón de la ciudad, de la
civilidad.
En el saber de la competencia técnica del
trabajador, hay razones que acreditan la confianza en la libertad. Son razones
que residen en las habilidades cuya lógica se observa bien en la universalidad
del juego, en el poder básico para precisar, indagar y descubrir, todo ello
atinente a cualquier ser humano. Las habilidades técnicas tienen que elaborarse
dentro de relaciones sociales que indiquen la construcción de la sociedad. Aquí
es donde, pese a la ideología venezolana de oponer selva y ciudad, todavía el “civilizado”
venezolano, hijo de la magia, participa profundamente de la selva, del mundo
natural; por eso para él el concepto de libertad todavía es natural, como la
del pajarito.
Una manera de superar el mundo natural de la
arcadia o paraíso venezolano es pensar que la humanidad se constituyó como
social cuando usó por primera vez herramientas y habilidades en aras del bien
común. El orgullo por lo social propio
(lo común) anida en el corazón del trabajo, cuya recompensa se develará como el
origen de la libertad. En las sociedades libres (vaya pleonasmo: no hay
sociedad sin libertad) se cosecharán las libertades multiformes: la libertad
del pensamiento, la libertad de expresión, y como río crecido, la opinión
pública.
El orgullo por el trabajo propio se demostraría
como el aval de la floración de una opinión pública como verdadera galería del
control de los poderes púbicos, que han de considerarse y ponerse al servicio del
bien común.
En los tiempos modernos podemos columbrar cómo el
trabajo propio tiene una existencia independiente, tanta que trasciende, antes
que a las obras, al trabajador mismo. Es lo que justifica hacer bien un
trabajo, mejorarlo, porque él vale por sí mismo, además de completar la persona
del trabajador al dotarlo de la capacidad de mirar con afán el futuro.
Lo que puede faltar de estima de sí mismo en el
trabajador, no puede ocurrir jamás en la estima del trabajo. Porque ello atañe
a los derechos y dignidad del ser humano como social. Es por eso que con el
trabajo se origina y se elabora la libertad misma de acción, la apertura a las
disposiciones del mundo entero.
Tal trascendencia
humana la sentía oscurecida en las horas trasparentes del sol tropical,
cuando asistía a la cola del supermercado para adquirir unos escasos productos
de la cesta básica, como un superviviente
del siglo XXI.