viernes, 8 de octubre de 2010

HACER CIENCIA ES HACER MUNDO. LA SITUACIÓN EN VENEZUELA

“El viejo lema de la Universidad de Cervera , acabó siendo adoptado por todas las universidades del mundo. Al menos, en las Facultades de Ciencias Sociales. Los científicos sociales dejaron de pensar y se pusieron a calcular. La cara empírica se disolvió en empirismo (investigación despojada de la teoría); la cara teórica, en positivismo (teorización reducida a análisis lingüístico de los términos). Se abandonaron los significados (emic) para centrarse en las causas (etic). Había llegado el final de las ideologías: el control mediante cuentos iba a ser sustituido por el control mediante cuentas. La ciencia dejaba el campo libre a la técnica. Los nómadas dejaban paso a los sedentarios” (Jesús Ibáñez, 1990.)



Hay dos grandes desvíos en Venezuela con respecto a “hacer ciencia”: por un lado, hay supuestos científicos sociales que creen hacer ciencia y lo que hacen es periodismo: tienen mucha información, pero carecen de estrategias explicativas (no producen, ni manejan conceptos). Sin teoría no hay dato científico que valga. Por otro lado, hay otros supuestos científicos sociales que creen hacer ciencia y lo que hacen es teoricismo. Normalmente, éstos “niegan” la ciencia, pero lo que hacen es “aprovecharse” de su circunstancia académica y con esa ocasión hacen “filosofías” o “literaturas”, según que especulen discursivamente sobre la vida o ficcionen retóricamente sobre la misma. En todos ellos se encuentra ausente una explicación de los fenómenos, y sobre todo una estrategia de explicación científica que sirva para dignificar (ética) la vida humana.

En este trayecto, en el que parece que desaparece el fundamento divino de la vida, no se ha construido el fundamento humano de la misma, es decir, humano en el sentido genuino de la invención de lo societario. Ello trae tanto sinsabor, y sobre todo pánico a la realidad (Zambrano, 1988), que en vez de avanzar y acometer la solución de los problemas humanos, los colectivos se retrotraen socio-culturalmente, como los pueblos alemanes de la primera mitad del siglo XX (Zambrano, 1988), y muchas veces se devuelven regresivamente como los pueblos latinoamericanos (Mires, 1989).

Nos encontramos permanentemente en las encrucijadas de la realidad y la mera experiencia, de la opinión y el dato científico, donde podemos observar las pérdidas y las ganancias en hacer ciencia, específicamente ciencia social. Las decisiones en dicha encrucijada no podrán viabilizarse sin la mezcla de realidad tematizada y teoría significante. De lo contrario, estamos condenados a tirar por la borda no sólo el agua de la bañera, sino también al niño con ella y hasta la bañera misma. Al fin nos quedaríamos con los vacíos que producen la falta de imaginación o ingenio y la falta del pensamiento y su acción humana correspondiente.

La ciencia (positiva) no es filosofía, pero su “hacerse” tiene que dar que hablar, que pensar. El “hacer ciencia” o se encuentra en el centro del trabajo por desarrollar el proyecto humano o termina por ser una entelequia o un juego divertido como ocurría entre las clases altas de la sociedad esclavista. La proposición de “hacer ciencia” es más perentoria en el hoy histórico, en la medida en que lo “social” deja de ser un adorno, y aún un adorno de relleno, para calificar el concepto de “desarrollo” (de un país). Por el contrario, es necesario colocar lo social en el centro mismo de las preocupaciones del desarrollo y que redefina a éste por su contenido de verificación. Pues lo social es y está en el núcleo de la realización objetiva de lo humano, ya que si existe alguna instrumentalidad cónsona con esta realización es la de lo societal. “El hombre se define por despegarse de la instrumentalidad: si no pudiera salir nunca de ella, las herramientas no serían suyas. Tampoco el trabajo en cuanto tal arranca al hombre de la instrumentalidad, ni siquiera la pura convivencia social, pues la sociedad no es en cierto sentido más que la primera y fundamental herramienta de los hombres” (Savater, 245).

En esta concepción de la sociedad, los términos que configuran la categoría de “desarrollo social” cambian de papel en el juego del cierre categorial. Ahora es lo “social” el término que hace la función de cierre, porque es lo que llena de contenido conceptual al término de “desarrollo”, que ha comenzado a gastarse no sólo retóricamente, sino también conceptualmente al asociarse a él elementos ideológicos en el transcurso del esfuerzo epistémico por hacerlo rentable sociológicamente. Así decimos hoy, más que nunca (aun durante la segunda mitad del siglo XX donde se plantearon las teorías o enfoques del “desarrollo” en los países llamados del Tercer Mundo), que sin sociedad no hay desarrollo. Es equivalente a decir en el prontuario antropológico que sin identidad (cultural) no es posible tampoco el desarrollo. Sólo después es que desde el ser (social) se pueden desplegar el deber ser (de la sociedad) y el querer ser o principio de la voluntad de poder. El continente del deseo necesita esclarecerse como potencia de realización tanto en su poder como en su deber. Según el aforismo de querer es poder, no se puede sino querer el deber en términos de la eticidad.

El deseo se sentimentaliza, es decir, adquiere valores de significación y con esta energía comienza a valorar la realidad según unos criterios de crear realidad en el sentido estético de lo humano. El deseo se hace moral (Marina, 2001), pues apunta a orientarse y a permitir la orientación de la realidad en lo social. Lo social no sólo es real; también contiene la posibilidad de ser real. Para el ser humano y su invención de la ética es más importante la posibilidad de crear realidad que la realidad misma ya dada. La práctica de “hacer ciencia” se encuentra en este trayecto de despliegue de las posibilidades, donde se aúnan el poder y el deber se de lo social. “Hacer ciencia” es una dimensión de la permanente posibilidad de ir “haciendo mundo”.

El problema que tenemos en Venezuela es que la intención del despliegue ético no se hace desde el yo real (identidad social), sino desde el yo ideal (identidad ideológica). Merced al complejo cultural, que caracterizamos como matrisocial, existe un profundo desfase entre el ser social y el querer social, donde éste segundo, alienado por la contradicción, se torna contrahecho para la acción y termina en la lógica del yo ideal o ideología social. Ocurre entonces que el deseo no comunica o conecta la identidad o el yo real con el ideal del yo (identidad del proyecto social), sino que expresa la satisfacción de la pulsión deseante, en el sentido de la identidad placentera o delirante. Al “hacer ciencia” en Venezuela estamos expuestos, de acuerdo al ethos cultural matrisocial, a ser meros recolectores de datos (cosas), no a aprender los datos mediante la colocación en éstos de un valor agregado de conocimiento.

Nos falta, como colectivo, producir el detector del pensamiento, que es la episteme. Porque éste es un producto que como dispositivo lo porta el colectivo y tiene que ver con las vivencias colectivas y sus complejos pulsiones, dimensiones que expresan una significación valorativa de la realidad: Esta significación valorativa indica si existe el reconocimiento de lo otro y, a partir de esto, el auto-reconocimiento de sí mismo colectivo. La episteme no se asienta en las inquietudes, aficiones o en las distracciones divertidas (divertimentos) que como ocurrencias tiene un solo individuo. Si uno como individuo se dedica a la práctica de “hacer ciencia”, dicha actividad tiene justificación no en él ni en su ánimo personal, sino en las inquietudes del colectivo, y éste en su dimensión de universalidad, para significar una realidad exterior, sociológica, y no en su en un colectivo local, para significar una realidad interior o particular, sea personal o sea nacional (etnocultural). .

Como asunto fundamental del proyecto de sociedad, la producción de la episteme se encuentra al mismo nivel que la producción de la libertad. El verdadero hombre libre no es por su libertad por lo que se esfuerza, pues ya la tiene, sino por la libertad de todos, para autenticar su propia libertad y la de todos mediante el auto-reconocimiento de la misma por el “común de gentes”. Catón lo expresó perfectamente antes de suicidarse: “Si he combatido con tanta obstinación no ha sido por ser libre, sino por vivir entre libres”. El asunto de enrolar a todos en la producción de la libertad y lo mismo de la episteme no resulta fácil como fenómeno, pues, continúa Savater (2001, 190) “la mayoría de los hombres sólo conocen el júbilo de la libertad en el momento que la reciben, pues luchar para conquistarla les asusta, y practicarla una vez conseguida les fatiga”. Por lo mismo el desafío de construir la ética a partir de producir pensamiento crítico arrastra la problemática de pensar que un individuo sólo no es libre del todo, es decir, no indica el fenómeno. Es lo que dice el adagio popular “una golondrina no hace verano”. Así un grupo de investigadores aislado no “hace ciencia”, porque no “hace mundo”. Como una ciudad sola no es posible sino en la pluralidad de ciudades. Los enclaves científicos a que nos vemos compulsados a trabajar en Venezuela, es una prueba contundente de que no estamos produciendo episteme.

¿Cómo puede ocurrir este desafío en la producción de la episteme a nivel teórico? Entre el kantismo universalista y el nieztschianismo particularista, tenemos que llevar a cabo un esfuerzo por mantener lo fructífero de la relación entre una y otra dimensión. De entrada, “hacer ciencia” debe caracterizarse por ser una actividad universal, de lo contrario termina siendo local, lugareña, chamánica; los que actúan desde la universalidad nos pueden tachar de tramposos o de ideólogos o nos piensan como dependientes porque nosotros así lo hacemos aunque al parecer no queramos. Sin embargo, la justificación de lo universal demanda urgencias de inserciones locales en la medida que necesita territorializarse, es decir, tomar tierra para adquirir vida o realidades y definir como universales realidades concretas o históricas. Pero en sus demandas de particularidad, el rigor científico social se cuida de no incorporar escorias lugareñas, es decir, de no tratar con elementos científicos no hermenéuticos: qué dices de ti o de lo tuyo mismo. Un científico social no hermenéutico es o termina siendo un criticón: la ciencia se llena de pesantez abstracta, de repeticiones inútiles, de vacíos de significación.

La posibilidad de “hacer ciencia” se concretiza como una condición de ser un recurso de “hacer mundo”; pero también y sobre todo como una diferenciación crítica en el rediseño de “hacer mundo”: la ciencia moderna pone en evidencia positiva lo que enmascaraba antes la metafísica o “ciencia primera”, es decir, aclara la confusión existente entre las “capas del mundo” en el desarrollo demográfico y tecnológico en las sociedades agrícolas. Con lo que la relación entre el hecho social y el hecho técnico se considerará como correspondiente intrínsecamente.

El “hacerse mundo” tiene como uno de sus lugares la travesía en que consiste la construcción de las ciencias. Ponerle cuidado a cómo se “hace ciencia” tiene la misma importancia que “hacer mundo”. Porque el “hacer ciencia” es metonímico del “hacer mundo” Dicha importancia se observa mejor cuando el “hacer mundo”, que decir también “crear mundo”, contiene problemáticas en que se visualizan no tanto las solidaridades sociales sino los conflictos sociales. Es en éstos donde se pueden describir con mejor sensibilidad las impugnaciones al proyecto de sociedad, que constituye la objetivación de la ética. Impugnar equivale a sanear, a sincerar el proyecto de lo social. Imaginémonos las problemáticas que son catastróficas como el hambre de nuestros sectores bajos, el conflicto armado, los desplazamientos de población por causa de la limpieza étnica. Todos ellos plantean un problema de interpelación a la estructuración de la marcha del conjunto social, mundial siempre. Mundial siempre no significa lejano, exterior, abstracto; debe poder ser mundial, a lo mundial (medida), el comportamiento de lo nacional o local. Porque esta realidad tiene que cumplir la función de sostener, en el sentido de “producir ciencia” como también el anverso de “contra-producir” según la idea de impugnar y exigir lo que debe poder ser al servicio de todos: tal es el objetivo de “hacer mundo” o sociedad. Hacer del proyecto de sociedad un mundo de conocimientos para la transformación social, he aquí una interpelación al conocimiento científico social venezolano y a su relación con el virtual pensamiento crítico del país.

Cuando hablamos “hacer mundo” como un proyecto humano, no podemos quedarnos en una objetividad humanista, porque ésta ha venido siempre sembrada de ideologías. Si queremos depurar éstas, tenemos que acudir a la ciencia positiva y proporcionar al proyecto las condiciones de realidad que no puede ser otra que la de la acción sociológica, como expresión objetiva de la ética. Si bien a la ciencia le guía en sus datos a priori la reflexividad filosófica y necesita expresarse en las andaderas literarias, sin embargo, la ciencia al evaluar con datos a posteriori (de experiencia) su estrategia de explicación (su constructo paradigmático), termina por verificar la realidad de la reflexividad y la ficción literaria. Tal verificación no puede sino inscribirse en el proyecto de sociedad, es decir, en la instalación de las instituciones como objetivación de la ética; de lo contrario termina por proyectarse en las ideologías de la epoqué. “Hacer mundo”, implicado en “hacer ciencia” tiene como referencia última no ya la providencia divina (el primer motor, la gracia divinal, la buena suerte de las reciprocidades culturales), sino la necesidad como posibilidad ineludible de la convivencia humana, clave definitiva de la supervivencia del “homo sapiens” sobre la tierra. Esta urgencia sin retorno se encuentra ya en el presente histórico como advenimiento del proyecto de sociedad y el “hacer ciencia” es una de sus partes o tramos ineludibles o esenciales. Pueden estar en disminución sus condicionamientos genéricos como la producción de conocimiento, de tecnología, de cultura, de poder, pero no puede disminuirse su principio específico que es su colaboración esencial a la creación y recreación del mundo, que sociológicamente denominamos proyecto de sociedad.

En la actual catástrofe conflictual venezolana, podemos acudir a la consulta del psiquiatra, a la oración religiosa, a la memoria del historiador, a la terapia mágica, al pronóstico del analista político, pero estas circunstancias sociales contingentes no pueden acompañarnos en la tarea de “hacer el mundo” que necesitamos para sostenernos en la vida actual. Por eso, cuando se trata de atender a lo que dice la sociología o la antropología sobre nuestra catástrofe actual, estas ciencias, si focalizan bien la explicación, se ponen a valer, logran como su mayoría de edad, pues cobran consistencia teórica. Al menos eso es lo que espera la audiencia para no salir defraudada. Nuestros alumnos están así defraudados, no por falta de diagnósticos y pronósticos, técnicas y prácticas, sino por falta de pensamiento que origine el fundamento de la estrategia explicativa, y el pensamiento se nutre de ideas e imaginación. ¡No será que nos faltan estos nutrimentos!

Aquí comienza la responsabilidad o ética del científico social, el cual no puede “pantallar” como el músico que con cuatro notas ya cree diseñar una melodía aunque sin ideas, o como el pintor que con cuatro brochazos cree haber configurado un cuadro sin importarle la idea. El científico social puede caer en lo mismo diciendo cuatro nociones mal hilvanadas sin pensamiento social, sea la ocasión el programa de cualquier asignatura. ¿Por qué puede ocurrir esto en la ciencia social venezolana? O todavía más ¿Acaso la ciencia social venezolana está secuestrada, nos la hemos dejado secuestrar a manos de algún cogollo cientificista? Radicalmente ¿es posible producir la episteme en Venezuela, entre nosotros, que nos permita “hacer ciencia” moderna en el país? Por supuesto que hay individualidades que la “hacen”, pero la episteme como dispositivo societal (no epocal) no termina en una personalidad, sino en una sociedad, es producto de la práctica científica de ésta. En este sentido se detecta un síntoma históricamente negativo, nuestro escolasticismo, y un síndrome más grave: la falta de crítica a nuestra etnocultura que no nos permite observarnos bien. Cuando nos colocamos en este síndrome vemos que hay un complejo cultural que además nos hace observarnos al revés, como creer que nos casamos y lo que hacemos es unirnos, que producimos y lo en realidad hacemos en importar, que nuestro decir dista mucho de nuestro hacer. Todo ello origina el problema del diferencial semántico que si no lo encaramos críticamente, aparece conspirando contra nuestro discurso científico social. Ello nos coloca en un nivel de recolectores del saber científico con la dificultad de adquirir competencia como comunidad científica. No es extraño que repitamos los concepto de otros para explicar la realidad de los otros creyendo que es (como) la nuestra (Hurtado, 1999; 2003)

Este problema diferencialista, y al parecer sin solución, llena la mitad del discurso de intervención en las aulas de sociología y antropología. Por lo que yo conozco desde el 1 de julio de 1973, día de mi ingreso a la Escuela de Sociología y Antropología. Es un proceso de auto-problematización que no alcanza siquiera la mínima consistencia de un etnologismo crítico, de una sofística aun superficial, es decir, la crítica a la propia cultura civilizatoria como nostalgia de una barbarie. No, no llega a eso porque uno analiza con más cuidado el fenómeno académico y lo que encuentra son excusas para evitar avanzar en el conocimiento. No es lo mismo que el europeo critique el etnocentrismo occidental como tragedia, que lo repitamos nosotros, pues la tragedia aquélla termina en farsa.

Esta problemática planteada nos retrotrae a una situación de no crecimiento en la invención de nuestro pensamiento social. Y a su vez nos empuja a preguntarnos sobre las vicisitudes inerciales que han propiciado las condiciones que ausentan entre nosotros la posibilidad de la episteme científico social. La vía para encontrar el hallazgo a la respuesta nos lleva al tipo de consistencia de nuestra subjetividad colectiva. Analizamos ésta en las evaluaciones del actor social, de la objetividad o construcción social de la realidad, y de la subjetividad del autor científico general (la comunidad científica). En esta última cabe la subjetividad del autor individual como problema provocativo frente a la comunidad científica o como problema inercial que reproduce el avejentamiento de la comunidad científica como tal.

1) En el nivel de la etnocultura venezolana, en el colectivo no se origina actor social que se oriente en términos del proyecto social. Por lo tanto el científico social venezolano no tiene a mano esa realidad que le permita no hacer teoricismo social. Lo que nos ocurre es que nos enfrentamos a una información sobre el actor social que se identifica más con “deshacer mundos” (autodesmoralización) que en la moralización de su mundo Ante este negativismo social y ante la previsión de esta desesperanza de Sísifo, abandonamos como desdén etnocultural la realidad propia para enfrascarnos más en el delirio subjetivista (u objetivista) de mirar a otros o ajenos actores sociales. A veces acontecen que ni siquiera observamos las semillas que como movida social contienen algunas hilachas de lógica asociativa y puede que nos detengamos a ver por donde le articulamos un pensamiento social.
Nos encontramos huérfanos de actores sociales que justifiquen la criticidad de nuestro pensamiento posible. Las aportaciones fundamentales de los teóricos como Nietzsche o Stirner, Bataille o Castoriadis han brotado de las acciones históricas de los actores sociales, que se han solidarizado o sobre todo se han sublevado efectivamente para obtener reivindicaciones, emancipaciones, liberaciones, reconocimientos sociales, económicos políticos, institucionales. “sin la existencia constatable de estas luchas reales en el pasado y en el presente, sea cuales fueren sus logros, las obras de los teóricos serían pura palabrería o un sueño ridículo” (Savater, 236). Este riesgo como desafío negativo es el que corremos los científicos sociales en Venezuela cuando miramos a la ética y al proyecto de sociedad.

2) Hay entre nosotros en Venezuela una moda de “epoqué” que deniega de la objetividad, y ello se proyecta también a la ciencia social en nombre de un subjetivismo absoluto, es decir, de un racionalismo subjetivista o intuicionismo. Pero sin objetividad no hay ciencia, ni real ni posible. El problema consiste en cómo se construye la objetividad. En nombre de un realismo ingenuo se pensaba (siglos XVII y XVIII) que la objetividad está dada de antemano en la empiria en la cual se encuentran los universales o leyes del conocimiento. La operación gnoseológica que garantiza la objetividad es la separación, en son de radical ruptura, y hasta de negación, entre el sujeto y el objeto. Ello implica que el sujeto no puede pasar al área de ser objeto, ni el objeto devenir sujeto, es decir, el objeto aunque fuera una persona no puede considerarse como un continente con densidad subjetiva; ésta realmente no es razonable, por lo tanto no se considera como problema existente. Pues dicha subjetividad era algo inerte, sin capacidad reactiva. El empeño de que la realidad se conoce por sí misma y sin mediaciones conceptuales, da como resultado gnoseológico el clásico objetivismo científico.

Los que rechazan la anterior vía gnoseológica, sostienen la concepción de que la objetividad debe ser anulada a favor de una subjetividad plena. Señalaron así el camino inverso y paralelo del pensamiento moderno en sus grandes desvíos cognoscitivos. La razón indicaba que el posible mundo objetivo se realizaba como una idealidad de la existencia y orientación de un espíritu objetivo. Kant estuvo en el origen de este camino cuando dice que no se conoce la cosa en sí, sino el modelo que le asociamos. El conocimiento científico se genera a partir del proceso de cómo cada vez se va aprendiendo el modelo mediante su caracterización o re-construcción. Pero los post-kantianos se desviaron hacia el subjetivismo racionalista. Tanto el objetivismo que imponía el racionalismo empirista como el subjetivismo impuesto por la razón idealista, objetivan la materia o el espíritu de un modo fijo o reificado.

Entre estos dos caminos gnoseológicos expuestos, la realidad que iba a padecer (pathos) y por lo tanto a reventar era la realidad particular del psiquismo, así como la realidad también particular de la significación étnica; realidades objetivas que por su particularidad se negaban a ser deificadas. Tal ocurrió con el psicoanálisis freudiano, con la etnología y con el pensamiento alemán profundamente etnicista. Tal revuelta en el “quehacer de mundos” científicos iba a destrozar la homogeneidad y unificación del sujeto de la primera modernidad, pero también a des-helar al objeto otorgándole dispositivos de reacción subjetiva en su construcción, aún entre los animales superiores (Devereux, 1989).

Al crearse esta red de relaciones entre objeto y sujeto, comenzó en epistemología una proyección rica en significación o simbolización tal, que los mundos psíquicos y etnoculturales tomaron importancia y ventaja de “realidad de significado”, y pronto mostraron, en la primera mitad del siglo XX, que el “hacer mundo social” iba a conllevar una dificultad insuperable, si no se tomaban en cuenta las infraestructuras psíquica y étnica. A tal punto esta conquista científica fue tal que en la segunda mitad de dicho siglo con la obra del psicólogo social Georges Herbert Mead y su prolongación en la filosofía sociológica de Jürgen Habermas, se avanzó incontrovertiblemente en la observación de las relaciones de las inter-subjetividades en la construcción de la objetividad en las ciencias sociales.

El problema se origina en el pensamiento social, y aunque se proyecta en las aplicaciones de las técnicas etnográficas, no tiene en éstas su principio o fundamento gnoseológico sino en el pensamiento “hacedor de mundo” de la teoría. No sólo la construcción del cierre categorial en su estrategia de explicación necesita de pensamiento, sino que también la construcción de la objetividad no sólo obedece a la técnica de observación, sino que su origen se encuentra en la ética como invención del pensamiento humano. Es la ética la que orienta a la teoría, es decir, lo que debe poder hacerse a partir del ser o hacer (acción). En el marco de la territorialización del pensamiento, decimos, que éste está inserto en una personalidad y en una cultura, pero que no termina en éstas, sino que las trasciende para producir su creación por antonomasia que es la ética y su objetivación en el proyecto de sociedad. Es en esta segunda dimensión donde opera con toda libertad y creatividad el pensamiento humano; es aquí donde adquiere autonomía, al crear su propio mundo de existencia y autoevaluación. El “hacer ciencia” expresa uno de los principios de la existencia y autoevaluación del pensamiento. Por eso, la episteme, como modo de producir y construir pensamiento, logra su diferencia crítica, frente a la confusión (indiferenciada) y al fundamentalismo (premoderno), en el “hacer” del proyecto de sociedad, obra de la inteligencia humana.

En Venezuela, el mito matrisocial que nos procura un desdén por la realidad, trata de colocar nuestra práctica científica en la confusión premoderna. El asunto clave no consiste en que es posible que hagamos mal o descuidemos el diagnóstico por falta de recursos técnicos y/o logísticos, sino que un hecho o fenómeno no lo encaremos y lo incorporemos seriamente a nuestra estrategia explicativa. Por eso nuestra objetividad anda siempre al garete, sometida a una sospecha de excusa (excusita), que para remontarla implicaría un trabajo teórico más acorde con nuestra realidad. Un modo de solución que suele contentarnos es tomar el camino del subjetivismo mediante la mera aplicación de las técnicas cualitativas.

3) La construcción de la objetividad científica tiene su origen en la teoría del constructo paradigmático. Este como tal es un producto subjetivo. Sin embargo, la realidad de la objetividad como construida detenta su propia autonomía, no sólo como elaboración de la materia prima de realidad, sino también a partir de su propia densidad de subjetivación objetivada. Entendemos este concepto no como idea historicista de la filosofía alemana, sino como una actividad (no ideología) del sujeto en su trabajo de la realidad con el fin de producir las relaciones sociales. En este sentido nos acogemos a la primera proposición de las reglas del método sociológico de Durkheim: lo social es pensado como una cosa. Si Durkheim logra la autonomía de lo social frente al imperialismo de lo psicológico o intimismo de la realidad subjetivada, nosotros además lo hacemos frente al historicismo o reificación de la realidad ideologizada.

“Hacer ciencia” no es lo mismo que “idear ciencia”. La acción nos conduce a la ética porque siempre se subleva sobre la realidad dada, en cambio la ideología no nos garantiza ese camino. La acción apunta siempre a una construcción de la realidad mediante la práctica del sujeto. Si hacemos ciencia social desde la perspectiva de una física social, la subjetivación se inscribe en el concepto de lo “social”, pero si la hacemos desde la perspectiva de la semántica social, la subjetivación se inscribe en el concepto de “semántica”, reservándose lo “social” para expresar el lado de la acción objetiva. La construcción de la objetividad tiene que “hacerse mundo” a partir de la lógica o teoría de la técnica, de su diseño y su corpus (muestral), para obedecer así a una economía política de la ciencia. En este nivel operan con intensidad tanto la crítica histórica del objeto o fenómeno, que corresponderían a la objetividad etnográfica, como los modelos de análisis o de diagnóstico. Sin realidad histórica, pero también sin análisis, toda interpretación del fenómeno corre el riesgo de quedarse en ensayo literario, artículo de opinión o elucubración filosófica.

La aplicación técnica para acceder a la objetivación de la realidad no es otra cosa que ponerle cuidado al tratamiento instrumental de la realidad para otorgarle la garantía al trabajo subjetivo sobre la realidad. En este sentido, no hay temas más objetivos que otros, como no hay propiedad privada de un tema por parte de una disciplina como tal.

4) “Hacer mundo” comienza por “hacer sujeto científico”, en lo que tiene que ver con el autor o investigador. Este problema tiene relevancia especial en ciencias sociales, por lo que acabamos de apuntar en torno a donde se expresa la subjetividad en la perspectiva de la física o de la semántica sociales. Para alentar a la objetividad, el protagonismo del proceso científico radica en el actor-autor. En cuanto sujeto de la acción científica, el autor es un creador, al mismo tiempo que un ejecutor. No sólo “idea ciencia”, también “ejecuta ciencia”. Es a la vez artífice y artesano. La observación de la realidad no es, ni procede por principio de un proceso técnico, donde pueden entrar la acción militante y la del cooperante, sino de un proceso epistemológico que tiene que ver con la ética (sociedad). La disposición o mentalidad del investigador no sólo tiene que adaptarse, cambiar en algo, como si fuera un problema técnico; por ejemplo en la práctica etnográfica de las buenas relaciones públicas, pues el objeto observado contiene también una subjetividad semejante a la del etnógrafo. No es suficiente esta aptitud; pues en la ciencia nos encontramos con el “hacer sociedad” (ética).

De este modo el investigador tiene que encontrarse con que el examen de su conciencia está permanentemente a la vuelta de la esquina. El investigador se introduce en un camino de “conversión” y de “comunión” con la realidad problematizada, lo que le obliga a adquirir (aprender en el sentido de montarse un aparato) un pensamiento social, que una vez adquirido éticamente, no puede quitarse y ponerse al gusto so pena de entrar en conflicto moral consigo mismo. Con este proceso no estamos hablando de un delirio o de una psicopatología del investigador (que también puede pensarse y estudiarse como tal, Véase Vallejo Nájera ), sino de un proceso que imprime carácter, según términos de la ideología sacramental, pues se refiere a la adquisición de un pensamiento crítico que afecta esencialmente el devenir personal porque en su origen se encuentra un compromiso ético con su sociedad. El pensamiento crítico indica una ruptura con la confusión que contiene el pensamiento silvestre o mágico, con el anarquismo de un pensamiento místico, con la esquizofrenia mesiánica de un pensamiento débil.

Desde la ética del constructo paradigmático es que el autor debe inspirarse para construir el fondo axiomático del conocimiento y su concepto operativo y elegir sus modelos de análisis. El investigador científico no es un empírico que trabaja directamente con la realidad. Su trabajo consiste en fabricar modelo teóricos apropiados, pues es a través de éstos que conoce con el fin de establecer y comprobar una estrategia de explicación. Por lo que son los que inventa y evalúa al mismo tiempo. El investigador como un artista al “hacer ciencia” “hace mundo”: transfigura la realidad. “Inventar es conseguir que la materia se venza a sí misma” (Ars ubi materia vincitur ipsa sua). Es lo que escribió el arquitecto del puente de Alcántara en Toledo, con abrumadora modestia por que debió poner: “Yo hice que la materia se venciera a sí misma”. El arte (de hacer) indica las posibilidades que la inteligencia encuentra en la realidad cuando la unce a sus proyectos. Cualquier proyecto de investigación se convierte en una muleta benefactora al posibilitar nuevos “significados de realidad” más allá de la realidad dada.

“Hacer ciencia” como tiene que optar por un género literario para expresar su discurso, también tiene su truco. Pero ello no quiere decir ideología, sino una circunstancia de realización lingüística, que concierne a todo trabajo de idear y transformar la realidad y que al fin tiene que comunicarse a la sociedad que de donde proviene. La filosofía, la literatura, la historia, la mitología, todas tienen su truco porque todas instrumentan una retórica de realización. Cada cual elige el truco que más le convenga para proteger la ilusión de resguardar o propagar el conocimiento (Véase Savater, 165). El científico social se cuidad más de revelar el truco, al remozar permanentemente sus conceptos y formas de proceder que cualquier otro científico (Devereux, 1973).

“Hacer ciencia” siempre es un artefacto porque es del orden de lo societal, es decir, del orden de inventar nuevas posibilidades a la vida del hombre sobre la tierra. Tal es la función constitutiva de la ciencia que siempre cumplió, pero que en la modernidad dicha realidad funcional podemos diferenciarla críticamente. Antes, en las sociedades agrícolas tal función podía permanecer enmascarada, podían excusarse sus trampas o falsos resultados (Marina 1995, 337); en la actualidad, se muestran claramente aportando ese saber a través de la constitución de las capas del mundo que hayan podido ser estructuradas por ella. Son las ciencias positivas las que garantizan el alcance del suelo firme sobre el que podemos hoy asentarnos. “Sólo que esta exploración del mundo no puede confundirse con la posesión de la omnitudo realitatis. Las estructuras científicamente constituidas se parecen más a balsas flotantes en un mar sin orillas que a un fondo de roca firme que estuviese situado bajo ese mar. Además, estas “balsas” no están siempre coordinadas, ni se mueven según direcciones convergentes. Y, lo que es más grave, no tienen todas ellas la misma consistencia: Unas están fuertemente entretejidas, pero otras sólo en apariencia, y, por ello, es inexcusable la crítica de esas mismas ciencias (al margen de la fertilidad de sus funciones genéricas) y la discriminación de las franjas de verdad que cada una de ellas comprende.” (Bueno, 23).

Hay que cuidarse de pensar que aunque “la función constitutiva de las ciencias es insustituible en la actualidad, no es la suya la función única y definitiva a la cual pudiéramos confiar el destino de la Humanidad. Carece de todo fundamento suponer que el desarrollo de las ciencias se identifica, por sí mismo, con el desarrollo de la humanidad. El hombre no es la medida de todas las cosas (aunque sea el sujeto mensurante) y ni las mismas “cosas” constituidas por las ciencias son siempre conmensurables con él. La ciencia no tiene capacidad de “dirigir” a la Humanidad ni, mucho menos, de sostenerla en su existencia. Sin embargo, sin el ejercicio de las funciones internas que hemos atribuido a la ciencia, la humanidad actual no sólo no podría encontrar su destino futuro sino que ni siquiera podría subsistir en el presente” (Bueno, 24).

Esta conclusión a la que llega Bueno indica que el “hacer ciencia” no está amarrado a función genérica alguna (cultural, técnica, política, cognitiva), lo cual le da una autonomía suficiente, y además que la subjetividad estructurante no es omniabarcante del mundo y de la historia del hombre. Siempre hay realidad atrás y adelante, siempre es necesario el servicio esencial de la ciencia, y por lo tanto que la fabricación de la objetividad es un desafío permanente de la ciencia, porque el mundo siempre estará inacabado, mientras el hombre, sujeto mensurante, se encuentre “habitando” esta tierra.


BIBILOGRAFIA



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Doctorado en Ciencias Sociales
UNIVERSIDAD CENTRAL DE VENEZUELA
Disertación: “Los desafíos de las ciencias sociales en la globalización”.
Caracas, 16 de Julio de 2004.



Publicado en: Tharsis. Revista de Cooperación Interfacultades, UCV, 2007 (virtual)

Camino al Mito Matrisocial (Resumen de Conferencia)


Tiene vocación de novela, pero es ante todo una sociología. Tiene aquella vocación porque expresa un mito. Pero como es un verdadero mito (antropológico) no puede sino mostrar una realidad (sociológica), la del colectivo venezolano.

Con el afán de llegar a un fontanal que me permitiera alcanzar lo constitutivo venezolano, me sumergí en la vida del barrio caraqueño (15 años de trabajo de campo). Obtuve un primer acercamiento al mito en la razón de la organización popular, tanto sociopolítica como socioeconómica familiar. Después, en la década de los 80 me introduje en el agro venezolano, en lo que geográficamente llaman la “Venezuela Profunda”. Observé y expliqué las estrategias del hogar campesino y de la comunidad rural. La diversidad de la organización social apareció entre conuqueros, campesinos finqueros, parceleros de Reforma Agraria y obreros agrícolas. La experiencia etnográfica iba ahora organizada en torno a los cultivos de los productos del conuco, de la finca de yuca, de café, cacao, naranja, maíz, de las haciendas de ajonjolí y tabaco. Pero sobre la economía campesina prevalecía lo social: la escuela, la migración a la ciudad, la composición del hogar, los conocimientos del trabajo, de la salud, la suerte y el prestigio. Eran investigaciones socio-antropológicas, donde se incorpora el concepto de “matrifocalidad”, clásico en los estudios de la familia y el hogar (household) del Caribe.

Regresamos a preguntarnos sobre otros “tomavistas” de Venezuela en las relaciones de pueblo y cultura, pueblo y nación, con ocasión del estudio histórico de los ferrocarriles y el “proyecto nacional”, con ocasión de lo mágico-religioso y la política, con ocasión del estudio de estética popular en la telenovela en contraste del discurso del código civil. Con la eterna tortura de lo amoroso, la semiótica de la telenovela me orientó al problema de revisar el parentesco familiar venezolano. A pesar de haberse cruzado con el sistema político populista, el concepto de “matrifocalidad” no lograba explicar los sentidos profundos de las relaciones sociales venezolanas, sentidos con los que venía topándome desde la organización popular hasta el proyecto nacional.

Cuando hablo de “el mito” (etnológico) no estaba buscando la variedad de otros mitos verdaderos en Venezuela como el de “el dorado”, “tierra de nadie”, etc., sino el fundamental u originario, que me permitiera llegar a la fuente de la cultura venezolana o institución cero antropológica. Cuando estuve de baquiano etnograficando el concepto de pueblo, del barrio citadino, de la nación, hasta de lo mágico, siempre me salía un “huésped no invitado”, para decirlo con la imagen de Levi-Strauss, pero también al que me sentía “reacio a invitar” dentro de mi proyección de la acción popular. Para el cambio social propulsado desde las crisis mundiales de 1968, lo clasificaba como una “supervivencia de la barbarie”: era la familia.

¿Otra vez un trabajo de sociología y/o antropología convencionales? Negativa. ¡Puedes trabajarlo desde dentro de los grupos locales como perspectiva innovadora que estrenabas en tu etnografía de los años 70…! Puede ser. Pero el estilo de trabajo necesita también de una innovación epistemológica para responder a las inquietudes que mostraba al mismo tiempo que velaba el concepto de “matrifocalidad”. Inquietudes sobre la “cultura de familia”.

No fue fácil. La familia latinoamericana, tema propulsor de “idola tribus” fuerte, apenas se había comenzado a tratar, y siempre referido al sector marginal, popular, atípico, provinciano…, lo que le quitaba el alcance del “tomavistas” explicativo del todo social colectivo. Si lo trataba, debía cambiar de estilo de trabajo para obtener resultados deseados.

La amplificación del concepto clásico de “matrilinealidad” en Venezuela fue objetado por la comunidad científica, porque dicha amplificación no aplicaba a una cultura nacional. Ello significó un desafío de invención terminológica (un neologismo) y un esfuerzo de precisión disciplinaria o estilo de trabajo conceptual. El texto de digresión sobre El Caribe de Erikson me inspiró para acuñar el neologismo de “matrisocialidad” (la sociedad es una madre) y para signarlo como concepto etnopsiquiátrico. La relación paradigmática es la de madre/niño, pero no según la biosociología inglesa, sino según el etnopsicoanálisis venezolano.

El ejercicio de psicodinamia sobre la estructura familiar venezolana me permitió dar con el paradero del mito del colectivo venezolano. Sólo necesitaba montar el concepto de “sociedad” (artefacto) en los años 90, para ver expresarse plenamente el trabajo del sentido (mito) en las relaciones sociales. Así dicho concepto tiene la capacidad paradigmática de articular otros conceptos o teorías, y al mismo tiempo, mostrarse como un modo de pensar o episteme. Esta antropología me posibilita evaluar lo corto (y lo equivocado) de las interpretaciones que otros profesionales y otras disciplinas (incluido el psicoanálisis cuando no es sociológico) proyectan sobre las relaciones sociales venezolanas.


SAMUEL HURTADO SALAZAR
Escuela de Antropología
Universidad Central de Venezuela
Caracas, 22 de Mayo de 2002


Música y Geología


Entrando en el otoño madrileño y su experiencia de comienzos del frío, de la luminosidad dorada y del cielo carmín verperal.

Habrá un rumor eterno
hecho de hojas de oro,
de hojas que azota el viento,
en la avenida del otoño.
Como un recuerdo viejo
hecho leyenda a mis ojos.

Yo voy cantando a los campos
teñidos de cielo rojo,
cargados de ecos silvestres
que arranca el cierzo a los chopos.

La tierra está despeinada
con fríos cerros redondos:
geología desnuda
de los serrijones rotos.
La tarde se ha levantado
yerta con su ser de polvo,
sacudida en torbellinos
con los áureos despojos.

Habrá un rumor eterno
hecho de hojas de oro,
cuando el céfiro silba
en los álamos y chopos
y suena un idilio blando
como música de arroyo
- la música mañanera
que siempre llevo a los hombros-.

El viento de hoy no azota
ya a la tarde y al olmo,
- la roja tarde carmín
que tinta amor al otoño-.

Habrá un rumor eterno
eco del último cosmos:
y el devenir, como un silbo
es del infinito soplo
que dan las esferas últimas
en su retorno sonoro.

Es el otoño de la música,
del cierzo y de los chopos:
cuando está la tarde en éxtasis
y caen las hojas de oro.




Hortaleza (Madrid). Publicado en Imágenes de Villorido.
5 de noviembre de 1962

Felices aunque pobres. La “cultura del abandono” en Venezuela

No se sabe si Venezuela va camino de la pobreza o de la felicidad pero puede ocurrir un milagro, es decir, que abrace las dos cosas a la vez: la etnocultura es capaz de eso y acaso de más
¿Será que desde hace mucho tiempo nos acostumbramos a vivir con aquellos prejuicios del subdesarrollo que nos hacen pernoctar en el prototipo de la mendicidad?(Bahachille, 2000).


En un mundo económico, del trabajo, la felicidad choca con la pobreza; pero en un mundo mítico o maravilloso, pueden ambos convivir e interpretarse mutuamente. Siendo éste un estudio antropológico, pareciera que vamos a hacer una estampa cultural donde se represente un mundo utópico de la felicidad, presidido por la pobreza; no obstante como nos interesa producir conocimiento crítico, la pobreza va a ser construida como un concepto registrador de sentidos, al ser figurada como cultura, que pudiera interpretar la orientación del mundo de los proyectos y las economías.
En el juego entre uno y otro mundo, suele tiznarse de ideología coloquial la proyección simbólica de la pobreza. Asociada a la felicidad, se la llega a operar como una profecía autocumplida. Este modo de producción semántica ocurre perlocutivamente en la interacción social del habla, por ejemplo cuando se dice “somos pobres pero felices”. Este modelo autocumplido a veces tiene un escenario familiar, donde chistes y chanzas fluyen como representaciones de la identidad nacional ¡Cuánto más se torna una promesa “por autocumplirse”, si el jefe supremo de la nación la pronuncia con toda la solemnidad del mundo!: “No llegaremos a ser un país desarrollado como los del primer mundo, pero seremos un país feliz”. Lo dijo el presidente Chávez en el acto de la proclamación de los brigadistas para la alfabetización el día 14 de junio de 2.000. Lo dijo con tal aplomo que toda interpretación que se le haga puede resultar falaz.
Pero donde termina la magia del autocumplimiento, puede comenzar el trabajo de las explicaciones, todas consideradas válidas, aunque no todas igualmente explicativas.
Dicha profecía “oficial” fue objeto inmediato de comentarios en los diversos eventos massmediáticos. Al día siguiente, en el programa matutino de Triángulo, en el Canal de Globovisión, Quirós Corradi, experto petrolero, lo trajo a colación citándolo tal cual. De inmediato acudió a la clave simbólica conceptual: “eso es cultura de la pobreza”, y comentó este modelo tanto o mejor que un antropólogo. ¿Será nuestro destino ser pobres? ¿Es posible a estas alturas de la historia humana aceptar que la pobreza puede ir asociada o unida a la felicidad? Si bien la cultura es la forma de sensibilizar significativamente el mundo y sus cosas, no todas las culturas lo sensibilizan de igual forma. Es más, puede haber culturas que no quieran saber nada de la historia (social), y prefieren sensibilizar el mundo en clave de la utópica felicidad (el placer, el derroche). Esto ayuda a “dignificar” la pobreza como dicha, cuando en verdad, a los portadores de tal cultura, ésta les conduce a una pobreza real que los puede mantener en una situación de profunda desdicha. El hecho económico contiene diversa significación cultural, que a su vez le cualifica. La explicación etnológica debe detecta esa “razón cultural”, y discernir, si es el caso, la alternativa en la que se dibuja y se entrampa el destino colectivo: una “pobreza real maravillosa” como destino, o una historia de trabajo y lucha por un bienestar económico.

A. El “pobre rico” y la realidad de la pobreza

Hablar de una clave de la cultura para asumir el fenómeno económico de la pobreza dentro del dinamismo simbólico, no significa necesariamente colocarlo en un universo mágico, aunque sea en el sentido noble de este término; tal es la situación de la “miseria hidalga” existente en viejos pueblos de Castilla (Díaz, 63-64), y la “pobreza bíblica”, donde los “pobres de espíritu” son los “humildes de corazón”, es decir, los santos: la “topía” de la pobreza y la felicidad cumplida (Tillard, 1968).
Entre la “abundancia primitiva” de la “economía de la edad de piedra”(Sahlins, 1972) y la abundancia capitalista de la sociedad del consumo de masas (Touraine, 1992), existen las situaciones del “pobre indigente” y del “rico miserable”, aquéllos que no saben del control o dominio ya de la “escasez” ya de la “abundancia” de bienes pues, por carencia, vergüenza o tacañería, de diversas formas los deterioran, los emplean mal, los apartan del intercambio, los pierden o los echan a perder, los “malgastan”. Esto es, la praxis económica se encuentra transcendida por la actuación de un principio moral de tipo cultural que puede afectar no sólo un tipo o sector social, sino también toda una colectividad dividida entre “el derroche y la indigencia”(Rivero, 1994). La indolencia frente a la “abundancia” demarca otra “topía”, donde la “felicidad” se dará en una situación de pobreza. Hay un problema del saber hacer economía, por no conocer de escasez o, de su antónima, abundancia.
La alternativa de aplicar la clave cultural a un fenómeno que se encuentra localizado normalmente en la estructura social asociado a una praxis económica, induce un conocimiento nuevo no esperado en una audiencia economicista. A dicha praxis económica le subyace la idea de un interés utilitario, es decir, la de un beneficio material ventajoso, que se supone conduce la acción productiva. Aquí vamos a construir la razón cultural del dato económico de la pobreza en Venezuela, esto es, una cuestión universal particularizada. Porque la “pobreza” nunca es solamente un dato económico, también es, con toda su autonomía, un dato cultural: puede atribuírsele una clave simbólica que le dé sentido pleno a su acción económica (Cf. Sahlins, 1997). Este carácter simbólico muestra que la “pobreza” es portada, creada y manipulada por sujetos cuya interioridad es configurada por “una” cultura tal que sus resortes simbólicos productivos los conduzcan y los mantengan en situación de pobreza económica. La “idea de pobreza” (consciente o inconsciente) se incorpora a la “realidad de pobreza” y define a ésta como tal
El carácter simbólico cultural, por desconocerse, suele convertirse en un motivo superfluo, parcial o superestructural. Así, específicamente, el tema de la pobreza suele servir de relleno al tratamiento de cualquier problemática económica o social, así como para paliar las ansiedades que se generan. La insistencia excesiva en el tratamiento de la pobreza hace que aparezca como un fenómeno económico persistentemente esquivo tanto en sí mismo (Cf. Ugalde, 1993) como a la política social (Cf. España, 1994; Kliksberg, 1994), o la representan como un “leitmotiv” recursivo del que se echa mano para fustigar las ideologías desarrollistas de la dominación social (Cf. Relemberg, 1979; Mires, 1993; Alayón, 1999), o la emplean como un indicador obsesivo para diseñar esquizofrénicamente la división de la estructura social de la nación en pobres y ricos (Cf. Sardi, 1973). Esta profusión motivacional del tema ha impedido que se piense el problema de la pobreza articulado con el imaginario colectivo en su carácter simbólico estructural, pues así, la clave de la cultura (antropológica) se resuelve como mentalidad (psicosocial), terminando de plantear el problema de la pobreza a partir de un solo principio, el económico. En la presente investigación se recalca el otro principio, la cultura, para mostrar el sentido profundo de la pobreza en el complejo de la “sociedad pobre”. La pobreza no sólo es económica, ni sólo social, también es cultural. El marco cultural, lejos de ser débil (Crespi, 357-379), es una manera de trabajar el sentido de la realidad, una manera de adquirir poder sobre ésta, o en no adquirirlo, dando en este caso lugar a sociedades ricas o a sociedades pobres. Con el planteamiento del principio cultural operando en medio de los demás principios, social y económico, se pretende aproximar una explicación inédita del fenómeno de la pobreza, cuyas “múltiples facetas han impedido hasta ahora establecer mecanismos estándar para diagnosticarla; mucho menos para combatirla” (Bahachille, 2000).
Que hay grupos o sectores pobres económicamente, nadie lo puede negar; pero si decimos además que en determinados colectivos la sociedad es pobre, hay que cambiar la cuadrícula respecto del diagnóstico y de la interpretación. ¿Será un estereotipo engañoso aquel que se suele manipular cuando a todos los niveles de la estratificación social se dice: “somos un pueblo pobre con un Estado rico”? Esta contradicción indica alguna designación simbólica de los pobres para que se mantenga “qua” tal. Un foro reciente (año 2000) en la Universidad Católica Andrés Bello se titulaba: “Pobre país rico”; queriendo comprender ésta contradicción en la metáfora (la del “pobre rico”) no hace sino inyectar un “plus” de contenido simbólico, cuyo alcance tiene que ver, no sólo con procesos psicosociales en la población, sino sobre todo con el trabajo de la significación, es decir, con la cultura o lo antropológico. Es en los marcos de la etnicidad venezolana, y no ya en los marcos psicosociales del carisma de un líder, que se puede alcanzar a entender plenamente la génesis del mito de país “inmensamente rico”(Barreto, 2000).

B. La animación cultural como “principio de realidad”

En un simposio sociológico sobre gestión local en postgrado de la Universidad Complutense, mayo de 1997, el que propusiéramos la clave cultural como variable independiente, resonó a execración científico-social, es decir, a una postura fundamentalista. La verdad es que el sociólogo suele tener la cultura como una circunstancia de la acción social y, muchas veces además, como contingente; nunca como un principio estructurante; también, según la corriente parsonsiana inspirada en Durkheim, como un subsistema que se adiciona al sistema de la acción social. Aun cuando se acercan al concepto antropológico de cultura, se lo toman de los orígenes avejentados de tipo positivista que se asocian a Tylor, y pueden llegar a Malinowski, o lo toman de la herencia de Kroeber donde se asume la distinción de carácter epistémico entre lo biológico y lo social (Cf. Viana, 1998; “Debates IESA”,1997). Esta epistemología de inspiración antropológica boasiana no se desarrolla, ni se actualiza. Para el sociólogo, la cultura se origina en la praxis y es subsidiaria de ella; a veces lo es tanto, que la praxis se convierte en determinante, casi en constituyente de la cultura. Como sea, siempre será, así, una variable dependiente con carácter funcionalista dentro de la estructura esconómicosocial.
La subordinación de la razón cultural se explica porque se la tiene como superestructural junto con la ideología, el derecho y la política. A pesar de diversos esfuerzos teóricos, la cultura resulta de un reflejo de la estructura económica; por lo tanto, desde la pobreza (económica) se proyecta un tipo de cultura (pobre). Esto lleva consigo el situar la pobreza solamente en un nivel sociológico caracterizado en términos económicos; eso no permite avanzar hacia la consideración compleja y diversificada de la pobreza. De lo que se trata es de descubrirla también como realidad antropológica, según el principio de la producción simbólica, es decir, descubrir la pobreza también como un mito, que opera como marcador de sentido, califica la realidad económica y la asume como una de sus dimensiones Esta proposición nos obliga a remontar en el análisis de una cultura, la venezolana, hasta el origen del mito o de la matriz de las significaciones. No se trata de la pregunta de porqué, siendo pobres, creemos que somos ricos; esta es la pregunta de psicosociólogos que buscan hurgando en las actitudes y mentalidades de la gente. La cuestión antropológica es más bien estructural: dónde se encuentra el elemento que hace que el sentirnos imaginariamente ricos nos produce en realidad como pobres. El yo ideal (la mentalidad de ser ricos) hace una mala jugada al yo real (la realidad de ser pobres) en el conjunto o configuración del “yo” venezolano. El mito, porque se ha idealizado, opera en contra de la realidad, en vez de sustentarla en un “principio de realidad” y hacerla vivible de un modo justificado. Para lograr la congruencia, el “yo” del venezolano tiene que pensar el mito, no antes, sino después de la acción, ya que desde el mito se puede descifrar la “autenticidad” de las actitudes y de las mentalidades. Sólo después de la acción y mantenidos “ocultos” los orígenes del mito, es entonces cuando se descubre la presencia patente del mismo en el ritual y la historia, en la experiencia y la memoria, en el preconsciente y el inconsciente, desde donde prosigue interpretando la realidad, es decir, haciendo realidad. Recurrimos, pues, a un mismo género de transformaciones para explicar el principio cultural de aquella “mala jugada” que se lleva a cabo dentro del yo venezolano, por la que la pobreza sectorial es expresión de una pobreza colectiva en tanto que hecho simbólico total.
Este proceso etnopsicodinámico se “imprime” (simbólicamente) en el hecho de la pobreza. Más allá del modo instrumental en que se dan las relaciones y medios de producción, y también las relaciones que guardan los hombres entre sí, el modo de crear y cultivar la idea o el símbolo del hecho de la pobreza, añade realidad al hecho. Dicha añadidura no es circunstancial, ni menos un accesorio contingente; es un principio que, junto al principio socioeconómico, constituye también la sustancia del hecho de la pobreza.
Si bien somos “inventores” de significaciones y nos encaminamos hacia la convergencia de cultura y sociedad, eso no quiere decir que esta convergencia se produzca automáticamente. Es necesario un trabajo o esfuerzo (lucha) para que la razón cultural impulse/inculque la necesidad de la sociedad, o que portadores de esta necesidad se aboquen a modificar la cultura. Hay colectivos que han logrado dicha convergencia en lucha contra las fuerzas regresivas de su cultura y colocando lo afirmativo de ésta a favor de las fuerzas progresivas de lo societal. No ocurre de igual manera en otros colectivos. Hay culturas narcisistas que se oponen con todas sus fuerzas a la consolidación de los intercambios sociales, lo que constituye un modo torpe de valorar la realidad.
Con este vuelco epistemológico de la cultura, es cómo se puede hacer que hable el mito de cualquier realidad, y saber diferenciar los valores de esta misma realidad (Cf. Laplantine, 186). No se debe aceptar el optimismo simplista de economistas, sociólogos y filósofos, que confunden el deslinde de la producción de los datos (Devereux, 1989a) en nuestra problemática de la pobreza. Al buhonero de las bocacalles de la ciudad le atribuyen virtudes empresariales; al conuquero recolector, porque se “mueve” mucho en la geografía comarcal, le colocan en los límites de la burguesía agraria; para el que ‘se rebusca’, reivindican las características de la ‘inteligencia empresarial’; la “taguara” del barrio contiene los gérmenes de una microempresa que darán frutos con sólo esperar que se desarrollen comunalmente (Francés, 1999; Lomnitz, 1977; Mires, 123-124; Soto en Lloyd, 2000 y en Fonseca, 2000). Hay que tener cuidado para no confundir niveles de racionalidad, porque en Venezuela es fácil, por ejemplo, decir gobernar a lo que es dominar, sociedad civil a lo que es una poblada o gentío, matrimonio a lo que es vivir juntos, trabajo a lo que es ‘pasar trabajos’...
La cultura no es una ‘hipóstasis’ o esencia separada de lo real; coimplica tanto la acción social como la libido psíquica, porque expresa las compulsiones de ésta y necesita realizarse en las circunstancias de aquélla, pero no se funda en ellas. Por no diferenciar las prescripciones de la cultura y las normas de la sociedad, el sociólogo se entrampa en una intelección de la cultura de tipo kroeberiano y abandona el problema (Viana, 1998, 5-6). Como sea que funda la cultura en la creencia como visión del mundo, desemboca en la mentalidad y por lo tanto en un tratamiento de la cultura de carácter psicosocial: pretende conseguir en las actitudes de la gente para con la pobreza, los datos de realidad de la pobreza. Las categorías de mapa cognitivo, de locus de control, de modelos dicotómicos de las valoraciones, se reducen en una descripción de rasgos culturales, sin posibilidad de acceder al camino de la explicación inscrita en el ethos cultural o el mito, que es donde se encuentra la producción del sentido. Ya Marina (1995, 49), por ejemplo, evalúa el instrumento del “esquema” de la psicología como un concepto muy estático. Cuando la psicología social se aplica al ámbito cultural, éste corre el riesgo de quedar reducido a la condición de una abreviatura de la experiencia; por lo contrario, lo importante es recalcar el dinamismo productor de significaciones: extractar información, posibilitar el reconocimiento y generalizar el significado. La idea de mapa cognitivo puede ser productiva, pero también puede aniquilar la invención de posibilidades de lo significativo.
Las creencias son contingentes, porque están en nivel sociológico; en cambio, los mitos son principio o razón, porque se encuentran en el centro de la historia y el ritual (Cf. Devereux, 1973, 47-48;1989b, 13). El mito es necesario si se quiere entender la explicación profunda del hecho social (Devereux, 1989b, 13-15). En el mito se crea una historia o un tiempo de realización vinculatoria del acto individual y su generalización colectiva, donde el rito (social) salva de la obsesión al acto privado. En cambio, la creencia está expuesta a “sociologizar” todo, si no se encuadra dentro del ritual que tiene siempre abierto un dispositivo de expresión para la compulsión individual. El foco de control, asociado a la creencia o actitud, no pasa de ser una matriz procesadora de información, pero no una matriz productora de sentidos; es solo un mapa de reconocimiento. El ritual y el mito perduran para siempre. Si las estructuras valorativas se conciben como montajes proyectados desde las creencias, los valores y su modo de “valorar” las cosas se hallan a merced de lo contingente; en consecuencia, el cambio social se hace fácilmente programable, y como tal se enuncia como un “deber ser”.
Para explicar la dificultad del cambio social en Venezuela, Viana (1991 y 1998)hace tiempo viene utilizando el modelo del “familismo amoral”. Como lo opera a nivel de las creencias, sólo puede ver el cambio social como consecuencia exterior, contingente e historicista. Los valores sociológicos acabarán por imponerse necesariamente como ideas programadas por la moral de la sociedad, porque la sola existencia de la sociedad así lo exige. Si persisten valores originados y orientados por unidades de organización social previas, como la tribu, la familia, la aldea o comunidad, la dimensión moral no logra constituirse. La maximización de las ventajas materiales y de poder se canalizan desde el grupo primario de pertenencia. Esta regla preferencial de conducta supone que todo el mundo hará exactamente lo mismo. Visto así, el familismo amoral es considerado desde lo sociológico, haciendo tabla rasa de existencias sociales previas a la sociedad pensada como lugar de las responsabilidades éticas. Pero la sociología debiera observar que si no existe la constitución de lo societario como realidad, no va a ser posible que el individuo oriente su conducta preferencialmente a la promoción del bien común, como marco de la moral.
Si el familismo amoral se opera desde el mito, se encuentran las razones o principios de las significaciones profundas del “familismo”. Es el principio de la reciprocidad, focalizado en las relaciones maternalistas, las que dan el valor a las lealtades; a falta de la constitución de lo societario y con un Estado que no es garante de la existencia y convivencia social, la familia preserva cierto orden social protegiéndolo a la medida de sus opciones básicas, antropológica y económica. Cuando el sociólogo se encuentra con este fenómeno en Venezuela, le da una lectura psicologizante, la del pequeño grupo y sus motivos contingenciales y particulares que suelen entorpecer el objetivo del bien común colectivo. Pero cuando el antropólogo lo topa, origina una lectura etnopsiquiátrica, la del mito y el ritual de la madre como principio y fin de la familia y de la sociedad. La sociedad no es una familia, pero funciona como una familia y esto determina la existencia del ethos cultural y sus valores sociales. Desde el mito, el familismo no es moral ni amoral; solo cuando es evaluado conforme a su incidencia en la orientación de las normas de la sociedad, se puede decir que si tiene una incidencia favorable a las normas sociales es moral, y si es negativista a dichas normas resulta amoral. Cuando las pautas de la familia se tratan de imponer como normas de la sociedad, la consideración del cambio social que no tenga en cuenta aquel principio motor del mito se queda en su análisis solo en la puerta de salida de los resultados. La consideración será superficial si no se las ve antes con el mito y su repetición exacta en el ritual de las prescripciones culturales presentes en las vivencias de la cotidianidad.
El modelo del “familismo amoral”, en cuanto sociológico, tiene pendiente para su discusión lo concerniente a su derivación psicosocial, que hace corta su explicación, y, por ende, también el alcance de las recomendaciones que, a partir de él se hagan para una planificación del cambio social. Con conceptos tan ambiguos como el de “cultura dominante”, que correspondería a la cultura de la clase dominante y no a una supuesta mayoría de la población, no es alcanzable el diagnóstico de la “sociedad pobre”, como tampoco las posibilidades de interpretar a ésta para transcenderla. La aplicación mecánica del condicional o del “deber ser” para propiciar el cambio social, por comparación con la cultura moderna, hace caer a Viana en el anuncio de “moralejas”; no le permite hacer recomendaciones que tengan que ver con el principio de la producción de las significaciones en el colectivo, que es donde se encuentran las verdaderas resistencias al cambio. En nuestro caso referido a la cultura y al desarrollo en Venezuela, importa comparar, por una parte, una cultura estancada asociada con cultura premoderna y con pobreza y, por otra parte, una cultura que suele asociarse con la razón instrumental y la riqueza de las naciones (Cf.Marina, 337; Hurtado, 2000). Se trata pues, de una cultura que, si no se ajusta al modo de producir riqueza y capital, crea subdesarrollo; de una cultura que, interpelada por un “proyecto histórico”, crea desarrollo, inventa ideas, e invierte en ellas para realizarlas, a la vez que evita el utopismo.

C. Pobres, marginados y el sucedáneo cultural.

Pocos autores se hallan enfrentados con el estudio de la pobreza en América Latina como B. Kliksberg. A través de los datos y las referencias de agencias internacionales como el Banco Mundial o la CEPAL, muestra que la pobreza, como fenómeno económico, no cede en la región; particularmente la pobreza absoluta parece no registrar mejora alguna; es más, pareciera incrementarse empezando los años noventa (Cf. Kliksberg, 1997, XXVII).
A pesar de ello, Kliksberg no concibe la “sociedad pobre”, y se desvía hacia una representación infantil y feminista de la pobreza. La pobreza se infantiliza y se feminiza, porque, según un criterio demográfico cuantitativista, la pobreza afecta más a los sectores de población en edad infantil y de sexo femenino. Si esto es así, pareciera que el sector de varones y adultos estuviera en el polo opuesto, el de la riqueza. Para llegar a una explicación plausible, y no ideológica, es necesario ubicar la unidad y el universo del análisis; se puede describir rasgos de relaciones sociales pero no se acierta, así, con el diagnóstico de las relaciones sociales sobre el que se va a montar la interpretación del fenómeno (total) de la pobreza.
El niño y la mujer identifican problemas sociales, pero aun estos no se describen bien si no se les ve dentro del universo del que dependen. En la problemática de la pobreza, seleccionar al niño como unidad de análisis es insuficiente, pues la infancia apunta hacia una lógica de población dependiente; lo mismo ocurre con la selección de la mujer, que, asociada al niño evoca su condición materna, implica la misma lógica de dependencia con respecto a una unidad superior de acción como es el hogar o la familia. Lo mismo ocurriría con la “masculinización” de la pobreza, o de la riqueza. Un individuo que viva solo, donde la lógica del solitario coincide con la unidad del hogar, representa una unidad del análisis pero ocurre por parte del hogar y no del individuo. La lógica de población dependiente debe transcenderse como criterio explicativo porque, si no, pareciera estarse jugando más con el destino de la supeditación que con hechos históricos de responsabilidad. El hogar y su composición familiar, es el concepto a partir del cual pueden construirse los factores o relaciones que se movilizan para enfrentar las problemáticas tanto de la pobreza socioeconómica, como de las políticas sociales sobre la pobreza (Cf. Hurtado y Gruson, 1993). De otro modo, el diagnóstico sufre un desbalance; se enfatiza la presencia de unas figuras con objeto de defenderlas ideológicamente (niños y mujeres), mientras que otras figuras aparecen obscurecidas con objeto de culpabilizarlas (el varón adulto), aunque no se lo quiera explicitar. Esto se puede observar cuando Kliksberg trae a colación el proceso de debilitamiento de la familia y la “deserción” del hogar por parte de los maridos. “¿Por qué se produce el ‘abandono’” de éstos? Remite a un análisis de Katzman, al que considera un estudio pionero en el tema; pero este estudio se reduce a una explicación economicista o utilitarista de carácter negativo, pues el fenómeno es calificado como un “círculo sin salida”; un problema cultural resulta reducido a un mero problema económico. El marido está caracterizado culturalmente en Venezuela como la figura de un proveedor: “Yo soy un banco para mi familia”, dice un varón adulto, aunque se lo llame un “padre de familia”. La explicación del dato económico no está simplemente en la economía, sino en la interpretación etnopsicodinámica de la estructura familiar venezolana. Si no llegamos a este ámbito simbólico, no es posible responder adecuadamente a la pregunta de Katzman ¿porqué los hombres son tan irresponsables?, tal como titula su artículo aparecido en la Revista de la CEPAL, abril de 1992 (Cf. Kliksberg, XXXIV). Nosotros hemos dado cuenta del sentido sociológico de las estrategias de la familia popular (Hurtado, 1995a) y del sentido etnopsicodinámico de las “economías familiares”(Hurtado, 1998). Allí se recogen los análisis tipológicos, explicativos e interpretativos de lo que debe ser la unidad de análisis de los problemas del niño, el joven y la mujer, al mismo tiempo de los fundamentos culturales de la “sociedad pobre” en Venezuela (Hurtado, 2000, 323-330).
Lo curioso de los autores que, como Kliksberg, han llegado al tope de las cuantificaciones económicas de la pobreza, de las políticas sociales, de sus relieves socio-demográficos, es que presienten saber que existe otro ámbito duro de la pobreza como es el de la cultura. Entonces dicen “vamos con la cultura a fondo” (Kliksberg, 1997, XXVIII). Y se denuncia que la cultura no aparece como un tema de la agenda del cambio; o por el contrario, cuando aparece, lo hace como obstáculo externo que dificulta la aplicación de las políticas. El asunto es que Kliksberg, como al parecer tampoco los diseñadores de políticas, no explicita qué entiende por cultura. Lo sabemos a través de la ilación de su argumento, cuando enumera los factores o las operaciones que permitirán salir de la pobreza: 1) son las actitudes, las tradiciones, a favor de la cooperación, la solidaridad, el voluntarismo, la autoorganización, 2) son las actividades culturales que favorecen la promoción de la articulación social, el fortalecimiento de la unidad familiar, el mejoramiento de la autoestima de la población pobre, la ampliación de la labor de la escuela, la creación de una actitud democrática. Estas actitudes y actividades nos desvían del modo de producción de las significaciones, por lo que Kliksberg no da respuesta a la dificultad que encuentra cuando los “mitos” (que identifica a prejuicios o creencias) y las estructuras de racionamiento “bloquean” la labor del campo de la cultura. Enumera estos “mitos”: una “teoría del derrame” o la creencia de que el crecimiento macroeconómico se propagaría automáticamente a toda la población, teniendo tiempo y paciencia histórica; la reducción del desarrollo a un ‘stock’ de redes de cooperación; la inequidad pensada como marginal a los debates sobre los límites del desarrollo; el gasto social considerado como una ‘inversión ilegítima’. Estos “mitos”, que formula Kliksberg, no son sino falsos mitos o falsedades que proceden de las ideologías de los diseñadores de políticas, voceros de clase dominante y del poder del estado. Sin embargo, Kliksberg sostiene que, frente a estos “mitos”, surgen en América Latina múltiples experiencias de creatividad social en desarrollo autogestionario de las comunidades inspiradas en sus tradiciones culturales.
El problema es que ni aquellas falsedades se cumplen, ni las múltiples experiencias socioculturales arrastran a los colectivos de suerte que se mantienen aislados en sus enclaves socioculturales. La dinámica social no es tan simple, pues dichas experiencias no impugnan el orden social, ni tampoco los indicadores socioeducativos que solo se encuadran dentro de una retahíla de recomendaciones a partir del ‘deber ser’ (moralizante) y no desde el ‘ser’ (cultural). La cultura como concepto transciende a estos objetos superficiales: no es una instrucción, ni una educación escolar, es un modo de pensar y vivir, y normalmente no se piensa como un iluminado, ni se vive como un santo; la cultura (antropológica) no cumple ‘graciosamente’ el proyecto de sociedad, donde es posible el dominio o control del problema de la pobreza.
La sociología “ha mantenido una relación tortuosa con los pobres de este continente”, pues ha surgido dentro de la antropología, ciencia que “clasifica al ‘otro’ de acuerdo con los determinantes raciales, primero, y culturales, después”(Mires, 161).Sin embargo, después de denunciar como desarrollistas todas las teorías sociológicas sobre la pobreza, Mires se encuentra con las aproximaciones antropológicas a los pobres, y tiene que dar algunos rodeos para entrar a denunciarlas. Si la aproximación se hace con el concepto etnológico de cultura, se topa con un núcleo difícil de explicar, como es el caso de “la cultura de la pobreza”; si la aproximación es socio-antropológica en cruce con la economía política, será fácil encontrar el dualismo social y su denuncia, como es el caso de la “sobrevivencia de los marginados” de Lomnitz (Cf. Mires, 121-123). La crisis epistémica que denuncia Mires (1993, 147) no ha sido suficiente para diseñar un compromiso social con los pobres, y mucho menos para proporcionarle el lente para ver el rostro etnocultural de los pobres. A lo que alude Mires (p., 161) no es al determinismo estereotipado de cultura de la antropología clásica, sino a la cultura como principio de realidad significativa, como hemos venido exponiendo.
Mires trae a colación la posición dualista de Lomnitz (1977) para rematar su crítica a una eventual “contrasociedad” de los pobres inspirada en la antropología de la marginalidad (Mires, 1993, 123); al mismo tiempo, el lado económico-político de la “teoría de la marginalidad” le sirve de contrapeso para bloquear proposiciones que enuncien que de las instituciones culturales (compadrazgo, cuatismo, ayuda mutua) se desprenda una explicación autónoma de la cultura. Mires solo sustenta una “autonomía relativa” de la cultura en la producción de las relaciones sociales; pero eso no es sino una versión, de aparente sofisticación, para subordinar la cultura a la estructura de acción social. Es curioso como los sociólogos (Mires y Touraine, por ejemplo) defienden a Lewis del calificativo de “culturalista”, que sin embargo, le endilga la antropóloga Lomnitz (Mires, 121; Touraine, 1978, 129 y 130), pues aquellos no tienen duda de que el concepto de “cultura de la pobreza” se inscribe en unas condiciones particulares de la estructura social capitalista, y además carece de los montajes ideológicos y referencias políticas y económicas que le adosaban las teorías desarrollistas y revolucionarias (Mires, 120). Los “pobres” de la etnocultura cubren un significado mayor que los “marginados” de la socioantropología de Lomnitz, ubicados en barriadas segregadas y carentes de “procesos de articulación social”, tal como lo denuncia la socioantropología de las redes locales de los sistemas sociales y políticos suramericanos (Hermitte y Bartolomé, 1977; Hurtado, 1991). A falta de sociedad, tenemos cultura, podrían decir los pobladores de la Barriada El Cóndor. Nos imaginamos la Barriada de Lomnitz como una comunidad primitiva (aislada) de la antropología clásica, o como un objeto de los “Estudios de Comunidad” de los años sesenta. No sin sorpresa, podríamos encontrar ‘ricos’ entre los marginales, cuando la historia ecológico-social haya transcurrido años suficientes como para que se dé un desarrollo interiormente diferenciado de la barriada (Perlman, 1976; Hurtado, 1995a).

D.La “cultura de la pobreza” y la infratextura de especies culturales de la pobreza.

En sus contracríticas a Valentine, Lewis (1972) subraya bien que no está escribiendo sobre el fenómeno de la pobreza, ni sobre los pobres. Su labor es en torno a un dato conceptual, la “cultura de la pobreza”. Insiste en que este concepto no se debe confundir con una noción amplia y vaga, como la que suelen utilizar los diseñadores de políticas de estado sobre la pobreza, como lo había hecho Harrington previamente. Se trata de un modelo conceptual, de un constructo, para analizar las relaciones sociales; con eso se descartan las valoraciones contradictorias que se encuentran en la literatura, los refranes y proverbios: por un lado, los pobres son bondadosos; por otro lado, son perversos. Estas valoraciones alimentan a su vez los prejuicios que orientan programas (también contradictorios) de lucha contra la pobreza.
Cuando dice Lewis que quiere ver la pobreza como una cultura (técnicamente, sería una subcultura), es necesario elevarse al modelo conceptual y detectar su lógica y estructura. No sólo se va a ver la pobreza como carencia, es decir, como un síntoma económico, sino también como algo positivo, de carácter simbólico, que ayuda a normalizar compensatoriamente, de tal manera que los pobres puedan aceptar su situación y no volverse locos o enfermar, que es lo último que les podría ocurrir. Como cultura, la ‘cultura de la pobreza’ puede ser universal, pero como producto sociohistórico atinente a la pobreza, puede encontrarse en condiciones particulares de estructuras sociales diversas. No obstante, Lewis elabora un modelo general de estructura social que contiene los rasgos siguientes: 1) “una economía casera, trabajo jornalero y producción para el beneficio inmediato; 2) un elevado nivel persistente de escasas oportunidades para el trabajo no calificado y desempleo; 3) el fracaso en la consecución de organizaciones económicas, políticas y sociales...; 4) el predominio de un sistema bilateral de parentesco...; 5) una tabla de valores en las clases dominantes que insiste en la acumulación de riquezas y propiedades...que explica el bajo nivel de ingresos como resultado de la inadecuación o la inferioridad personal”(Lewis,10), es decir, una alta clase ociosa, según Veblen(1995) y baja autoestima en la población marginal, en términos de Barroso (1991).
En breve, Lewis, asume dentro de la mejor tradición antropológica de Linton, Murdock y Devereux, la distinción entre estructura social y cultura, es decir, entre las condiciones sociales y el sistema de vida; o según el sociólogo Touraine (1978), entre situaciones y conductas. Las condiciones como tales no producen la cultura; la favorecen o la desfavorecen; puede haber ricos analfabetas, aunque en una sociedad muy ilustrada, el analfabetismo será señal de pobre cultura. Por eso hay lugares muy visibles donde la cultura de la pobreza puede ser estudiada “de forma óptima”(Lewis, 10): son las barriadas urbanas. Se deduce que se puede estudiar, aunque de una forma menos óptima pero no menos real, en otros lugares menos visibles socialmente pero con igual grado fenoménico cultural, de suerte que entre grupos cultivados puede existir alguna escala de cultura de pobreza. En sus diseños de casos de familias pobres, parece que Lewis descartara esta inferencia hipotética. Esta su experiencia por los casos más visibles podría haber sido un obstáculo al desarrollo a fondo del dispositivo epistemológico, al que se suma el relativismo cultural norteamericano del cual procede.
Una crítica fecunda a Lewis no debe venir de las circunstancias contingentes de su trabajo, como su atención excesiva a la migración rural o su descalificación a los pobres; ni tampoco de sus necesarias circunstancias de personalidad, status y nacionalidad, como cuando se convierte en consejero de obreros, proyecta su visión de clase media, o activa su referencia etnocultural estadounidense, circunstancias de las que no puede neutralizar del todo, como nadie puede hacerlo. Esta forma de crítica, que es la que suele hacerse (Cf. Monreal, 1996), expresa las “ansiedades metódicas”(Devereux, 1989a) de los propios críticos. Las circunstancias necesarias serían obstáculos epistemológicos, si Lewis no hubiera ido al fondo del conocimiento de los sujetos portadores de “cultura de la pobreza”; al contrario, el que haya ido al fondo, como reconocen los sociólogos Mires y Touraine, muestra que más bien estas sus circunstancias personales se convirtieron en dispositivos de perturbación afirmativa incorporados a la construcción del dato, y garantía de su objetividad (Devereux, 1989a). No es posible ver con precisión al ‘otro’ sin la referencia bien establecida de lo ‘propio’, que es con la que podemos ver y de hecho vemos(Marina, 1995).
Es Touraine quien rescata el diseño de conducta inscrito en la “cultura de la pobreza” de Lewis, para aplicarlo paradigmáticamente a un núcleo de conducta de la cultura marginal urbana. Se trata de encontrar “la marca de una participación desarticulada en un capitalismo dependiente”(Touraine, 1978, 129). Como en Lewis, aunque Touraine no asocie su procedimiento inferencial, el “signo más visible” para estudiar esa marca de toda la sociedad dependiente es lo que llama, a falta de mejor término, la “marginalidad urbana”(Touraine, 1978, 123).
Touraine, como buen sociólogo, diferencia entre pobre, subempleado, y marginal que define la desarticulación social. Cuando Touraine va a hacer su ejercicio lewisiano, la cultura de la pobreza se encuentra en el nivel de la marginalidad y no en el del subempleo. No es sin más el “sector pobre”, sino el “sector marginal” el que contiene las características de la “cultura de la pobreza”; no son los subempleados o pobres ‘per se’. Los pobres tienen las posibilidades de saber donde están situados y lo que tienen que hacer; se identifican claramente con su pobreza, en cuanto que su decir coincide con su hacer. Los portadores de cultura de la pobreza tienen problemas con su saber sobre su acción, su lugar de orientación, su identificación con lo que tienen entre manos, ténganlo escaso o abundante. La “marginalidad” que describe Barroso (1991) en Venezuela se acerca más a la “cultura de la pobreza” que a la pobreza como tal. Para detectar esto, basta con asomarse a la conducta de los portadores de cultura de la pobreza. El núcleo de su conducta se presenta dotado de dispositivos totalmente ambiguos. Se hallan atraídos por los valores burgueses y al mismo tiempo apartados de ellos; tienen que adaptarse a ellos y a la vez resistir al orden de los mismos; se les impulsa a la participación y en realidad se les excluye. A la larga, la personalidad y la conducta del grupo se definen por razones de impotencia y pasividad (Cf. Lewis, 11 ss; Touraine, 1978, 129 ss).
A pesar de haber proyectado una epistemología que apunta a la comprensión de la sociedad total, Lewis y Touraine permanecen en los límites de los datos del sector ecológico-marginal, a casos de familias pobres, y a los barrios bajos de México y Puerto Rico. El fenómeno general de la pobreza puede amenazar con tragarse el fenómeno específico de la cultura de la pobreza. En nuestra crítica a Lewis tenemos cuidado de no identificar la cultura de la pobreza con una cultura parcial (subcultura) en una sociedad parcial (los pobres), que nos trae a la memoria la definición kroeberiana de los campesinos, sino con toda la cultura y toda la sociedad. Eso pertenece al relativismo cultural, al que está inscrito el pensamiento de Lewis. Cuando enunciamos que la “cultura de la pobreza” tiende a crecer y florecer en sociedades de capitalismo dependiente de América Latina, no quiere decir que no puedan existir grupos que no pertenezcan a la cultura de la pobreza, lo mismo que personalidades individuales. Ocurre simétricamente, a la inversa, que los pobres crecen en el capitalismo central de Europa y Estados Unidos, donde “la ‘clase inferior’ (pobre) no tiene sentido más que en oposición a la ‘clase superior’(rica), y esto en el marco de una misma estructura social, caracterizada precisamente por la multiplicidad de sus ‘estratos’, es decir, por su ‘polisegmentación’ durkheimiana” (Devereux, 1973, 84); lo que no quiere decir que haya algún grupo (ghetto, etnia, familia) y personalidad individual que pueda ser afectado por la cultura de la pobreza.
En breve, proponemos que el modelo conceptual de ‘cultura de la pobreza’ puede evocar una ‘infratextura generativa’, en términos de Morin (1988), para identificar un modelo conceptual general (genérico) que posibilita encontrar especies culturales que representan con su lógica particular una ‘cultura de la pobreza’, teniendo en cuenta, por supuesto, el principio de la estructura social de cada colectivo histórico. Atendiendo esta hipótesis, extraemos del análisis del concepto lewisiano dos conclusiones que soportan nuestro ejercicio sobre la cultura y la sociedad venezolanas: 1) el marco de la totalidad de la estructura social, así como lo particular sociohistórico de las condiciones estructurales sin las cuales la cultura no puede existir, 2) el tipo o especie de cultura productora de pobreza, así como su particular modelo de trabajar la idea de la economía.

E. La compulsión del desdén y la estructura social recolectora.

Frente a la realidad, el hombre genera un miedo inercial (Zambrano, 1988; Devereux, 1989a). Como reacción, las culturas orientales rechazan la realidad material y se recluyen en la mística procurando un conocimiento interior, divinal. La cultura occidental acepta la realidad y trata de transformarla mediante la razón instrumental. Finalmente, otras culturas narcisistas, como la venezolana, asumen un desdén, el cual las priva de trabajarla para obtener ventajas de sus beneficios. Si no se valoran, las cosas se deterioran: es el consumo sin producción. Este desdén cultural tiende a coexistir con estructuras sociales con carácter distribucionista recolector, y con el predominio de las significaciones emocionales. Esta especie cultural, existente en Venezuela, nosotros venimos calificándola como matrisocial (Hurtado, 1995b; 1998).
La matrisocialidad conceptúa un modelo cultural general, organizado a partir de la estructura psicodinámica de la familia en la que la figura materna contiene la clave significativa, de tal manera que ésta orienta también los asuntos sociales. El eje estructural está diseñado por las relaciones interaccionales de la madre y el niño, donde éste se piensa siempre pequeño y consentido, a partir de la compulsión fundamental de que la madre no puede perder a su hijo. La sociedad no es una familia; pero en Venezuela la sociedad surge con los valores de una familia constituida no sobre la alianza matrimonial, sino sobre la congregación de todos sus hijos (varones) en torno a todas las madres (mujeres) del grupo consanguíneo (parentesco) (Cf. Hurtado, 1998; 1999a). Este modo de elaborar las relaciones familiares y sociales afectará de un modo específico la relación económica.
La matrisocialidad apunta a un problema cultural, y no a una problemática social, como la pobreza. Tampoco es una cuestión que tenga que ver con la “cultura de los pobres” como un grupo social aparte. La matrisocialidad no pertenece exclusivamente a los “pobres”, pues no se encuentra respondiendo al problema del subempleo, sino a la especificación de la estructura social como un todo. El problema comienza en el mito de la sobreprotección materna, que no es otro que el mimo por exceso de madre (Palacios, 2000). La sobreprotección impide al niño confrontarse a la realidad; lo cual origina una relación confusa con la realidad, cuyo resultado es considerarla como una cosa que no tiene, ni es digna de valor. La cultura de la pobreza en Venezuela pasa por este desdén y abandono matrisocial de la realidad, cuyo principio explicativo se organiza en el concepto del complejo matrisocial. Este complejo no deja ver bien la realidad, por lo que decirla o nombrarla no quiere indicar que se va a hacerla o transformarla. Si el mito de la sobreprotección materna apunta a que se transforme, no transciende los límites de una operación mágica. La pobreza en Venezuela tiene que ver con este complejo matrisocial que no nos deja ver bien las relaciones entre el decir y el hacer, entre la idea y la realidad, de suerte que no permite organizar la realidad de forma tal que, mediante el trabajo, el colectivo alcance una capacidad económica consistente.
En el centro del problema de la cultura matrisocial se encuentra el desdén como un dispositivo de trabajo negativo de la realidad (negativismo social). Comporta un sentido de lo real que puede imaginarse como un abismo de la cultura, de forma que al portador de la cultura matrisocial y su complejo se le dificulta tematizar y seguir hasta el final el problema que le plantea su propia cultura, lo cual hace pensarlo como un “abismo agrafable”, para interpretar esta imagen que nos ofrece Briceño Guerrero (1994, 309) terminando su reflexión filosófica sobre los tres discursos que, como minotauros míticos, se encuentran en pugna en cada venezolano.
Solo después de un esfuerzo totémico/emblemático “en la lucidez del combate cuerpo a cuerpo” para entrar en “comunión integral” como amigos o enemigos (Briceño, 309), es que se puede acceder a observar, para el conocimiento, uno de los rasgos del “abismo agrafable” de Venezuela, el de “sociedad pobre”. Este concepto (antropológico) sintetiza la idea de la perífrasis “la sociedad cuya cultura es cultura de la pobreza”. Aunque el desempleo es alto (oscila entre 15,3% y 21%), según diversas fuentes, indicando el empobrecimiento, el subempleo o economía informal, que compite y supera al empleo llegando al 52,6% (PROVEA, 2000), sin embargo, es la “cultura del abandono”, a partir del desdén matrisocial, lo que revela a Venezuela como una “sociedad pobre”.
La “sociedad pobre” es un concepto operatorio para explicar la relación de cultura y desarrollo social, con motivo del problema de la pobreza en Venezuela. Dicho concepto representa un quicial sobre el que deben descansar los análisis científicos y las intervenciones de las políticas. Por falta de tal concepto operatorio, economistas y sociólogos caen permanentemente en aserciones de medio alcance que conducen a medias verdades y a soluciones incompletas por lo que se refiere a la pobreza en sociedades como la de Venezuela y otras más de América Latina.
Queramos o no, sobre cómo los pueblos ‘idean’ su realidad económica reposa su principio de hacerla en realidad. De ahí la relación estrecha entre cultura y economía.El carácter eminentemente práctico de las relaciones económicas supone, no sólo el diferimiento, sino la renuncia parcial al disfrute de la realidad: la energía del esfuerzo, las semillas, los gastos de inversión, la reificación de los productos. Hay que ‘perder’ en el corto plazo, para desarrollarse o ‘ganar’ en el largo plazo. La cultura proporciona la necesaria reacción frente a las pérdidas, con cuya superación se construye la estructura social. En efecto, la cultura elabora mitos, que son la forma mediante la cual las sociedades otorgan el “sentido” necesario a sus quehaceres prácticos. Cada sociedad reacciona diversamente, fabrica sus propios mitos. Ahora bien, el que cada sociedad elabore sus mitos, y por medio de ellos su relación a la realidad, no dice si los mitos son cónsonos con prácticas industriales y comerciales. Una cultura del desdén, narcisista donde no hay dispositivo para contar con las ‘pérdidas’, está expuesta, más que otras, a ser infectada por fuertes impurezas ideológicas, que pueden hacer que los mitos funcionen en falso en contexto de economía capitalista, por ejemplo. Al no admitir las ‘pérdidas’ a corto plazo, la cultura elimina las condiciones para ‘ganar’ a largo plazo.
Cuando se piensa en Venezuela como país rico se produce una reacción de sentido que desmiente de antemano cualquier consideración sobre la conveniencia de “crear riqueza”, sino que prepara consideraciones sobre cómo disfrutar de ella. La reacción conduce a decir que somos un país rico, lo cual expresa “la mayor mentira de Venezuela” (Ugalde, 1993, 305), pues producimos de un modo permanente pobreza, porque partimos de un falso mito originado para tapar nuestro desdén por la realidad (económica).
¿Cómo se construye este falso mito, y dónde se encuentra otro, verdadero?
La reacción en falso comienza en la “idea” del decir. ¿Quién dirá que Venezuela no
es un país rico lo mismo que Argentina? Si ésta tiene granos, Venezuela tiene petróleo. En ambos sitios “la gente es rica, no tiene concepto de escasez”(Belohlavek, 1998), aunque siempre la base social es pobre, más en Venezuela. A Belohlavek le interesa ver hacia dónde apunta el “concepto de mundo”(cultura), para ver dónde encajan los conceptos de trabajo y de negocio. Este experto del FMI y el BM, expresa una voz como del inconsciente colectivo, coincidencia del afuera superficial (Venezuela es un país con abundantes materias primas) y del adentro del país, en su yo ideal (Nos dicen que somos un país rico y eso nos hace sentir grandes). Esta voz aunque admite la situación y la conducta de pobreza, las pone de lado en espera de que el orden de la abundancia (según el experto) o el orden mesiánico (según la matrisocialidad) cambie las desdichas presentes para una felicidad que se dé por sí sola.
La reacción mítica en falso continua construyéndose, con la “idea” de que el enclave petrolero derrame el líquido que siembre los campos venezolanos, y éstos produzcan permanentemente los frutos abundantes. Se obvia la idea del trabajo, como en el “síndrome de los mangos bajitos”(Guerrero, 2000), es decir, la práctica de cosechar sin trabajar, como también el del ‘está barato dame dos’ que Guerrero lo aplica a la venta de la empresa de la Electricidad de Caracas; como resultado se obtiene un país sin trabajo y un país barato. Es maravilloso escuchar en comportamientos de calle, en medio de la gran crisis por la que transita el país ya por casi dos décadas, que todavía se puede comer en el país (afuera no se podría), pese al bajo poder económico de la población: somos pobres pero aún podemos sentirnos como ricos. La idea del trabajo tampoco aparece en el discurso del Presidente de la República, como en aquel en que, para motivar a la gente para que regrese al interior del país, pinta la felicidad de vivir en una casita junto a un río encantador y pasar el tiempo bajo una mata de naranjas rojas.
Para observar e interpretar la reacción cultural a la no aceptación de las pérdidas de lo real, vamos a mostrar las vicisitudes del actor social en el proceso productivo (recolector) y en la distribución (recíproca).
Como hemos comprobado (Hurtado 1999c; 2000), la dinámica recolectora se encuentra incorporada a la acumulación capitalista en una sociedad dependiente (Touraine, 1978) como es la venezolana; no tanto es el rentismo adherido a la explotación petrolera, sino la mente recolectora, que se manifiesta en la “cultura del peaje”, uno de cuyos modelos es el ‘fifty-fifty’. El peaje implica un “aprovecharse’ del productor. En entrevista con C. Croes (Televen, 3/12/2000), la diputada de oposición Liliana Hernández que aconseja al gobierno que deje invertir al capital extranjero “y no ir a ver cuanto les quitamos”, indica el fenómeno recolector perdurable en el país, esta vez apuntando al actor oficial. Según Luis Ugueto el pais se divide entre ricos y pobres, es decir entre los que lograron aprovecharse del país y los que no lo lograron (Ugueto, 1994).
La recolección persiste cuando se trata de mantener la preferencia de la producción para las necesidades, frente a la producción para la ganancia (Rivera, 2000). Los críticos como Aquiles Esté, piensan que la idea de que “es más importante distribuir la riqueza que producirla” funciona como un virus que diezma el país (Muñoz, 1999). Debajo de las formas capitalistas, corre un sentido subterráneo que constituye un molde duro en el que se cualifica la producción de bienes materiales en el país. Lo de “subterráneo” es una metáfora para indicar que se trata de un molde en el que fluye la vida diaria, tan sólo evidente cuando se da la ocasión, o el esfuerzo, de una observación a distancia. En este sentido, relatamos a continuación unas observaciones: ¿Cómo ven los empresarios colombianos y norteamericanos a sus colegas venezolanos?
En la negociación el venezolano pretende recolectar el todo o nada, pues según los colombianos, “los venezolanos piensan que negociar es resolver un conflicto” donde una de las partes se sacrificará dentro de la lucha o regateo. Al no pensar la negociación como intercambio de intereses para obtener unos beneficios comunes, los venezolanos se han acostumbrados a un alto margen de utilidades, es decir, tratan de sacar el máximo. Se trata de suavizar tal “agresividad” generando condiciones de conducta informal, de entrar en relaciones de comensalidad, de ofrecimiento de promesas, que tratan de personalizar y exagerar el negocio, al mismo tiempo que desviarlo para no enfrentarse directamente con el ‘conflicto’. Así no logra centrarse en el negocio que se hace en medio de un “éxtasis festivo” de la invitación a comer y echarse los tragos, y por lo mismo frecuentemente incumple las promesas verbales al no coincidir con los hechos (Ogliastri, 1997).
Más allá, los empresarios de Estados Unidos afinan el carácter festivo del empresario recolector. Resumidamente, para éste el tiempo no cuenta a la hora de tomar decisiones, muestra poca voluntad cuando se trata de seguir canales normativos, y vaca mucho no sólo en las muchas temporadas de vacaciones existentes en el país cuyo tiempo a su vez amplía, sino también en los fines de semana que alarga del mismo modo (Cámara Venezolana-Americana, s/f.). Casi fuera del tiempo y de las normas o disciplinas de trabajo, cuando ‘se mueve’ pretende obtener rápidamente las ganancias máximas. El talante recolector y su atmósfera festiva y vacacional mantienen la conexión con los objetivos de un “país feliz” que disfruta merced a que las responsabilidades por el país las “abandona” en manos del estado, como una de sus cualidades populistas.
Los retratos contienen una evocación, donde se intuyen los mecanismos que vinculan y transforman los diferentes impulsos, sentimientos, tactos y acciones, por lo que podemos observar a la mente recolectora manifestarse en los siguientes rasgos:
- La negociación opera como un “juego de suma nula”. El conflicto se plantea en que las ganancias de unos son pérdidas para otros.

- La atmósfera festiva elimina la mediación del tiempo en la negociación.
- La agresividad del que recoge sin haber sembrado, sea pillaje, invasión, estafa.
- El incumplimiento de promesas indica la falta de atención plena al negocio.
- La indisciplina laboral expresa la espera de abundante cosecha sin mucho trabajo.

- El exceso vacacional implica al trabajo como motivo contingencial.
En cómo procede un rasgo de otro, se muestra que toda esa práctica económica obedece a una “cultura de recolectores”.
El facilismo de la especulación mercantil, como del ventajismo de roscas y carteles, y el afán por beneficios desmedidos, son facetas de subdesarrollo (Baum, 1991). Por eso el "somos un país marginal”, que dice Saade en “Perspectivas Económicas 2001” (El Universal, 26/01/2001) no está en el 52% de clase marginal, ni en que dice que comporta al país, esta supuesta clase o grupo; toda la sociedad entra en la marginalidad, por cuanto esta resulta de la desarticulación de la estructura social. Si bien los empresarios no son pobres, sin embargo su mente recolectora, les hace a ellos también exponentes de la cultura marginal, demostrativa de una especie de la “cultura de la pobreza” dentro del capitalismo.
Hemos seleccionado estas caracterizaciones de conducta empresarial como clave para interpretar la “cultura de pobreza” de toda la sociedad. A partir de aquí se puede observar de un modo similar comportamientos en otros sectores sociales, en torno a una “cultura del peaje” y a su similar “cultura del rebusque”. Piénsese en las maniobras de policías y fiscales de tránsito; otras operan sin chantaje, como en el “trabajo informal” que se desarrolla en los lugares de trabajo formal, o a costa del trabajo formal, como venta de ropa, de fantasía, etc. No es una cultura del pluriempleo (europea), sino de hacer o de ocuparse en múltiples actividades más o menos simultáneas donde se mezclan el trabajo formal y el informal, configurando un modo de recolección económica.
Se completa el círculo de la actividad recolectora con el “síndrome del todero” (Misle, 1994), que se proyecta también en la política, y hasta en la academia. El “todero” hace todo y de todo lo que se le ofrezca sin tener experticia técnica en nada. Puede ser útil para enfrentar urgencias, pero normalmente esta forma de trabajo implica que las cosas se hacen de un modo tosco, a veces a medias, otras veces sin revisar, y hasta se las piensa hasta la mitad, como dice Urbaneja Acheltpol (Cf. Hurtado, 2000). Si ya M. Colomina (2001) tilda de “todero” al actual equipo de gobierno (Cf. Urbaneja, 2001), la misma universidad no pasa tampoco de realizar un trabajo de tipo recolector: se limita a satisfacer las necesidades básicas del conocimiento, la docencia; la docencia es lo que importa, graduar profesionales; la investigación, la actividad del conocimiento para producir conocimiento, resulta un añadido superfluo; si no se hace, ya haya recursos o sean insuficientes, no pasa nada, la universidad como un corcho sigue a flote. En breve, el “todero” demuestra una conducta totalmente ambigua: es ingenuamente atrevido y al mismo tiempo retraído, dependiente; tiene que terminar rápido, o lo que es lo mismo, se tarda hasta donde sea, pues el tiempo puntual en que vive no cuenta; siempre le ronda el problema como un conflicto del que pretende escapar sin capacidad cultural para salir de él.

F. La realidad abandonada y la pobreza autocumplida.

La sociedad es pobre porque no tiene la idea de trabajar sobre el trabajo, que es lo que da origen a la prosperidad de las naciones, como se sabe desde A. Smith. Decir esto en ciertos grupos en Venezuela es como nombrarles la familia (Cf. Briceño, 1994). Lo que gusta es que se hable de la redistribución o reparto de ‘lo que haya’. Si nos apoyamos en la producción (‘lo que no hay’), el país se hunde, pero de nuevo sale a flote como un corcho a la hora de hablar de distribución de lo que se haya ‘recolectado’ (materias primas). La metáfora es de Muller en El Universal, 10/06/2000: “Un país hecho de corcho”. La política social debiera atenderse desde la producción, pero se hace “una política social al revés que destruye lo poco que tan trabajosamente van logrando las personas en situación de pobreza”(Sabino, 503).
¿Qué es lo que ocurre? Pues que las ideas sobre la realidad reproducen el mito y las connotaciones del trabajo recolector especificado desde el modelo de la cultura matrisocial. Dicho modelo está cifrado en el principio de reciprocidad, de suerte que ni la distribución del Estado se piensa dentro de una sociedad con Estado (y sus impuestos), sino como reparto de las dádivas del cacique o “príncipe” poderoso, base del mito populista (Cf. Hurtado, 1999b). Este mito se ‘impone’ a las políticas como lo hace la prescripción cultural, y después puede manejarse como ideología. El que teniendo, no reparte, es un “pichirre”(tacaño); éste es uno de los personajes peor vistos en Venezuela.
Polanyi (1957) pone en cuenta los diferentes tipos de intercambio para el análisis: la reciprocidad, la redistribución y el mercado. El intercambio de reciprocidad no tiene la lógica de un centro de poder (el estado tributario), ni la lógica de la compraventa mercantil (libertad económica), sino la lógica de obligaciones económicas entre los iguales cuyo paradigma son las relaciones originadas en el parentesco; son relaciones que configuran una estructura altamente prescriptiva (frente a electivas o libres). Mauss (1971) es el primero que construye conceptualmente dicha estructura, y Levi-Strauss (1969) lo reconfirma ampliándolo metodológicamente, lo que dará lugar a la escuela francesa del estructuralismo: las obligaciones de dar, recibir y devolver, constituyen el sistema de prestaciones y contraprestaciones de la convivencia social, en un régimen donde se prodigan los dones o dádivas como relaciones de prestigio y lealtad. La familia y demás grupos naturales permanecen como ámbitos normales de la reciprocidad, mientras que en el sistema capitalista, el tipo de populismo venezolano se proyecta como un ámbito ideológico de la cultura matrisocial, como hemos estudiado (Hurtado, 1999b y 2000). Se aplica la razón o principio de reciprocidad a los sistemas de la redistribución y del mercado, distorsionando las relaciones sociales entre estado y pueblo, entre patrón y cliente. Los significados de las relaciones sociales en Venezuela son proclives a generarse y medirse en términos de reciprocidad “Todo debe ser gratis o barato”. Es el “derecho a la gratuidad”. Pero esta “felicidad” termina produciendo los moldes de la “cultura de la pobreza”.
La figura de la madre y la “economía materna” basada en las colaboraciones o dádivas de los hijos, son clave para entender el funcionamiento de la ideología/cultura del reparto. Más que el débil e inflado estado venezolano, la familia soporta el orden social desprotegido. Si el grupo fuerte de la organización social es la familia, entonces no debe extrañarnos que el “familismo” funcione coherentemente, pues el mito produce y detecta el sentido de que todo se “familia” como clave discriminatoria de lo social: “Con mi familia, con razón o sin ella”, dice el dicho criollo. El que no tiene familia está “fregao” (no tiene ningún soporte social). A este nivel de mito se observa que el reparto da existencia, refuerza y consolida en el ritual la reciprocidad al grupo familiar, matriz inicial de las solidaridades.
El problema surge cuando este tipo de familismo se proyecta dentro de los asuntos propiamente sociales, que se entromete tan sustancialmente en ellos que éstos dejan de funcionar con la lógica de la sociedad, para hacerlo con la de la familia. Ello se debe a que la personalidad etnotípica matrisocial no tiene ninguna fisura, ni presenta distintos niveles lógicos de existencia y funcionamiento; no se ha “desencantado”, es una personalidad social premoderna. No tiene los dispositivos de autonomía, criticidad y responsabilidad ética para hacerse cargo de su propia realidad. Por eso, la culpa de todo lo que le ocurre, malo o bueno, se encuentra en la suerte o en el “otro” extraño, como en una operación mágica. Anteponer el interés individual al del colectivo con el objetivo de no renunciar o ‘perder’ nada en el largo juego social, provoca ‘pérdidas’ para todos. Este proceso se inserta en el negativismo social, originado en un edipo infantilizado y narcisista como es el matrisocial venezolano(Hurtado, 1995b; 1998). Este dispositivo antisocietario se encuentra produciendo desde el fondo mítico las bases de la “sociedad pobre” venezolana.
El orden social posible y a sus intercambios, los actores de la cultura matrisocial lo piensan como un campo de competencias y limitaciones; lo rehuyen, esto es, lo desconocen y lo niegan. Es más fácil o placentero pensar el sistema social como el lugar donde se encuentran los recursos a saquear; y pensar en el otro, imaginarlo, en vez de cooperador para superarme, como en otro “vivo” que limita mis apropiaciones excesivas. Esta mentalidad del recolector en tierra de nadie, en contexto capitalista, caracteriza al otro como al pícaro, de acuerdo a como es él. Dicha caracterización se idea específicamente dentro del trabajo de la cultura. El edipo matrisocial muestra que esa acción de saqueo de bienes que pertenecen al colectivo, no se disimula, sino que se hace con descaro para demostrar la viveza; porque si más bien se hace con disimulo, se proyecta que se es cobarde. Es un edipo que se parece más bien a algo pre-edípico, o que participa de un proceso pre-edípico, por lo que no ha crecido, está infantilizado (Hurtado, 1995b; 1998).
La estructura del descaro picaresco contiene la impunidad y la irresponsabilidad para con la realidad. El colectivo venezolano demanda la sanción al “otro”, pero no tiene la capacidad de aguantarla porque, al sancionarlo, en seguida lo hace víctima; por tanto no hay propiamente sanción. El colectivo prefiere consentir al otro, al potencial enemigo: le da otro “chance”, otra oportunidad; a la larga, en vez de pedir cuentas y exigir disciplina, los chances otorgados o consentimientos se tornan infinitos. El pánico a la realidad, por haber sido sobreprotegido de ella (es el mito matrisocial), lleva a negarla; el desdén no es un autocondicionamiento previo para enfrentar la realidad, sino que es el resultado de verla a pesar de haberla negado; la realidad está abandonada.
La economía, que parte de un principio de escaseces, produce un conflicto interior en un actor caracterizado como recolector, en cuya lógica funciona el sentido de la abundancia (un índice de la felicidad), y que etnopsicoanalíticamente se enmarca en la abundancia del pecho bueno como expresión paradigmática del principio de la reciprocidad. Ideológicamente se acepta en las políticas, muy cónsonas con el mito matrisocial, que el recolector (primitivo) y el niño de pecho son los modelos de la felicidad. Desde el primitivo feliz en su selva como hombre natural, hasta el niño feliz en su acto de succión mamaria, se han ideado utopismos de la felicidad. En esta mítica utópica, es que se diseña la relación de felicidad y pobreza por prédicas y discursos de todo tipo: políticos, económicos y hasta intelectuales de la sociedad venezolana; pero también, se entrevee su crítica, principalmente diseñada en las novelas y en las conversaciones de los novelistas como intelectuales. Por ejemplo, en la entrevista de Garmendia (2000). Esta visión del creador de ficciones permite al antropólogo jerarquizar las claves interpretativas de la relación de pobreza y felicidad; es la felicidad deseada como huida del principio de la realidad la que interpreta el fenómeno de la “cultura de pobreza”, en Venezuela. Para llegar ha explicar este proceso de varias referencias, se tiene que desmontar el mito de la cultura matrisocial venezolana, donde se observa el principio del placer como originante de la felicidad en que ya vive desde su nacimiento el portador de la cultura matrisocial; es un paraíso de felicidad, donde no cuenta la medida del tiempo; éste no tiene valor, únicamente es válido su disfrute en una vivencia intemporal del presente inmediato; donde no cuentan los compromisos, ni las responsabilidades con la realidad, ni menos las críticas a la misma con objeto de transformarla, ni el trabajo ni la inversión para llegar a culminar proyectos de sociedad con éxito; donde no cuentan los esfuerzos para disciplinarse subjetivamente y lograr mayor capacidad de competencia, etc. La felicidad vivida como en un limbo de realidad, permite explicar porqué el venezolano soporta la pobreza; ello está lejos de ser, aunque hay investigadores que lo así lo define, una realidad surrealista, ni mucho menos, todo lo contrario, estoica. Se parece más a un autoengaño de la realidad que es lo que produce su pobreza, aunque lo que se quiere es ser feliz, vivir a gusto. Al conflicto se le abandona de diferentes formas; la más cómoda y muy acorde con el mito matrisocial, es crear confusión en la realidad, el autoengaño por ejemplo. No se sabe bien la cuantificación de los pobres en Venezuela; alguien podría decir que los pobres son el 104% (Cf. España, 2000), y decir que los pobres son ricos y lo que hace falta es liberar las riquezas de los pobres(Lloyd, 2000; Fonseca, 2000), sin tener en cuenta la diferencia entre racionalidad de la organización y racionalidad del hogar. La cultura de la pobreza no es sólo un trayecto, sobre todo es una estructura que incorpora los polos “del derroche a la indigencia” del trayecto, por eso se puede pensar como el fondo de la “fábula venezolana” (Rivero, 1994). Inspirándonos en el Lazarillo de Niewohner (1992) para el que es preciso autoengañarse para vivir feliz, se concluye que es necesario insertarse en la “cultura de la pobreza” para poder ser feliz, a lo venezolano (Vera, 2001). Cualquier prédica que apunte a la felicidad, sin el esfuerzo de conquistarla, cae muy bien en Venezuela.


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RESUMEN

Como no podemos ser un país desarrollado, aceptemos la condición de pobres como signo de la felicidad. Tal ideología no insume la simpleza de que los países ricos son culpables de que haya países pobres, pero genera el falso mito del país rico en Venezuela. Este mito coincide con la evaluación economicista desde el exterior en cuyo espejo nos gusta vernos que nos vean (yo ideal). Proponemos que no sólo el principio de la economía, sino también el principio de la cultura (antropológica) deben evaluar conjuntamente la pobreza. En esta investigación, se da preferencia a la razón cultural para que explique la pobreza implicando con ello la ampliación del universo económico. Como modo de dar sentido a la realidad, se instrumenta la cultura como concepto analítico-interpretativo para obtener, mediante la crítica al concepto de “cultura de la pobreza” de O. Lewis, las especies culturales de la pobreza; una de ellas es la calificada de matrisocial, que como tal especifica el sentido de la estructura social recolectora-capitalista venezolana. El concepto operatorio de la “sociedad pobre” permite organizar la compulsión del desdén y la reacción cultural del abandono de la realidad, así como el consecuente redistribucionismo que vivido, como reparto de regalos, promueve las oportunidades del aprovechamiento desigual, del todo o nada. La explicación del privilegio se encuentra dentro del concepto de la “sociedad pobre”, pues conceptúa también la otra cara auténtica de los ricos en Venezuela.


Palabras claves: cultura, cultura de la pobreza, estructura recolectora, principio de realidad, principio del placer, etnopsiquiatría, sociedad pobre, matrisocialidad, compulsión del desdén, negativismo social, mito vivido, mito ideologizado, desarrollo, economía, trabajo.
Publicado en: Revista Venezolana de Análisis de Coyuntura. FACES-UCV, 1er Semestre 2001, 95-122