martes, 9 de julio de 2013

INVITACIÓN A LA VERDAD





CUESTIÓN DE INSTRUMENTO

Ustedes saben ya que una sartén

da un sonido a madre por el hierro

y yo sé que una celesta

suena a tierra feliz, pero si ustedes

tienen a su madre en el fregadero,

no toquen, por favor, la celesta.



Yo bien podría. Comprueben

la densidad y transparencia.


"Si pudiera tener su nacimiento

en los ojos la música, sería

en los tuyos. El tiempo sonaría

a tensa oscuridad, a mundo lento"



Lo escribí yo con estas mismas manos

pero lo escribí con la misma conciencia.



Amo las bolsas de las madres.

Veo:

No hay dignidad sobre la tierra

como el cansancio sin pagar,

el rostro

aplastado,

la desesperación que no habla.



Dejen ustedes. Mi canto está mal hecho

como esta verdad, que está mal hecha.



Hagan ustedes la verdad mejor.

Hablaremos después aunque ya es tarde.

Antonio GAMONEDA: “De Blues castellano”. En Antología Poética, Alianza, Madrid, 2008, 85-86

ARGUMENTO EN VOZ 1

LOS OJOS DEL OTRO

Al leer a Gamoneda, los sonidos que te trae la vida duelen; cuando son distintos a la verdad de la vida se vuelven ruidos. Sin desespero, el poeta nos invita a conectar con las cosas para oírlas con su sonido de verdad: pertenece a nuestra sabiduría procurar tocar la piel de ellas para que suenen con su momento de transparencia. Cada cosa contiene su verdad. Todas están sumergidas en su hondura, donde encuentran la raíz madre del universo: la sartén tiene su sonido madre en la cocina, así como la celesta tiene su sonido madre en la orquesta o en el concierto musical. Tenemos multitud de cosas a disposición. A mí me encantan las sociales: el amigo, la casa, la computadora, el periódico, la pintura con su potencial curador, el profesor, el padre. Cada cosa ocupa su lugar y desenrolla su tiempo. Todas están conectadas con su temporizador vital. Cuando las pulsamos nos despiertan de nuestra inercia insensible. Existe un mundo arquetipal que preside la madre cósmica, que es la que otorga la dignidad a los hombres y sus cosas. Cuando suena la música en los ojos del otro, el tiempo comienza a desplegarse. Porque esta música mide el tiempo de la verdad de las personas ¿Cómo mirarse en los ojos del otro para reconocerse uno a sí mismo?


La figura de la madre sigue impregnando con su sonido de ternura el camino de la alteridad absoluta. Se muestra en la gratuidad de su cansancio incondicional, con una dureza tal que no está en su cuenta reclamar nada a cambio. La gratuidad no habla, se entrega; es sacrificial; constituye un intercambio de adoración, un culto, una cultura esencial. En los vientres de las madres se deposita y se arrastran cual madre de río las pepitas de oro de la gracia de los hombres. Sin ella éstos caminan por la vida con su verdad a medias, maltrecha; sin ella están desorientados en su búsqueda por hacerla aunque sea ya tarde. Pero con ella se abren las posibilidades todas, la de construir el desafío de la verdad, al que en sociología nunca se llega tarde, si uno se propone e hinca su esfuerzo para que fertilice la gratuidad. Todo es cuestión del instrumento que hay que aprender a tocar, pero siempre bajo la advocación de la gracia latréuticamente social. Es la verdad del amigo, para la que nunca hacerla es tarde, porque es aún de mayor enjundia y cuidado que la del mismo amor.


¿Acaso El Robo de los Bienes Culturales en Venezuela ponen un óbice a la Invitación a la Verdad? Hagamos un pulso a continuación [siguiente cuadro].

EL ROBO DE LOS BIENES CULTURALES

AMANECER

UNA VOZ:       Desde que el mundo es mundo,
                          todas las tardes expira la vida.
                          La muerte firma un pacto con la noche,
                          y el corazón del mundo se aletarga ya
                          bajo el espectro de la luna fría.
MUJERES:       Pero también desde que el mundo es mundo
                          allá en el horizonte resucitan
                          los ejércitos rosa que levantan
                          las ardientes banderas de la vida.
UN HOMBRE: Y nace el sol.
HOMBRES:     Y da muerte a la muerte.
MUJERES:      Y de nuevo comienza un nuevo día.
UNA VOZ:        Y cuando salga el sol,
                           el mundo verá con horror
                           correr sobre los campos,
                           cuatro jinetes enemigos del hombre.

Alfredo Armas: "Y nace el sol", en José Antonio Muñoz, AGUAVIVA APOCALIPSIS,
                           Happening, música de Manolo Díaz, AC-A-LP.
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EL ROBO DE LOS BIENES CULTURALES


“Con el advenimiento del nuevo primitivismo ahora está de moda suponer, al menos implícitamente, que en las sociedades primitivas los trastornos del orden social no se producen o que esas sociedades de alguna manera son más capaces que nosotros para afrontarlos. Probablemente esta creencia sea falsa, a menos que convengamos en que las acusaciones, como la del mal de ojo, y las consecuencias que se sigan de ellas constituyen el medio más satisfactorio para resolver ciertos problemas sociales” (Girard, 1189).

            El robo como fechoría y asociado a la muerte suele encontrarse en muchos cuentos maravillosos y también en los mitos. Véanse Caperucita Roja (Douglas, 21 ) y los mitos de Ojibwa y de Tikarau en Tikopia (Girard, 183). Como motivo de despegue de la trama del relato, el robo cumple la función original de dar el sentido a la acción total del cuento o mito. Siendo un recurso retórico no tendría otra trascendencia que la de alentar los ardides que tejen las secuencias narrativas (Hurtado, 1995a); sin embargo, el ardid del robo se resuelve a la postre al desenmascarar al tramposo, sea un lobo o sea un semi-dios. Las ansiedades de la audiencia que terminan con un final feliz, se expresan con la perífrasis ritual “y colorín colorado este cuento se ha acabado” como nos decían siempre al terminar de contarnos el cuento de El Lobo y los Siete Cabritos.
            Pareciera que la trascendencia del robo sólo fuera introspectiva, como para el consumo de la fantasía del grupo a partir de un motivo estético o de un fin animista infantil o de un origen simbólico de compulsiones inconscientes. Pero la fechoría del robo expresa no sólo la trasgresión de un orden general, sino también los aspectos conflictivos de las representaciones sociales que implican una crisis de fondo respecto de las cosas y de su orden distributivo. Si la vivencia “en sí” (subjetiva) no encuentra también una referencia “fuera de sí” como objetividad social, como pretende cierta antropología postmoderna (Cf. Nieto, 18) el desastre social que indica el robo, quedaría, como la muerte que le acompaña o le sigue, para el consumo onírico de los surrealistas.
            La crisis de realidad, en cuanto disminución, retrotrae la existencia y distribución de las cosas a un principio cuya vivencia  se torna originaria; las compulsiones psíquicas reactivan de tal modo el movimiento de las cosas que éstas comienzan a adquirir significados siniestros. Explotan las acusaciones y amenazas de una crisis sacrificial. El que roba es acusado de abusador o tramposo, mientras que el  resto de la comunidad es amenazada como víctima. Dependiendo de los bienes robados, la trama del relato y sus ardides van a ir evaluando los peligros y sus límites y colapsos, las amenazas y sus torturas y desórdenes, que se ciernen sobre la víctima o comunidad. Como la envidia (y el mal de ojo), el robo de bienes que afectan a la existencia total del grupo, se carga de negatividad y agonía social.
Desde el alto en el camino de las compulsiones, que representa el final del relato cuentístico, la razón del mito no hace otra cosa que proyectar y alimentar los fantasmas en el colectivo social, hasta tanto no se produzca una salida institucional que permita decir éticamente al “héroe” o semidios, al lobo, al hechicero: eh, robaste indebidamente. Nos contentamos con que los cuentos, cuentos son, y los mitos, eso, son reducidos a falsedades en cuanto fantasías sin comunicación alguna con el mundo social. Pero como la realidad mítica insiste en existir, comunicarse y repercutir socialmente, entonces si tiene contenido religioso se la piensa como superstición, y si tiene factura estética se la cataloga como literaria o artística; es lo que hizo la ilustración con la religión primitiva, después el surrealismo con la estética primitiva e inventó  el “arte primitivo” (Clifford, 1996). Ya el racionalismo del barroco pensó que los sueños, sueños son, es decir, la vida social como quimera, ilusión.
Si bien este racionalismo conduce a un pensamiento cartabonado, que llamamos convencional (de conveniencias, por lo tanto sin acuerdos firmes), y con ello situamos al mito en la formalidad o en la ficción pura, como solemos hacer con el cuento y la novela, la etnografía moderna, la que asume el símil del  texto y la crítica literaria y nos permite operar con un pensamiento simbólico la vida social, coloca al mito, mejor aun que el cuento y la novela, en el entendimiento verdadero de lo que se expresa y vive en las relaciones sociales. En cuanto que el mito le da significado a los conflictos desencadenados en la estructura social, no puede sino situarse en la sociología y dar cuenta de ellos desde los sentidos de realidad étnica. Cuéntame el mito para que yo pueda realizarlo en la vida social. Que esto  contiene eficacia simbólica real, se observa en el alto coste etnopsíquico que tiene y desarrolla toda fantasía relatada cuando se conecta con la vida social. Y de que se conecta, se conecta. El hombre constituye como “homo sapiens” una configuración de realidad total y como tal interconectada en sus partes.
El mito ofrece las fuentes u origen de los males y de los bienes sociales; y por lo mismo otorga los presentimientos o anuncios de los mismos Si el mito describe dando sentido, empero no evalúa enunciativamente las consecuencias sociales. Por su razón de ser aparece como quedándose en un pasado ficticio. Como “no sabe” de instituciones sociales, se presenta como un torrente de sentido sin compuertas. Estas y sus diques, para controlar el torrente las espera y vienen de otro lado. En el torrente de sentido mítico, se juntan sin mezclarse, para tomar la frase de R. Gallegos, las aguas de naturaleza compulsional y las aguas de naturaleza cultural o étnica. Pese a su generación de símbolos cuyo objetivo es “valorar” lo real, este caudal de significación puede producir los dispositivos de los acuerdos sociales: es el montaje étnico como basal de lo social, pero no los acuerdos, ni el control o garantía de los mismos referidos a las valoraciones en la vida social. Hasta que no llegue este control garante, el costo anímico y cultural de los grupos se proyecta como un derroche. Es la barbarie con su exceso cultural, en su sentido más noble y encantador tanto para producir enfermedades sociales y culturales como para curarlas o amortiguarlas (Cf. Laplantine, 1977).
La evaluación ética de los arraigos (localismos, nacionalismos, fundamentalismos, patriotismos), así como de la dificultad en los intercambios (rupturas de reciprocidades y falta de disposición para las solidaridades, acuerdos, negociaciones, diálogos) se resuelven como fantasías introspectivas, como un soñar despierto en las veladas, tertulias y contornos festivos. Es un subjetivismo como destino. Su compulsión se convierte en guerras culturales, que se suelen teologizar como “guerra de los dioses”, tal como lo formula Weber (1968), o civilizar como “guerra de civilizaciones”, según Hungtington (1995), y si se politizan tenemos las “rebeliones rituales” (Gluckman, 1972 y Leach, 1977) que acompañan a los cambios de orden/desorden políticos y por lo mismo cooperan eficazmente en su evolución cadenciosa.
En el mito, la guerra, como el robo (rapto), no pasa de ser una cosa natural (cultural), con todo su ritual (técnicas y estratagemas) y sus ciclos históricos; tan natural que hay antropólogos como Delgado (1999, 160-167) que asocian profundamente la fiesta a la agresión, a la guerra civil, por aquello de que, en ambas, ocurre un exceso de significado, vamos, el torrente y derroche, metáforas a que hemos aludido. La misma filosofía existencialista, de inspiración protestante (el hombre es malvado en su origen natural) comparte esta problemática con la etnología: la guerra y la agresión son sustanciales a la vida del hombre sobre la tierra. Si en la etnología hay lugar a (”locus”) o razón teórica para establecer este planteamiento, no debe haberlo en la filosofía, donde la ética tiene su propio asiento societal a donde brillar con autonomía.
En definitiva, dicha “inspiración” (filosófica o etnológica) se retrotrae a funcionar como un mito, es decir, hace consustanciales el orden natural y el orden social. No nos extraña que cuando el antropólogo habla de sociedad, no puede sino entender la sociedad como una cosa natural, e intercambiar el concepto con el de comunidad. También lo hacen otras disciplinas, incluso lo hace una sociología convencional donde todas las relaciones culturales y sociales se confunden en la noción chata de la sociedad como natural. Bien sabemos que la moralidad es la que funda lo social, de suerte que lo social es moral por antonomasia, como lo asociaba Durkheim.
Aquella metafísica naturalista y ramplona de lo social se acerca también a los pensadores postestructuralistas como Foucault (1972). Señalamos a este pensador, por ser una fuente o abrevadero, de muchos científicos sociales, que así ascienden a los ámbitos de la supuesta postmodernidad. En su estructuralismo surrealista, Foucault mezcla y fusiona dominación y poder, perversidad institucional y lucha social, estado (poder) y sociedad (contrapoder), los límites de la ciencia del hombre y las limitaciones absolutas del lenguaje humano y su instrumentación para conocer. Toda esta confusión procede de la vieja metafísica que el mismo Foucault deplora (Girard, 166 y ss). Toda relación social, “a nativitate” está ya condenada por el poder, pervertida por los dispositivos de fuerza y por las nocividades del deseo, del ideal y del programa. La estructura de cada etapa de la “historia de las ideas” puede florecer en el vacío, pero también puede caer en la ficción social (yo ideal) como ideología especulativa, en la medida en que no se la ponga en un verdadero contexto sociológico (yo real e ideal del yo). El sabio francés estudia ideas (su genealogía), no realidades, en un marco subjetivista que conduce a la desconfianza de la elaboración sistemática de unas estructuras en el vacío sociológico. Su sueño de sepultar el saber humano con los instrumentos de su propio saber, se resuelve en una regresión a la barbarie, como nostalgia del destino y por la desaparición misma del hombre, y no como fuente de renovación de las cosas en la vida social. Su crítica frívola y falaz al proyecto de sociedad (modernidad) le retrae a la barbarie, y se detiene en su nivel, donde gratuitamente identifica Humanidad y Barbarie. Supura un resentimiento esencial contra su propia cultura y sociedad. No queda en él ni la preservación del recuerdo como en Benjamín para una redención futura. Como el etnologismo crítico que se limita a operar con los materiales de la barbarie (Bueno, 140), el sabio prometeico termina refugiándose ideológicamente, como los viejos gnósticos, en las “facilidades regresivas” del mito, al querernos robar, con su nihilismo, el conocimiento del hombre, y llevárselo, devolverlo, a las habitaciones divinas (ahora sin dioses). Como Sísifo, ha hecho un inmenso esfuerzo por de(s)construir, limpiar y abrir caminos para estructurar una genealogía del conocimiento, cuyo proyecto es lo que va a llamar episteme, pero en las encrucijadas hemos encontrado estructuras sin sujeto, y estructuras en vacíos sociales.
Desde el estructuralismo radicalizado de Foucault, al que Levi/Strauss no se atrevió a seguir (Girard, 1997), y desde el relativismo cultural surrealista, de Clifford, al que Geertz que lo inició tampoco se aventuró a seguir del todo (Reinoso,1991), se encuentran dificultades para recuperar la estructura social, a la que se sacrificó en aras de un subjetivismo epistemológico (Reinoso, 1991; Gellner, 1994). Unos y otros, filósofos postestructuralistas y antropólogos relativistas se acompañan para secuestrar (robar) el sentido de la crisis del conocimiento humano y victimizar al colectivo humano a partir de pensarlo como despojado (pervertido), y en desaparición como sujeto..  
La “neutralidad” que la literatura otorga a los novelistas, permite a éstos la posibilidad de abrir el camino del pensamiento hacia delante. Es un desafío para la filosofía y un recurso para la ciencia del hombre (antropología). En los marcos de dicha posibilidad y de dicho recurso, lo que logran los esfuerzos de antropólogos y novelistas es cruzar las fronteras de sus propios dominios para encontrarse en lo que llamaríamos “legalidad etnográfica”, necesaria tanto para los estudios de la representación del mito, como para la creación de la representación del relato ficcional. Al no compartir una “legalidad etnográfica”, antropólogos y sociólogos tienen dificultades cuando tratan de realizar similar tipo de esfuerzo. Si han superado ciertas dificultades, sin embargo, al final sus esfuerzos quedan en tablas. Lo que quiere decir que terminan por hacer que los campos del mito y de la sociedad aparezcan mutuamente con sus fronteras rígidas e impermeables.                 
La pugna irreductible entre antropólogos y sociólogos en torno a los conceptos de cultura y estructura (social), forzó un pacto de no agresión entre Kroeber y Parsons, patriarca de los antropólogos y veterano de los sociólogos en Estados Unidos respectivamente. En la sociología de Parsons, la cultura es subordinada al funcionamiento del sistema de estructuras, al reducirla a uno de los subsistemas (Cf. Shalins, 1997). Por su parte, para la antropología de Kroeber, la estructura es catalogada como un recurso superficial, prestado a la moda (Cf. Lévi-Strauss, 1973). Pero la cultura sin insertarse en una estructura social queda en vilo respecto de la acción social: la explicación asume un círculo vicioso, y termina por ser una explicación culturalista, donde un rasgo cultural es explicado por otro. La estructura social sin portar un sentido cultural permanece sin orientación significativa en su acción o prácticas: la explicación se torna también viciosamente determinista desde la base material de la vida.
Linton y Murdock fueron avanzando en soluciones, que Devereux (1973) trata de concluir evitando el círculo vicioso metodológico. Pero el concepto organicista de la sociedad, no mejoró del todo sus esfuerzos. Por otra parte, la adjetivación del concepto de cultura como popular, o la ampliación de la temática cultural, como pretenden Grignon y Passeron (1992), no parece la vía [epistémica] de la solución. Más bien, el diseño de la solución debe atender al deslinde del objeto propio, que es la “relación” de cultura y estructura social, entre el mito y la sociedad. Para saber de esta “relación”[(diacronía)] conviene definir los términos de la “relación”: la cultura y la sociedad [(sincronía)].
La cultura requiere de un colectivo social que la porte, la produzca  y la gerencie. En su existencia y activación, la cultura es independiente o autónoma en  su modo de producción de significados sobre lo real. La cultura pertenece a (se sitúa en) el orden de las significaciones, con las cuales el colectivo social se las ve, se las tiene que ver o ha de habérselas (hábito) para encarar, elaborar y verificar la realidad en el proceso de transformación de la misma. Este modo general de “cultivar” lo real se puede observar en el “homo sapiens” para diferenciarlo de los animales (inferiores), pero también puede verse hacia delante, en la barbarie o cultura general para diferenciar a ésta de la civilización o “cívitas” en cuanto cultura específica de lo societario. Así, el hombre natural se distingue del hombre cívico. No se puede eludir este planteamiento basal y pasar directamente al  planteamiento de la “diversidad cultural” que suele alimentar al diferencialismo, relativista como tal. Hablar de diversidad cultural es un pleonasmo, por no decir una redundancia (Cf. Delgado, 2000,3). Si la diferenciación es una función de la cultura, sin embargo hay  signos de identidad que permiten reconocer al hombre frente al animal, por una parte, y por otra, al hombre natural frente al hombre social. No es suficiente entrar a decir que la cultura no existe sino en sus modos específicos de cómo cada colectivo se conecta  con su propia estructura social, porque puede ello conducir a su existencia en el vacío social (relativismo cultural). La comparación de las dos diferencialidades basales (la genérica y específica) funda la episteme etnológica de cómo la cultura define la marcha de lo humano y cómo significa las estructuras sociales. El proceso productivo de las significaciones (= valoraciones) se origina en un orden de naturaleza, de la constitución del “homo sapiens”, primero, y de la “cívitas” después, de suerte que sin esa piel y carne (metáforas de la cultura) no es posible el ser humano (sapiens) , ni la lejanía con respecto al  “hombre natural”. Estas diferencias ontológicas, obtenidas a partir de que la capacidad genérica natural incita a su propia realización trascendente, se encuentran inscritas en la misma estructura y contenidos del mito: cuéntame algo para que yo lo realice o haga que sea verdadero. Por su parte, los reactivos específicos de cada cultura construyen diferencialmente lo real, es decir, hacen que el mismo hecho no sea el mismo en una y otra estructura social. Que una madre soltera dé a luz, no es lo mismo en un barrio de Caracas que en un barrio londinense.
Si nos colocamos en la diferencialidad genérica o barbarie, podemos obtener en una operación mítica, lo siguiente: con tanto desorden, desastres, guerras, pestes, anarquías, robos, inconvenientes, obstáculos, conflictos, cuéntame algo de convivencia social para que yo haga que se produzca como real y verdadera (eficacia simbólica). Y algunas culturas comenzaron a relatarse ese cuento como un mito, y después de pensarlo como un mito eficaz empezaron a practicar su realidad relatada, exteriorizando sus fantasías y deseos de verdad. La cosa no fue fácil (se llevó siglos en las distintas pruebas), ni resulta fácil en la actualidad estructural, tanto para unas culturas como para otras. Además, el “artefacto” a construir, también era y resulta ser una cosa débil, frágil, mirando a la construcción de lo humano, una cosa harto delicada.
El supuesto de una ontología del despegue humano implica mostrar el trabajo de la cultura tanto sobre la libido, como sobre la acción social. En los umbrales de la psiquis, la cultura se adentra en el fontanal compulsivo de la elaboración mítica; en las fronteras con la estructura social, la cultura proyecta el detector de los mitos para tener consecuencias de sentido e incidir en los cambios y verificaciones de la acción social. Siempre habrá una crisis o amoldamiento inicial donde se recojan los conflictos sociales y las experiencias del deseo. Aunque muchos mitos se inscriben en marcos religiosos, la proyección mítica no procede del fenómeno divino como sobrenatural (Cr. Devereux, 1973), sino de la psicodinamia de la misma cultura en conjunción con sus condiciones sociales, que lo explican. Lo original del asunto es que las grandes religiones, y sobre todo las monoteístas, le dieron a ese marco un paradigma societario, aunque dándole la vuelta al dato se observa que es en la fragua etnopsíquica o natural, donde puede establecerse a la religión como el lugar paradigmático del mito. Por eso es que la cultura se puede pensar como un movimiento de lo divino, de lo cúltico, del hombre (y de lo que hace el hombre) como semejanza con lo divino.
También la “cultura moderna”, como específica, avanza decidida a configurarse como una “habitación divina”, aunque definitivamente sin dioses. Es la cultura en cuanto moderna, es decir, en cuanto proclama la autonomía de las cosas del mundo y del hombre, la que descubre que los dioses han robado los bienes culturales a los hombres. En los mitos originarios siempre se encuentra un dios que arrebata los bienes culturales o un héroe tramposo que trata de canalizarlos hacia sus intereses individuales. Esto representa un desequilibrio o conflicto tan enorme para el grupo que sólo se puede saldar seleccionando una víctima sacrificial, que sería el único modo de romper el encanto o alineación en que tiene sumido lo mágico-religioso a los hombres con respecto a su manejo de la realidad (la crisis o conflicto). El exceso de contenido mágico de la cultura muestra lo primitivo o primario de las relaciones sociales, que atenta contra la autonomía del sujeto personal. Los tiempos del robo de los bienes culturales por lo dioses, se encuentran estrechamente asociados con la falta de “convivencia social”. Los hombres con exceso de anomia social,  “imitan” en sus fantasías y conductas al mito en su contextura mágica, más que en su infratextura generativa (Morin, 1988) de significación autónoma para sobreponerse al pánico que les causa la realidad mundana. Los hombres así, como los dioses, pueden “seguir” a éstos en el robo de los bienes culturales.
¿Porqué vamos a robarnos o pelearnos? ¿Porqué no convivir? Hacerse esta pregunta equivale a contarse la inicial de un mito, de un nuevo relato, para el hombre. Contárselo, aunque fuera en grandes temporadas de monoteísmo, o de las llamadas civilizaciones, fue ir descubriendo y diseñando el túnel que conducía del mito a la sociedad. Un túnel que debemos imaginar no de dirección única, que enmascara el problema, sino como un encrucijada de direcciones tanto de las relaciones de significado cultural (el mito) como de las relaciones de acción social. Este asunto hay que desovillarlo (analizarlo) en las estructuras del intercambio de los dones, y específicamente en el intercambio obligatorio de mujeres en el fenómeno del parentesco. Este fenómeno puede tener diversas versiones, pero su estructura no ha sido trastocada por la ciencia social, ni por la ideología feminista, ni por las nuevas tecnologías reproductivas (Cf. Levi-Strauss, 1981; González E., 1996).
Lo social se encuentra en el artefacto con que se moldea la libido. El problema está en cómo se artefacta . Cada cultura lo hace a su modo o estilo, de suerte que el molde de la libido es diferencial. De acuerdo a cada estilo de trabajar el molde, podemos tener colectivos sociales diversos. Veamos el fenómeno general del estilo de trabajo (el ethos) que lleva a cabo la cultura. Devereux (1975) nos pone en cuenta que cuando hay conflicto, el vencedor humilla al vencido. Dicho conflicto siempre tiene lugar entre hombres, como cosa de hombres que es. Las mujeres no importan, pues no hay lugar simbólico para ellas, ni tienen papel que cumplir como sujetos en el conflicto. Todo lo contrario, son el objeto del intercambio, en cuanto que las mujeres son un asunto entre hombres. En el caso de Siquén, a Dina no se le pregunta, ni importa; aunque en el caso de las sabinas, éstas tomaron cartas en el asunto indirectamente, sin embargo su rapto muestra el punto de inicio de la necesidad del intercambio entre hombres, que se desencadena como una institución social entera y total.
La humillación del vencido no sólo es física; es más que eso, es simbólica-real. Antes de dar muerte a los siquemitas, los hijos de Jacob los matan simbólicamente: los sodomizan (los afeminan), imponiéndoles, con la excusa del matrimonio, el rito de la circuncisión israelita. La debilidad física en la convalecencia después del ritual es también una metáfora de la debilidad simbólica. La venganza consiste en darles muerte primero simbólicamente en su virilidad (castración). No se trata de ponerlos débiles físicamente para confrontarlos con ventaja en la lucha a muerte (física), sino como  principio de su venganza profunda y total: los imposibilitan en relación a sus mujeres. Los animales matan, pero no castran al vencido. El hombre lo hace al revés, demostrando un rasgo de negativismo social.
El matrimonio es pensado como intercambio. ¿Qué se intercambia? Mujeres. Este intercambio contiene una profunda animosidad entre hombres. Las metáforas de ojo por ojo y diente por diente logran describirla bien: acostarse con una mujer es deshonrarla, pero los que son afectados profundamente en su honor son sus hombres: padre, esposo, hermanos, hijos, nietos... Esta rebaja del honor implica que se les afemina, porque se les ha tomado profundamente el pelo, se les ha hecho bobos e ingenuos. El modo de llegar a una transición pacífica es aceptar que como he abusado de tu hermana, tú puedes abusar de la mía. Lo que aporta de nuevo la institución matrimonial es que da la vuelta a la relación inicial (rapto, abuso), ubicada en el narcisismo del salvaje. Si robar es típicamente salvaje, intercambiar es típicamente social. Lo que se decide en la institución del matrimonio es: vamos a robarnos mutuamente, es decir, de común acuerdo, para dejar de pelearnos, pues estamos corriendo el riesgo de morir o desaparecer todos. Nuestra supervivencia apunta a la obligación y necesidad de robarnos las mujeres en una guerra permanente de venganza y duelos. Vamos a arreglar este destino o contradicción en la que nos tiene sumida la cultura mediante un contrato social. El contrato social tiene aquí su fundamento etno-psicodinámico. El origen y construcción de lo social están asociados a esta “mentira” inicial del mutuo acuerdo, es decir, a un hecho llevado a cabo con astucia, maña, arte, técnica. Por eso, lo social es un “arte-facto”.
¿Para qué vamos a seguir robando y peleando, si no tenemos más remedio que convivir? Frente al robo o pelea, diseñados en la relación inicial yoica, emerge la cuestión de la ética. Dicha emergencia puede ser permanentemente desechada si nos negamos al intercambio debido al narcisismo del yo. El principio del placer que dirige dicho negativismo social: recojo (robo) lo que no he sembrado, produce un placer de prepotencia. La ventaja resultante queda de parte del abusador, que lo convierte en un ventajista, un aprovechado, un vivo. Aquí intercambiar es de débiles; así, el ventajista reconoce, en las víctimas de sus trampas o despojos, a apocados, a idiotas, a afeminados, que ceden a los apremios de los intercambios o se ven forzados a intercambiar.
A la compulsión inicial de avaricia, como pulsión de muerte, se contrapone la necesidad de la reciprocidad. Robos, agresiones, guerras, exterminios, linchamientos, como vías negativas del intercambio, contienen los límites del inconveniente, pues se intercambia como prescripción pero se sigue peleando, y no para iniciar los acuerdos de la convivencia social, es decir, la posibilidad de la supervivencia y la posibilidad de garantizar el principio y desarrollo de la vida. La actitud societal consiste en cambiar los inconvenientes, de que se cargan las relaciones sociales por razones etnopsíquicas, en ventajas (mutuas). Algo así como, no lo tomes a inconveniente, tómalo como ventaja. Para no pelearnos, vamos a darnos una alternativa mejor, la de intercambiar, y la configuramos como institución.
La institución, o el acuerdo de las voluntades de todos, inspira la necesidad de regular (ley) los intercambios, es decir, la convivencia social. Como el rico saqueó más, la salida es la institución, para poderle decir: saqueaste indebidamente. La ética es institucional porque parte de la convivencia social y pertenece a ésta. Designar el hecho del saqueo no es suficiente; todavía se encuentra en el nivel de la barbarie. Es preciso denunciarlo por sus desmedida y atropello, y enjuiciarlo desde la objetividad de la ética, es decir, traducirlo o enmarcarlo en lo social. La ética como regla de la convivencia social es un problema del proyecto de sociedad, problema con el que nosotros identificamos la modernidad. La cuestión de que el individuo sea personalmente moral, no está tanto en el corazón de la modernidad, como el que sea socialmente ético. Valgan los pleonasmos para reconfirmar lo moral (o inmoral) como personal, y lo ético como esencialmente social, institucional.                           
Empero, con la relación expuesta entre robo e intercambio, se puede enmascarar la dinámica del proyecto social, en el sentido de que para conseguir la convivencia social, que ahora (cada vez más después de 1948) se demanda que sea mundial, son necesarias las solidaridades, pero también los conflictos con el fin de sincerar los intercambios. Debido a las hostilidades profundas a que hemos aludido, las relaciones conflictivas dentro del proyecto social garantizan mejor lo social de los intercambios. Las impugnaciones al proyecto social por parte de la clase obrera, por ejemplo, son más importantes que las proposiciones de la burguesía; además, las impugnaciones juegan el papel de cierre de la configuración del proyecto. El juego de las interacciones de los sujetos (clases, sectores, estratos)  trae a la realidad nuevos sentidos. Si el juego es conflictivo se destacan mejor las nuevas perspectivas del proyecto social. Ahora interesa mostrar que entre el robo inicial de los bienes culturales y la posibilidad del conflicto impugnador del proyecto de sociedad hay una relación inversa: el robo de los bienes culturales resta o anula la capacidad de lucha dentro del conflicto de la impugnación social.
En la ciencia social venezolana parece que se huye del estudio de la cultura como de la peste. Se trata de la cultura como fenómeno y como instrumento conceptual de análisis. Como fenómeno, es percibida como una peste no exactamente maléfica: se asemeja a un duende que penetra todos los intersticios sociales y con cuyo desorden social desencadenado se convive benévolamente. De este modo, se piensa a la cultura como ausente o inocua  en las relaciones sociales, lo que amputa no sólo el conocimiento sobre el sentido de las relaciones sociales, sino también vuela el concepto etnológico de cultura como instrumento del análisis. Esto último reconfirma que el conocimiento científico social se queda a mitad de su camino. Por eso, hay que hacer que la ciencia antropológica funcione al tope,  para que su objeto de estudio como su concepto analítico, permitan al conocimiento cruzar la frontera entre el mito y la realidad. Es la forma de resolver el mito como realidad, y que la realidad alcance a ser interpretada por el mito. El esfuerzo antropológico debe “dar a la caza alcance”, en verso de San Juan de la Cruz, dar alcance al mito y disponerlo en operación científica. Como un elemento latente, su realidad es un principio que jamás se enuncia y aparece en un estado de pasado ficticio, cuando en realidad es una reacción a dicho estado (Cf. Devereux, 1989, 13 y 17).
Los componentes del deslave natural en el Estado Vargas en diciembre de 1999, desencadenaron los componentes del deslave social. Aquéllos comenzaron a funcionar como una metáfora del deslave o desórdenes sociales. La metáfora apunta al mito o cultura del desorden social. En los relatos de agentes sociales sobre el deslave natural a veces se asoma que el deslave social resultaba ser un desastre o plaga peor que el desastre de la naturaleza. La anarquía, los robos, las violaciones, los homicidios y saqueos por parte de hombres jóvenes expresaban la realidad del desorden cultural venezolano con una crudeza insana. La conmoción social producida llevó al colectivo a autoagredirse. Agresores y víctimas no se entendían en medio de su mutua excitación, causada por el deslave natural que era metáfora eficaz del desastre social. Los agresores actuaban creyendo tener toda la verdad al aprovechar los alientos de la  cultura para recolectar (robar) donde no habían sembrado; y las víctimas creían también tener toda la verdad, esperando las oportunidades o consentimientos que otorga la cultura para redimirse de su desgracia o sacrificio. La desdicha humana no se encuentra en lo social, sino antes, en las sustracciones de los bienes culturales que, en manos de agresores y víctimas, el mito de la cultura, el matrisocial (Hurtado, 1995b), contradictoriamente impulsaba. El resultado fue el desquiciamiento de la interacción humana conduciendo a todo el colectivo a perecer como en la peste con que sueña Raskolnikov en la novela de Crimen y Castigo.
En Venezuela, todo el mundo vive el mito (matrisocial) y actúa con referencia a él. No es extraño que el conocimiento social se queda a medio camino del mito y su realidad. Normalmente estamos condenados a vivir ideológicamente de falsos mitos como el del país rico y el de la tierra de nadie. El verdadero mito, el que se expresa en el complejo matrisocial, es el que concentra el sentido inicial yoico y tiene que ver con el del exceso de la figura materna con psicodinámica egolátrica. El pánico a  la realidad, por haber sido sobreprotegido por la madre, lleva a negar la realidad como tal. El venezolano no se enfrenta a la objetividad, porque no ha sido socializado para elaborarla subjetivamente. Indicamos que en Venezuela hay sociedad objetiva (población, comunidad), pero no sociedad objetiva subjetivamente elaborada, porque la matriz de la cultura (la relación madre/niño) donde se origina el mito no produce una densidad subjetiva capaz de elaborar lo social arte-fáctico.
El mito matrisocial promueve los recolectores (usurpadores) de los bienes culturales  y a sus víctimas correlativas, demandantes de consentimiento, no de justicia. Las víctimas, que piden nuevas oportunidades al colectivo, se revisten de un falso poder sacrificial que no genera la fuerza impugnadora que confrontaría al colectivo con la edificación de lo social. El colectivo venezolano demanda la sanción al “otro” (irresponsable, abusador, chantajista) pero no tiene la capacidad de aguantar el castigo, porque al castigarlo, automáticamente lo convierte en víctima. El  castigo se torna imposible; surge la impunidad. El colectivo no tiene otra alternativa que la de consentir al otro, y esto al infinito. En este proceso del consentido se crían los oportunistas o aprovechados, los pícaros, los que se apropian de la dinámica cultural. Agresor y víctimas: dos caras de una misma realidad del “aprovechamiento cultural”.
Para no terminar con la defenestración colectiva, la cultura aplica el código homólogo y simultáneo, como mecanismo de defensa. La tragedia del castigo no se lleva hasta al final, o se cambia la tragedia en farsa de diversas formas: “hacerse el loco”, “reírse”  de la realidad como una autoparodia, y aún vivirla como catarsis. No tomar o pensar en serio la cosa, porque eso da trabajo o trae problemas. La matriz cultural no se mueve por una lógica, sino por una simbólica que permite restaurar, al menos provisionalmente, lo destruido, salvar lo condenado, devolver de otra forma lo robado aunque sea por compensación sustitutiva, actualizada en la religión, teatro, política o comunidad. Si la cultura proporciona los gérmenes de la violencia social, también promueve los recursos para amortiguar los golpes de la realidad violentada.
El robo de los bienes culturales, que constituye la dinámica de la cultura matrisocial, no se encuentra simplemente en la figura de la madre, ni en el líder, ni en el “jefe indio” o taita, como individualidades, sino en las relaciones contradictorias que se producen en el complejo matrisocial: recojo (robo) donde no siembro pensando que así produzco. En este mito o complejo, la madre, el líder, el jefe indio, el taita, tienen la oportunidad de alzarse con los privilegios que les otorga la cultura, secuestrarlos excluyendo a los otros: el padre, la membrecía, los “indios”, los súbditos “amados”. Pero es siempre el dinamismo cultural del colectivo, donde se suceden o se van turnando los papeles de saqueador y víctima. Por lo que el saqueador acepta también el papel de víctima cuando le toca en el juego de las interacciones, y la víctima procura aprovecharse de (saquear) los recursos colectivos a costa del “otro”, neutralizado culturalmente. Ambos se comprenden culturalmente en medio del desentendimiento para construir la convivencia social (lo arte-fáctico). La estructura simbólica del edipo matrisocial que dejamos sin formular en Hurtado (1995b, 187),  no se configura como en la Atenas clásica: amor/odio, sino como consentimiento/abandono. Con este dispositivo edípico, al colectivo venezolano se le dificulta producir subjetivamente lo social. La ética no adquiere preocupación institucional, y, por consiguiente, el “ángel del destino marcha o mejor está estacionado en un presente ideológicamente mitificado dejando permanentemente en ruinas la convivencia social.

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 Introducción al Libro de Samuel Hurtado Salazar: CONTRATIEMPOS ENTRE CULTURA Y SOCIEDAD, Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 2013.