miércoles, 7 de agosto de 2013

DESAFÍO A LA MENTIRA

Jesús camina sobre las aguas




Todos los gestos anteriores a la deserción están perdidos en el interior de la edad.
Imaginad un viajero  alto en su lucidez y que los caminos se deshiciesen delante de sus pasos y que las ciudades cambiasen de lugar: el extravío no está en él mas si el furor y la inutilidad del viaje. 
Así fue nuestra edad: atravesábamos las creencias.
Los que sabían gemir fueron amordazados por los que resistían  la verdad, pero la verdad conducía a la traición.
Algunos aprendieron a viajar con su mordaza y éstos fueron más hábiles y adivinaron un país donde la traición no es necesaria: un país sin verdad.
                Era un país cerrado; la opacidad era la única existencia.
Ciego en la inmovilidad, como basalto dentro de basalto, me poseyó el olvido. Éste fue mi descanso.
Permanecí, permanecí, pero mi obra es la retracción, la retirada hacia una especie maternal.
Y la virtud de mis oídos se adelgazaba dentro del silencio.

Antonio GAMONEDA,De Descripción de la mentira” en Antología Poética, Alianza Editorial, Madrid, 2008, 125-126.


ARGUEMTO EN VOZ 2

LA VERDAD HECHA TRAICIÓN

La crueldad nos obliga al regreso. Pero antes que lo intentemos tenemos que enfrentarnos a nosotros mismos ¿De cuál de nosotros mismos? De la edad y sus espejismos, espejismos que muestran nuestra propia cosecha en agraz. No hay peor cosa (o infierno) que no servir para nada como si uno fuera un tornillo que se aisló; que somos inútiles como un teléfono fuera de uso, o una mercancía hecha para el no uso como objeto de muestra en vidriera de centro comercial. No hay peor extravío que no saber que estás extraviado, extraviado por dentro y por fuera, estando en casa o yendo de viaje. “No hay viento favorable para aquél que no sabe adónde va(Séneca). O como cualquier “filósofo criollo” que “sabe ir (a un sitio), pero no sabe dónde queda”. Peor aún, el extraviado demuestra que estás más allá del no uso, pues hasta el regreso te está vedado ¿Cómo desandar un país extraviado? ¿Cómo conjugar las pérdidas que no sabes? ¿Cómo sacar los furores que se despliegan por el retorno inútil? 

Se nos dijo que la verdad nos hará libres, pero la hemos volteado como síndrome de la traición. La verdad así se vio traicionada en su misma habitación, sin capacidad de reacción en un país oscurecido. Aconteció el tiempo en que nadie sabe hablar con verdad, nadie sabe hablar de verdad, nadie sabe en verdad de qué cosas hablamos. Se envió a la verdad al descarrío de mentes y vida. El regreso se ha mostrado como huída sin reversión ¿Nos condenamos al olvido hasta de nosotros mismos? Si nuestra vuelta al vientre nutricio (de la madre) definitivamente nos enajenara de nuestro compromiso con el país, éste se convertirá en un fósil. Por eso hay que plantarle un desafío a la mentira, no sea que ésta termine por desactivar lo mejor de la virtud maternal (la comunidad). Como alfareros de nuestra significación (historia) frente al destino (natural), edifiquémonos nuestra causa y reconstruyamos el fondo de lo que debe ser un país, tu país, nuestro país. La edad, con hechura de siempre joven, es el resorte más diestro para descorrer las vendas que cubren nuestra geografía política, y ver así sin tapujos cómo se arruina en silencio un país sin verdad.

A continuación, en el Ángel del Destino se nos descubren las ruinas sociales que nos deja nuestra cultura, como si el país venezolano fuera un yacimiento arqueológico abandonado. [siguiente cuadro]

EL ANGEL DEL DESTINO EN VENEZUELA

FICCIÓN: MASA

UN VIEJO:       Al fin de la batalla
                         y muerto el combatiente vino a él un hombre
                         y le dijo:
UN HOMBRE: ¡No mueras; te amo tanto!
UN VIEJO:       Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
                        Se le acercaron dos y repitiéronle:
2 HOMBRES:  ¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!
UN VIEJO:       Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.
                         Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil clamando:
MUCHOS:        ¡Tanto amor y no poder contra la muerte!
UN VIEJO:       Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.
                         Le rodearon millonees de individuos
                         con un ruego común:
MILLONES:      ¡Quédate hermano!
UN VIEJO:       Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.
                         Entonces todos los hombres de la tierra
                         le rodearon; les vió el cadáver triste, emocionado;
                         incorporóse lentamente
                         abrazó al primer hombre: echóse a andar.

César VALLEJO, "Masa", en José Antonio Muñoz, AGUAVIVA APOCALPSIS,
                           Happening, Música de Manolo Díaz, AC-A-LP.
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EL ANGEL DEL DESTINO

 "Venezuela, pese a su historia portentosa, resulta desde ciertos ángulos un pueblo anti-histórico, por cuanto nuestra gente no ha logrado asimilar su propia historia en forma tal que pueda hablarse de vivencias nacionales, uniformes y creadoras, que nos ayuden en la obra de incorporar a nuestro acervo fundamental nuestros valores de cultura" (Briceño Iragorri, 14)

            La música puede tener sus compases de contratiempos (y sus síncopas); lo que hace a ese tipo de música llevar un ritmo con mucho garbo. En las competencias, se utilizan estrategias que operan los contratiempos como un inconveniente para hacer creer al contendiente que se cede; así el contendiente se confía, pierde fuerza, y al final es superado. En la vida social, se producen también contratiempos (con o sin querer), que dificultan la convivencia interactiva, pero a veces se interponen felizmente con relación a accidentes azarosos.
            La matrisocialidad es un tipo de cultura que actúa con contratiempos en su misma estructura (improvisaciones, excesos, ilusionismos), que hacen que la vida venezolana tenga mucha “sabrosura” (Vera, 2001); pero si no hay habituación a dichos contratiempos debido a las exigencias sociales, los contratiempos culturales que configuran un discurso muy lejano y extraño a lo social, pueden volver medio locos a los individuos que viven en esa hiperrealidad cultural (Martín, 1994, 206; Garmendia, 2000; Vera, 2001).
            Frente a esta hiperrealidad esquizoide, hay una lucha sorda y tenaz que tiende a resolverse en dos alternativas. La cultura tiende a una solución autoctonista, regresiva, fundamentalista. En cambio, la sociedad no encuentra una solución fácil, ni simple. El programa de Simón Rodríguez, el prócer venezolano de la educación en el siglo XIX: inventamos o erramos, que traducimos: inventamos o estamos condenados a repetir, proporciona un modelo de pensamiento para orientar nuestra investigación. La cultura, como el orden fuerte de la costumbre, pretende jugar siempre las mismas reglas, las de la tribu, que de cara a la sociedad se torna un juego regresivo en búsqueda de su autenticidad étnica o de vuelta a su paraíso medio perdido (Garmendia, 2000). La sociedad, en cuanto proyecto moderno, demanda que se jueguen de nuevo las reglas de todas las tribus. Con este segundo modelo, el filósofo Savater contesta al antropólogo Levi-Strauss, para confrontar el problema del feminismo (Alborch, 177), que es todo un problema societal específicamente. ¿Se pueden cambiar las reglas del juego de la cultura matrisocial en la perspectiva civil-izatoria (sic)?
            Si nos referimos a los colectivos occidentales latinoamericanos, las reglas del juego pudieran desplegarse de acuerdo a los criterios de tres lógicas: 1) la lógica cultural, en la que las reglas del juego (propias) no cambian; 2) la lógica de la “sociedad natural”, que, para encarar los problemas sociales, está impelida a repetir las reglas del juego foráneas; 3) la lógica de la “sociedad arte-facto”, que si tiene que repetir aceptando las reglas de juego en la difusión cultural, debe hacerlo con competencia, con objeto de “apropiarse” la perspectiva  civil-izatoria. Los contratiempos entre cultura y sociedad tienen que buscarse con base a estas tres lógicas, al mismo tiempo que la dosificación contradictoria de las lógicas en el juego de las reglas, precisará la especie de contratiempo o de todo el proceso de contratiempos, que es ahora el que nos interesa.
            En todo colectivo existen contratiempos entre la cultura específica y la estructura social. Lo que demuestra que la sociedad y la cultura no coinciden, no sólo como conceptos, sino también como realidades que como actores pretendemos subjetivamente configurar. Toda cultura quisiera volverse sobre sí misma por efectos de su narcisismo primario (etnocentrismo), y negar el trabajo de lo social. En este tránsito del deseo, hay colectivos que ceden culturalmente a su tentación narcisista, manteniéndose en el negativismo social; mientras que otros colectivos con inmensos esfuerzos y sufrimientos trascienden su narcisismo cultural, colocándose a favor de la convivencia social. Los primeros procuran no tener pérdidas culturales dentro de los intercambios sociales: las reglas del juego siempre son las mismas. Los segundos aceptan ciertas pérdidas culturales, sobre todo las pérdidas negativistas, pero lo hacen con el fin de obtener ganancias en las relaciones sociales.
            Planteado así el asunto, no se puede, sin embargo, identificar de un modo simple la cultura con las pérdidas y la sociedad con las ganancias. La subjetividad particular de un pueblo y su riqueza de significación natural (los valores) le provienen de su personalidad cultural o étnica. El secuestro de las subjetividades colectivas por parte de una programación societaria a ultranza, es conducir a los pueblos, como depositarios de la cultura en general o barbarie, a un inmenso cementerio de ruinas. Pero la convivencia social de un pueblo se produce con las opciones que le permiten su “subjetividad social” o arte-fáctica. En la confrontación permanente de las reglas del juego, la personalidad étnica de los pueblos puede contar como uno de los elementos más atinentes en la configuración de las subjetividades, que por definición, como las culturas, son y tienen que ser diversas o múltiples. Pero un exceso de personalidad étnica (nativismo, nacionalismo, xenofobia, fundamentalismo) que impide a toda costa (robo) la convivencia social o establecimiento de la vida societaria, lleva a clausurar la cultura específica de la libertad y democracia. Los pueblos se estancan en su pasado, sembrando de ruinas lo que creen construir como sociedad.
            La situación venezolana no es la del “ángel de la historia” de la filosofía de la historia de Benjamín que marcha de espaldas a la historia y lo que testifica, como nostalgia de la barbarie, son las ruinas de las culturas. Tampoco es la de un “ángel de la tradición” de los culturalistas, que de un modo homólogo iría de espaldas a la tradición y lo que observaría como una ilusión etnológica sería el punto cero de lo social arte-fáctico. Trascendiendo las nostalgias y las ilusiones del primitivismo podría verse la vivencia anclada de la barbarie en la figura de un “ángel del destino” ubicado fuera de la historia y la tradición, en un tiempo presentista (no hay corredores al pasado, ni puentes al futuro). En dicho tiempo, el deseo es pensado como realidad, y la catástrofe o la demora psíquico-cultural, como descanso feliz en un viaje nunca realizado. El “ángel del destino” participa del “ápax”, el de una vez por todas, como una relación de tiempo estrictamente singular. En este tiempo, se realiza la fusión primera y última entre lo cultural y lo social, donde el orden fuerte de la prescripción cultural impone su dominio sobre el orden débil de la elección social. Lo social se reduce a  la dinámica natural que le asigna, como una compulsión, la cultura. Dicha fusión tiene la marca de elaboración, que no es la de la tradición sino la del destino, la de la falta de opciones en el tiempo (presentista); tampoco puede ser la de la historia, porque no hay lugar a los cambios en un “ápax” escatológico. El “ángel del destino” no marcha de espaldas ni de cara a ningún tiempo, porque asiste a la muerte o cementerio de los incesantes proyectos sociales frustrados, tal como Paz (1979, 337) se refiere a su país de México. El destino no se puede cambiar, al mismo tiempo que proporciona los espejismos del cambio. “El destino se describe ligado a lo biológico por una parte y por la otra a los grandes acontecimientos sociales. Como si la significación del ser humano ligado a su propia historia se moviera entre esos dos más allá: la biología y la cultura”(Berenstein, 214-215).
            ¿Cómo una cultura y sus mitos (la matrisocialidad venezolana) fabrica, organiza, piensa, sus vivencias en orden a diseñar sus tiempos, sus objetos en el tiempo, y en este marco, cómo es el taller de fabricación y el estilo de sus productos? Estamos situando el problema en las fronteras de la cultura y la sociedad, al mismo tiempo que el servicio de la ciencia social se mide tanto por el diseño de las representaciones del mito (matrisocial), como por la carga conceptual (etnopsicoanalítica) con que está elaborada la matrisocialidad (Cf. Hurtado, 1998). En los ámbitos de las fronteras étnicas o culturales pueden observarse, desde el lado de lo social, las inconexiones, tropiezos, cambios de sentido imprevisto, improvisaciones, indisciplinas, etc., elementos fenomenológicos que tratamos de cubrir con la noción metafórica de “contratiempos”, y que a nivel conceptual se refieren a la categorías de los desórdenes etnotípicos, es decir, a los producidos tanto por la cultura como por la estructura social (Devereux, 1973; Hurtado, 1998; 1999a). Desde la cultura, es la estructura simbólica del edipo matrisocial de consentimiento/abandono (Hurtado, 1995), la que resume, como configuración del mito matrisocial, el sentido que orienta nuestra proposición.             
            En la significación repetitiva del “ápax”, donde las reglas de la suerte se juegan una sola vez en la vida, no hay trascendencia o significación histórica. Toda la historia bíblica consiste en demostrar cómo el pueblo judío lucha por cambiar su destino o suerte, y para ello genera, como capital social, el profetismo, que lo impulsa a la trascendencia histórica en busca de un Mesías con carácter profético y de realización histórico-civilizatoria. La historia le abre así al pueblo judío al tiempo de las significaciones y a las opciones, si trabajan su destino  mesiánico (etnicidad de los elegidos) con orientación al quehacer de la historia (Cf. Gelin y otros, 1969; Schmauss, 1964).
Con respecto a la dinámica histórica, en el encuadre de la relación de cultura y sociedad, surge el problema de cómo entender la proposición: ¿Se repiten los hechos históricos? Si suponemos que en la historia se repiten los hechos aunque no como en el ritual, según Dodds (citado por Devereux, 1989a, 13), pero que según Berenstein (1981) no se repiten como criterio que diferencia a la historia del destino, tenemos que optar por una proposición intermedia que sirva a nuestra hipótesis. Si en la historia se repiten los hechos, la historia lo hace con competencia de significación: los hechos repetidos no son los mismos, pues se crean de nuevo como originales, tal como ocurre en la socialización. A diferencia del ritual, donde los hechos se repiten exactamente los mismos. En esa “exactitud” de la repetición es que se encuentra la eficacia simbólica del ritual con su significación natural o cultural.
            ¿Dónde se encuentra la competencia de la historia, anterior al preconsciente? Para ubicarnos en el foco del problema y desarrollarlo, acudimos a la ciencia antropológica, cuya práctica crítica asume el objeto conceptual del mito para dilucidar o calibrar el tipo de elaboración de la significación de un colectivo sobre el tiempo. Devereux nos orienta cuando dice: “El problema verdadero no es tanto la ‘realidad’ histórica del matriarcado que los mitos parecen presuponer, como el origen de ese elemento latente del mito. En realidad, este problema se sitúa en el centro del ritual y la historia”(Devereux, 1989a,13). En esta proposición, el mito puede conectarse con el rito para reconstruirlo de manera inductiva, es decir, articular tradiciones, costumbres, antigüedades; y también con la historia y operarla como la relación de las transformaciones en cuanto recurso para explicar los orígenes de la acción social. El mito debe cumplir el papel de la invariante, “susceptible de experimentar mutaciones dentro del sistema de relaciones”(Berenstein, 215). El servicio de la Antropología con respecto a las ciencias sociales, a la historia y a la filosofía, debe ser la de dar alcance al mito, develarlo, ponerlo en operación para que interprete  los orígenes, las transformaciones y las orientaciones actuales de la acción social; es decir, que ayude a la analítica,  a la hermenéutica y a la mayéutica sociales. La antropología “sirve” para ir al fondo de la acción social, y encontrar (dar alcance a) su sentido (a)propio(ado). De esta forma, el mito cumple también con el papel de la variable intermedia, es decir, con la que realiza su trabajo la antropología, y es la que “garantiza el trabajo (antropológico)” (Cf. Devereux, 1989b).
   Tratando de evitar sus ruinas, quieran o no, todos los colectivos mundiales se preparan para responder a la alternativa de sociedad (Dumont, 1988; Briceño G., 1994). Unos lo hacen con mejores o menores posibilidades de acuerdo a las circunstancias más o menos cónsonas con el proyecto de sociedad. Pero todos tienen que dar un rodeo para llegar a entrar en el contexto de la modernidad, y aún hacer el esfuerzo de mantenerse en ese rodeo, que es su particularidad cultural. América Latina, y específicamente Venezuela, se ubican en las mejores posibilidades de acuerdo a su circunstancia occidental (Briceño, G. 1994). Sin embargo, tienen fuertes dificultades debido a la reacción socialmente negativista de su cultura particular (Hurtado, 2000). Para analizar este asunto recordamos la diferencia entre los casos francés y alemán, como ejemplos paradigmáticos, que explica Dumont (1988). Como la forma de la revolución industrial inglesa en su pureza originaria no fue el modelo más adecuado para ser repetido, sino la forma francesa como imitación impura de aquél, tal como lo expone Touraine (1978), así ahora no será el caso clásico de la Ilustración francesa que representa la universalidad uniforme, sino el de su imitación impropia, el caso del “espíritu de los pueblos” alemán con que Herder “nos abrió los ojos sobre las culturas”(Dumont, 166), el que llegará a orientarnos sobre las particularidades con que cada pueblo acude al concierto de una universalidad, que esencialmente  debe ser ya multiforme.
¿Las particularidades culturales dotan, a  los pueblos que las portan, de la misma o igual competencia para acudir a los intercambios propiciados por la universalidad? En cuanto proyecto de sociedad, la modernidad no sólo está obligada a respetar los rodeos particulares de cada pueblo, sino también y sobre todo a alentar y ayudar a desarrollar plenamente cada particularidad. Porque en ello se cifra la riqueza multiforme del proyecto de sociedad humano (homo sapiens). Los desvíos y las críticas a estos desvíos de la modernidad, pero no por eso críticas siempre sólidas, han mostrado  en los últimos siglos la dificultad de ese deber de la modernidad para solucionar los problemas que fueron el colonialismo, la esclavitud, la superexplotación del trabajo, la pobreza, las inmensas desigualdades sociales. Nuestro interés ahora no se relaciona con esta cuestión, que suele ser la atendida por los estados y las agencias internacionales, sino la que se encuentra en la cultura con que cada pueblo lleva a cabo su rodeo particular, de avance o de retroceso, hacia la universalidad humana, que es la otra cara del problema, y además desatendida.
La cuestión se refiere al tipo de rodeo que realiza el colectivo venezolano. Un intelectual agudo, porque el arma del humor lo conduce a una inquisición etnográfica bien afinada, como es Pedro León Zapata, dice en una de sus conversaciones de radio: Hay países como Grecia que viven de las ruinas, en cambio nosotros en Venezuela vivimos arruinando al país. La ruina venezolana, y sobre todo “vivir de la ruina” es una formidable metáfora comparable al aplauso por el robo de los bienes culturales, al aliento por las plagas sociales, al ánimo por las epidemias étnicas, como lo formula Sayegh (2002), comparable a algo así como vivir de las huellas de una muerte anunciada. Todo ello para decir que los desórdenes sociales inscritos en la realidad del mito nos tienen al borde del destino.
La idea del destino tiene varios sentidos. Zapata trata de mostrar dos con el objetivo de estrellar uno contra otro a ver si se tiene la posibilidad de que uno, el ético social, logra develar el valor cultural del otro como pre-ético y aún anti-ético. En ámbitos colectivos como el venezolano, llenos de todo tipo de ruinas y hasta ya por rutina acostumbrados a “vivir con las ruinas”(Valle, 2000), se elaboran más ideas que expresan múltiples nociones que dan cuenta de los recovecos morales de las ruinas. Se encuentra lo ruinoso, la ruindad, lo ruin...Así decimos de una situación en decadencia: esto es una ruina, de un negocio que está en la ruina como si viviéramos en un edificio ruinoso, de un individuo no confiable decimos que es un hombre ruin, y sospechamos que la general ruindad nos tiene a todos muy mal. La ruina se opone a ideas de generosidad, de confianza, de riqueza, de armonías o convivencia. Las ruinas físicas siempre despiertan significados metafóricos que muestran las deficiencias, las carencias, los inconvenientes, los contratiempos, con que nos envuelve la realidad o las formas degradadas y llenas de tropiezos con que creamos nuestro mundo. 
No todos los países y culturas caracterizan con tal inmoralidad metafórica a las ruinas. Los países con fuerte densidad histórica, en América, por ejemplo Perú y México, tienen en alta estima las ruinas. Aparte de identificar su pasado afirmativo, las ruinas siguen vivas para impulsar los negocios turísticos, sirven para, al rememorar mitos originarios, bañar de antigüedad  a los deseosos de aventuras en el tiempo, baño en mitos antiguos que comienza a ser parte, con papel de contraparte imaginaria, de un mundo modernizante, que o se ha tornado técnicamente muy frío o neutro, o es un mundo que para seguir existiendo en medio del sofoco de los objetos, necesita resubjetivizarse mediante la traída a la memoria de un pasado cartabonadamente mitificado. Pareciera que los mitos del presente en una sociedad compleja, debido a su vivencia esquizoide, siguen velando su principio como función latente de su resquebrajar/restaurar la salud mental del colectivo.
Lo más gracioso es que muchos artistas, poetas, filósofos, necesitan de las ruinas para inspirar su sensibilidad o para imaginarse un mundo resucitándose o para estimular su pensamiento sobre el tiempo, la historia y la vida en el recuerdo. Tratan de imitar al mito y su poder de significación mundana y divina. En este nivel creacional, no tanto crítico, el asunto se radicaliza: las ruinas están vivas para poder seguir destruyéndolas, o con la esperanza de recrearlas con otro sentido, hasta los muertos se encuentran con vida aún, porque dependerá del sentido del tiempo con que pueden ser revividos o muertos definitivamente (por reconfirmación) o pueden vivir en la memoria de tiempos nuevos. Estos procesos siempre han existido y existen en las cosmogonías, merced al apoyo mítico que sigue en la vida social humana, y ello como los grandes instrumentos del hacer y deshacer realidades. Las figuras de los “Antepasados”, de los Héroes, de los Mesías, de los Dioses, se encuentran en la dinámica diferencial del tiempo, en la medida en que nos pertenecen y somos parte de ellos al mismo tiempo. Por eso es que (re-)activamos su vida y viven, y, por su parte, ellos son resortes interpretativos de nuestro existir, por lo cual nosotros vivimos al darles sentido. ¿Podremos vencer las ruinas? ¿Merece la pena vencerlas? Lo oscuro es lo que perfila la luz en la técnica del claroscuro, pero esta posibilidad no tiene aún sentido ético, sino que pertenece al ethos de la cultura de cada pueblo.
   Hay culturas que están siempre viviendo de la esperanza, de adorar o glorificar las ruinas, su pasado y sus muertos. El núcleo de su ethos cultural es la rememoración con objeto de mantener viva la “creación de un mundo nuevo” con las ruinas vencidas del pasado, y crearlo más allá o por encima de la historia. Y hay culturas que viven siempre de la inercia, de derribar hasta el final sus últimas ruinas para que éstas no perturben su reposo. Como en la “destrucción de Jerusalén” hasta que no quede piedra sobre piedra, es decir, ni una huella para reconstruir el recuerdo, ni se pueda entrar al tiempo de la historia. No hace falta que lleguen los romanos para destruir lo propio, ni los romanos ni nadie. Los portadores de dicha cultura viven su mundo destruyéndolo. Sísifo, por lo menos, mientras subía la piedra hasta la cumbre de la montaña, hacía un esfuerzo de elevación; en las culturas demasiado desordenadas, ni siquiera ese esfuerzo existe; lo que queda es la piedra rodando montaña abajo.
En el “ángel de la historia” hay una fascinación por las ruinas que se van depositando en la memoria. Las ruinas como memoriales condensan el mito de la nueva vida de los muertos; es la construcción de un mito escatológico, la renovación del “ápax” judío sin profetismo. Pero la construcción se lleva a cabo con la idea del mito (filosofía) y no de la realidad del mito (etnología).Esta filosofía de la historia diluye la historia misma como realidad y como concepto de experiencia social. La historia es un hiato interpuesto como obstáculo entre la vida y la memoria. Benjamín abogaría como contrapeso por lo que llamaríamos el “ángel de la tradición”, pero no lo hace, porque ello le impulsaría a reconducir la realidad de la historia y salvar “al enemigo que no ha cesado de ser victorioso”(Benjamín, s/f.). El ángel va de espaldas a la historia, vaciándola de realidad, pese a su victoria, al mismo tiempo que va signando de memoria la tradición o entrega vencida de cada ruina. La postura etnológica subyacente a esta fantasía de la filosofía de la historia, se sitúa en el etnologismo crítico: la crítica a la civilización como nostalgia de la barbarie (Bueno, 1987).
Si se reconsidera el tema como motivo de análisis positivo y para la interpretación de una cultura particular, como la matrisocialidad venezolana, se tiene que acudir al análisis etnológico como el más original, pensando que “algunos aspectos del pensamiento marxista y el nacimiento de la etnología moderna”, “como visiones proféticas”, son los únicos elementos aportados por occidente al concurso civilizatorio  (Levi-Strauss, 1979, 320-322).
Colocándonos en las fronteras de la cultura y la sociedad, de la barbarie y la civil-ización, del destino y de la historia, observamos que no por mirar hacia atrás, ni por correr al galope hacia delante, se encuentran entrampadas ni movidas (fluctuantes) las “fronteras” cultural y social en Venezuela. Más bien, como no cuenta el pasado, ni se otea el futuro, el asunto es que no hay una capacidad de cambio de sentido tampoco en el presente. No cuentan aquellos tiempos, como polos de la orientación, porque no nos reconocemos en nuestra historia, ni en nuestras obras. Hay apenas un punto que nos subsume: la Venezuela heroica, una cierta epopeya, que así como pretendemos que nos dio el ser, no nos deja crecer o madurar en una supuesta historia posterior, elaborada por nosotros más allá de nuestros héroes. De este modo, no se vislumbra un principio o una condición cultural para que la historia se repita pero con competencia; la “historia”, la nuestra, se asemeja más al ritual de una sociedad natural que a una historia profética, con significado en el tiempo. Al revés que el “ángel de la historia”  y no acertando a ser el “ángel de la tradición”, vemos al “ángel del destino” en Venezuela que no se mueve, tal como una “revolución en reposo”(Sayegh, 2002). Pareciera que se mantiene de espaldas a la tradición, pero si mira al futuro no es para instalarse en la historia. Historia y tradición son vividas regresivamente como una ilusión de paraíso a medio perder y ganar.
El “ángel del destino” si camina es de regreso, sin sentido del cambio hacia atrás y hacia delante, pues lo hace en el mismo círculo. La tradición no le sirve para hacer historia, ni la historia para afianzar la tradición. Si mira hacia delante, hacia la historia sin tradición, destroza las frágiles relaciones sociales que a veces con propósitos, declarados firmes, pareciera pretender construir, pero cuyos gérmenes apenas brotados los reduce a ruinas. Como la historia es el tiempo del proyecto social, sólo el barrunto de éste le produce un pánico tal que lo deniega como un fantasma que vence con sólo darle la espalda. Si mira hacia atrás, a la tradición sin historia, lucha con un ser salvaje que no reconoce sino como quimera porque no siente que desciende de él, es decir, que sea su problema. Como la tradición es el tiempo de los rituales festivos, en cuanto pasado que permite acumular experiencias para la convivencia social, no logra vincularse plenamente con lo afirmativo social, no se identifica del todo con ello y lo abandona a su deterioro y ruina. Frente a la historia y la tradición, en la cultura matrisocial es el destino el que sale siempre victorioso. El “ángel del destino” promueve las condiciones de vida para que los hombres, sean sociales sean salvajes, terminen siendo vencidos por los dioses.
Sin futuro social y sin pasado salvaje, el hombre venezolano se encuentra con el destino del presente divinal. El “ángel del destino” sitúa al venezolano por encima de lo humano y su trabajo histórico, y lo hace descender de la habitación divina con dioses adentro. Esta fantasía real tiene sus asideros en la realidad del mito del destino materno, esto es, sus raíces se ubican en el vientre materno. Esta es la única verdad. 1)  No tiene arraigo a la tierra porque no ha desarrollado los dispositivos de posesión ni de propiedad; la apropiación social del mundo no es lo mismo que pertenencia angelical al mundo, es decir, la elaboración mágica del mundo convierte a éste subjetivamente en un cielo. Los mitos del “país rico” y de la “tierra de nadie”, en una estructura social de molde recolector (agricultura migrante), es una demostración (Hurtado, 1999c; 2001).  2) Los venezolanos fueron asimilados a la cultura hispánica, católica, y desde aquí al ámbito occidental, de suerte que, pese a ser un mundo aparte, tienen como herencia también el ser un mundo “viejo en los usos de la sociedad civil”, según S. Bolívar en su conocida Carta de Jamaica. Se encuentran, pues, descentrados. Pero no quieren remover su situación, ni buscar un profetismo o significación que les permita cambiar su suerte desde sí mismos, aunque ello les conduzca a establecerse fuera de occidente y pasar al llamado tercer mundo, dificultad dura respecto a las identidades y respecto al proyecto moderno de sociedad (Cf. Briceño, 1994), pero tampoco invocan un “ángel nuevo” que les haga repetir con competencia propia el proceso de la modernidad, es decir, “apropiárselo” desde la misma cultura aunque refaccionada.
El problema ahora no es el destino general, sino el destino específico materno. El destino elaborado bajo los signos del poder del vientre, constituye el mito culturalmente vivido en Venezuela. El problema consiste en que es un mito vivido como ideología, pues no se reconoce como identidad y se rechaza como pensamiento sobre la realidad. Como vivido en acción o práctica social es el foco desde donde late el sentido cultural y como tal especifica la orientación del significado de las relaciones sociales ¿Cómo construir historia y proyecto de sociedad en estas condiciones? Desde cualquier matriz cultural puede llevarse a cabo, pero resulta difícil construirla sin “padre”. La figura del padre representa una de las figuras simbólicas clave que porta la orientación social, en cuanto exterior al vientre materno. El rasgo matrilineal indica que el varón resulta un añadido en la estructura  de la familia matrisocial. Se necesita importar varones para tener hijos, después ya no tienen importancia alguna.
Sin figura significativa de padre, la posesión materna deviene excesivamente fuerte porque se vuelve muy difícil romper el cordón umbilical. El mito de Perseo  atrapado por la Medusa (madre, tierra, mar) reconfirma el mito de Narciso, cuando ambos se tornan claves de interpretación dura en el sentido de la egolatría materna. El complejo matrisocial, vivir el mito materno sin ser reconocido por el pensamiento socioculturral, por lo tanto vivido como ideología, no ha permitido, ni permite, que la estructura de personalidad étnica o cultural del venezolano se quiebre en el tiempo y que quiebre el propio tiempo del destino. Las guerras civiles y de independencia nacional, las montoneras caudillistas, los “cesarismos democráticos”, los populismos, han representado  circunstancias que han alimentado más que la resistencia, la inercia cultural regresiva y por lo tanto de rupturas postizas. La guerra de independencia no marcó una ruptura con el ser cultural, todo lo contrario, la crisis significó un retorno a los dioses, desconociendo su propio salvaje que les mostraba la enseñanza/aprendizaje social en  el período colonial.  Representativo de ello fue el comportamiento de la clase dominante independentista (Viso,1983). El populismo constituye el problema de abandono de las responsabilidades respecto de los asuntos del estado y de la sociedad por parte del pueblo y sobre todo de las élites (Briceño I., 49). Es más cómodo seguir en la irresponsabilidad social como resultante del encanto mágico del mundo. Entonces se deja al estado que tenga todo el camino libre para apoderarse de toda la dominación y aún subordinar a las clases dominantes a sus objetivos de dominación. (Hurtado, 2000).
La nación venezolana no se constituyó como una institución total; el estado no la dejó, ni la deja madurar como sociedad civil. Sin instituciones sociales totales no existen instrumentos que quiebren el encanto mágico de la personalidad cultural venezolana. Los venezolanos están instalados en su comunidad o sociedad natural de estructura personalista, y no buscan en su historia objetiva las posibilidades subjetivas del proyecto social, es decir, los significados de las responsabilidades y de la ética. El “ángel del destino”, el de la inercia maternal, no permite el cambio de suerte; sólo la mirada a la posible fractura de personalidad (con sus pérdidas, sus sufrimientos) genera un gran pánico y rechazo; no se ve ni se pone como objetivo principal la otra parte, la social, la de las ventajas colectivas con sus ganancias y beneficios colectivos. Todo lo que huela a sociedad se convierte en relaciones sociales desmoronadas. Todo lo que apunte a significación profética, de marcha hacia delante, rompiendo el reposo de la “comunidad”, rápidamente se desinfla, y especialmente si se da la circunstancia del rito de cargo, que contiene el carácter de “ápax” en su estructura: realizar en el ya del presente el futuro prometido como abundancia de bienes. Las cornucopias del escudo nacional reflejan este rito.  Hasta los héroes de la nación, han sido reciclados en esta significación, especialmente el más grande, S. Bolívar, que ya tuvo que experimentarlo plenamente en sus últimos años de vida. El pesimismo que lo embargó, su objetivo de ausentarse de Colombia, y como metáfora de todo ello, su muerte, dan cuenta de la hondura del problema (Cf. Briceño I. 1972).     
Nuestro análisis del “ángel del destino” no explicita una filosofía de la historia, diferente a la de Benjamín, sino una ontología etnológica. Desde el ángulo científico se pone en cuestión el idealismo surrealista y gnóstico de Benjamín (s/f), y también una antropología de la prehistoria que pretende renovar el primitivismo, tanto como nativismo en Bariandarán (Cf. Zulaika, 1996) en la línea de la ilusión etnológica, como arte primitivo en Clifford (2001) y Zulaika (1996) en la línea del etnologismo crítico, paralelo al etnologismo crítico implícito de Benjamín en quién se inspiran desde su relativismo cultural. Con el exceso de ilusión y con una crítica superficial, no podríamos dar alcance al mito de la matrisocialidad.
La verdadera crítica del “ángel del destino” (matrisocial) debe ubicarse en línea de la ontología del significado, no en la de la física de los signos como lo hace Barandiarán, ni tampoco en la de la fenomenología de los significantes como lo hacen Clifford y Zulaika. La ontología etnológica se sitúa en lo civil-izatorio, en cuanto desarrollo del proyecto de sociedad, y como tal el lugar del significado. De lo contrario, no se puede desbloquear la interpretación del “ángel del destino”, ni tampoco se puede identificar bien la ideología con que se vive el mito en el complejo matrisocial. Sólo después es que se pueden perfilar los contratiempos de la cultura, que no pueden ser vislumbrados hacia adentro de la misma cultura, sino en relación al proyecto social. Así los conceptuamos como los desórdenes étnicos. Sin embargo, si observamos el molde o estilo recolector de la estructura social, no se pueden trazar las fronteras de un modo preciso; por eso podemos completar la conceptualización de los desórdenes venezolanos como etnotípicos.  La dificultad de ponerle un muro, desde la estructura social recolectora, a las fronteras entre cultura y sociedad en Venezuela, se vuelve notoria en el esfuerzo teórico. Pero cuando se observa fenomenológicamente, desde el proyecto social, los intentos de levantarlo, prontamente se tornan en ruinas. El exceso liminal de la cultura, unido al complejo matrisocial, mantienen al comportamiento colectivo venezolano en los inconvenientes de la razón bárbara (Veblen, 1995), que expresa el destino cultural.
¿Cómo cambiar nuestro destino con objeto de rescatar los valores que nos permitan “apropiarnos” con competencia el proyecto social, hacia donde todos los pueblos del mundo se están moviendo (y no en reposo) y donde todos logren las mejores ventajas en los intercambios mutuos?                                                                                    
 
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